miércoles, 11 de noviembre de 2009

ACORDES EN EL AVERNO

Habiendo llegado al Averno, Orfeo comienza a tañer su lira y se pone a cantar. No sólo va a lograr con su música que Plutón y Perséfone tengan compasión de él y consientan en que retorne junto a él al reino de los vivos su joven esposa Eurídice, recién fallecida – aunque, eso sí, con la condición de que no se vuelva a ver su rostro hasta que hayan abandonado el tenebrosos reino-, sino que mientras dura ese canto se detienen los tormentos sin fin que padecen algunos de los personajes mitológicos que allí se encuentra (Tántalo, Ixión, etc). Como es sabido, Orfeo será incapaz de cumplir el requisito exigido por los reyes del Hades y perderá para siempre a su mujer.

Este no es sino uno de los numerosos ejemplos del valor mágico, de las propiedades casi terapéuticas adjudicadas desde antiguo a la música – pensemos en el famoso castrado Farinelli en la corte española para aliviar la melancolía del rey Fernando VI -. Ahora bien, si la música sirve en ocasiones para que su ejecutante salve la vida ( Arión logra que un delfín lo lleve a tierra tras un naufragio ), vamos a ver como muchas otras veces aquélla se relaciona con la muerte, como, por ejemplo, y sin salirnos de la mitología grecolatina, ese es el fin que espera a los marineros que acompañan a Ulises a su regreso a Ítaca al oír el canto de la sirenas. Pero también es el caso de Marsias, el sátiro que toca la flauta de manera tan armoniosa que conmueve a los habitantes del bosque y que, en un acto de soberbia - la hybris que tan duramente era castigada por los dioses - desafía al dios Apolo a un duelo musical. Ni que decir tiene que éste vencerá y Marsias será desollado vivo como castigo.

Una leyenda andina nos narra la vida del joven Xicoténcatl, quien con dieciocho años es elegido para encarnar a Tetzcatlipoca, el dios de dioses y ser inmolado en su fiesta al cabo de un año. El adolescente aprende a modular la flauta, el tlaptisali, hecho de arcilla cocida, y se convertirá en un verdadero virtuoso, haciéndose además con un buen número de flautas. Ahora bien, transcurrido los doce meses, el sacerdote lo espera en el altar, y el joven va quebrando cada una de su flautas en cada escalón de la escalera del templo, hasta llegar al último, donde quiebra aquella primera tan querida un momento antes de que el sacerdote le saque su corazón y lo ofrezca a los dioses.
Una versión de El flautista de Hamelín dice que la ciudad le paga por llevarse las ratas, pero sobre todo para recuperar a sus hijos, puesto que él se los había llevado como rehenes al no querer abonarle los ciudadanos la paga prometida por el servicio que hace a la ciudad. Pues bien, son varias las versiones de este cuento que señalan que los ciudadanos no pagan y los niños o bien son encerrados en una cueva, o bien lanzados por un precipicio o simplemente se desconoce dónde se encuentran, que es tanto como decir en los cuentos tradicionales que ya no viven. Tal vez esos finales puedan parecer crueles, pero no lo es menos el fin que Perrault da a su Caperucita Roja, que termina cuando el lobo devora a la niña, tras haber dado buena cuenta de la abuela.

En el siglo XIX hay en varios autores de muy distintos países y culturas una querencia por los temas que nos ocupan. E.T.A.Hoffmann (El consejero Krepsler), A. Chéjov (El violín de Rotschild) y Leopoldo Alas, “Clarín” (Las dos cajas) construyen sus relatos en torno a una figura paterna que toca el violín y cuyo hijo muere. Esa asociación amor-muerte se da a lo largo de los textos, pero por si eso fuera poco, en dos de ellos el padre entierra al violín con el hijo muerto y el tercero (Chéjov) hace que todo el dolor de una vida sin consuelo sea traducido a música por el violín del anciano Yákov poco antes de su muerte, hasta tal punto que cada vez que se tocan esas notan cuantoas las oyen no pueden por menos que echarse a llorar. También podemos encontrar en El fantasma de la ópera, novela de Gaston Lerroux del XIX como los anteriores, una escena en la que su personaje principal acude a las ruinas de un monasterio y allí oye una hermosísima melodía de violín, tocada –según cree – por el difunto padre de su amada, que ha prometido velar por su hija incluso después de la muerte. Sin embargo, lo cierto es que el intérprete de tal emotiva música no es otro que el villano de la historia.

Evidentemente, el cine se ha ocupado, así mismo, de la relación entre la muerte y la música. Y un caso paradigmático lo tenemos en el final de La strada, la maravillosa película de Federico Fellini. Zampanó llora la muerte de Gelsomina, la joven que lo acompañaba por los pueblos en su espectáculo medio circense, medio teatral y quien había llegado a quererlo. Pero lo que importa aquí es que mientras tiene lugar esa escena junto al mar, suena la música que ella cantaba en la banda sonora – que además ha servido para que él supiera de su muerte por una mujer- , y el recuerdo del entrañable personaje desaparecido se mezcla en el corazón del espectador con la música que la acompañaba – en un verdadero leitmotiv - y con el dolor por esa pérdida que siente Zampanó, ahora más solo que nunca.

Pero veamos otras variantes de este tema. Un pianista alemán y judío no puede tocar un concierto en plena época nazi, bloqueado por algo que no sabe qué es... El lector descubrirá que, en realidad, es un muerto cuya alma atormentada no puede descansar (El concierto, Helmut Lange). Por su parte, Alfred Hitchcock utiliza un golpe de platillo como señal para cometer un asesinato, pues de ese modo se silenciará el sonido del disparo (El hombre que sabía demasiado, 1957). Y no está de más aludir al hecho de que una cuerda de guitarra es el objeto que sirve para estrangular a una persona en uno de los episodios de la serie televisiva C.S.I.

