sábado, 4 de diciembre de 2010

visiones de la infancia

VISIONES DE LA INFANCIA
                                                                          

Un autobús se detiene en una parada en medio de ninguna parte. Baja un hombre y se dirige a una pequeña casa, abre la puerta de la valla exterior y cuando esperaríamos que se dirigiese a la entrada principal – a todas luces ese casa está abandonada desde hace mucho tiempo- lo que hace es tumbarse en el suelo y arrastrarse bajo el porche. ¿Qué busca allí, de qué se ha acordado antes incluso de atravesar el umbral de su antiguo hogar? En un pequeño hueco halla una vieja caja metálica. La abre y está llena de las cosas que guardó quién sabe por qué siendo niño, y en el rostro pétreo que siempre tuvo Robert Mitchum se puede ver perfectamente cómo todos los recuerdos de su infancia inundan su corazón. El arranque de una historia es siempre importante: el de The lusty men (Nicholas Ray, 1952) es sencillo, es hermoso, es emocionante.

A veces la visión que se nos da de la infancia en muchos de los ámbitos artísticos es demasiado simplista, parece que durante esos años no les ocurriera nada a los chicos, que es más o menos lo que se pensaba en realidad hasta no hace tanto tiempo, pues en casi todas las sociedades uno empezaba a ser alguien en el momento que cruzaba la línea divisoria entre la infancia y la madurez. No es el caso, desde luego, de las tres películas en las que Alexander Mackendrick se ocupó de ese tema. En efecto, en Mandy (1952) la niña protagonista es sordomuda y la exclusión social y las dificultades de la relación con sus padres no se evitan, antes al contrario, por más que el final sea relativamente esperanzador. En Sammy, huida hacia el sur (Going the south, 1963) un niño acaba de perder a sus padres en un ataque aéreo y ha de atravesar África para encontrarse con su familia. Y, por último, la visión más sombría de todas: en Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), los hermanos que se han colado en un barco pirata son presentados sutilmente como más crueles, más temibles que los mismísimos piratas, de manera que desde el momento en que se descubre que están a bordo no dejan de suceder desgracias y signos de mal agüero, ante unos hombres que de por sí ya son supersticiosos, y que se verán cumplidos cuando acaben todos condenados a la horca. Raras veces en el cine o en cualquier otro arte se ha visto expuesto con mayor elegancia, pero también con mayor contundencia, esa crueldad infantil, que de hecho ya estaba latente en la magnífica novela de Richard Hughes, que sirvió como punto de partida a esta película.

No son pocas las ocasiones en las que se nos muestra el proceso de maduración que se produce en algún niño. Los motivos pueden ser de los más variados: por ser víctima de los malos tratos de un padre cruel (El bola, Achero Mañas, 2000), por la locura que supone vivir en medio de la barbarie que es siempre una guerra (La infancia de Iván, Andrei Tarkovski, 1962) o por superar una personalidad soberbia y egoísta mediante el duro trabajo diario en un pesquero y, de paso, ganarse el respeto e incluso el aprecio de los demás (Capitanes intrépidos, Víctor Fleming, 1937).

HUÉRFANOS

Desde un indeterminado presente, una voz femenina que adivinamos adulta rememora su infancia en un pueblo de Alabama, en el sur de los Estados Unidos. El padre se encarga de sus dos hijos al haber fallecido su esposa. A través de pequeñas historias, del recuerdo imborrable de los veranos y del no siempre agradable ambiente escolar, pero sobre todo de las enseñanzas y del ejemplo de su padre, Scout y su hermano Jim van aprendiendo a distinguir entre lo bueno y lo malo, el valor de la solidaridad, la importancia de la amistad, el respeto de los que no son como nosotros, la honestidad, el no distinguir a las personas por su color o por su clase social. La maravillosa novela de Harper Lee Matar a un ruiseñor es ya inseparable de la no menos hermosa adaptación al cine que hizo Robert Mulligan en 1961.

