FANTASMAS
Al contrario de lo que muchos creemos, los fantasmas no son siempre espectros tenebrosos cuya única misión en esta vida, valga el juego de palabras, es atemorizar a los vivos. Claro está que esto no es, ni mucho menos, así. En un texto titulado
Fantasmas de aldea, William Butler Yeats comenta alguna de las creencias que tiene sus paisanos irlandeses a propósito de los seres sobrenaturales que se aparecen a los que todavía no dejado este mundo. Cuenta el caso de una mujer que se aparece a una vecina varias veces y no cesa de hacerlo hasta que sacan a sus hijos del hospicio en el que los habían recluido tras quedar huérfanos. Otros fantasmas traen buena suerte a los habitantes de una casa, razón por la que se les aguanta el mayor tiempo posible. Otros más anuncian una muerte cercana, etcétera. En otras palabras, la gama de posibles fantasmas es bastante más amplia de lo que se piensa en un primer momento. En las siguientes líneas vamos a detenernos en algunos de los diferentes tipos que frecuentan tanto la literatura como el cine.
1. Fantasmas enamorados.
A veces las presencias sobrenaturales no se nos aparecen con el objetivo de asustarnos, infundirnos compasión o de pagar una deuda – como señala curiosamente W. B. Yeats de los espíritus irlandeses en su libro
El crepúsculo celta -, sino que en ellas late el calor de un pasión amorosa. Una de las más hermosas plasmaciones cinematográficas que se han realizado sobre ese tema es la que aparece en esa película maravillosa que es
Cuentos de la luna pálida de agosto (la verdad es que la traducción del japonés de ese título es bastante compleja, pero ese es otro tema), que rodó en 1953 el genial Kenji Mizoguchi. En efecto, allí, en los últimos minutos de la película, el protagonista masculino, Genjuro, que ha logrado escapar de la fascinación que sobre él ejercía una mujer fantasma, regresa a su hogar. Nosotros sabemos que su esposa ha muerto, pero él desconoce ese dato. Cuando llega a su casa la rodea mientras repite el nombre de su mujer, y a través de la ventana únicamente puede ver la oscuridad y el silencio. Sin embargo, tras ese rodeo completo, entra y, de repente, allí se ve un pequeño fuego en el que su esposa cocina algo y su hijo duerme al lado. Los esposos se abrazan después de tanto tiempo y la escena se cierra en negro. A la mañana siguiente, Genjuro se despierta y al no verla comienza a buscarla. Uno de los vecinos le dice que, en realidad, ella fue asesinada por los bandidos tiempo atrás, con la consiguiente perplejidad por parte del marido.
Otro ejemplo cinematográfico, aunque esta vez desde el mundo hollywoodiense, es una de las primeras películas de Joseph L. Mankiewicz,
El fantasma y la señora Muir (1947), la historia de una viuda que alquila la casa de un fantasma gruñón y malhablado. Lo curioso del caso es que, la bellísima Gene Tierney –que interpreta a la señora Muir -, conforme va conociéndolo, y lo hace muy bien, no sólo por las conversaciones que mantienen, sino también porque el pícaro capitán Daniel Cregg le dicta sus memorias, ayudandole así en su economía, se va enamorando de él.Toda la historia esta acompañada de una de las más hermosas bandas sonoras que compuso Bernard Herrmann en su trayectoria (y estamos hablando de alguien que trabajó con Orson Welles, con Hitchcock, Scorsese y tantos otros), y al final, en una escena memorable, tras la elíptica muerte de la viuda, sobreviene el encuentro que habrá de ser eterno entre los dos enamorados.
También Joseph Cotten está enamorado de Jennie, la joven que ha conocido y de la que se ha enamorado, en el filme que rodó W. Dieterle en 1948 y cuyo título era, precisamente el nombre de la chica. Sin embargo, ella desaparece como por encanto y no vuelve a vérsela en toda la película. Con el tiempo él pintará un bello cuadro de ella y descubriremos que, en realidad, Jennie era alguien sin existencia real. En un cuadro aparecía también Laura, retrato a través del cual el detective encargado de averiguar su asesinato se enamoraba de ella. Evidentemente, la aparición de la –de nuevo Gene Tierney- supuesta muerta tiene una explicación lógica: a quien han matado es a otra joven por equivocación. No obstante, algún crítico ha señalado con acierto que de haber sido el resto de la película una plasmación onírica a raíz de la visión del retrato y del sopor en el que cae el detective, nos las veríamos con una intriga netamente fantástica que la emparentaría con el tema que aquí venimos tratando.
