MENSAJES
¡Qué distintas pueden ser las intenciones que se desprenden de un mensaje! Por ejemplo, no es difícil recordar cómo Jim Hawkins encuentra el mapa del tesoro que poseía Bill Bones, en la primer parte de La isla del tesoro, ese tesoro que ocultó el temible capitán Flint y que también desea el singular pirata John Long Silver. En otras ocasiones es un preciada joya, como en El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe o el valioso diamante que lograrán Jeremy Fox y John Mohune, el jefe de los contrabandistas y el niño que ha llegado a un lugar inhóspito tras la muerte de su madre en Moonfleet (Fritz Lang, 1954). En este último caso, además, está elaborado ingeniosamente a partir de citas erróneas de la Biblia, mientras que en el cuento de Poe la dificultad de encontrarlo estriba en que el criado que ayuda al protagonista confunde su lado derecho con el izquierdo, lo que está a punto de dar al traste con la búsqueda que, por supuesto, tendrá un desenlace feliz. Pero de los mensajes ocultos se puede pasar a las amenazas y maldiciones, a las declaraciones de amor, a las lecciones de las maestras, a las esquelas, los anónimos o las cartas de despedida de un amante. Pero veamos poco a poco cada uno de esas intenciones.
AMENAZAS
Cada vez que un miembro de la familia Openshaw recibe un sobre con una pequeña nota y cinco semillas de naranja, no tarda en pasar mucho tiempo en ser asesinado misteriosamente. Por fortuna para el lector, el último de los amenazados acude al mismísimo número 23 de Baker Street, donde Sherlock Holmes no tardará en averigüar la causa de esos crímenes, con la sagacidad que le caracteriza; todo ello tiene lugar en una historia corta de Arthur Conan Doyle titulada Las cinco semillas de naranja. No es este el único caso de un mensaje amenazante que nos ha legado la literatura, pues tal vez el más famoso se encuentre en la obra de Stevenson que hemos mencionado, cuando el pirata que se aloja en la posada de Jim recibe un sobre con un círculo negro en un papel, cuyo sentido todo pirata conoce y teme: su vida terminará en breve y no de buena manera, que es lo que le ocurre al capitán Bones.
Un papel con una extraña escritura en runas es igualmente el mensaje que intenta descifrar el detective que encarna Dana Andrews en una excelente película de Jacques Tourneur, La maldición del demonio (1957). Y esa nota le llegó a un hombre cuya rara muerte está investigando. Lo curioso del caso es que avisa de la llegada de un terrorífico demonio medieval, motivo que ya se hallaba en el relato que sirve de punto de partida a la novela, La maldición de las runas de M. R. James, uno de las grandes autores de novela de terror, como ya señalamos en un artículo dedicado a los fantasmas. De hecho, por citar sólo un ejemplo, en otro cuento suyo llamado El fresno, los miembros de una familia nobles iban muriendo en extrañas circunstancias por la maldición que una bruja había echado a uno de los antepasados, que la había condenado a morir en la hoguera.
No menos amenazantes resultan los extraños jeroglíficos que acompañan a toda momia egipcia que se precie, sea en el cine o en la literatura. Ahí está el caso, sin ir más lejos, de la primera en La momia (Terence Fisher, 1959), en la que aquellos que han participado en la excavación de una tumba egipcia van muriendo misteriosamente, pues existe una maldición para quienes profanen las tumbas de los faraones. En el caso de la literatura, existe un largo fragmento de la novela La joya de la siete brillantes que Bram Stoker eliminó y que, leído como pieza independiente, no carece de interés. Se trata de Las nupcias de la muerte, cuya trama gira sobre el intento de varios científicos de volver a la vida a la momia de la reina Tera, siguiendo las instrucciones que hallaron junto al sarcófago. Ni que decir tiene que el resultado final no puede ser más ominoso.
MENSAJES DE AMOR
Una simple dedicatoria en un libro, acompañada de un poema de Lord Byron, pueden hacernos estallar en lágrimas: el fotógrafo Robert Kincaid y Francesca vivieron una historia de amor que duró cuatro días pero que no olvidaron jamás. La llegada del libro de fotografías que originó su encuentro, muchos años después, junto con la cámara y una nota que informa de la muerte de Kincaid, despierta el recuerdo de un sentimiento que nunca se fue del corazón de Francesca, y lo mismo nos pasa a nosotros como testigos de esa historia inolvidable de amor que es Los puentes de Madison County (Clint Eastwood, 1995).