El padre de John y Pearl ha sido ejecutado como autor de un robo, pero antes ha revelado a uno de sus compañeros de celda que el botín se encuentra aún en la granja en la que vive su mujer y sus dos hijos. El reverendo Harry Powell –un increíble Robert Mitchum, imitado y hasta parodiado muchas veces en este papel - sale de la prisión, seduce a la viuda, logra casarse con ella y la asesina. Los chicos huyen de ese ser diabólico y son acogidos por una amable anciana que cita la Biblia y maneja el rifle con la misma naturalidad, quien lo mantiene a raya. Pero, en los últimos minutos, cuando el villano es detenido y esposado por la policía, John golpea desesperado a los agentes para que lo suelten y lo hace con la muñeca de su hermana, de la que salen los billetes que tanto anhelaba poseer el reverendo. Y es que de esa misma forma fue detenido en su granja el padre al principio de La noche del cazador (1955), la única y extraordinaria película que rodó Charles Laughton, de modo que el niño –y nosotros como espectadores –asociamos ambos momentos y también se nos revela la necesidad de un padre que siente John.

Una tercera historia que se desarrolla en el sur de los EE.UU. es Stars in my crown (Jacques Tourneur, 1950), aunque ésta no se desarrolla ni a finales del los cincuenta ni en la época de la depresión, sino poco después de la Guerra de Secesión americana. También aquí una voz en off nos retrotrae al pasado para narrarnos la historia de una pequeña población a donde llega un nuevo predicador, que también se casará con la madre del narrador, viuda desde no se sabe cuánto tiempo. Como si de una balada se tratara, se encadenan a un ritmo casi musical una serie de “estampas”, de secuencias que dan ese aire entrañable a esa comunidad que tantas veces hemos visto en la pantalla: el joven doctor que ha de ganarse a sus pacientes al ocuparse de ellos por estar su padre muy enfermo y de hecho morirá en el transcurso de la película; la joven y hermosa maestra que se enamorará del médico; el predicador que también ha de ganarse a sus parroquianos, y que además va a salvar a un viejo hombre negro de una patrulla del Ku-Klus-Klan…

Un chico vive solo con su madre en una granja en medio de un territorio a medio camino del fuerte más cercano y de la tierra de los apaches. Su padre es un perdido que no se ocupa para nada de ellos, de hecho ni siquiera está en el rancho, y que, por si fuera poco, intenta matar a traición al protagonista, que por supuesto es más rápido con el revólver y en detectar traiciones. Pero quizás lo más curioso de Hondo (John Farrow, 1953), que es el nombre el protagonista interpretado por John Wayne, es que tanto éste como el jefe de los indios se preocupan de manera constante de la educación y del bienestar del pequeño, lo que no deja de resultar sorprendente en un western y en una fecha como la de su rodaje. Al final, Jerónimo, el jefe de los apaches consiente en que Hondo se quede con la viuda y se convierta en el nuevo padre del chico; claro que también éste es viudo, pues como cuenta en una hermosa escena anterior, estuvo casado con una india, de ahí que conozca la lengua y las costumbres de los apaches. La verdad es que parece que nos halláramos en la antesala de uno de los grandes westerns de la historia: Centauros del desierto, rodada por John Ford un par de años después, y quien rodó, todo sea dicho de paso, alguna escena de la obra que comentamos.

CRUELDAD

En uno de los muchos cuentos protagonizados por niños que escribió uno de los grandes de la literatura anglosajona, Saki, Conradin es un chico al que su prima y tutora le hace la vida imposible. Él sólo tiene dos alegrías, ocultas en un cobertizo: una vieja gallina y un hurón. Poco a poco él va tratando a éste último como si fuera un dios: le ha preparado un altar, eleva los rezos y hace los ritos que ve cada domingo en misa y hasta inventa nuevas preces. La tutora hace desaparecer la gallina y él da por hecho que el siguiente paso será la muerte del hurón. Ignoramos cuál ha sido su última oración, pero lo cierto es que la institutriz entra en el cobertizo. No termina de salir, se oyen gritos espantosos, ante el callado júbilo del niño, que ha visto cómo el gran hurón sale con unas manchas en su pelaje, que adivinamos de sangre. Cuando algunos criados ven lo que ha pasado se preguntan cómo se lo comunicarán al niño, que sonríe mientras tanto y agradece a su dios el haber efectuado su venganza (Sredi Vastar).

