SER MUJER Y CREAR (SI
PUEDES)
La relectura de Tres guineas de Virginia Woolf es un aldabonazo a las conciencias,
desde el momento en el que la célebre escritora británica hace un repaso más que
exhaustivo del papel desempeñado por la mujer en los dos último siglos; y lo
hace sobre todo centrándose en el papel que la educación –o tal vez sea más
adecuado decir la falta de ella, que le venía siendo negado desde siglos atrás
– ha tenido en la vida de tantas mujeres, para lo cual va enunciando cómo es el
presente en la Gran Bretaña de finales de los años treinta del pasado siglo,
pero también con un manejo de datos abrumador sobre cómo ha sido en un tiempo
pretérito que se retrotrae, como digo, un par de siglos, y del que no podemos
dejar de sacar comparaciones con el presente.
El punto de partida de estos tres textos
son la petición de una guinea para tres causas diferentes: la causa de la paz –
no mucho después empezará la Segunda Guerra Mundial, por cierto -, la educación
femenina y el trabajo de la mujer. A cada una de esas peticiones Woolf responde
con argumentación clara, polémica y casi
irrebatible. Para ello nos informa desde el sueldo de una trabajadora manual de
un siglo atrás, de la imagen que de sí mismas tenían las mujeres de alta cuna,
de la lucha encarnizada de las sufragistas británicas por obtener el voto para
las mujeres - que no tiene ni un siglo, todo sea dicho de paso-, la imposibilidad para una mujer de llegar a
ser rectora de una universidad hasta hace cien años o incluso de cobrar por dar
clases particulares, y un larguísimo etcétera.
En último término, lo que subyace en este
libro apasionante no es otra cosa sino reivindicar la necesidad de que toda
mujer pueda tener un educación y una dignidad que le permita ser valorada por
sí misma, algo que me temo no se ha logrado ni siquiera en nuestros días, o al
menos no en la mayoría de los países de nuestro planeta, y parece que las
previsiones para el futuro próximo no son lo que se dice precisamente
halagüeñas.
Indudablemente las palabras que una mente tan
singular, profunda e independiente como es la de Virginia Woolf ponen voz a
tantos millones de mujeres que no la han tenido a lo largo de la historia. Incluso en cierta forma a la de otras
gargantas que se expresaron también a través de una pluma y un tintero, como lo
demuestra en otro libro afortunado Maggie Lane, Hijas escritoras, donde expone la vida y obra de ocho mujeres
escritoras del ámbito anglosajón en unos ciento cincuenta años, desde Fanny
Burney hasta justamente Virginia Woolf, pasando por Charlotte Brontë, Emily
Dickinson o Beatrix Potter, entre otras. El panorama de las penalidades que
tuvieron que pasar todas ellas es tremendo: la prohibición de publicar sus
libros, la imposibilidad de cobrar por su trabajo por dar clases particulares,
la decisión de no casarse, aunque eso se vea como un estigma familiar…Todas y
cada una de ellas tiene su pequeño o gran calvario por intentar hacer con su
vida lo que consideraban adecuado, que en su caso es dedicarse a la literatura,
para la que, por si fuera poco, estaban en general excepcionalmente dotadas. Y
aunque el apoyo a veces estaba en la familia, no fueron pocas las ocasiones en
las que precisamente era esta, y el padre en particular, el mayor de los
problemas de cara a poder llevar a cabo ese objetivo del que vengo hablando.
EN LA MÚSICA
Si alguien creyera que eso ocurría
solamente – o sobre todo- en el campo de
la creación literaria, estaría profundamente equivocado. Clara Schumann pasó
toda su vida como la señora –y no tardando mucho como la viuda – de Robert
Schumann, pese a que ella misma compuso notables obras musicales. Por su
parte, Fanny Mendelssohn es conocida casi únicamente por ser la hermana de otro
compositor de la época romántica, Félix Mendelssohn, aunque escribió varias
obras musicales que fueron destruidas por su propia familia con la absurda idea
de que podrían restarle mérito a su hermano. Añadamos a una alumna aventajada
de F. J. Haydn, que ha tenido que esperar prácticamente dos siglos para que su
música pueda ser interpretada, que es lo que le ocurrió a la asturiana María
Teresa Prieto, quien en el siglo XIX escribió muchísima música, buena parte de
la cual se ha lamentablemente perdido, a pesar de que a juzgar por lo que vamos
conociendo de ella tiene mérito notable.
