miércoles, 11 de noviembre de 2009

CHÉJOV, SIEMPRE


En poco más de veinte años. Antón Chéjov (1860 – 1904) fue capaz de escribir más de mil cuentos, cinco obras de teatro y un apasionante epistolario compuesto por un millar largo de cartas. Pero no es importante tanto el hecho de esa fecundidad como la extraordinaria calidad humana y literaria que alcanza en buena parte de lo que sale de su pluma. Y de lo que nos proponemos hablar en las líneas que siguen es precisamente de algunos aspectos de ese extraordinario legado.

En primer lugar hemos de señalar que el narrador ruso estudió medicina, e incluso llegó a ejercerla un breve período de tiempo, tal y como le sucedió Pío Baroja. Los dos coinciden también en escribir relatos o novelas (Chéjov nunca llegó a escribir una novela, en realidad) cuyos protagonistas son médicos. Bien joven empezó a colaborar en revistas y periódicos con algunos cuentos de marcado acento humorístico y con críticas benévolas a la sociedad. Pronto empezará a ser un nombre conocido para los lectores y a estar bastante bien pagado por esos textos, hasta el punto de que a mediados de los años ochenta empieza a tomarse más en serio este oficio, cambia su pseudónimo Antosha Chejonte por su verdadero nombre y comienza a notarse un cambio en la selección de temas, en la profundización de las descripciones y de peripecias y, muy especialmente, en su forma de tratar a los personajes.

A partir de esos momentos hay una búsqueda acusada en la caracterización de los personajes, que se va logrando mediante cada vez menos elementos, y otro tanto sucede con los decorados en los que transcurre la acción, sea en los paisajes que se esbozan con unas pocas pinceladas, sea en las casas, aldeas o ciudades en las que viven quienes pueblan sus historias. Además, hay una especial atención a la vida desconsoladora de las “pobres gentes” (por decirlo con un título de Dostoievski), a los idealistas e intelectuales incapaces de pasar a la acción para cambiar su país ( al contrario que los de Tolstoi o Turgueniev, los autores de más éxito entonces y a los que Chéjov admira), las dificultades para establecer relaciones amorosas satisfactorias, las penalidades del mundo infantil, etc.

En una obra de difícil clasificación La isla de Sajalín, el narrador ruso recrea su viaje al terrible penal situado a once mil kilómetros de Moscú, donde se hacinan cientos de presos en condiciones inhumanas. Tomó miles de notas y canalizó su indignación en ese grueso libro que era a la vez una denuncia de un sistema judicial y de un sistema penitenciario injustos, ciegos y aterradores. Curiosamente, un tema parecido abordará en El pabellón número 6, la asombrosa historia del director de un manicomio que se plantea la utilidad y justicia de esa institución, cuyas condiciones tremendas pone en entredicho. Al final, esas ideas bienintencionadas e idealistas de mejora y cambio, de amor al prójimo y de comprensión de la falibilidad del ser humano lo llevan a ser encerrado, paradójicamente, en ese mismo manicomio del que había sido director y del que fue despedido, puesto que a los ojos de sus vecinos alguien con esas ideas no puede ser sino un hombre que ha perdido el juicio.
Sus cinco obras de teatro, por otro lado, ponen en primer plano el desencanto de unas vidas carentes de sentido: por falta de ilusión, por matrimonios inadecuados, por la ausencia de objetivos enriquecedores en su vida ...Sus protagonistas son seres que aspiran en ocasiones a emular a los héroes de los autores románticos rusos – y de ahí que citen versos de Pushkin o que se quieran comparar con Lermontov - , y , sin embargo, han de consolarse con ser parientes de Oblomov, el antihéroe de Gontcharov que ha pasado a ser el prototipo de hombre indolente y pusilánime. O dicho en otras palabras, esas criaturas no son capaces de luchar por cambiar su destino, condenados a una vida gris que los aplasta y cuyos estallidos de sinceridad y rebeldía – ese impresionante “Hemos trabajado quince años para nada”, que grita Vania en ese gran drama que es Tío Vania- no dura más allá de la pura explicitación de la infelicidad que los corroe.

En Chéjov, además, es a veces más importante el silencio, las miradas o los gestos que las palabras, hasta el punto de que es capaz de despertar una gran carga de emoción con elementos aparentemente triviales. Pensemos, sin ir más lejos, en la escena final de El jardín de los cerezos, donde la pareja protagonista cierra la puerta de la mansión que ha sido de su familia durante generaciones y que han tenido que malvender obligados por las deudas. Pues bien, ese gesto es tremendamente emotivo y más poderoso que muchísimas de las palabras que ellos pudieran decir, precisamente porque el espectador es consciente del adiós a todo un mundo, a una forma de vida y a un orgullosos pasado familiar que desaparece para siempre.

Del millar largo de cartas quizás las más interesantes sean las que envió a su esposa, la actriz Olga Knipper, no sólo por la importancia de sus opiniones sobre literatura o teatro, sino también porque en ellas se transluce su confianza en la valía de su obra, sus rutinas diarias, la preocupación por la tuberculosis que acabaría con su vida, su amor por Olga y cómo anhela que terminen las giras de obras que él mismo ha escrito para así poder reunirse con ella, dado que él debía reposar de su enfermedad en distintos balnearios, etc.