Otro autor clave de la literatura anglosajona, coetáneo de Saki, es Bram Stoker, principalmente por su Drácula. Pues bien, en uno de las más crueles historias que escribió, que no desmerece de otras tantas de Saki, un par de niños se divierte a costa de hacer todo tipo de estropicios en los muebles de sus casas. Cuando se han mellado sus navajas, pasan a pelear con animales, cada uno coge uno y lo usa a modo de porra. Cuando ya no quedan animales que emplear en sus temibles fines, hacen lo propio con dos hermosos gemelos de tres años, subiéndose a un tejado al que no pueden llegar los padres de los pequeños La desesperación de los padres es tal que disparan a los malvados, con tanto infortunio que matan a los gemelos. Los abominables chicos arrojan los cuerpos contra los padres que mueren con el impacto de los cuerpos. La justicia condena a los desdichados progenitores a ser enterrados ignominiosamente, tomándolos como asesinos, por las declaraciones de los dos psicópatas, sin que al final estos perversos críos reciban el más mínimo castigo por sus muchos delitos (Los dualistas).

Así como la literatura y el cine han tratado a menudo la infancia, no ha hecho lo mismo la música. Claro que tenemos la maravillosa música para niños de George Bizet, Debussy o la de Johannes Brahms, pero creo que quizás una de las más bellas historias con niños y con música es la que compuso Maurice Ravel, una suerte de ballet cantando que llevó el título de L´enfant et les sortileges (El niño y los sortilegios). En él un niño no cesa de maltratar a sus juguetes hasta que éstos, hartos ya de sufrir semejante trato, le dan su merecido.

Habría que hablar, cómo no, de dos películas de Jack Clayton en las que aparecen niños. La más conocida es, como no podía ser de otra manera, su adaptación de Otra vuelta de tuerca (1961), sobre la famosa novela de Henry James. Ahí no se sabe si los niños son tan perversos como cree la protagonista o si es producto de la locura de esta institutriz, aunque todo apunta a ésta ultima opción. No tan conocida es A las nueve de cada noche (Our mother´s house, 1967) en la que siete hermanos entierran a su madre que acaba de fallecer y continúan con su vida como si tal cosa, manteniendo la severa disciplina de la muerta, que les impedía todo contacto con el exterior, más allá del colegio y poco más, erigiéndose como nueva materfamilias la mayor de las hermanas, Elsa. La presencia repentina del padre de varios de los niños, un ser depravado y maligno, trastoca las relaciones de poder en la familia y, claro, la solución no podía pasar sino por la muerte de uno de ellos: en este caso por el asesinato de ese hombre.

LIBERTAD Y EDUCACIÓN

A veces la sensación es de contemplar a un niño en la libertad maravillosa que sólo se dispone con esa edad. Así, por ejemplo, Sánchez Ferlosio perfila Alfanhuí (1951) como un chico capaz de hablar e interactuar con seres inanimadas, a la vez que se desplaza cazando y jugando como quiere y cuando quiere. Por su parte, Tom Sawyer es el paradigma de la libertad, pues no en vano Mark Twain era un hombre que deseaba profundamente esa libertad. En otras ocasiones, el ansia de ser libre o bien lleva a la huida de la vida rutinaria e infeliz, como en el sensacional final de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) y la carrera de Antoine Doinel junto al mar; o bien a una solución más terrible: el salto al vacío del niño protagonista de Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948).

Claro que también todos esos elementos se dan mezclados, no de manera independiente. Es el caso, sin ir más lejos, de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), donde efectivamente encontramos esa libertad con la que las dos niñas se acercan a la casa abandonada y descubren al hombre fugado, pero también se trata de los miedos infantiles o, algo muy importante, como es la educación, de la que se ocupa no sólo la maestra sino también el padre de las dos niñas. Y eso nos da pie para detenernos en este último apartado: la educación.