En un orden ya directamente antropológico, durante unas determinadas fechas del año, se reúnen varias tribus de Nueva Guinea y Papúa para rendir tributo a sus muertos. Estos “aparecen”, encarnados por varios nativos, con máscaras y con todo su cuerpo pintado de blanco a los ritmos que marcan los tambores. Los “muertos” danzan al son de esa música, recogen los alimentos que les ofrecen y desaparecen llevándoselos. De este modo, los vivos honran a sus antepasados, se ganan su favor en la vida cotidiana (buenas cosechas, clima favorable...) y no provocan su ira, que ocasionaría resultados muy perjudiciales.

Como vamos viendo, la música se asocia de una u otra forma a la muerte, y ello ya desde bien antiguo, como lo testimonia la Biblia al referirse a las trompetas del juicio final, que podemos ver representadas , por ejemplo, en la parte superior del retablo mayor de la catedral vieja de Salamanca. Allí, dos ángeles tocan sendas trompetas mientras las almas bondadosas son acogidas por Dios y las malvadas se meten en la gigantesca boca del Leviatán. En otras ocasiones, es una música coral la que se relaciona con la aparición de la divinidad, en lo que casi podíamos denominar “coros celestiales”, hasta tal punto ha devenido un tópico más. En efecto, recordemos los últimos momentos de vida de Suor Angelica, otra mujer pucciniana que opta por el suicidio, que en sus postreros instantes de vida ve a la Virgen mientras suenan los coros a los que aludimos. Esto mismo se dará hasta la náusea en el ámbito cinematográfico, tal y como se aprecia en las apariciones de Jesucristo en películas como Ben-Hur, Rey de Reyes y tantas otras.

Existen varias ilustraciones medievales en las que vemos a la Muerte llevándose a un ser humano tocando algún instrumento musical (el laúd, un tambor...), lo que no deja de ser una representación probablemente de alguna de las famosas danzas de la muerte, en las que se recreaba en forma teatral cómo aquella se llevaba a los vivos al más allá, lo que no deja de ser una forma de exorcizar el tema. Ahora bien, no todo encuentro con la muerte ha de ser penoso, como vamos a ver, sino que en ocasiones la aceptación de la misma se produce con gozo ante la esperanza de la vida eterna, como se dice en la hermosa cantata 153 de Johann Sebastián Bach : “ Parto en paz, parto con alegría porque así lo quiere Dios”.

Si hasta ahora veníamos hablando de héroes mitológicos, de divinidades o de seres humanos, sin embargo conviene no pasar por alto que en el mundo animal también tenemos ejemplos de la relación que venimos estudiando. Cómo olvidar el caso del cisne, al hermoso ave que según las creencias antiguas entonaba un bellísimo canto cuando sentía que iba a morir. Evidentemente eso no ocurre en la realidad, pero hay que reconocer que ese tema ha dado un gran rendimiento en el mundo de la pintura y de la literatura. ¿Y quién sabe si la muerte y posterior resurrección de sus cenizas del legendario ave fénix no tendrá también algo que ver con la música?.

Mas volvamos al mundo de los humanos y a una variante más: en el relato de Marcel Schwob La flauta, la tripulación de un barco pirata encuentra a un viejo tocando ese instrumento. Lo llamativo del caso es que al subirlo a su nave y ponerse a tocar, esa música hace que estos crueles asesinos – que acaban de saquear el barco del viejo y han dejado la cubierta sembrada de cadáveres – ven el pasado de esos muertos – clara incursión en lo fantástico – y también, curiosamente, el futuro que hubieran tenido de no mediar el infausto encuentro con los piratas. Al final, éstos lanzarán al mar al ciego y así acallarán su música y las visiones que producía, pero su corazón ya nunca volverá a ser el mismo.

Obviamente, por la propia naturaleza de los dos temas que estamos tratando, fácil es deducir que son un campo abonado para abordarse desde el terreno de la literatura fantástica, como acabamos de ver en Schwob. De ahí la razón de que nuestros dos últimos ejemplos se sitúen en ese género. En La música de Pan, Saki nos presenta a un típico matrimonio inglés de principios del siglo XX que se ha ido a vivir al campo y allí Sylvia, la esposa, va a morir por el ataque de un gran ciervo azuzado por la flauta del mismísimo dios Pan, colérico porque ella se llevó un racimo de uvas que le había sido ofrecido. Por su parte, Gustavo Adolfo Bécquer nos presenta en Maese Pedro el organista el caso de un órgano que sigue tocando milagrosamente tras haber muerto el músico que lo tocaba, que no es otro que el organista que da título al cuento.

En definitiva y para concluir, las relaciones entre la música y la muerte son más numerosas de lo que podría parecer, hasta el punto de que son detectables en un gran abanico de manifestaciones artísticas – pintura, música, literatura etc. - y no artísticas – el mundo animal, la antropología... -. Así las cosas no es de extrañar que, aparte de los ejemplos que llevamos señalados, puedan añadirse muchos más. Pero eso ya nos llevaría otro artículo completo y tan extenso como éste, y creo que con lo que llevamos dicho queda suficientemente probadas las conexiones que existen entre esos dos campos tan unidos al ser humano, y no era otro el objetivo principal de estas líneas.


                                                                                                José María García Pérez    

No hay comentarios:

Publicar un comentario