Marianne intenta escribir cómo es Ferdinand (al que llama Pierrot), y lo hace escribiendo un papel con una maravillosa serie de antítesis: “real y surreal, cuerdo y loco, etc.” Como siempre en Godard, quien pone numerosas veces a uno de sus actores a escribir y nos muestra cómo fluyen las palabras y se van plasmando en los cuadernos, vemos el hecho físico mismo de la escritura, así como la hoja con las palabras a través de las cuales ella trata de explicar a su amado –y así mismo-cómo es él. Por su parte, Ferdinand escribe un poema que intenta arrojar luz sobre su relación con Marianne, pero lo único que hace es lanzar más confusión sobre ella (Pierrot, le fou, 1965). De todas formas no es la única vez que sus personajes se ponen a escribir, como lo prueba, por ejemplo, el cuaderno en el que va escribiendo Anna Karina en Vivir su vida (1962).
Un apuesto pianista acaba de ser retado a un duelo en la Viena de finales del siglo XIX. Su intención no es otra que la de huir antes del amanecer, pero recibe una carta y conforma va leyendo no sólo se le pasa la noche –y con ella la llegada del duelo-, sino también la vida de una mujer se le va presentando en varios flash-backs, porque en esas páginas está la expresión del profundo amor que –desde que lo conoció en su adolescencia hasta sus últimos horas de su vida que aprovecha para escribir esas líneas- por él sintió una mujer, sin que él le diera más importancia que la que daba a sus numerosas amantes. Con la llegada del día, el pianista ha descubierto la vacuidad de su vida y la infelicidad que ha producido en un ser que lo amó apasionadamente –y tal vez no fuera la única-. En consecuencia, renuncia a escapar del duelo con el que arranca la película para aceptar su destino, que no llegamos a ver, pero que podemos fácilmente imaginar al ser su oponente un caballero ducho en el manejo de las armas. Todo ello es lo que ocurre en esa obra maestra del cine romántico que es Carta de una desconocida, Max Ophlus, 1949).
EL HUMOR
No son pocas las veces en los que un mensaje provoca la risa del lector o del espectador. En efecto, pensemos, por ejemplo, en un episodio de Los Simpson, en el que la señorita Carapapel está enferma y ha sido sustituida por un profesor que responde a todos los estereotipos del “profesor ideal” (para entendernos, lo que supone el profesor Keating en El club de los poetas muertos [Peter Weir,1989]) a saber: es divertido, sabe sacar a cada alumno lo mejor que tiene dentro, etc.). Pues bien, el nuevo docente intercepta la hoja que acaba de llegar a Lisa Simpson, que naturalmente se apresura a negar ser la autora de lo que en ella hay, que no es otra cosa que una caricatura del profesor, al que además le han puesto el mote de Mr. Stinky (“Señor Apestoso”).
Un director de cine hollywoodiense –trasunto del real John Huston- se encuentra en África para rodar una película, aunque su fin último en ese continente es, en realidad, matar un elefante. En un momento dado, está tomando unas copas con un grupo de gente y, como eso le ayuda a concentrarse y a elaborar mejor sus ideas, empieza a dibujar. Una de las mujeres que participa en la conversación está profiriendo todo tipo de descalificaciones contra los negros, los judíos y todo aquel que no es como ella. Al final se llevará su merecido no sólo al pararle los pies con sus palabras del director, sino también como muestra el retrato que le estaba haciendo, al que ha añadido un bigotito a lo Hitler (Cazador blanco, corazón negro, Clint Eastwood, 1990).
