miércoles, 11 de noviembre de 2009

SACRIFICIOS

Habiendo pasado desde la infancia hasta la juventud sirviendo como esclavos en la hacienda de un despótico terrateniente, Anju persuade a su hermano Zoshio para que huya con ocasión de acompañar a una anciana a la que se ha concedido poder morir en el bosque, fuera de las vallas que acotan el territorio de poderoso y terrible Sansho. Él accede, ella sabe que es la única posibilidad de que uno de ellos encuentre a su madre, de la que fueran separados siendo niños, tras la destitución de su padre como gobernador de la provincia por estar en contra de la esclavitud. Pero también sabe que con su decisión ha firmado su sentencia de muerte, dado que los esbirros de Sansho tienen orden de marcar con un hierro ardiente tanto a los que intentan huir como a quienes los ayuden.

Ella acepta ese sacrificio y, en unas imágenes imborrables, busca la muerte en un río para evitar la tortura: la vemos entrar en el agua mientras, paralelamente, contemplamos a la madre viendo el mar desde un alto a donde le han acompañado varias prostitutas – ella ha terminado siendo una también-, puesto que cuando intentó escapar fue capturada y le cortaron los tendones de los pies como castigo. Cuando volvemos al río sólo se nos concede ver unas ondas concéntricas que aluden a ese suicidio de forma metafórica.

El hijo no sólo logra escapar sino que, además, obtiene el cargo de gobernador y, siguiendo los dictados que su padre le inculcó cuando era un niño y al que nunca volvió a ver, prohibe la esclavitud y libera a sus antiguos compañeros de infortunio. Pero también descubrirá la muerte de su hermana, tras lo cual busca a su madre, y al final, en una playa, la encuentra: vieja, sin poder andar y ciega. Ella pregunta por su hija y brotan de sus ojos sus últimas lágrimas al saber su suerte. Y la cámara se aleja pudorosamente de esa especie de “maternidad” al revés, dejando a los personajes con su dolor y al espectador con el alma encogida por semejante tragedia (El intendente Sansho, Kenji Mizoguchi, 1954).

Quince años antes, el propio Mizoguchi ya había profundizado en el tema del sacrificio en otra hermosísima película: Historia del último crisantemo. Allí un joven aspirante a actor, Kikunosuke, adoptado siendo niño por una familia que han sido actores de teatro kabuki durante generaciones, intenta seguir sus pasos pero, aunque todos lo adulan y le intentan convencer de lo bueno que es en el oficio, sólo la niñera de su hermano pequeño le dice la verdad: que es un actor mediocre. Él aprenderá a valorar esa honestidad y acabará enamorándose de Otuku, aunque ella pertenece a otra clase social y es rechazada por la familia de él.

Ella le ayuda con sinceridad y sacrificio, no obstante lo cual una compañía teatral se ofrece a contar con él siempre y cuando renuncie precisamente a Otuku., es decir, a quien debe que su trabajo actoral hay ido mejorando poco a poco. En una nueva escena final imborrable, Otuku agoniza mientras Kikunosuke, consagrado en su oficio, preside un desfile de actores que descienden por el río en enormes piraguas, todo ello a la vez que la verdadera responsable del éxito de su amado muere escuchando el clamor en torno a su enamorado que lo reconoce como un actor sobresaliente.
Cumplidos ya los setenta años, recién salido de una grave enfermedad, y después de medio siglo en el mundo del cine, John Ford iba a rodar su última película en 1965: Siete mujeres. En el cine de Ford la idea de sacrificio siempre había estado muy presente, y la simple enumeración de personajes que ofrecen sus recursos, su comida o su vida por otros sería interminable. En esa postrera obra la doctora Cartwright llega a una misión religiosa en China y, paradójicamente, en un lugar donde todos son creyentes, ante el ataque de un grupo de guerreros mongoles, ella, la única atea, envenena al jefe de los bandidos y se suicida con él, para que de esa manera el resto de sus compañeros pueda sobrevivir.