De todas formas, no sólo el cine se ha encargado de estas variaciones temáticas sobre fantasmas enamorados. Así lo prueba, por ejemplo, el caso de
La esposa fantasma, un relato de Pu Sing Ling, en el que al protagonista se le aparece el fantasma de una mujer, poseída por un demonio que le obliga a matar a inocentes. Ella se lo revela a Gning, que así es como se llama el protagonista, y éste accede a recuperar los huesos de la mujer, que estaban en el fondo de un lago y darles diga sepultura. De ahí en adelante le ayudará en la tareas de la casa y, con el tiempo, llegará incluso a poder casarse con él.
Otro ejemplo lo tenemos en uno de los más famosos cuentos de Villiers de l´Isle Adam,
Vera (1874). Prácticamente al comienzo de la historia muere la joven esposa del conde d´Athol, cuando sólo habían transcurrido seis meses desde que se conocieron y se casaron. Pues bien, el conde despide a todo el servicio de su casa, salvo a su fiel mayordomo, y continúa viviendo su vida como si ella siguiera viva: la ropa femenina cuelga en el armario, se sirve la comida para dos… Finalmente, ese amor, esa fe, esa constancia es recompensada con la vuelta de Vera al hogar (fin de la primera versión). Sin embargo, en la segunda versión, como si de un nuevo Orfeo se tratara, él se vuelve a verla y dice las palabras inconvenientes: “Pero tú no estabas muerta”. Como no podía ser de otra manera, esta Eurídice francesa del XIX desaparece para siempre, como se viene abajo la casa y se consume cuanto en ella había mantenido vivo su presencia.
Desconozco dos relatos de Theophile Gautier titulados respectivamente
La Morte amourese y
Spirite (1868), pero Enrique Pérez, en sus notas a su edición de los cuentos de Villiers de l´Isle Adam, concretamente a Vera, señala que tiene puntos en contacto con este último cuento. La heroína del primero es una cortesana cuyo fantasma vuelve para tentar a un clérigo. La segunda relata el amor de que es objeto Guy de Malivert por un ser sobrenatural, una joven que lo había visto y que murió sin conocerlo. Convertida ya en espíritu, se le aparece y acaba conquistando su amor. Por último, y tal y como sucedía en la película de J. L. Mankiewicz, los amantes se unirán en la muerte.
Por su parte, Adolfo Bioy Casares escribió a mediados de los años cuarenta del siglo pasado En memoria de Paulina, donde un joven bonaerense está enamorado desde siempre de su amiga Paulina y cree ser correspondido. Para su desconsuelo, ella comienza a salir con otro escritor, Julio Montero – el protagonista y narrador es, aquí, también escritor-. Él se irá por dos años a Londres con una beca y, a su regreso, se encuentra con Paulina y charlan y él descubre que sigue enamorado. Lo más curioso del caso es que no mucho después se enterará que ella fue asesinada por Julio la noche anterior al viaje a Europa del innominado protagonista. Éste quiere creer que esa visita fantasmal obedece a que ella le ha perdonado por sus celos. “para quererme vino desde la muerte. Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca”. Pero no se conformará con esa explicación y encuentra otra –alguien diría qué necesidad tiene de ninguna -: “Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival”.
2. Henry James.
Este novelista americano escribió una de las más famosas novelas de fantasmas que nos ha dado la literatura.
Otra vuelta de tuerca es, entre otras muchas cosas, una narración de una sutileza psicológica como pocas vemos se han dado: en efecto, no se sabe qué admirar más, si el enmarcar la novela dentro de un contexto gótico para trascender con mucho lo que la narrativa gótica había ofrecido durante el siglo XIX, la ambigüedad con la que se nos presentan los personajes, que hacen que el lector oscile entre creer la versión de la institutriz protagonista – que afirma ver a su antecesora en el cargo y a su amante, ambos muertos - o, tal vez, pensar que se trata de la historia de una mujer que por alguna razón desconocida ha enloquecido. Lo que no podemos dejar de señalar es que se trata de una de las pocas obras que han triunfado tanto en la literatura, como en el teatro, como en al magnífica versión operística de Benjamin Britten como, por último, en la extraordinaria adaptación cinematográfica que de ella hizo Jack Clayton.