Otro mensaje, esta vez un testamento, va a originar una divertidísima serie de escenas que constituyen el esqueleto de Siete ocasiones (Buster Keaton, 1925). Resulta que Keaton acaba de heredar una fortuna de un pariente, pero para ello ha de estar casado antes de una fecha muy próxima al presente. En un primer momento le pide matrimonio a su novia, pero ésta no accede. Entonces se lo pide a otras siete mujeres que no sólo no es que no quieran, sino que incluso se ríen de él en su cara. Así las cosas, no se le ocurre más que poner un anuncio en la prensa para que toda mujer que quiera casarse y ser millonaria, acuda a tal iglesia, tal día a tal hora. Ni que decir tiene que acudirá una auténtica marabunta de mujeres vestidas de novia, lo que provocará una innumerable suma de situaciones cómicas hasta que, finalmente, nuestro protagonista se casa con su novia justo cuando expira el plazo para cumplir las condiciones del testamento.
EN LA SALUD Y EN EL PELIGRO
Durante los muchos años que pasó en África, Karen Blixen – a la que siempre recordaremos por su pseudónimo masculino de Isak Dinesen- abatió a varios leones, salvo en su última etapa allí, cuando se dio cuenta que no existía un espectáculo semejante a ver a los animales vivir en su hábitat natural. El más hermoso de esos leones fue enviado como presente al rey Cristian X de Dinamarca, el país natal de la baronesa. A ese regalo el soberano le respondió con una carta de agradecimiento. Cierto día, Karen vio a un joven con la pierna rota y con grandes dolores, y ordenó ir a buscar un vehículo con el que poder llevarlo al hospital más cercano. Ella solía dar azúcar a los nativos como una suerte de placebo que ellos creían que aliviaba sus dolores, por lo que el joven le pidió azúcar. Pero esta sustancia se acabó y como lo que no se acababa era el dolor, Blixen le entregó la carta del rey para que la tuviera en su regazo, persuadiéndolo de sus grandes propiedades curativas. Desde ese momento, la carta del rey (Barua a Soldani) pasó a ser una suerte de panacea para todos los dolores, pero sólo para los más graves, pues eran los propios nativos quienes decidían quién la podía llevar en cada momento, en función de la mayor o menor gravedad de cada caso. Este es uno de los magníficos episodios que Karen Blixen narra en Sombras en la hierba, una especie de continuación de su famosa Lejos de África. Y una historia tan maravillosa sólo podía terminar así: “Aún conservo la carta del Rey, pero está indescifrable, tieso el papel por la sangre y el pus tras muchos años”.
Una grupo de siniestros encapuchados del Ku-Klux-Klan están a punto de colgar a un negro que lleva toda la vida viviendo en su mismo pueblo y que no ha hecho mal a nadie. Por fortuna, la llegada del sacerdote local resolverá el grave problema: saliendo al porche de la pobre cabaña donde vive el hombre negro, el clérigo lee a los linchadores una hoja que afirma es el testamento que éste último. Pasa a leerla y allí aparece cómo ese hombre deja lo poco que tiene a varios de sus vecinos, precisamente aquellos que se ocultan tras las temibles capuchas. El grupo se disuelve y el anciano le da las gracias al hombre de Dios. Su ahijado, que ha estado escuchando todo, lo pide que le deje el testamento que tan decisivo ha sido para solucionar el problema y descubre que está en blanco. Todo ello tiene lugar en una bellísima película de Jacques Tourneur (Stars in my crown, 1950).
LA EDUCACIÓN
La escritura, no obstante, puede tener otros fines. Por ejemplo, J. R. R. Tolkien escribía cada Navidad unas simpáticas cartas a sus hijos, que además se ocupaba de ilustrar con unos divertidos dibujos. Eso sí, llegaban con el sello del Polo Norte y con la firma de Santa Claus. Otras veces, sirve para evidenciar la incultura de unos personajes y, sobre todo, la maldad de otros, como ocurre en la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes (1981), donde el señorito hace despertar a Paco el Bajo y a su esposa Régula para demostrar a sus amigos de cena y copas que sus subordinados saben escribir. Como no podía ser de otra manera, a duras penas escriben su nombre, lo que les deja más en evidencia; y por si eso fuera poco, les explica los diferentes sentidos de la c y la g con las diferentes vocales, lo que no entienden de ninguna manera la pareja de campesinos sin educación que están sometidos a una familia de terratenientes como probablemente lo ha estado su familia durante generaciones.
