jueves, 1 de mayo de 2014


TODO EL UNIVERSO OBEDECE AL AMOR
                             
              Ese es el título de una canción de hace unos treinta años del italiano Franco Battiato (Tutto l´universo obbedisce all´amore). En ella llama la atención que, contra lo que cabía esperar de tal título, lo que late en la relación que él canta es lo que no se dice, los esfuerzos por no molestar al otro, en lugar de ser un canto jubiloso del amor en todo su esplendor. Aunque resulta igualmente hermoso sus metáforas del mundo urbano visto como un lugar de lo salvaje. Lo curioso del caso es que tres siglos atrás uno de los músicos de la corte francesa del siglo XVII, Michel Lambert (1610 – 1696, suegro de Lully, el músico favorito de Luis XIV) compuso una cantata precisamente con ese mismo título [Tout l´universe obéit à l´amour], por más que, como es lógico, las letras de una y otra no tiene nada que ver (la del francés, por cierto, es de Jean de la Fontaine, el famoso fabulista), como tampoco la forma de componer canciones son lo que se dice similares entre el siglo del Rey Sol y los años ochenta del pasado siglo. Lo cierto es que en los últimos dos mil años no han faltado poetas, músicos, pintores y demás creadores de los más diversos campos artísticos que han coincidido en su apreciación con Battiato y Lambert. Y es que en el fondo ya se ha dicho muchas veces que los temas que aborda el arte son, en última instancia, siempre los mismos. O dicho en latín: “nihil novum sub caelo” (“Nada nuevo hay bajo el cielo”).
       La naturaleza también participa en cierta forma en el amor de los seres humanos, de modo que una tormenta puede marcar el inicio de un amor apasionado, el rayo que parte un árbol ser la señal de un amor arisco, brutal, el viento que dobla árboles tal vez nos indica las pasiones que se agitan en el interior de un persona, un terremoto, un incendio… Son tantas las formas en las que la natura parece comprobar los sentimientos humanos que no sería posible destacarlos todos. Solamente con irnos a la época romántica, esa época que ha marcado nuestro imaginario colectivo durante siglos, y continúa haciéndolo, los ejemplos se nos dispararían sin remedio. Como no es el objetivo de estas líneas hacer un repaso exhaustivo de cuanto venimos señalando, nos vamos a conformar con evidenciarlo con algunas muestras ejemplares de ello, aquellas que considero lo suficientemente ilustrativas. 
   
       Una de ellas está sacada de una preciosa novela reciente, One day, de David Nicholls. Con una estructura de lo más original -seguir los pasos de un hombre y una mujer durante veinte años, y teniendo el 15 de junio de cada uno de ellos como fecha en la que se llaman, piensan en el otro, toman conciencia de ser infelices... -, hay un momento en el que la pareja, que tardará en serlo muchos, muchos años, ha viajado a Grecia para pasar una semana de vacaciones. Allí, en un playa solitaria, son prácticamente los únicos humanos y cuando se adentran en el mar desnudos, en un mar en calma, apacible, con lo es su relación al principio, ambos experimentan una serena felicidad que, en cierta forma, no recuperarán hasta muchísimo tiempo después. La escena termina de forma un tanto divertida, puesto que les roban sus ropas y han de ir hasta el hotel desnudos, aunque por el camino no faltan ropas que poder robar y ponerse para salir del paso de una situación tan embarazosa.
         Contradictoriamente con lo que acabamos de decir, en muchas, demasiadas ocasiones, es la naturaleza la que se opone y acaba destruyendo el amor, como vemos en uno de esos mitos grecolatinos que nos relatan maravillosas historias: Leandro, el joven que cruza a nado el Helesponto cada noche para encontrase con su amada, Hero. Como les sucede a tantos amantes, la llegada del amanecer marca el regreso, el instante de la despedida. Una noche, la antorcha que indica el camino a seguir desde la torre en la que ella vive, al otro extremo del mar proceloso, se apaga por la tormenta, de forma que él se pierde en las aguas y perece ahogado. Al tener noticia de la novedad, la joven desesperada se tira de la torre, ese lugar desde el que se origina la fatalidad de la muerte de su amado y un sitio elevado muy propio para el suicidio, como siglos después iba  a hacer otra joven enamorada, Melibea, al saber la muerte de su amado Calisto, en esa obra maestra que empezó llevando su nombre (Comedia de Calisto y Melibea) y acabó por conocerse, no mucho después de las primeras ediciones, por el nombre de la tercera que los ayuda en sus encuentros (La Celestina).  

          A veces lo que ocurre es que la naturaleza ofrece el momento para que se conozcan los jóvenes que habrán de caer enamorados mutuamente, tal y como les sucede a Federico y Casandra, el hijo del Duque de Mantua el primero, la joven que va a convertirse en segunda esposa de éste último; la acción de El castigo sin venganza (1614) de Lope de Vega arranca precisamente cuando él rescata a la que en breve será su madrastra del río, cuyo gran caudal ha arrastrado el carruaje en el que viajaba. Esas aguas embravecidas parecen presagiar ya lo inestable de ese amor. Pues bien, ahí comienza la atracción entre ambos jóvenes, que habrá de ser funesta al final, porque Casandra morirá a manos de la espada justamente de Federico –él no sabe que tras las cortinas está su amada, y creyendo a su padre la mata, con la idea de que se trata de un enemigo de su progenitor; lo que en cierta forma sí es -. A esta especie de Hipólito traspasado a la España del siglo XVII, aunque al menos correspondido en su amor, no como al original griego de Eurípides, le espera un final no mucho mejor: su propio padre manda ejecutarlo.