Siguiendo con los ejemplos cinematográficos ahora nos situamos veinte años después de la obra de Ford. Un realizador ruso que ya no podía rodar en su país y ya enfermo de un cáncer que acabaría con él en no mucho tiempo, iba a filmar en Suecia una película cuyo título no puede venir más a cuento: Sacrificio. Andrei Tarkovski sitúa a sus personajes en una casa que parece fuera del tiempo y del espacio. Allí ven la noticia de que ha estallado la tercera guerra mundial. Un hombre decide ofrecer su vida a Dios a cambio de que ese conflicto no tenga lugar. En buena lógica narrativa, y como consecuencia de esa promesa, la guerra no tiene lugar y él morirá.

UN PASEO LITERARIO

Eveline es una joven que se ha enamorado de un joven marino en su Dublín natal. Pocas horas antes de partir a Buenos Aires con él para emprender una nueva vida, repasa lo que ha sido la suya hasta entonces: la violencia de su padre contra su madre, la muerte de ésta, las dificultades de sacar adelante a la familia –como única mujer de la casa, esa tarea ha recaído sobre ella- y hacer eso compatible con su trabajo. Pero, además, la memoria se le dispara a las calles donde jugó, los amigos que tenía, el futuro que la espera en otro continente, en esa especie de tierra prometida. Al final, conmovedoramente, ya juntos en el puerto los amantes, Eveline opta por no embarcarse en el último momento, porque a pesar de los pesares, cree que la vida que ha escogido no es, a fin de cuentas, tan mala (Eveline es uno de los más hermosos cuentos incluidos por James Joyce en su primer libro, Dublineses).

Curiosamente, en el último cuento incluido en ese libro por el autor irlandés, Los muertos, Gretta, la esposa del protagonista, Gabriel, parece como si fuera una especie de prolongación de la joven Eveline, claro que ya madura, casada y con hijos. En efecto, ella no parece feliz en su matrimonio, y conociendo el carácter de Gabriel -que se nos presenta como un tipo engreído, superficial y pagado se sí mismo- ello no puede extrañarnos. A pesar de eso, Gretta continúa con la vida que le ha tocado vivir, seguramente con todas sus decepciones y tristezas, pero tampoco puede evitar las lágrimas al recordar durante las celebraciones de Navidad a un adolescente que la amó apasionadamente en el pasado, y que al oír las explicaciones de su esposa Gabriel cree que se trata de algo bajo y ruin, que sobre todo lo deja a él fuera de la vida íntima de su esposa, y que murió con diecisiete años tras haberle dicho, atravesando la ciudad en pleno estado febril por una enfermedad, que la vida sin ella no merecía la pena ser vivida. No es extraño que el relato acabe con la reflexión de la importancia que siguen teniendo para los vivos aquellos muertos que ya no están con nosotros pero cuya memoria nunca desaparecerá de nuestras vidas.

Tres hermanos están construyendo una torre de piedra para vigilar la llegada de bandidos y proteger sus posesiones y a sus familias, pero por una razón u otra ese trabajo no progresa, y los tres creen que es porque no han seguido las costumbres de su región: enterrar a una persona bajo los cimientos de la torre. Deliberan sobre el asunto y deciden que la primera de las esposas que aparezca al amanecer del día siguiente será sacrificada, con el compromiso de que ninguno se lo dirá a su respectiva mujer. Pues bien, el mayor no le dice nada a la suya ni una palabra del asunto, pero ello obedece a que quiere deshacerse de ellas, pues está enamorado de otra, pero como habla en sueños aquella se entera de los planes. El segundo le ordena a la suya varias tareas para que no vaya a llevarles la comida la primera. El más pequeño no le comenta una palabra, razón por la cual su esposa es la primera en llegar. No obstante, cuando ella llega allí, su marido se interpone entre sus hermanos y ella, lo que origina que lo maten. Su esposa, antes de ser emparedada les ruega a sus cuñados que dejen un hueco en el muro de piedra para poder amamantar a su hijo aún bebé, y ellos acceden. Pasan los días, las semanas, los meses y hasta dos años, nutriendo a su hijo con sus pechos. El niño se ha ido criando fuerte y sano, y todo ello aunque la madre había muerto al poco tiempo de ser enterrada en vida, pero se ha producido ese milagro que da pie al propio título del relato de Marguerite Yourcenar, La leche de la muerte.