Pero no es la única obra en la que James utilizó a los fantasmas para sus propósitos literarios. En
El rincón feliz, plantea la vuelta a Nueva York de un americano que lleva viviendo treinta y tres años en Europa – como el propio James, todo sea dicho de paso-. El reencuentro con su casa paterna y el preguntarse qué habría sido de él si no se hubiera ido de Estados Unidos se complementan en el hecho de que cree que existe un “alter ego” que habita en esa misma casa y que es lo que él hubiera sido de no haberse marchado de la ciudad. Una amiga y enamorada de él cree lo mismo y casi al final Spencer Brydon encuentra a ese “otro yo”. La verdad es que en ciertos momentos parece como si estuviéramos ante una variante del tema del doble, puesto que esa aparición también es miope y le faltan dos dedos de la mano derecha. Además no deja de ser interesante el ver este relato como una suerte de transposición de algunos de los aspectos biográficos del propio James, aunque eso quedaría ya fuera de los márgenes de este artículo.
Hay varios cuentos más de Henry James sobre fantasmas, pero sólo nos detendremos en dos más:
El último de los Valerios. La aparición de un preciosa estatua de Juno en el jardín de un noble romano casado con una norteamericana altera la vida del hombre hasta el punto que relega a su esposa a un segundo lugar y sólo tiene ojos para la escultura. La coloca en un lugar aparte, la adora como si de un ídolo se tratara e, incluso, llega a hacerle sacrificios con la sangre de algún animal. Sólo al volver a enterrar la estatua volverá a ser como era antes. En La tercera persona, dos ancianas han heredado una amplia casa en la que se les aparece el fantasma de un antepasado colgado por contrabandista. Este hecho interferirá en las relaciones entre ambas, hasta el punto que parece como si de una competición amorosa se tratara, y como el párroco les ha dicho que tal vez ofreciendo algo desaparecerá para siempre, una de ellas lo consigue introduciendo de contrabando en Inglaterra …¡un libro de una editorial que estaba prohibida en esa época!.
3. Fantasmas humorísticos.
Pero no todo iba a ser misterio, crímenes sin castigo o presencias inexplicables. Autores hubo que prefirieron abordan el género desde un punto de vista humorístico. Cómo no pensar, primeramente, en el famoso
El fantasma de Canterville, de Óscar Wilde. Y es que ya es rizar el rizo que sea la familia norteamericana que se ha instalado en un viejo castillo británico la que atemorice a un fantasma hasta el punto de que se esconda de ellos y evite hasta el verlos.
No le iba a la zaga otro autor inglés de educación, aunque birmano de nacimiento. Me estoy refiriendo a Saki (psudónimo de Henry Munro), fino humorista a quien debemos diálogos que estaría orgulloso de firmar el propio Wilde. Pues bien, en
La ventana abierta hay una persona que ha llegado a un casa desconocida en la que la señora de la misma deja siempre abierta un ventanal para cuando venga su esposo y uno parientes que han salido de caza. Su hija le pone en antecedentes al invitado de que hace dos años que se les dio por muertos, pues nunca aparecieron sus cuerpos. Otro escritor hubiera puesto el énfasis en la escena en las que los desaparecidos entran por el ventanal abierto como si el tiempo no hubiera pasado; Saki opta por describir esa entrada, claro está, pero el efecto buscado es más la huida espantada del hombre que el efecto fantasmal pudiera provocar.
Otro autor británico es Lord Dunsany, y a él tampoco le faltan maneras para destacar en el uso de la risa y el humor. En efecto,
Los fantasmas se plantea como un brevísimo cuento en el que dos hermanos discuten sobre la existencia o no de los fantasmas. Al incrédulo se le aparecen una serie de damas antiguas y unos monstruos que simbolizan los pecados que cometieron. Intentan apropiarse del protagonista, pero él hace que desaparezcan poniéndose a pensar en operaciones matemáticas.
4. Fantasmas que ajustan cuentas.
La mujer solitaria es una historia de Robert Louis Stevenson en la que una extraña mujer llamada Thorguna posee cofres con grandes riquezas que Aude, la esposa del jefe de la tribu, pretende comprar. Ésta invita a aquella a su casa a vivir y le roba un broche. Ese mismo día Thorguna muere, no sin antes hacerle prometer a su anfitrión que queme su ropa de cama y le entregue el broche a Aude y todo lo demás a su hija Asdis. La difunta se aparece dos veces, coincidiendo con la inminente muerte de Finward –esposo de Aude y padre de Asdis-, que no cumplió la promesa que le hizo a Thorguna es su lecho de muerte, y tras la muerte de Aude, para tranquilizar a Asdis en el sentido de que la maldición ha terminado.