Finalmente, los relatos del escritor ruso ocupan un puesto central en el género desde hace un siglo. Y es que sólo alguien como Chéjov era capaz de comenzar un relato con un médico cuyo hijo acaba de morir ante sus ojos y al que vienen a buscar para asistir a un enfermo (Enemigos), o emplear como elemento nuclear la carta de un niño a su abuelo, en la que le pide que venga a llevárselo a la aldea, porque en la ciudad no recibe sino palos e indiferencia; carta que sabemos no llegará a su destino por desconocer cuál es la dirección del anciano (Vanka). O el hecho de que el final de La dama del perrito, donde se narra la relación amorosa entre una joven y un hombre de mediana edad en un balneario y su continuación posterior, pudiera ser tranquilamente el inicio de un nuevo relato. Por no hablar de la historia de Yakov Ivanov, quizás uno de los cuentos más devastadoramente tristes de la historia, pues a partir de los últimos momentos de la vida de su esposa y tras la muerte de ésta, Yakov recordará que tuvo un hijo, que se le murió siendo un niño, que en más de cincuenta años de matrimonio ni una caricia dio a su mujer, ni tan siquiera pensó en ella; en fin, que tras esa conciencia de haber tenido una vida miserable, enferma y muere poco después de regalar a un chico judío llamado Rothschild su violín, no sin antes haberle sacado una melodía capaz de traducir a sonidos todo ese fracaso vital y que, habiéndola aprendido el chico, allá donde va todo el mundo le pide que la toque, y eso a pesar de que quien la oye no puede dejar de llorar ( El violín de Rothschild).
Es característico de este autor que alguien narre la vida de personajes secundarios que sirven como contrapunto de la suya. Es el caso, por ejemplo, de un hombre cuyo único deseo es comprar una casa de campo e irse a vivir allí, y para ello no duda en vivir como un pordiosero, para ahorrar dinero y dedicarlo a esa compra, y no digamos el hecho de que se case con una mujer a la que prácticamente mata de hambre con ese mismo objetivo. Lo peor del caso es que el resultado final de esos desvelos no es otro que vivir en un lugar inhóspito en el que las grosellas – tenía verdadera fijación por plantar groselleros- son amargas y están duras (lo que puede verse como una perfecta metáfora de su vida y del valor real de sus sueños), aunque para él son un manjar (Las grosellas). Cómo no acordarse del cuento de nuestro Clarín en el que un emigrante vuelve de América y su única ilusión es volver a comer antes de morir el pan que su madre le hacía cuando era un niño.

Así como a tantos seres les van mal las cosas o no salen del tedio de su vida, otros parecen conseguir sus objetivos, como ese joven profesor que conoce a un hermosa chica en una ciudad y se casa con ella. Se diría que ha logrado lo que les es negado a muchas criaturas chejovianas: un trabajo que le satisface, una buena esposa, un lugar apacible para vivir…y, sin embargo, las últimas líneas nos muestran su intranquilidad y desasosiego por el futuro, visto con verdadero pánico (El profesor de ruso).
Sin embargo, y pese a todo cuanto llevamos dicho, hay también en Chéjov elementos que hacen confiar en una cierta esperanza para la vida futura, anhelándola más feliz y satisfactoria. En efecto, en El estudiante (1893), el joven que da título al relato parece tener una visión desolada de su vida y del mundo, a pesar de lo cual considera que “la verdad y la belleza constituirían para siempre lo más fundamental de la vida humana y de todo cuanto había sobre la tierra [...] y la vida se le antojó maravillosa, encantadora, imbuida de un elevado sentido”. Y otro tanto le ocurre a la joven Nadia, que tras renunciar a un matrimonio casi en vísperas de su boda que la condenaría a una vida mediocre y sin alicientes, decide irse a Moscú y empezar “una vida nueva, amplia, espaciosa; esa vida, todavía nebulosa, llena de misterios, la atraía, la seducía” (La novia, su último cuento, escrito menos de un año antes de su muerte).

Frente a las tres hermanas – que dan título a su penúltima obra teatral-, que viven una especie de permanente presente inmóvil, dado que no hacen sino añorar el Moscú de su adolescencia – y que ni siquiera es tal y como ellas recuerdan y al que a pesar de todo son conscientes de que jamás podrán regresar - , los jóvenes de su última obra teatral, El jardín de los cerezos, se van de la casa familiar con la esperanza de que una vida dedicada al trabajo, con una educación adecuada y con un espíritu libre y dadivoso redimirá no sólo la grisura de un país atrasado y mortecino, sino, sobre todo, y lo que es más importante para ellos, sus propias vidas. Y todo ellos no deja de ser una visión optimista y una apuesta sincera por las posibilidades de las nuevas generaciones y por el futuro de los seres humanos, futuro que Chéjov ya no tenía, puesto que moriría no mucho después de concluir esta obra.
En definitiva, Chéjov no pierde su vigencia, continúa despertando emociones, sembrando admiradores en otros escritores que no son capaces de desentrañar la asombrosa facilidad –aparente- para crear historias inolvidables, sorprendiendo con la modernidad de sus propuestas narrativas, etcétera. En pocas palabras, permanece vivo y así seguirá siempre. ¡ Y qué mejor elogio para un escritor!.
   
                                               José María García Pérez

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