DIOSES Y GIGANTES

En ocasiones, la idea de sacrificio entraña la muerte de un hijo a manos de su padre. Ahí tenemos el caso de la joven Ifigenia, que Agamenón ha de sacrificar para ganarse el perdón de la diosa Atenea y que ésta permita que la armada troyana pueda seguir su navegación hacia Troya para la famosa guerra que haría inmortal Homero. Eurípides lo reflejó de manera maravillosa en dos de sus tragedias y, mil quinientos años después, hizo lo propio con ese tema uno de los grandes dramaturgos de la historia, el francés Jean Racine. Ese sacrificio recuerda mucho al de Isaac a manos de su padre Abraham, tal como nos lo narra la Biblia, pero también a Jefté, otra joven a la que su padre tiene que sacrificar en beneficio de su pueblo, historia que aparece igualmente en los textos bíblicos y que conocería una cierta fortuna en la historia del oratorio, el más famoso de lo cuales se debe a G. F. Haendel. Claro que la trascendencia que en el mundo de la música en general, y de la ópera en particular, de la vida de Ifigenia fue infinitamente superior, pues podríamos contar no menos de veinte óperas a lo largo de la historia de la música.

Pero a veces el sacrificio que exigen los dioses no afecta a una relación paterno-filial, sino a una de pareja. Un ejemplo maravilloso lo tenemos en una obra maestra de la literatura universal como es la Eneida. En el libro cuarto Eneas, uno de los nobles troyanos que ha podido escapar de la guerra de Troya, llevando a su padre Anquises, navega en busca de un lugar donde fundar un nuevo imperio, aunque no saben exactamente ni dónde ni cuándo tendrá lugar esa fundación. A su llegada a Cartago, la reina Dido y Eneas se enamoran, por lo que los dioses deben intervenir y persuadirlos para que los planes divinos sigan adelante. Dido no puede por menos que ceder a esa voluntad superior, pero eso no hace que su amor disminuya, todo lo contrario, cuando la nave de Eneas se pone en marcha en dirección a Italia, donde fundará Roma, ella va siguiéndola desde la orilla hasta un acantilado donde, sin que nadie hubiera podido esperarlo, le lanza al vacío, incapaz de seguir viviendo sin su amor.

A mediados del siglo XX, en la costa este de los Estados Unidos un objeto proveniente del espacio aterriza y su misterioso tripulante, un robot cuy nombre nunca sabremos, ha perdido la memoria. Un niño de diez años lo salva de morir electrocutado y se convierte en su amigo. Poco a poco Hogarth le enseña al metálico gigante que todos tenemos un alma que no desparece, que las armas son malas y que su extraordinario amigo no es un arma. Sin embargo, el ejército no opina lo mismo, por lo que envía tropas para terminar con él, y en el fragor de la lucha el robot cree que han matado a Hogarth, lo que hace que se convierta en una terrible arma de destrucción. Cuando todo parecía aclarado un buque lanza una bomba atómica contra el gigante, condenando con ello a la desaparición del idílico pueblo de Rockwell. Su mirada recorre el pueblo y toma la decisión de hacer buenas las palabras de su amigo: “Eres lo que quieres ser” y se lanza contra la bomba para evitar la muerte de tantas personas y de ese lugar que tanto recuerda la imagen de lo que siempre EEUU ha deseado ser (El gigante de hierro, Brad Bird, 2002).