En
El rubio Eckbert, Ludwig Tieck (1775-1853) narra, muy en sintonía con los tiempos románticos que le tocó vivir, la historia de un noble que se casado con la hermosa Bertha, quien traicionó a la anciana que la acogió cuando era una cría llevándose perlas y un pájaro mágico. Tras la muerte de su esposa no sólo descubrirá que sus dos mejores amigos de Eckbert, Walter y Hugo, eran en realidad formas corporales que había ido adaptando esa vieja, sino que su esposa que tan duro final tiene era su propia hermana. Si uno quisiera encontrarse en menos de cincuenta páginas con todos los tópicos del Romanticismo no cabe duda que los hallaría bien colmados en este relato.
De la inagotable mina de escritores británicos que se han ocupado de los cuentos de fantasmas uno de los más singulares es Montague Rodhes James, profesor, anticuario y muchas cosas más, quien posee una facilidad impresionante para, a partir de la más cotidiana de las realidades, crean una atmósfera desasosegante. Una muestra magistral de ello es
La fuente de los lamentos: en un campamento de adolescentes uno de ellos desobedece las instrucciones de no acercarse a un extraño pardo que se encuentra cerca. Desde lejos, sus compañeros contemplarán horrorizados cómo tres espectros se lo llevarán al interior del pardo del que no saldrá con vida, aunque sí sin una gota de sangre en sus venas. Desde ese día, quienes se aproximan allí verán ya no sólo las siluetas de tres mujeres y un hombre –esqueletos cubiertos de ropa hecha jirones -, sino también la de un muchacho.
5. En busca de paz.
De todas formas, en ocasiones el espíritu que aparece en las historias de las que venimos hablando no desea sino un reposo, una situación de paz en la que no se encuentran en ese espacio sobrenatural que parece hallarse a medio camino de la vida y la muerte. Daniel Defoe lo ilustra a la perfección en
La aparición de Mrs. Veal. En efecto, a Mrs Margrave se le aparece su gran amiga para disculparse por haber dejado languidecer su amista durante demasiado tiempo. Como hemos sido testigos de ese hermoso sentimiento a los lectores nos conmueve esa actitud. Pero más aún lo hará cuando sepamos por uno de los parientes de esa mujer arrepentida que esa disculpa tuvo lugar justamente el día siguiente de haber muerto.
Paz es lo que parece ansiar igualmente la voz que tiene atemorizados a los habitantes de una población rural inglesa en
La puerta abierta de Margaret Oliphant (1828-1897). Junto a la puerta de una mansión en ruinas se oyen llantos infantiles y estas palabras: “Oh, madre, déjame entrar!. Déjame entrar, ¡Oh, madre, madre!”. Por más que el protagonista investiga por su cuenta o con ayuda de un médico no logra averiguar de dónde pueden provenir esos lamentos. La explicación parece que se encontrará en la nueva incursión investigadora que emprenden esos dos personajes, junto al párroco de la zona, que mediante sus oraciones logra que no vuelvan a oírse esa sonidos, que él explica por el hecho de que un niño que vivía en aquella mansión muchos años atrás no podía entrar allí al haber muerto su madre, que trabajaba allí. Esos tremendos lamentos debieron de impresionar de tal modo a la naturaleza que se quedaron impresos en ella como una suerte de queja eterna hasta que el mencionado sacerdote les otorgó la paz que tanto necesitaban.
Otro de los autores clásicos de relatos de fantasmas es el irlandés Joseph Sheridan le Fanu (1814-1873). En
El fantasma de la señora Crowl una adolescente entra al servicio de una extraña y poco menos que enloquecida anciana, la señora Crowl. Las palabras que le dice la primera vez que la ve, aparte del tremendo pánico que la propia señora despierta por su aspecto físico y su atuendo, tendrán sentido más adelante cuando, al fallecer esa señora, su fantasma se le aparece a la muchacha para revelarle dónde se encuentra el cadáver de su hijastro, al que ella misma ocultó en vida porque lo odiaba profundamente. Es decir, una nueva alma tras el eterno descanso y a la búsqueda de una paz que no acaba de encontrar en vida, por culpa de los remordimientos que su abominable crimen habían sembrado en su corazón.