En no pocas películas de John Ford aparece la figura de una maestra. Sólo en una ocasión es un hombre el que se hace cargo de ese trabajo, pero aprender no es suficiente. “Les has enseñado a leer y a escribir. Ahora dales algo que leer y que escribir”, le exigirá Tom Doniphon al abogado Stoddard en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Otras veces la maestra expone un pensamiento tan hermoso (“Esta tierra es una buena tierra. Es dura, sí, pero tal vez necesite estar abonada con nuestros huesos para que en el futuro sea fértil”), fuera de la escuela, que hubiera sido su escenario natural, que siendo Ford reacio a explicitar la cosas, rápidamente alguien se ocupa de rebajar la emoción a través de un comentario chistoso “No le hagas mucho caso. Ya sabes que fue maestra” (The searchers, 1956).Pero una pizarra no es sólo un lugar donde se escribir letras para enseñar a los niños cheyenes, puede ser igualmente el soporte de una declaración, que es como la emplea el oficial que interpreta Richard Widmark al borrar lo que la maestra había dejado escrito y poner en su lugar “¿Te quieres casar conmigo?” en Cheyenne Autumn(1964).
Otra declaración de amor, pese a que esta vez está hecha sobre un muro de piedra que rodea un camino, es la que tiene lugar frente a la casa de Estrella, la niña que va al colegio en bicicleta un día y vuelve hecha una hermosa joven, en una de las más hermosas elipsis que ha dado el cine español. Bien, el caso es que allí hay, en letras muy grandes la siguiente declaración: “Estrella, te quiero”, y a modo de firma la cabeza de un loco, que es como llaman en el pueblo al chico que ha pintado el mensaje. Al verlo, lógicamente, el padre de Estrella le pregunta por el joven, pero ella no le da apenas detalles sobre él ni sobre la posible relación que pudiera establecerse entre ambos. Todo ello tiene lugar en El Sur de Víctor Erice (1983).
A medio camino entre la declaración y el epígrafe siguiente se encuentra una de las más bellas óperas primas de la historia del cine: They live by night (Nicholas Ray, 1947). En muy pocas ocasiones se percibe como aquí la fatalidad que persigue a la jovencísima pareja que lleva la carga de la película, hasta el punto de que la tragedia no puede sino aflorar antes de la palabra fin. Y así ocurre: Farley Granger ha salido de la cabaña para dar el último golpe con sus compinches, sin saber que la novia de uno de ellos lo ha delatado. Cathy O´Donnell, su reciente esposa está embarazada, y para no perjudicarla decide huir, no sin antes dejarle una carta. La policía lo sorprende en ese instante y lo abate a tiros en el porche del bungalow. Ella despierta sobresaltada por los disparos, abraza el cuerpo aún caliente y recoge la carta, y la película acaba con la voz del joven leyendo las palabras escritas precisamente en esa carta: “Aunque me vaya, tú estarás conmigo toda la vida…”
RODEADOS POR LA MUERTE
La mujer que sostiene el hogar de los Borgen está embarazada nuevamente. Atiende con ternura a su hija, cuida de que esté el café y las pastas para el gruñón de su suegro, no pierde la oportunidad de una palabra de apoyo a su joven cuñado que acaba de enamorarse… Y, sin embargo, durante el parto, que únicamente escuchamos desde el salón, no sólo muere el hijo que llevaba en sus entrañas, sino que también a ella se le va la vida. Atónitos como espectadores, y como si tampoco quienes la querían acaben de creer tan trágico final, el director inserta una esquela en un periódico dando cuenta de ese tránsito. A pesar de todo el dolor y de las lágrimas, que son difíciles de contener incluso para el espectador, la historia termina de un modo sorprendente y maravilloso: Inger vuelve a la vida milagrosamente y se abraza con pasión a su marido mientras ambos dicen “La vida, la vida”, en uno de los más bellos finales que nos ha dado el cine (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1954).