Pocas veces se ha visto tan hermosa la tarea de un profesor como en Ser y tener (Nicolas Philibert, 2002). El seguimiento de un curso en una secuela unitaria de un pueblo francés es un canto a la abnegada tarea de un docente modélico y al cariño que se desplegaba entre él y sus alumnos y entre estos últimos. Otra película francesa se situaba en un ámbito urbano, Hoy empieza todo (Bertrand Tavernier, 1999), era menos tierna y más combativa, y el resultado era más duro: las dificultades de un sistema docente que se resquebrajaba sin que pareciera que nadie fuera capaz de solucionarlo. Por su parte, Zhang Yimou, en Ni uno menos (1999), nos contaba una historia interesante: un maestro rural ha de ir a cuidar de su anciana madre y su sustituta es una chica de trece años, es decir, sólo un poco mayor que los propios alumnos. A pesar de los pesares, todo acaba por funcionar y alumnos y profesores emprenden un hermoso viaje hacia el conocimiento, partiendo incluso del arreglo de la propia escuela, llena de goteras y paredes desconchadas por las que entre el frío exterior. Y El camino a casa, del mismo director y del mismo año, un hombre regresa a su pueblo desde la ciudad para enterrar a su padre, antiguo maestro rural. Eso sirve como cauce para que a través de una serie de flash-backs en un color deslumbrante –el inicio es en blanco y negro- se relate la historia del amor de una campesina por ese maestro y la relación amorosa que entre ellos tiene lugar a lo largo de todos esos años, hasta esa muerte que desencadena el arranque de la película.

FELICIDAD

Pero la educación, como acabamos de señalar, entraña también a veces algo de felicidad, de descubrimientos, que es lo que siente el niño de La lengua de las mariposas (relato de Manuel Rivas y película de José Luis Cuerda, 1999). Y no digamos ya esos momentos de dicha en la que los chicos de un internado aprovechan para atizarse en una inolvidable pelea de almohadas en Cero en conducta Jean Vigo, 1933). La educación logra, por otra parte, aunar a los alumnos implicados en proyectos comunes, como podía verse tangencialmente en Profesor Holland (1995), el músico que organiza la orquesta del instituto donde trabaja y cuyo hijo ha nacido sordo, para gran desconsuelo suyo. Y otros niños también se dedican a la música, pero esta vez en un internado francés conflictivo pero cuyo fin último es crean una música divina (Los chicos del coro, 2004).

La felicidad, la dicha, la sensación de plenitud puede provenir de varias causas: por estar jugando en una salida nocturna entre varios amigos, aunque el fin de ese viaje no deja de ser también ver el cadáver de un chico al que ha atropellado un tren (Stand by me, Rob Reiner, 1986), o de la simple contemplación de un pavo real en una plaza de un pueblo italiano donde ha caído una hermosa nevada (Amarcord, Federico Fellini, 1972). Acaso igualmente el paso de la infancia a la adolescencia puede suponer momentos de alegría, de breve intermedio entre tantas malas experiencias, aunque sólo sea al contemplar un hermoso atardecer junto a tu mejor amigo, y con las palabras de un poeta en la boca: es lo que hacen Ponyboy Curtis y Johnny en un memorable momento en Rebeldes (1983), de nuevo una gran novela y una gran película (la primera de una jovencísisma Susan H. Hinton y la segunda de Francis F. Coppola).

Y terminamos con una obra imperecedera, en la que hay un huérfano de padre, una cierta crueldad en algunos de los personajes, donde la educación va de la mano de la maduración del protagonista – en eso que se llama bildungsroman o novela de aprendizaje, tanto en el sentido de un viaje en el espacio como de un viaje de la infancia a la adolescencia, de la inconsciencia a la consciencia del adulto- y donde la felicidad se encuentra tanto en el joven Jim Hawkins como en el lector. Me estoy refiriendo, por supuesto, a La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Muy de tarde en tarde somos testigos de una obra tan plena, tan absorbente para el lector. Y pocas cosas tan dichosas como la lectura de un libro como éste… o como las novelas y cuentos que venimos señalando hasta ahora, por no hablar de las películas. Todas ellas, de una forma u otra, han creado personajes inolvidables, historias que se han adherido a nuestro corazón y de donde no se separarán nunca más. Son, por expresarlo en una frase y con ella pongo el punto y final, visiones de la infancia.


                                                                                                José María García Pérez

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