No es de extrañar que ante un panorama
de estas características sea la Orquesta Sinfónica de Mujeres de Madrid, con Isabel
López, como directora, quien se haya lanzado al empeño de divulgar lo que nunca
debió de caer en un olvido tan injusto. Entre otras cosas porque en el mundo de
la música la que no se interpreta o graba es como si no existiera, de forma que
sea loable ese paso de convertir lo que no eran más que unos pequeños nombres
de las enciclopedias en partituras que se vayan difundiendo por las salas de
conciertos de todo el mundo. Lo que no deja de ser curioso es que, algunas
compositoras más antiguas ya habían salido del desconocimiento general, tal y
como es el caso de Hildegard von Bingen, por ejemplo, que vivió nada más y nada
menos que hace ochocientos años.
EN LA PINTURA Y EN LA
ESCULTURA
Otro tanto ocurre en
el mundo de la pintura. Artemisa Gentileschi, excelente pintora barroca e hija
del renombrado Orazio Gentileschi – que desarrolló buena parte de su obra en
Roma y en Londres para el rey Jacobo I – es conocida, sobre todo, por un
episodio lamentable que poco tiene que ver con la pintura: fue violada por uno
de los alumnos de su padre, delito que tuvo pocas consecuencias dado que el
responsable gozaba de la amistad y protección de algunos de los más importantes
nobles de la ciudad.
No serán muchos quienes conozcan la obra
de Marina Moreno, que es la esposa del archifamoso Antonio López, y, sin
embargo, lo contrario ha sucedido con un caso singular por varias razones. Me
estoy refiriendo al de Frida Kahlo, la pintora mexicana casada con Diego
Rivera, que tal vez ha sido el más popular de ese país, pero que ha sido
superado por su mujer. En realidad, casi toda esa popularidad se debe a razones
ajenas a lo artístico, es decir, la gente que los conoce es porque su relación
sentimental fue todo menos lo que pueda calificarse como convencional (la forma
de vestir de ella impuesta por Diego, los celos de éste por el trabajo de Frida
Kahlo, la numerosas infidelidades, etc.). Por si eso fuera poca, debido a un
accidente ella tuvo que ser sometida a múltiples operaciones, de donde
provienen algunos de sus cuadros en los que pinta autorretratos en los que su
espalda es una estructura metálica, algo que no es de carne y hueso, y que la
mantiene postrada buena parte del día.
EN LA ESCULTURA Y EN EL
CINE
Otros
dos nombres se nos vienen a la cabeza si hablamos de escultura, que han llegado
a ser conocidos una vez más por las particularidades de sus vidas más que por
su valía artística. En primer lugar, y por empezar en nuestro país, Margarita
Gil era una joven madrileña que nació en una familia relacionada con el mundo
de la cultura; desde muy pronto dio muestras de su interés por el arte. Lo malo
para ella fue que se cruzó en su vida con Juan Ramón Jiménez, el gran poeta
andaluz, y se enamoró de él perdidamente. Queda el testimonio de esos
sentimientos en unas carta que le envió al poeta, quien le contestó sin darle
el más mínimo pie de compartir sus sentimientos, aconsejado además por su
esposa Zenobia Camprubí. Ella no pudo soportar la falta de correspondencia
amorosa y se quitó la vida con veinticuatro años, después de haber logrado
recoger casi todas su obra y haberla intentado destruir en el chalé familiar de
Las Rozas de Madrid.
El caso de Camille Claudel no es mucho
mejor. Esta mujer voluntariosa se puso bajo las órdenes de Auguste Rodin para
aprender a esculpir, y ese aprendizaje no le fue nada mal, desde el momento que
logró crear una serie de esculturas admirables. Sin embargo, el ego de los
grandes artistas ya sabemos que los lleva a comportamientos no muy envidiables
–y si no que se lo pregunten a Pablo Picasso -, de tal manera que Auguste y
Camille empezaron una relación amorosa que no terminó bien porque él no quiso
separarse de su esposa. Otro tanto le ocurrió con el músico Claude Debussy, que
concluyó de igual manera. A ello le siguieron varias crisis que llevaron a su
familia a ingresarla, una vez que murió su padre, que era el único que la apoyó
siempre, en un manicomio francés los treinta años que le quedaban de vida. Lo
peor de todo fue que ella estaba en un momento creativo formidable, y a pesar
de ello ya nunca pudo volver a la escultura, lo que es toda una pérdida para el
arte, sinceramente.
