lunes, 6 de diciembre de 2010

TERRIBLE BONDAD

TERRIBLE BONDAD

Watanabe, un gris funcionario japonés de mediados del siglo XX, recibe la noticia de que le quedan únicamente tres meses de vida. Desde ese momento, su objetivo en la vida va a ser agilizar la construcción de un parque infantil en un barrio pobre, aportando incluso su propio dinero. Lo curioso del caso es que, tras su muerte, el último tercio de la película Ikiru (Akira Kurosawa, 1951) se ocupa de las conversaciones de varios vecinos, entre los cuales algunos alaban al oficinista, pero otros critican la actitud de Watanabe, como rebajando su esfuerzo e el interés desplegado por ese hombre que quiere mirar la muerte de frente, sin avergonzarse por no haber hecho algo digno en su vida.

Es sorprendente comprobar cómo abundan los casos en los que, tanto en el cine como en la literatura, se nos muestran las vidas y sentimientos de personas que, a pesar de su gran bondad, son duramente vapuleados y criticados por su comportamiento y forma de ser. Sin salirnos de Japón, la protagonista de la película Madre (Mikio Naruse, 1954) se pasa toda la vida luchando por su familia y por el negocio familiar y lo único que obtiene a cambio es que sus hijos ni siquiera le den las gracias por todo su trabajo y desvelos e incluso les parezca mal que acepte la ayuda de su cuñado, que viene a echarles una mano cuando fallece el padre de familia.

Dos mujeres de la literatura decimonónica pueden ilustrar a la perfección este asunto: Benigna es la criada atenta y servicial que a todo el mundo ayuda, especialmente a la familia a la que sirve como criada. Pues bien, al final, cuando ellos han logrado salir de la miseria, la ignoran y desprecian (Misericordia, Pérez Galdós, 1890). Criada es también Felicité, quien se ocupa de ayudar a sus señores y cuantos la rodean para morir al final del relato sin que a nadie parezca importarle dicha muerte (Un corazón sencillo, Gustave Flaubert, 1877). Entre paréntesis digamos que existe un hermoso dibujo de David Hockney titulado “Felicité sleeping with Parrot”, hecho para una edición de esa obra de Flaubert, y que sirve también como portada de una novela de Julian Barnes sobre este autor titulada El loro de Flaubert, en el que se refleja muy bien la bondad que respira ese rostro, curiosamente no descrito por el novelista galo.

En ocasiones, esa bondad de determinados personajes está potenciada por el hecho de un aspecto desagradable, cuando no directamente monstruoso. Así, la nariz del inolvidable Cyrano de Bergerac le hace inseguro de sí mismo a la hora de sus relaciones con las mujeres, y ello a pesar de sus dotes poéticas, su valor, su destreza con la espada y, sobre todo, su hondo sentido del honor y la dignidad. Más grave es el caso del jorobado de Notre-Dame, puesto que en la novela de Víctor Hugo, Quasimodo – el nombre ya es una descripción del personaje, siguiendo el adagio latino de “nomen est omen” - tiene un corazón noble, pero la gente es incapaz de verlo, oculto como está dentro de un cuerpo deforme.

No menos dolorosa es la vida de John Merrick, el inglés apodado “el hombre elefante”, que va desde su exhibición como monstruo de feria y objeto de estudio en las facultades de medicina – hábilmente, el director de la película David Lynch equipara visualmente ambas exposiciones al público como algo muy doloroso para Merrick-. Ese aspecto físico terrible es tanto más tremendo por darse precisamente en un ser que se mostrará después sensible, que aprende a leer, capaz de disfrutar de una sesión de té, de charlar animada e inteligentemente ante damas de la nobleza y de disfrutar y emocionarse ante una función de teatro o de ópera.

Lastimosa es también la vida de la innominada criatura que protagoniza buena parte de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Su físico aterroriza a cuantos lo ven, incapaces de valorar su bondad, y sólo un ciego – elemento suficientemente revelador – podrá apreciar su gran corazón. Esa falta de cariño y de comprensión, ese odio que todos le profesan, le harán huir a las llanuras polares, lejos de la presencia humana, buscando refugio en una soledad que no sea tan dolorosa, evidenciando un tema tan querido para los románticos. De todas formas, ese rechazo social también es interpretable en clave autobiográfica, puesto que Mary Shelley pasó buena parte de su vida sufriendo las críticas por decidir irse con el poeta Percy Shelley y formar una familia, relación que motivó que éste abandonara a su esposa e hijos.

Como si de una versión moderna del Pinocho de Carlo Collodi se tratara, Eduardo Manostijeras es una suerte de ser humano desvalido e incompleto porque su creador ha muerto antes de poder ponerle unas manos, de modo que en su lugar lleva unas tijeras que le había instalado provisionalmente. En este caso, su corazón generoso y su capacidad creadora –el ser creado es, a su vez, ser creador- se evidencia en esas extrañas formas que da a los arbustos al podarlos o, en una escena memorable, y de inequívoco regusto erótico, corta con sus tijeras el pelo de una mujer.