6. Maldiciones.
Hay veces en las que la aparición misteriosa de un ser que ya no pertenece al mundo de los muertos – eso cuando lisa y llanamente nunca ha pertenecido a él- obedece a una determinada maldición. Frederick Marryat (1792-1848) es el autor de una novela titulada El buque fantasma -curiosamente como una de W. P. Hogdson, que además tiene varios relatos de terror ubicados en plena mar-, dentro de la cual se encuadra un historia llamada
Una narración de los montes de Hartz (así la denomina Rafael Llopis, el antólogo y traductor de la estupenda antología en tres tomos que Alianza publicó hace veinte años bajo el título Antología de cuentos de terror). Pues bien, un marinero le cuenta a su compañero la maldición que persigue a su familia desde que su padre mató a una mujer-lobo con la que se había casado sin saberlo, pues ella había acabado con los otros dos hijos. El supuesto padre de esa criatura pronóstico la muerte del padre y del propio marinero, pasado un determinado tiempo. La fecha está apunto de expirar y los dos marineros se hallan en una isla del Asia Oriental, muy lejos de los bosques europeo en los que se ha desarrollado toda esa historia. Fatídicamente, ese día un tigre se lo llevará ante el espanto de su amigo, aquel a quien le había contado toda su vida y su maldición.
Las palabras de una mujer en la hoguera a punto de morir quemada acusada de brujería en 1690 son, dirigiéndose al hombre cuyos testimonios han sido determinantes para ser considerada culpable: “Habrá huéspedes en la mansión”. Pocas semanas después, en el plenilunio de mayo, Sir Matthew Fell aparece muerto y ennegrecido en su habitación, sin señales de violencia y con la única pista de que la ventana estaba abierta, pues el difunto acostumbraba dejarla así en esa época del año. Su hijo, llamado igual que el padre muere en 1735, en una época en la que la mortalidad de ganado y animales se había incrementado. El nieto, Sir Richard Fell decide cambiar el reclinatorio familiar en la iglesia parroquial, lo que obliga a hacer algunos cambios, entre ellos mover varias tumbas. La inquietud se extenderá en la aldea cuando se descubre que la de la bruja sólo contiene un ataúd vacío. Este noble decide trasladar su habitación al cuarto en el que murió su abuelo y, como no podía ser de otra manera –y es esperado por el lector habitual de este tipo de relatos-, también él aparece muerto y ennegrecido como su abuelo. El cuento de M. R. James
El fresno termina cuando se deciden a quemar el árbol que hay cerca de la casa de los Fell y descubren un nido de arañas enormes, venenosas junto al que había, y eso es lo más desconcertante del caso, un esqueleto de ser humano, que para todos no podía ser más que el cadáver de la bruja quemada unos cincuenta años atrás.
6. Nuestros sentidos nos engañan.
En una de las obras inaugurales del género gótico,
El castillo de Otranto de Horace Walpole, no sólo encontramos castillos, un barullo de idas y venidas de los personajes y el clásico final con anagnórisis incorporada, sino que –para lo que aquí nos interesa-, merced a una antigua profecía, irán apareciendo las partes de una gigantesca armadura en ese castillo, como anuncio del fin de Manfredo, el soberano de Otranto que ha llegado a ese puesto por las malas artes de sus antepasados, pero que es consciente de ser un usurpador y de que, a la vista de los diferentes prodigios que se van sucediendo en los días que relata la basta con acordarse novela, y la pérdida de sus dos vástagos, sus días en el trono tocan ya a su fin.
La verdad es que lo de que aparezca un fantasma dando un aviso no es inusual, hasta el punto de que del espectro del padre de Hamlet, que se la aparece al inicio de la tragedia shakespeariana para avisarle de que el autor de su muerte ha sido su propio hermano, quien no ha tardado en casarse con la madre de Hamlet para obtener el trono. Otro caso lo tenemos en
La mujer alta, de Pedro Antonio de Alarcón, donde una extraña mujer alta se aparece a un joven ingeniero poco antes de la muerte de su padre y de su prometida. Un amigo suyo, sabedor de la presencia de esa mujer, acude al entierro del joven ingeniero, y en el cementerio puede ver perfectamente a quien tanto temor infundió en su recién fallecido amigo.
