miércoles, 11 de noviembre de 2009

EL VIOLÍN Y LA MUERTE.
La historia de la literatura tiene felices coincidencias que, en ocasiones, generan azarosamente el encuentro en un periodo de tiempo breve de autores que tratan de un tema muy similar. Lógicamente, esto puede ser así por abordar un asunto lo bastante extendido en la sociedad en la que viven esos escritores, pongamos por caso el adulterio en la narrativa decimonónica. En otros casos, podemos hallar elementos comunes que aparecen en las obras de esos creadores y que tal vez obedezcan a tensiones latentes en esa sociedad. Buena muestra de ello sería el tema del doble, de la doble personalidad dividida entre el bien y el mal, como se aprecia en El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, William Wilson, de E. A. Poe y El doble de F. Dostoievski.

Pero a veces las conexiones son más inexplicables, y ahí ya es difícil establecer relaciones entre los factores sociales, culturales o de otro tipo. Acaso debamos achacar esas similitudes al puro y simple azar, que ha querido que tres escritores del siglo XIX, pertenecientes a países y culturas muy diferentes entre sí, escribieran otros tantos cuentos en los que el protagonista, masculino en todos lo casos, toca el violín, bien por afición, bien por oficio. Sus vidas son verdaderos fracasos por muy distintas razones, pero hay un instante mágico en cada cuento en el que la belleza, la sensibilidad y el dolor que se expresa a través de la música del violín, produce la muerte de la cantante que acompaña la melodía, el llanto en los oyentes o, lo que es peor, la indiferencia del auditorio ante una música que traduce la desesperación y amargura de una vida sin consuelo.

Pero vayamos por partes. E.T.A. Hoffmann (1776-1822) fue un verdadero creador polifacético: caricaturista, pintor, abogado, escritor, músico, etc. También una figura señera en el Romanticismo alemán, por lo que nada tiene de extraño que despierte su atracción un personaje como El consejero Krespler, que así es como se llama el relato al que nos referimos. Indudablemente, el protagonista es una persona extraña que lleva una vida un tanto al margen de las conveniencias sociales y que sólo es visto de manera sospechosa cuando en su ciudad creen que tiene en su casa a una joven, poco menos que secuestrada, a la cual no permite cantar, pese a que lo hace maravillosamente.

No obstante, y como no podía ser de otro modo viniendo de un autor rabiosamente romántico, la realidad es muy diferente de lo que las apariencias dejan entrever. En efecto, Antonie, la joven que habita en la casa de Krespler es su única hija, prodigiosa cantante como ya lo fue también su madre. Un médico informa al padre de que ella no vivirá seis meses si continúa cantando. Él se lo comunica y ambos deciden renunciar a lo que más aman: él a tocar el violín y ella a cantar y a dejar a su joven enamorado, que es compositor, por más señas. Sin embargo, Krespler posee un violín inigualable que tocará en una ocasión animado por Antonie; ésta no podrá menos que acompañarlo cantando y en pleno éxtasis musical ella muere. El consejero, resignado y sufriente, enterrará a su hija en un ataúd y el violín la acompañará: puesto que ella no pudo vivir sin la música – simbolizada en ese violín portentoso -, justo es que ésta la acompañe en su último viaje.

El escritor ruso Antón Chejov, publica en 1894 El violín de Rothschild. Yakov es un humilde fabricante de ataúdes cuyo negocio no va nada bien. Para empeorar las cosas, su mujer, Marfa, enferma y en un plazo muy breve de tiempo muere. Aparentemente todo está bien: el enterramiento ha sido “sencillo, honesto y barato”, pero como es habitual en el escritor ruso (recordemos sus maravillosas obras de teatro como El jardín de los cerezos o La gaviota), esa ausencia será el detonante que provoca una reflexión sobre lo que ha sido su vida, y el resumen no puede ser más triste: no tuvo en cuenta para nada a su esposa, ni una caricia le dio después de cincuenta y dos años de matrimonio. Los recuerdos se agolpan en la mente de Yakov y la memoria le trae la imagen, al pasar junto a un sauce, de un hijo que murió siendo un niño y con el que cantaban Marfa y él, en un tiempo que tal vez fue feliz sin saberlo.