ENTRE MARES

Cuando el cine mudo agonizaba ante el éxito de la películas habladas, F. W. Murnau (1888-1931) se fue a Samoa a rodar Tabú, la historia de un amor imposible entre dos jóvenes: él es un arrojado pescador y ella una hermosa chica a la que el hechicero de la tribu declara tabú, es decir, que nadie puede tocarla porque va a servir a los dioses. Ambos huyen a otra isla para poder disfrutar de su amor, pero el anciano hechicero –y las progresivamente más pronunciadas sombras- los persiguen. El joven no le habla de la deuda que va contrayendo con un avaricioso francés y de cómo ha de arriesgar su vida buscando perlas en un mar infestado de tiburones, porque lo importante es que ella sea feliz. Pero el perseguidor los ha descubierto y para evitar que mate a su amado, ella se ofrece a ir con el viejo y aceptar su destino. El joven descubre al despertar la huida y nada y nada tras ellos y cuando alcanza la cuerda de la barca en la que ellos viajan, el hechicero la corta, condenándolo a morir en medio del océano. Los sacrificios de los dos no han servido de nada.

En una obra maestra de la historia del cuento, Robert Louis Stevenson narra la historia no muy alejada del argumento anterior. Otra pareja, también en los Mares del Sur, se acaban de casar, pero él ha contraído la lepra. Para curarse vuelve a comprar una botella que tiene un demonio en su interior, y que ya había poseído tiempo atrás, que tiene el poder de realizar los deseos de su poseedor, al precio, eso sí, de condenar su alma al infierno para toda la eternidad. No obstante haberse curado, su espíritu se apaga y ella se las apaña para comprar la botella, porque el amor que siente por él es superior al miedo de perder su alma. Pero ahora será ella quien se consume ante la perspectiva de lo que la aguarda tras la muerte. Por segunda vez, el amor le lleva a recomprar la botella y, de nuevo, ella hace lo propio después. A todo esto prácticamente ya la botella no se puede comprar, porque en cada operación de compra hay que adquirirla por menos dinero de lo que costó y después de varios siglos de permanecer en la tierra prácticamente ya no vale nada. Finalmente, un viejo lobo de mar adquiere la maléfica botella y libera a la pareja de su maldición. Sólo una mano maestra como la del escocés podía dar tales detalles de hondura psicológica y llevarnos encandilados y temerosos a la vez al final feliz con el que concluye El diablo en la botella.
TEATRO Y ÓPERA

Antonio compromete su fortuna para que el judío Shylock preste tres mil marcos de oro a su gran amigo Basanio, que pretende la mano de la prudente y hermosa Ana, la noble joven de la que está enamorado. Pero la suerte le es esquiva a Antonio y sus naves cargadas de productos para comerciar por todo el mundo se van hundiendo para desesperación de todos, puesto que no sólo está en juego su fortuna, sin también su vida: Shylock incluyó en el contrato una cláusula que le permitirá arrancar una libra de carne de la parte del cuerpo de Antonio que desee. Al final, Antonio y sus amigos saldrán victoriosos y recuperarán el dinero; Shylock no sólo pierde su fortuna sino también a su hija, que se ha fugado con un noble cristiano, y todo tiene un hermoso final feliz en esa maravilla de mezcla de tragedia y comedia que es El mercader de Venecia de William Shakespeare.

Pero a veces uno compromete también su trabajo, su honor y casi hasta su familia. Es lo que ocurre, por ejemplo, al doctor Eckerman en Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Él ha descubierto que las aguas del nuevo balneario que se va a inaugurar en su ciudad están contaminadas, y se enfrenta con todos los poderes de la misma para convencerlos de que no se abra el balneario, incluido al alcalde, que es su propio hermano. La obra termina con el doctor que se ha quedado solo, dispuesto a luchar por la verdad, aunque para ello se convierta – como de hecho se convierte – en un apestado social, careciendo incluso del apoyo de su misma familia, dado que ni su esposa ni varios de sus hijos están de acuerdo con las decisiones que toma su padre.

En el ámbito musical, otra mujer prefiere perder su vida antes que revelar el nombre de aquel a quien ama en secreto. En efecto, antes la amenazas de terribles torturas por parte de la malvada emperatriz del trono de China, Turandot, que intenta averiguar el nombre del protagonista para no tener que desposarse con él, Liú, que ha acompañado a Calaf –el héroe de la ópera, y cuyo nombre conoce perfectamente como es lógico- y se ha ocupado del padre de éste, tras cantar una de las más hermosas arias de la historia de la música, se calva un puñal en el pecho, compartiendo su final con el de numerosas heroínas de las óperas de Puccini, en una obra que también lleva como título el nombre de una de sus protagonistas, Turandot.

