miércoles, 11 de noviembre de 2009

LA CEREMONIA DE LOS ADIOSES


En una escena justamente famosa, Héctor se despide de su esposa Andrómaca, siendo ambos conscientes de que tal vez sea la última vez que se vean. Su hijo juega cerca de ellos y al acercarse su padre a besarlo, el niño se asusta ante el imponente casco del héroe troyano. El fin de la guerra de Troya está próximo y será más rápido una vez que Aquiles venza en singular combate a Héctor. Éste se niega a abandonar la batalla a pesar de los ruegos de su esposa, pues considera que su honor y su fama están por encima de su vida, y él desea que en el futuro Troya y los troyanos mencionen su nombre con admiración y respeto, a la vez que su hijo pueda mostrarse orgulloso de haberlo tenido como progenitor.

Esta no es sino una de las numerosa escenas de adioses que la literatura nos ha ofrecido a lo largo de la historia. Si el episodio que acabamos de aludir se desarrolla en el canto cuarto de la Ilíada homérica, muy de otra forma encontraremos a don Quijote y a Sancho Panza despidiéndose en las últimas páginas de la novela cervantina. En efecto, aquí el escenario es la humilde habitación de un hidalgo al que su fiel escudero intenta persuadir para reanudar sus aventuras. La amistad que los ha unido llega a su fin: “ entre compasiones y lágrimas de los que allí se hablaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.
Evidentemente, el arte en general y la literatura en particular han desarrollado en numerosísimas ocasiones el tema de la despedida de algunos de los personajes de una determinada historia. Unas veces, como acabamos de ver, es el adiós de unos esposos a los que la sombra de la guerra engulle, conscientes como son del tiempo que ya no tienen. En otras ocasiones, como la cervantina, es la despedida de dos amigos que han vivido una larga serie de peripecias de todo tipo en común.

Ahora bien, existen otras posibilidades, como lo demuestra otro momento no menos memorable que tiene lugar en la novela de Iván Turgueniev Padres e hijos, donde su protagonista agota sus últimos momentos de la vida en la casa de sus padres, ante la tristeza y el dolor terrible de éstos, que presencian la muerte de su hijo, un hombre sensible, solidario y querido por todos, que no sólo se les va en plena juventud, sino que además los deja solos al ser su único hijo.

Otras veces, es el protagonista quien asiste emocionado al último adiós que le brindan sus compañeros y camaradas de armas, dado que sus días en la marina han terminado. Esas miradas, esos saludos marciales, esa formación perfecta de hombres encanecidos son el origen de la emoción que nos transmite la escena final de una gran película de un no menos gran director de cien: The wind of the eagles (1957), de John Ford.

Inevitablemente, también existen despedidas que suponen el fin de una relación amorosa mantenida por los protagonistas, en el caso de La educación sentimental, de Gustave Flaubert, de una novela. Tras haber pasado tantos días de felicidad, la pareja principal ha de despedirse, pero antes de llegar a ese momento el narrador nos ha mostrado de manera incomparable algo poco habitual en el arte: el hecho de que siendo el joven Frédéric Moreau testigo de una de las revoluciones francesas del siglo XIX, esa circunstancia histórica ha pasado por su vida sin la más mínima huella, puesto que sus sentidos únicamente estaban puestos en el amor que sentía por su amada.

Ahora bien, la despedida de dos esposos también nos puede ofrecer un punto dramático, como lo es el del final de Casa de muñecas, la obra en la que Henrik Ibsen es capaz de adelantarse en tantos años a la exigencia de una mujer por ser valorada por sí misma, no en cuanto hija, madre o esposa; en tomar sus propias decisiones y en afrontar valientemente el paso que da al terminar la función: Nora prefiere la soledad, la dificultad de enfrentarse sola a su vida, aunque para ello deba dejar atrás a sus tres hijos y a su marido. Y es que sólo podría retenerla un milagro en el que ella no cree: “Deberíamos transformarnos los dos hasta el punto de que nuestra unión se convirtiera en un verdadero matrimonio”.

El mundo de la música no es ajeno a los adioses, como lo prueba el hermoso parlamento en forma de aria-monólogo que canta Séneca ante su inminente suicidio - a instancias del cruel Nerón -, haciendo una profesión de fe en lo que ha sido su vida y en cómo su muerte ha de ser coherente con ella ( La coronación de Popea de Claudio Monteverdi, 1642). Y qué decir de lo que les sucede a los maravillosos personajes femeninos de varias de la óperas de Puccini, que eligen el suicidio por razones muy distintas como punto final de sus vidas (Tosca, Liú, Madame Butterfly o Suor Angelica).


De rara intensidad cabe denominar algunos de los finales que el cine nos ha ofrecido, especialmente en las últimas películas de los verdaderos maestros. Prueba sublime la tenemos en Gertrud, de C. T. Dreyer. En efecto, la protagonista que da título al film se despide del hombre con el que tal vez hubiera podido ser feliz de no mediar su sentimiento de radical independencia. Pero no sólo es un adiós a un amigo, sino también –creo yo- al espectador y, en último término, al propio cine por parte del realizador, consciente de que con sus setenta y cinco años no iba a poder rodar ninguna otra película.
      De todas formas, se puede uno despedir también de un lugar, por el profundo significado que puede tener para cada cual. Es el caso ejemplar de la última escena de El jardín de los cerezos, la espléndida obra de Chéjov, en la cual una pareja de media edad cierra la puerta de la mansión familiar, y en ese instante maravilloso podemos sentir con ellos la pena que los embarga por perder semejante posesión, sobre todo si consideramos que ello se debe a que han dilapidado el patrimonio en mil y una tonterías y ahora se han visto obligados a vender la casa y sus muchos terrenos colindantes al hijo de uno de los criados, para mayor vengüenza suya.

Es evidente, no obstante, que todo adiós conlleva un sentimiento de tristeza en la vida cotidiana de todos nosotros, lo que es aprovechado por los creadores de todas las artes. Ahora bien, no es raro que la realidad haya tenido un efecto sublimador en algunos casos de despedidas: las hojas garabateadas de los marineros del submarino ruso Kurs, en el que murió toda su tripulación, o los mensajes y llamadas telefónicas de las personas que estaban en las Torres Gemelas de Nueva York antes de su derrumbe ante nuestra impotente mirada son dos ejemplos suficientemente ilustrativos.

Estamos, en definitiva, ante un leit-motiv al que recurren toda suerte de novelistas, cineastas o músicos, habida cuenta de su eficacia narrativa, sí, pero sobre todo por su intensidad emotiva. Nada tiene de extraño, por tanto, que se convierta en una suerte de constante en tantas obras de arte. Más o menos breves, con una ritualización mayor o menor, por motivos amorosos, vitales o de cualquier otra índole, las despedidas constituyen un elemento recurrente puesto que, apoyándose en un hecho del que todos hemos sido protagonistas en más de una ocasión, un artista puede lograr un extraordinario rendimiento emocional en sus lectores, oyentes o espectadores, y no otra cosa el o que busca todo creador que merezca tal nombre.


                                                                        José María García Pérez

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