viernes, 27 de noviembre de 2009

ECOS

ECOS
    Tal y como nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis –libro imprescindible para entender buena puerta de los tratamientos literarios posteriores de la mitología grecolatina -, Eco era una hermosa ninfa enamorada del no menos hermoso – y joven desdichado- Narciso. Juno, la celosa mujer de Júpiter, enojada con ella por haberla engañado en una de muchas correrías amorosas de su marido, la condena a no tener voz propia, es decir, a poder emplear únicamente las palabras finales que dicen los demás. Además, la ninfa se va consumiendo por el amor no correspondido que siente por Narciso y poco a poco pierde también su cuerpo, de manera que de ella sólo queda la voz. De todas formas, antes de esto deseará que el joven padezca un amor no correspondido como el de ella, y los dioses recogerán esa petición, de manera que Narciso fallece al no poder hacer realidad el amor que siente por esa figura que ha descubierto en las aguas de un río y que no es sino su reflejo. Aun así, en un momento realmente conmovedor, Narciso va preguntando a la imagen que el agua le devuelve de sí mismo si será capaz de sentir por él el amor que abrasa sus entrañas. A esas palabras de anhelante enamorado le responde no menos emocionada la voz de Eco, aunque, claro, él no pueda verla y cree que es un ser que está jugando con él y no lo toma en serio. En otras palabras, el eco arranca en nuestra cultura como un elemento relacionado con la naturaleza y con el amor. Pasemos a ver más ejemplos de esas relaciones.
       Pese a ser esta versión la que más éxito ha tenido a lo largo de la historia, existe, no obstante, otra versión notablemente diferente, que puede encontrase hermosamente escrita en una de las más famosas novelas de la antigüedad: Dafnis y Cloe, de Longo de Lesbos. Allí se no cuenta cómo Eco es educada por las Musas y cómo llega a ser una consumada cantante, además de poseer una gran belleza. El dios Pan envidia esa admirable capacidad musical y, como además es rechazado por ella en el ámbito amoroso, hace enloquecer a varios de sus seguidores y estos asesinan y descuartizan a la ninfa, para después esparcer sus restos por toda la tierra. La diosa Gaia recogerá los que encuentra para darles digna sepultura, pero Eco mantendrá su excelente capacidad musical y podrá repetir los últimos sonidos que personas o animales emitan. Esa relación de Eco con la música no pasará desapercibida para algunos músicos, que aprovecharán las posibilidades expresivas que el eco de sonidos –tanto instrumentales como de voces humanas – les ofrece. Por poner un solo ejemplo, que recoge además el mito según la versión de Ovidio: la ópera de ese gran reformador del género que fue Christoph Willibald Gluck que lleva por título Écho et Narcisse (1779).
           Otro personaje de hondo calado en nuestra cultura occidental es el músico Orfeo, del que ya en otra ocasión hemos hablado en estas mismas páginas. Lo que no habíamos señalado entonces es que el tracio muere a manos de las bacantes, enloquecidas por el dios Baco, como puede leerse también en Ovidio. Pues bien, hecho literalmente pedazos, su cabeza es arrojada a un río y allí, acordándose incluso en esos momentos de su esposa añorada, esto es lo que dice –siguiendo esta vez los versos de Virgilio en sus Geórgicas-:
[…] La cabeza,
del albo cuello de marfil segada,
iba arrastrada por las turbias ondas,
y la gélida lengua en voz mugiente
“¡Eurídice!” –llamaba- . ¡Ay, triste Eurídice!”.
Y “!Eurídice!” los ecos de las márgenes,
Voz del alma sin vida, repetían.
     En un ambiente más prosaico, dos seres humanos afrontan en la soledad de sus habitaciones sus respectivos accesos de tos, producidos por la tuberculosis. Pero lo destacable aquí es el ramalazo poético que en ese balneario se produce cuando ese hombre y esa mujer innominados –el narrador se refiere a ellos como el inquilino de la habitación 36 y la mujer de la habitación 32 – descubren la tos del otro, como un eco, como la posibilidad de romper la monotonía, la falta de alicientes en la vida, el poder terminar con la terrible soledad y, en último término, no afrontar la muerte sin haber conocido el amor. Sin embargo, ninguno de los dos hará nada por conocer al otro y sus vidas grises discurren por el aburrimiento que consume a tanto personajes de las narraciones que tanto abundan en el siglo XIX. Ésta, en concreto, es un breve relato de Leopoldo Alas Clarín, titulado El dúo de la tos.
      Pellegrina Leoni, nombre lo bastante elocuente que ya define a su poseedora- es una cantante de ópera que lo ha sido todo y que ya se ha retirado porque no puede cantar. De viaje por unas montañas italianas encuentra a un viejo para quien es poco menos que un ángel – y una especie de vida amarga y desabrida en reflejo especular de la de Pellegrina-. Ella será la primera persona a quien, después de sesenta y cinco años, cuente un acto ominoso que ha marcado su vida entera: el naufragio del que se salvó junto a un sacerdote y como, tras la muerte de éste, poco antes de ser rescatados, el entonces joven comió la mano de religioso para poder sobrevivir. No obstante, lo que no interesa aquí es la segunda parte, en la que, mientras pasea por el pueblo después de dejar al anciano, pasa junto a una iglesia y de allí proviene una música hermosa y una voz casi divina. Conocerá al chico al que pertenece esa voz y le propone darle clases gratuitas de canto porque para ella no sólo es su voz renacida y que vuelve a resonar para el mundo como un eco que pudiera encarnarse en un ser humano –en contra de la característica básica del eco como tal, esto es, la ausencia de corporeidad-, sino que se dan varias circunstancias vitales que asocian las vidas de Pellegrina y Manuel –otro nombre suficientemente elocuente, todo sea dicho de paso-. Todo esto se puede leer en el cuento de la siempre magnífica escritora Isak Dinesen llamado, precisamente, Ecos.
        Pero la persistencia del eco llega a todos los rincones, de manera que incluso puede detectarse en uno de los más hermosos diálogos que nos ha dado la historia del cine, que podemos oír en ese maravilloso western que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1955). En una cantina, de noche, una pareja inicia una conversación que parece que se hubiera detenido cinco años atrás, que es el tiempo que hace que no se veían. Y se dicen palabras como éstas:
Johnny: - ¿A cuántos hombres has olvidado?.
Vienna: - A tantos como tú mujeres, me imagino.
Johnny: - No te vayas.
Vienna: - No me he movido.
Johnny: - Dime algo bonito.
Vienna: - Claro, ¿qué deseas oír?.
Johnny: - Miénteme, dime que me has estado esperando todos estos años.
Vienna: - Te he estado esperando todos estos años.
Johnny: - Dime que hubieras muerto si no hubiera vuelto.
Vienna: - Hubiera muerto si no hubieras vuelto.
Johnny: - Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: - Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: - Gracias, muchas gracias.
        En el mundo cinematográfico podríamos hablar de ecos en el aspecto sonoro, evidentemente, pero también podríamos hablar de los ecos que despiertan determinados movimientos de cámara, buscando, claro está, la emoción en el espectador. Un ejemplo magistral se da en una película rabiosamente romántica, como es Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948): en una escena memorable la cámara asciende mientras sigue a una joven pareja que sube por una escalera al domicilio del joven pianista –hermoso y joven como buen héroe romántico- , adonde lleva a sus conquistas ese donjuán del que está enamorada una adolescente que vive en el mismo edificio y que permanece en primer término del plano una vez que la cámara se ha detenido. Unos cuantos años después, esta última, convertida en una bellísima mujer a la que ni siquiera reconoce el músico, se deja seducir por él y ser conducida al piso al que tanto anheló entrar tiempo atrás. El movimiento ascendente de la cámara es idéntico al anterior, es decir, es un eco del que acabamos de referir, de manera que el público lo reconoce perfectamente y, al evidenciar el espacio vacío que hay en primer término de la imagen, se hace énfasis en el espacio que ella ocupaba en el pasado y el avance que han supuesto todos los años transcurridos.
       Pero el eco puede emplearse también desde el campo de la narración de terror, como ya comentábamos en el número 24 de esta misma revista a propósito de textos sobre fantasmas. En efecto, aludíamos allí a un cuento titulado La puerta abierta, de Margaret Oliphant (1828-1897), en el que el protagonista está realmente asustado por una voz que parece provenir del mismo campo en el que se encuentra la puerta de una antigua mansión –único vestigio de la misma- y que repite dolorosamente las siguientes palabras: “¡Oh, madre, déjame entrar!. ¿Déjame entrar, ¡oh, madre!, ¡oh, madre!”. La búsqueda de un explicación a ese misterio no provendrá del campo de la ciencia, puesto que un médico acompaña a personaje principal y tampoco logra averiguar nada, sino que habrá de venir desde el ámbito espiritual, porque es el sacerdote de la zona quien explique a sus dos compañeros –y al lector en último término- que esas palabras provienen de un pasado en el que un niño no pudo entrar en la mansión por haber muerto dentro su madre, que servía allí, de manera que en la naturaleza se quedaron impresos esos lamentos terribles y los repetía cual eco hasta que el sacerdote es capaz de ofrecer la paz eterna a ese alma en pena.