No tiene tara física alguna, al contrario, es un hombre incluso atractivo, lo único que lo diferencia de los demás ciudadanos franceses con los que se relacionan es el hecho de que se trata de un indio venido de América y cuyo nombre, igual que el de los anteriores, es claramente simbólico: Cándido. El protagonista de esta novela de Voltaire intenta comportarse según las normas y leyes francesas del siglo XVIII, como una especie de buen salvaje roussoniano – del que en cierta medida es una burla - , pero continuamente se da de bruces con las costumbres y hábitos que ve y oye a unos y otros, que contradicen sistemáticamente lo que él había aprendido en un principio.

Un siglo después, y en el ámbito de San Petersburgo, Mitchin es el príncipe que protagoniza El idiota de Dostoievski. Al igual que otros personajes de este autor, como por ejemplo el Aliosha Karamázov, ese noble intenta hacer el bien a los demás a toda costa, lo que no deja asemejarlo a ser un trasunto de Cristo, como se comenta explícitamente en algún momento. El resultado de esas buenas intenciones no puede ser peor, hasta el punto de que llega un momento en que quienes lo rodean le piden que les deje en paz, tal es el cúmulo de desastres e inconveniencias que deja a su paso. Significativo me parece que el mencionado Kurosawa realizara una adaptación de ese noble al cine.

A finales de ese mismo siglo, una mujer bondadosa pierde al hombre que ama, fusilado por el cruel Scarpia, enamorado celosamente de ella. Tras entonar una bellísima aria, en que reconoce haber vivido para el arte y para ayudar a los demás, la famosa “Vissi d´arte”, Tosca asesina a Scarpia y a continuación se precipita al vacío, en uno de los numerosos suicidios femeninos que tanto abundan en las óperas de ese maravilloso músico que es Giacomo Puccini, y que al igual que otras tiene por título justamente el nombre de la heroína, esto es, Tosca.

La vida real, siempre por delante y hasta por encima del arte, nos depara algún triste ejemplo del tema que nos ocupa. Recordemos que el año 2006 un hombre que se ocupaba de atender a sus padres y a sus dos hijas, vecino ejemplar y amable ciudadano, asesinó a su madre, a su esposa y a sus dos hijas. Tan triste caso parecía ilustrar la bondad de un ser humano que, no pudiendo seguramente soportar el sufrimiento de sus seres queridos y el haber dedicado buena parte de su vida a atenderlos, estallaba en una espiral de violencia terrorífica. En la ficción ya habíamos visto un ejemplo: en la extraordinaria película El dinero (1982), de Robert Bresson, un joven ladrón, al que una amable familia acogía en su hogar, no pudiendo soportar el apoyo y el cariño con que lo trataban- probablemente porque nadie antes se había preocupado de él de ese modo- terminaba matando a todos los miembros de dicha familia.

En ocasiones la bondad limita casi con la simpleza, como en el caso del mencionado cuento de Flaubert o en el hermoso relato de Leopoldo Alas “Clarín” Doña Berta. En éste, no es que haya alguien que pague malamente la bondad de la anciana protagonista, entre otras cosas porque prácticamente no se ha relacionado con nadie en casi toda su vida. Sin embargo, la búsqueda del hijo que le fue arrebatado nada más nacer por los hermanos de la joven para no manchar la honra de la familia, en la que abandona su seguro refugio del norte de España y viaja a Madrid, se convierte en el último intento por justificar una vida que ha pasado en la más absoluta de las grisuras. Ni que decir tiene que, tratándose de Clarín, a Doña Berta le es negado un final feliz, como a todos los personajes de sus ficciones, y lo más terrible es que muere atropellada en plena calle por un tranvía en pleno Madrid, sin haber podido adquirir el retrato que de su hijo había hecho un famoso pintor y que es lo único que de él puede contemplar, dado que el joven murió en una batalla como murió el padre de éste.

Terminamos con un personaje al que podemos incluir perfectamente en esta larga lista, por más que no sea de carne y hueso. Me refiero al metálico protagonista que viene del espacio exterior, en la que es una de las mejores películas de los últimos años: El gigante de hierro (Brad Bird, 2001). Debido al impacto producido al chocar contra la tierra ha perdido la memoria, de manera que el conocimiento de las cosas y de las personas que va viendo se produce a través de un niño de diez años. La muerte, la existencia del alma, la bondad, la necesidad de no resolver los problemas mediante la violencia son algunos de los temas que aparecen en esa magnífica obra, que culminarán con el sacrificio que el gigante hace lanzándose contra un misil nuclear para evitar la destrucción de la pequeña ciudad de Rockwell y de sus entrañables habitantes. Otro personaje creado por Brad Bird tiene problemas también para ser aceptado por los suyos y por la propia sociedad en la que vive, pero el simpático Remy de la película Ratatouille es capaz de ser fiel a sí mismo y de ganarse el respeto de quienes le rodean y de encontrar, al fin, ese lugar en el mundo tras el que andan buena parte de los personajes que han ido apareciendo en estas líneas.


                                                                                             José María García Pérez

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