        Pero la misma naturaleza que puede propiciar un encuentro, puede echar a perder un amor. Nunca me cansaré de hablar de la hermosura de Amanecer (F. W. Murnau, 1927), la primera película que el genial director alemán realizó en Hollywood, y que habría de influir en los mejores realizadores de la época. Al encuentro de su amante acude el hombre –curiosamente los protagonistas no tienen nombre propio, se les denomina “el hombre” o “la mujer” – en una noche marcada no sólo por una bellísima luna llena, sino también por una campo de hierba y una bruma cinematográficamente impecable. Y cuando él se da cuenta de su error y le pide perdón a su esposa, ambos pasan una jornada inolvidable en la ciudad, rememorando toda la felicidad que el matrimonio lleva en su interior. Sin embargo, esa misma naturaleza que parecía favorecer la relación ilícita, al caer la noche y llegar la hora de regresar al mundo rural al que pertenecen, a punto está de acabar con la vida de la mujer, en forma de barca que vuelca en el lago que han de atravesar y que, por fortuna, en el último momento, ella será rescatada de las oscuras aguas de la noche, para sellar un ciclo y dejar que la felicidad retorne ya sin esa especie de penitencia a la pareja.
         No son pocas, así mismo, las ocasiones en las que la naturaleza parece aliarse con los sentimientos de los amantes, haciéndonos de alguna forma partícipes de ese amor. Un caso señero de ello lo podemos observar en esa obra maestra de Alfred Hitchcock que es Vértigo (1956). Una narración en la que el Amor es la piedra basal en la que se sustenta toda la trama necesariamente tenía que convertir a la naturaleza en una aliada, en una prolongación de la impetuosa pasión que devora a los protagonistas. Así pues, el primer beso de los amantes, tras una secuencia admirable en el bosque de sequoias - que ha creado una atmósfera a medio camino entre lo hipnótico y lo feérico - tiene lugar en un acantilado con las olas de un mar embravecido en segundo plano, marcando de ese modo que la pasión que subyuga a los enamorados es tan imparable y a la vez será igual de devastadora como lo es el mar que azota las rocas.
            Otro de los tópicos que se repiten una y otra vez a lo largo de la historia del arte es el que se ha dado en llamar “locus amoenus”, es decir, ese lugar deleitoso, donde habita la tranquilidad, sólo acompañada por el rumor de un río, en un momento de reposo de las diferentes tramas que tienen lugar en las muy diversas historias, ese intermedio es aprovechado por los enamorados para decirse todas las ternezas que se les ocurren. Esto podría parecer privativo del ámbito literario, sino fuera porque es rastreable desde el campo de la ópera (hay una muestra sensacional en la obra Armide de Gluck, sobre un libreto que ya había llevado Lully al escenario, pero que aquí ha dejado atrás el mundo del barroco para adentrarse en los senderos del neoclasicismo) hasta el cine de aventuras, como puede verse en un ejemplo que quizás no sea el más esperable en este tipo de escenas, pero que no por ello es menos ejemplar: Mogambo (John Ford, 1953).

       El mismo John Ford, ese hombre capaz de generar una intensa emoción con los mínimos elementos, hizo también otra escena digna de ser mencionada con todo derecho en estas líneas, concretamente en El hombre tranquilo (The quiet man, 1952). Es aquella en la que, vestidos para el cortejo según manda los cánones de Innesfree, Sean Thornton y Mary Kate se escapan de la mirada vigilante del pequeño Micheleen para acabar en algo que parece una ermita. Allí se han refugiado ante la tormenta que acaba de levantarse, y con la lluvia el pelo de ella se moja, la camisa de él trasparenta su fuerte pecho con el agua, ella sujeta sus medias mojadas en sus manos, él la abraza… es un intenso momento erótico y la lluvia contribuye como ha hecho en otras muchas ocasiones - otro ejemplo sería Match Point (Woody Allen, 2008) - a las emociones que ya estaban a flor de piel entre las parejas.
      Claro que si ha habido parejas sujetas a los envites de la naturaleza, pocas lo han sido del modo como les sucede a Johnny Guitar y Vienna. En efecto, al principio se suceden explosiones en el paisaje que él tiene que atravesar para conseguir llegar a su destino, que no es otro que el bar de Vienna. Más adelante un incendio está a punto de dar al traste con su vida, de no ser porque Johnny apaga el fuego de su hermoso vestido blanco, y ella se vestirá como si de un vaquero más se tratase –el juego de ropa, decorados y sentimientos merece tratarse aparte por su gran riqueza – y, finalmente, los dos atraviesan una cascada de agua que parece purificarlos de tantos peligros y que vuelve a poner en el punto donde se quedó aquella relación cinco años atrás. Cada nueva visión de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1952), supone un verdadero placer para los sentidos, y el aprovechamiento dramático de vestuario, decorados y elementos de naturaleza pocas veces ha sido tan intenso como aquí.

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