Ni que decir tiene que ambas historias conocieron
sendas adaptaciones cinematográficas, de muy desigual valor, y eso nos da la
oportunidad de detenernos un poco en este arte y en alguna de las mujeres que
trabajaron en él. Quizás una de las que más méritos acumula para aparecer en
primer lugar sea Leni Riefenstahl, quien pasó de estrella del cine germano a
principios de los años treinta a dirigir El
triunfo de la voluntad, una suerte de registro sobre la reunión del Partido
Nazi en Núremberg en 1933, que curiosamente ganaría el Óscar al mejor
documental de año siguiente. Y a encargarse de rodar los Juegos Olímpicos de
Berlín en 1936, en lo que podemos considerar sin exageraciones como el primer
trabajo moderno que se hacía sobre el deporte, y del que beberían sin tapujos
la televisión durante muchos años después (Olimpíada).
Ni que decir tiene que con un currículo así fue sometida a un proceso de
“desnazificación”, por más que ella siempre negó comulgar con las ideas de
Hitler y sus secuaces, algo difícil de creer viniendo de quien contó con todos
los parabienes y todos los medios para filmar esas obras. Con el tiempo
vendrían sus fotografías sobre los Nuba y otras tribus africanas, con una
estética que ya en su momento Susan Sontag relacionó con su trabajo alemán de
los años treinta, y que perfectamente podría haber incluido en su estimulante
ensayo Fascinante Fascismo. Llegó a
sobrepasar los cien años mientras veía cómo su trabajo cinematográfico era
reivindicado por muchos ilustres cineastas norteamericanos como Steven
Spielberg o Martin Scorsese, como lo eran sus series fotográficas y sus
documentales submarinos, rodados con más de sesenta años, cuando a prendió a
bucear profesionalmente.
IMPOSTURAS
Sería apasionante seguir el paso de todas
y cada una de las imposturas literarias que se han dado en la historia de la
literatura, desde la creación del famoso –e inventado – poeta Ossian, hasta los
capítulos del Satiricón de Petronio
por el Abate Marchena, pero aquí nos vamos a conformar con un pequeño recuerdo
de los que tienen a una mujer como protagonista. En principio quiero aclarar
que no me refiero a las muchas escritoras que tuvieron que usar en sus libros
todo tipo de pseudónimos, en unos tiempos en los que la dedicación a la
literatura por parte de la mujer no estaba lo que se dice bien vista; tal es el
caso en el siglo XIX de George Sand (Aurora Dupin), de Fernán Caballero
(Cecilia Böhl de Faber) o ya en el siglo XX de una de las grandes, Isak Dinesen
(la baronesa Karen Blixen). A lo que aludo es a los libros escritos por mujeres
que por diferentes razones fueron publicados como escritos por hombres. Algunos
porque ellos no tenían ni la mitad del talento que sus esposas, como por
ejemplo el caso de Gregorio Martín Sierra, que publicó sin pudor alguno un
número considerable de novelas, todas ellas escritas por su mujer, y que además
alcanzaron un éxito importante. Otros sí lo tenían, pero se aprovecharon del de
ellas; un ejemplo quizás no muy conocido sea Ramón Gómez de la Serna, que llegó
a publicar bajo su nombre un libro escrito por Carmen de Burgos, una gran
escritora e intelectual que no ha tenido mucho éxito por desgracia. Dicho
fraude no deja en muy buen lugar que digamos a Gómez de la Serna, que entonces
vivía una relación sentimental con ella, aunque lo deja todavía peor el hecho
de saber que simultáneamente también tenía otra con la hija de Carmen de
Burgos.
Otro ejemplo muy significativo de cómo
se puede, si no acallar una vez, hacerla orientarse hacia un lado u otro, es el
de la mejor poetisa española de todo el siglo XIX, y por ende de toda nuestra
literatura, Rosalía de Castro. Evidentemente, publicó varias novelas, la última de las cuales es tan poco
leída como muy interesante, y sobre todo varios libros de poesía, uno de ellos
en español (A las orillas del Sar) y
otros en gallego (Follas novas y Cantares Gallegos). Pues bien, a su
muerte, relativamente temprana con menos de cincuenta años, su marido no llegó
a editar algunos escritos porque ella había decidido dejar el gallego como
lengua literaria, por una decisión radical proveniente de varias críticas a
unos artículos suyos, y como su esposo era el principal adalid de esa lengua,
Manuel Munguía.