El otro nombre español que voy a citar en este artículo, no porque sean los únicos, pues podrían con justicia aparecer otros muchos, es el de Noel Clarasó. No es exactamente un caso de maldición, sino de una especie de tradición que un montañero se pasa a otro respecto a lo que todos los demás consideran una leyenda,
El jardín del Montarto. Un anciano montañero le refiere a otro joven como en su juventud llegó una única vez a un jardín en un lugar que nunca después pudo hallar de la Montarto, que así es como se llama el monte. Allí se le aparece una hermosa mujer de la que se enamora y a la que querrá siempre, pese a no volver a verla jamás. El joven escucha incrédulo esa historia, pero no lo será tanto cuando el viejo muere y es él el que da con el jardín del que le había hablado, como si fuera el sucesor y el guardián de ese mundo. El relato termina justo cuando este joven espera encontrar a otro joven a quien entregarle el testigo de esa historia, para que también él acuda al jardín la misma noche de su muerte y halle el jardín, donde pasará cuatro días con la mujer misteriosa y a partir de ese momento ya nada le faltará para ser feliz.
La ciencia ficción no ha sido inmune a la fascinación del mundo de los fantasmas. Un autor tan notable como Stanislas Lew escribió
Solaris en 1961, que conocería dos adaptaciones cinematográficas en 1972 y en 2005, a cargo de Andrei Tarkovski y Steven Soderbegh, respectivamente. La llegada de unos astronautas a un desconocido planeta cuyo nombre da titulo a la novela origina que, al ir a investigar este extraño lugar, uno de ellos encuentre a su esposa – que ha muerto tiempo atrás suicidándose-. El investigador Kris la pone en órbita literalmente pero, muy poco después, ella aparece de nuevo sin recordar para nada todo lo anterior, sólo su vida con Kris antes de su muerte. La explicación es que el planeta materializa, digámoslo así, lo que se esconde en el subconsciente de quienes llegan allí.
Otra situación clásica de los cuentos fantásticos es aquella que aparece en el breve cuento de Ambrose Bierce
Un habitante de Carcosa. Un hombre despierta en medio de un lugar desconocido, aturdido por haber salido de una enfermedad, que por momentos piensa no haber superado: No hay personas, no hay edificios ni presencia humana de ningún tipo. De repente, aparece un tipo y al ir a saludarlo no parece ni percibir ni las palabras ni su presencia. No mucho después descubrirá que las raíces de un árbol han roto una lápida y en los restos de ésta ve, aterrorizado, su nombre, fecha de nacimiento y fecha de la muerte. En las dos últimas líneas se nos informa de que “tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles”.
No es una maldición ni una leyenda, pero creo que es un buen broche a estas páginas mencionar
Un fragmento de vida, de otro famoso escritor de relatos fantásticos, Arthur Machen (1863-1947). Esta breve novela es como la summa de muchos de los temas más queridos por Machen, pues Eduard Darnell, el gris funcionario londinense que la protagoniza, empieza a descubrir que bajo la anodina ciudad inglesa – o quizás fuera más acertado decir junto a – se encuentran caminos vírgenes, bosques, antiguas creencias, un mundo paralelo donde la felicidad es posible, donde la belleza y la búsqueda mística de la verdad ofrece la promesa de una vida plena. Evidentemente, con una percepción tal de esa otra realidad, la vida de Eduard cambia y en la última página de sus documentos aparecen estas palabras: “Así desperté de un sueño en que soñaba con un barrio de Londres, con trabajo diario, con pequeñas cosas tediosas e inútiles; y, al abrir lo ojos, vi que me hallaba en un bosque arcaico, donde un límpido manantial se alzaba en nieblas y vapores bajo un calor que volvía trémulo el paisaje”. Curiosamente, frente a todos cuantos hemos visto que no encuentran la paz en la realidad ni en el presente, seguramente por no pertenecer a ésta ni tener su alma en aquella, Darnell afirma haber encontrado la felicidad en un mundo que sí es el presente, por más que no sea aquel en el que se desarrollan nuestras vidas cotidianas. Es más, parece como si fuera una suerte de antifantasma, dado que se trata de un ser humano que logra su realización precisamente en un mundo en el que uno esperaría que fuera la morada natural de los seres sobrenaturales de los que venimos hablando en estas líneas.
José María García Pérez