Yakov pertenece a una orquestilla de pueblo, en la que toca ocasionalmente el violín, y a la que también pertenece un chico judío llamado Rothschild, a quien ha estado insultando e increpando por su raza anteriormente. Viendo que se acerca su fin, le regala al chico judío su violín, con el que estaba tocando una preciosa y triste música. El joven tocará esa misma melodía allí donde va y no son pocos los empresarios y hombres ricos que lo contratan y le piden que toque esas mismas notas, incluso diez veces seguidas, y ello a pesar de que todos aquellos que la escuchan terminan por llorar, tal es la tristeza que provoca esa música, como si esa serie de acordes pudieran traducir a sentimiento el vacío y el dolor de una vida malgastada como fue la del fabricante de ataúdes.
                                                                                                                                      
Para terminar y ya en nuestro país, Leopoldo Alas “Clarín”, incluye en su libro de cuentos Pipá, publicado en 1886, el cuento que nos resta, titulado Las dos cajas. Al contrario que Krespler, Ventura Rodríguez - que así es como irónicamente se llama el protagonista – no es sólo un aficionado al violín, sino primeramente un niño prodigio que aspira con el tiempo a llegar a tocar lo que él denomina “música sencilla”, es decir, una música superior a la que componen y tocan sus contemporáneos. A pesar de esa aspiración, su matrimonio y el nacimiento de su hijo primero, y la venida de sus padres a vivir con la joven pareja después, hacen que nuestro hombre tenga que dar conciertos casi a destajo para sobrevivir, con el consiguiente disgusto y desazón por su parte.
Agotadas las posibilidades de conciertos en Madrid, Ventura, su mujer y su hijo viajan a provincias para ganarse el pan. Lo más doloroso del caso es que cuanto más zafios y terribles son sus oyentes tanto más se acerca a aquel ideal que soñaba anteriormente, aunque para entonces él ya no cree sino estar prostituyendo su arte. La vida de la pareja, por si esto fuera poco, se verá alterada cuando un teniente entra una noche en el café y se emociona con la música que el protagonista obtiene de su instrumento, a la vez que se irá enamorando de Carmen conforme van pasando las noches. Pasado un tiempo, Ventura descubrirá ese amor mientras toca y desesperado por ser además él quien con su música parece llevar el amor de la mesa de su esposa a la del teniente romperá estruendosamente su violín. Poco después su hijo fallece. Entonces Ventura envía a su mujer a casa de su suegra y él consigue depositar una caja con el violín roto junto a la caja que alberga el cuerpo de su hijo.

Aunque está claro que es una pura casualidad, no deja de ser curioso que tres figuras tan notables de la literatura coincidan a la hora de escoger como personaje principal de uno de sus cuentos a un violinista , y ello no deja de extraño (Conan Doyle también hizo de Sherlock Holmes un buen aficionado al violín, pero ello no lo emparenta con los tres relatos que nos ocupan ), sobre todo si tenemos en cuenta que en el siglo XIX el músico estrella que es casi idolatrado es el pianista, y si no recordemos los casos de Chopin o Liszt – en el siglo XX también otros colegas en esto de la literatura han escogido a pianistas como personajes de sus obras, tal como El concierto de Helmut Lange o El pianista del gueto de Varsovia, de Wladyslaw Szpilman, entre otros muchos -.

Obviamente, el tratamiento, las peripecias y el ambiente social en los que se desarrolla cada relato son muy diferentes: en uno prima el ambiente urbano, en otro el punto de vista es externo al personaje, en otro se desbroza un delicado dibujo psicológico del protagonista, etcétera; pero es apasionante comprobar que, en último término, en todos ellos late la descripción de una vida marcada – en mayor o menor medida – por la música, materializada aquí en un violín, y por la tragedia de la pérdida de un hijo, de ahí el título de estas líneas: El violín y la muerte.


                                                                                     José María García Pérez

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