Hay otro caso de estas imposturas de
las que venimos hablando, aunque sea más para el comentario divertido que otra
cosa. Es el que aparece con Kathy Selden, la novia de Don Lockwood (Gene Kelly) en Cantando bajo la lluvia, que llegado el
punto en el que el cine mudo va a desaparecer, la pareja de ídolos del esa
época que son él y Lina Lamont (Jean Hagen) empiezan a rodar una película
sonora, pero la voz de ella es tan horrible que todo apunta a que el filme será
un batacazo en la taquilla… hasta que se les ocurre que le otra ponga la voz y
cante las canciones Kathy, en lo que no deja de ser un caso pionero de
playback. Pues bien, al enterarse la diva, les quiere obligar a que por
contrato la otra no pueda rodar jamás una película, sino que de ahora en
adelante su función exclusiva será sustituir su voz. El final feliz llegará en
el estreno, cuando a petición del público la estrella se ponga a cantar,
aparentemente, en tanto la otra está detrás del telón del cine, telón que Gene
Kelly y Cosmo Brown(Donald O´Connor) van levantando para que el público
descubra quién es la persona que está detrás de esa voz y a la que realmente
admiran.
MIRANDO HACIA ATRÁS
Como era de temer, conforme nos alejamos en
el tiempo, las condiciones de las mujeres que se dedican a la literatura –y no
digamos a otras artes, porque de ellas no conservamos casi ni los nombres- van siendo peores. Si la filósofa Hipatía
(siglos IV – V) fue uno de los pocos ejemplos de mujer dedicada a la filosofía,
la geometría y las matemáticas, también tuvo un triste fin como parece ser el sino de
muchas de las que han pasado por estas páginas, en nuestro Siglo de Oro hay
varios casos importantes, aunque por motivos diferentes: sor Juana Inés de la
Cruz fue una poetisa y monja mexicana del siglo XVII cuya capacidad intelectual
y su escritura en todos los géneros (lo mismo compuso teatro, prosa y una
poesía sublime) sólo es comparable a la de Lope de Vega, Quevedo y Góngora. Pues
bien, esta mujer cuya mayor felicidad era leer y escribir sin descanso, era
vista con mucho recelo tanto por las autoridades seglares como por las
religiosas, hasta el punto de que sus superioras le prohibieron escribir ni una
sola línea, aunque un poco más tarde accedieron a que al menos pudiese leer.
Por su parte, Sor Marcela de Félix, una de las hijas del ilustre Lope de Vega,
abrazó la carrera de religiosa, pero hay que recordar que los conventos eran
uno de los pocos lugares donde una mujer anhelante de cultura podía ver
satisfecha esa sed; en consecuencia,
ella escribió muchos versos, obras teatrales y libros varios…la mayor
parte de los cuales no nos han llegado al presente, porque o bien tuvieron cuidado de que no nos llegasen
algunos de sus superiores o bien porque ella misma decidió destruir la obra de
una vida ante la perspectiva de que la destruyan otros.
ENTREVISTAS Y DIARIOS
Pasando al siglo XX, merece la
pena detenerse en una entrevista que en enero de 1958 le hacen a Carmen Martín
Gaite, que acaba de ganar el premio Nadal de novela con treinta y dos años.
Ella es una mujer de su tiempo, de modo que desde las ocho y media de la mañana
hasta doce horas después que acuesta a su hija se dedica a su hogar, a su marido
y a su niña. Y sólo después se puede sentar a escribir cuatro o cinco horas. Lo
llamativo de esas palabras es que ella manda la novela sin que lo sepa su
esposo, que le había dicho que su primera novela era muy mala y le ha pedido que
la rompiera, por lo que cuando un periodista le pregunta por el premio, él dice
que debe ser un error. Al final, se lo comenta a ella y con cierto miedo de su
reacción ella le confiesa que es Sofía Veloso, el pseudónimo con el que había
mandado la novela. Y eso con un escritor como marido que ya tenía una gran
reputación como es Rafael Sánchez Ferlosio y que como escritor podía haber
comprendido mejor nadie los afanes y desvelos de su esposa.
Otro lugar donde a veces podemos ver
los verdaderos pensamientos de las mujeres son, como no podía ser de otra
manera, por otra parte, sus diarios. El de la mujer de Luis Buñuel se publicó
ya hace muchos años, y en él podemos comprobar de nuevo cómo una persona con
una gran cultura, deportista ganadora de premios y que se podría haber ganado
la vida de varias formas, opta por contraer matrimonio con un joven que ya
había dado muestras de un talento excepcional. Evidentemente, eso es
perfectamente comprensible, pero no lo es menos que en algún momento de ese
diario parece traslucirse que le hubiera gustado hacer algo más aparte de la
dedicación a la casa y a los dos hijos.