Otra esquela aparece al comienzo de la novela de Miguel Delibes Cinco horas con Mario (1966) quizás una de las novelas de mayor éxito durante la década de los sesenta en nuestro país. La idea de arrancar un texto de ese modo no era arbitraria, todo lo contrario, servía para presentar a los personajes de la trama y algunos de los escenarios y tiempos en los que se iba a desarrollar, un poco a la manera de las acotaciones de una obra teatral –y recordemos que, por otra parte, fue objeto de una exitosísima adaptación al teatro, en forma de monólogo a mayor gloria de Lola Herrera-. Ella es Carmen, una mujer que dedica las últimas horas previas al funeral de su esposo Mario a dialogar con él, en una conversación que dibuja no sólo una relación de pareja a lo largo de muchos años, sino que también es una radiografía de una España gris, triste y desgarrada.
Por su parte el duque de Ferrara vuelve de Roma y en breve recibe una anónima carta que, para su asombro, le descubre que su hijo Federico y su nueva y joven esposa –a la que tiene abandonada y no ha hecho mucho caso, aparte de su lujuriosa vida anterior- Casandra se han enamorado y no ocultan su amor en palacio. Sembrada la sospecha, el noble hace las averiguaciones pertinentes y en una solución bellamente teatral y brutalmente trágica, incita al príncipe a que mate con su espada a su madrastra –sin saber que es ella, claro, que se encuentra oculta tras una cortina, debidamente amordazada- y, a continuación, condena a su hijo a muerte por ese asesinato. Estamos ante una de las más extraordinarias obras de teatro de nuestro Siglo de Oro: El castigo sin venganza, (Lope de Vega, 1614).
No es esa la única carta anónima que busca sembrar cizaña y dudas en el enamorado que lo recibe. De hecho hay una situación idéntica en tres géneros artísticos diferentes, en la que el joven galán lee la nota y espía a su amada para comprobar la veracidad de la supuesta infidelidad de su amada, que al final de cada obra se demostrará falsa, pero que ha estado a punto de costar la vida a la joven. Por orden cronológico, en el siglo XV –aunque no se publicara completa y en español hasta el siglo XVI- aparece en España una de la más famosas novelas de caballerías de todos los tiempos, Tirante el Blanco, donde podemos encontrar al galán espiando el balcón de su dama, donde una doncella aparenta ser la amada y, en consecuencia, engaña a Tirante. A finales del siglo XVI volvemos a encontrar esa misma escena en una de las más deliciosas comedias nada menos que de William Shakespeare, Mucho ruido y pocas nueces. Por último, ya en el siglo XVIII, el máximo exponente de la ópera barroca, George Friedrich Haendel, estrenará en 1734 Ariodante, una verdadera obra maestra en la que, cómo no, aparece de nuevo esa escena.
Pero las cartas también sirven para las despedidas, como comentábamos hace unas líneas a propósito de Ophuls. Tal vez una de las mejores muestras de ellos sea la carta que durante quince años ha llevado en su pecho Roxanna, la mujer que se enamoró del bello rostro de Christián y, sobre todo, de las palabras de amor que en las cartas de éste ponía el inigualable Cyrano. La obra es conocida: éste está perdidamente enamorado de su prima, pero su gran nariz lo acompleja y le impide aspirar a ser amado. A través de las cartas de Christián, no obstante, se le presenta la posibilidad de declarar toda esa pasión a Roxana. Cuando el hermoso y simple joven muere en la guerra, con la última carta que le había escrito su primo, ella se retira a un convento, donde quince años después, y a punto de morir -asesinado por seguir siendo el corazón noble y libre que siempre ha querido ser-, Cyrano le pide la carta para poder volver a leerla antes de entregar el alma, y ahí ella descubrirá, demasiado tarde, toda la verdad. Imposible ya olvidar esos últimos versos:
Voy a morir, señora.
Y es más triste la muerte porque de vos me aparta.
El amor que os profeso no cabe en esta carta.
Ya nunca más mis ojos, que gozaban haciendo
De vos su mayor fiesta…
Roxana: ¡Qué bien la estáis leyendo!
Cyrano: Contemplarán absortos vuestro ademán más leve,
Vuestros cabellos de oro, o vuestra piel de nieve.
Recuerdo el gesto vuestro, tan dulce y familiar,
De enjugaros la frente, y quisiera llorar…
Mi corazón, señora, no os faltó ni un segundo,
Porque soy y seré, hasta en el otro mundo
El que os ama sin freno ni límite, el que…
José María García Pérez
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