         Pero si nos remontásemos a un estado más ingenuo del fenómeno del eco llegaríamos a dos casos, creo que suficientemente ilustrativos: el primer caso es un breve episodio de una popular serie infantil de televisión, que toma su nombre de su protagonista, Pocoyo. Pues bien, ese simpático niño descubre este efecto acústico al escuchar su voz repetida por el eco, lo que aprovecha para ponerse a hacer todo tipo de sonidos, empleando tanto su cuerpo como instrumentos musicales, todo lo cual le lleva a una alegría desbordante y, me parece bastante contagiosa.
       Por otra parte, una leyenda kwakiutl –una tribu esquimal- titulada Wakiah y el primer palo tótem, nos cuenta la búsqueda de un baile propio por parte de Wakiah, para no ser menos que el resto de los compañeros de su aldea. Pues bien, no sólo conseguirá su baile, sino también una casa y –lo que nos interesa aquí- mostrará al resto de la tribu cómo el eco se genera en una serie de máscaras que, en función de que se les quite unos determinados dientes de madera u otros, se reproduce un tipo de sonidos u otro.
        Y terminamos con otra mención a la mitología grecolatina, es decir, volvemos al principio. Hilas era un joven de gran belleza del que se enamora Hércules, y ambos embarcan en la nave Argos para ir en búsqueda del vellocino de oro. Sin embargo, en una de las paradas en una isla, unas ninfas caen prendidas de la belleza del joven y se lo llevan. La posterior búsqueda por parte de Hércules no tiene resultado, de manera que este héroe deja a Polifemo en la isla encargado de busca a Hilas. Pero tampoco éste tendrá éxito, y tras la muerte de Polifemo entre los habitantes de la isla pervive la tradición de que un sacerdote llame por tres veces diciendo: “Hilas, Hilas, Hilas” y sólo recibe como respuesta el eco que le repite “Hilas, Hilas, Hilas”. No obstante, otras versiones dicen que son las ninfas las que, temiendo a Hércules, convierten a Hilas en eco, de manera que ante los terribles gritos de Hércules llamando a su amado, únicamente le responde el eco con el nombre del joven que nunca pudo recuperar: “Hilas, Hilas, Hilas”.

                                                                                        José María García Pérez

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