Y algo similar nos llega desde el
importante diario de una mujer que siempre parecía estar a la sombra de su
marido por mucho que desde el primer momento estuvo que claro que, sin ella –y
él lo reconoce abiertamente en muchísimas ocasiones -, él tampoco hubiera
podido llegar a donde llegó. Estoy hablando de Zenobia Camprubí, la esposa de
Juan Ramón Jiménez. Ambos ya nos había aparecido páginas atrás, pero creo que
es interesante traerlos aquí de nuevo, precisamente porque antes incluso de
conocerse, ella ya había escrito varios cuentos que le publicaron algunos
periódicos de los Estados Unidos, y además empezaba a realizar algunas
traducciones en una actividad que haría durante toda su vida, como la de
algunos famosos libros del premio Nobel Rabindranath Tagore. A pesar de que
vivir con él no era sencillo, por muchas razones que no viene a cuento explicar
aquí, lo cierto es que ella dedicó el resto de su vida a facilitarle la suya a
Juan Ramón, y en los tres tomos del diario, escritos en inglés y en español,
vemos esa dedicación y ese sacrificio –no se puede llamar de otra manera a
veces -. Nunca sabremos qué carrera literaria hubiera tenido Zenobia de no
haber cruzado en su camino el poeta onubense, pero la literatura nunca le
agradecerá lo bastante lo que hizo por él.
Y FINAL
Y
volvemos a donde empezábamos: algunas de las mujeres de las que habla Virginia
Woolf son tan conscientes de su falta de educación, de cómo son incapaces de mantener
una conversación en una fiesta o en otros encuentros sociales que, habiendo
regresado a sus casas tras un encuentro de esas características, confiesan a sus
diarios el mal trago que para ellas ha supuesto e irrumpen en lágrimas por no
haber podido estar a la altura de los diálogos habituales en esas reuniones. Y
ello es más doloroso si cabe cuando consideramos que a la educación de los
hijos una familia acomodada dedica varios miles de libras anuales, mientras
que, en el mejor de los casos, en las hijas se gasta menos de cien.
Claro que el problema mayor radica en
que todo esto – como se encarga de recordarnos en su libro Maggie Lane - no
obedece a que sus familias las quieran
menos ni ellas a sus progenitores, es simplemente que en ese momento de la
historia no se cree necesario que una mujer necesite una educación mínimamente
esmerada, y por consiguiente no se les da. Por eso algunos de esos padres no
quieren que sus hijas publiquen libros, porque van a ser criticados por ello, o
que cobren las clases particulares –como si ellos no pudieran mantenerlas
debidamente -, por no hablar del hecho de que, en algún caso, el lograr unos
ingresos económicos por la venta de esos libros va a suponer la posibilidad de
una independencia respecto a la familia que muy difícilmente hubieran podido
conseguir de otra manera, algo que por supuesto tampoco es deseable desde la
perspectiva paterna. Es más, en algunos casos casi podríamos decir que tuvieron
la “fortuna” de que sus padres muriesen a una edad en la que ellas aún tenían
mucha vida por delante y esa falta de obstáculo paterno facilitó la posibilidad
de publicar sus libros.
Y termino con las palabras de Virginia
Woolf, dignas de figurar en un frontispicio de mármol para que no se nos
olviden nunca: las mujeres no quieren aprender a leer y a escribir para
componer versitos, sino para crear ambiciosas novelas o ensayos; no quieren
aprender música para escribir cancioncillas de entretenimiento, sino para poder
crear sinfonías, sonatas y óperas. En 1919, como ella misma nos recuerda, se
había aprobado una ley británica que permitía que las mujeres pudiesen trabajar
en cualquier oficio. Pues bien esa ley es tan importante como la propia ley que
acababa de permitir a toda mujer poder votar en unas elecciones. Pero eso ya
daría materia para otro artículo no menos extenso que éste, y en el que
podríamos incluso hablar de las mujeres que se han dedicado a la ciencia, y que
han pasado tantos calvarios casi como los aquí reseñados; hasta que llegue el
momento de hablar de todo ello, lo mejor es poner el punto final aquí.
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