No es precisamente en secreto como Violeta como ama a Alfredo, en otra famosa ópera, en este caso a partir de la novela de Alejandro Dumas, La dama de las camelias. Incluso la pareja vive junta en una quinta próxima a París. Pero el padre de él no puede aceptar esa relación, pues pertenece a una familia noble e influyente y no quiere que la relación sentimental de su hijo melle su reputación. En consecuencia, visita a la chica y le convence para que deje a su hijo, pues es lo mejor para él. Ella, pese a la sinceridad de su amor, accede y le envía una carta frívola en la que finge que ya no ama a Rodolfo y desaparece de su vida. Él no sale de su asombro y la humilla públicamente, lo que hace doblemente dolorosos sus sentimientos –no en vano se trata de dos personajes de honda raíz romántica -. Tiempo después, consigue saber de su paradero y va a verla, descubre la verdad y también, para su desgracia, que ella está enferma de tuberculosis y, de hecho, morirá en sus brazos (La Traviata, Giuseppe Verdi).

PADRES E HIJOS

Jeremy Fox es el jefe de una cuadrilla de contrabandistas y, además, un noble por el que suspiran las mujeres y a quien envidian los hombres. Sin embargo, su corazón perteneció a una mujer ya muerta, la madre de chico llamado John Mohune, y éste se presenta ante él para que le eche una mano en su vida. Fox le ayuda a buscar un valioso diamante, a principio con la secreta intención de quedárselo él, pero después expondrá su vida para salvar la del chico – que bien podría ser su hijo de no haber mediado la rotunda oposición del padre de la difunta-. En una de las más memorables escenas finales que nos ha dado el séptimo arte, el atormentado y de inequívoco regusto romántico héroe que es Fox se adentra en el mar que una pequeña barca, mortalmente herido, y desde allí se despide de John, llevando en su rostro la lividez de la muerte que le espera en el mar (Moonfleet, Fritz Lang, 1954).

En clave humorística hay un episodio de Los Simpsons en el que se trata el tema que nos ocupa, con el sesgo burlón tan habitual en esa serie. El abuelo Simpson necesita un riñón para poder vivir, y con la inconsciencia que el caracteriza, Homer se ofrece voluntario para donarle uno de los suyos. Pero en dos ocasiones en los que le van a extraer el riñón huye o intenta huir. Tras la extirpación final, Homer abraza a Bart tocando la zona donde se encuentra el riñón de su hijo, pensando en que algún día su hijo hará lo mismo por él, ante la cara de preocupación de su primogénito que semejante gesto paterno despierta en él.
FINAL EN LA LUNA

La tripulación de un viejo proyecto espacial de la NASA se reúne de nuevo para poder hacer su sueño realidad: treinta años atrás no pudieron ser enviados al espacio por varios problemas y la misión fue abortada. Los cuatro amigos son lanzados al espacio y allí descubren una estación espacial soviética que contiene un buen número de misiles. Ante la posibilidad de morir todos allí, salvando eso sí de que caigan a la tierra, uno de ellos, que se sabe con muy poca vida por delante –le han comunicado un poquito antes que tiene un cáncer terminal -, escoge sacrificarse y, en una imágenes inolvidables, Tommy Lee Jones, que es quien encarna a ese personaje, termina en la superficie lunar, sentado tan tranquilo como si de una merienda campestre se tratara, y en el cristal de su casco de astronauta se ve reflejada la tierra, todo ello mientras suena una bonita canción que habla de nuestro satélite, pero una canción de la época en la que el equipo protagonista eran unos jóvenes cuya máxima ilusión en la vida era la que ahora ya se ha convertido en realidad. La espera –y la vida- ha merecido la pena (Space cowboys, Clint Eastwood, 2000).



                                                                       José María García Pérez

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