sábado, 20 de septiembre de 2014

LOBOS


LOBOS
                                                       
        Como todos los cuentos de Saki, por distinto que sea su tema –fantástico, humorístico, de crítica de costumbres… -, en su inicio nos coloca en una situación trivial, anodina de puro cotidiana, pero a partir de los primeros compases de ese aparente arranque de seres y lugares conocidos, el desarrollo oscila entre la ruptura con las expectativas de los lectores o, cuando en apariencia las sigue, el final es un ruptura con todo cuanto esperábamos a raíz de la trama. En este sentido poco tiene que ver con, pongamos por caso, Chéjov, siempre atento a los meandros de los sentimientos del ser humano; en Saki prima la ironía, el humor y hasta la crueldad más refinada. Nada tiene de extraño, por tanto, que en un cuento como Gabriel Ernst no sepamos muy bien a qué atenernos.  ¿Se trata de una serie de coincidencias o realmente ese joven que ha aparecido de la nada y que, acogido por la familia del protagonista, va sembrando el pánico en éste una vez que descubre que ha metido en su hogar nada menos que a un hombre lobo? Y lo más llamativo del caso es que, siendo ese el argumento principal, junto con los remordimientos por ser el causante de la muerte de un niño, el narrador tiene ganas de dar a todo ello un toque casi brutal, toda vez que la madre del huésped, que es quien ha escogido el nombre que da título al cuento para el joven – y que ya vemos que no puede ser menos apropiado para esa criatura -, no sólo no llega a enterarse de su verdadera naturaleza, sino que de vez en cuando lo añora con nostalgia y no puede menos que preocuparse por qué la habrá pasado para haberse ido sin despedirse, con la bondad que ella  le había dispensado desde el primer momento.
     También de manera indirecta se nos cuenta una historia de licántropos en Sombras en el agua, mujeres de cuadros antiguos, de José Ferrer Bermejo. La diferencia es que, al estar contada en primera persona precisamente por quien está sometido a esa suerte de maldición, nosotros como lectores no vamos a deducir la particularidad de ese hombre joven hasta el final. Pese a su brevedad, el hilo que nos lleva tiene un cierto regusto borgiano, desde el momento que se habla de alguien que alimenta al monstruo, sin que éste sea consciente de su condición, como le ocurre a la particular versión del escritor argentino del mito del Minotauro; no obstante, aquí el maldito no muere, aunque sí quien lo tiene encerrado y lo alimenta, que parece ser su propia madre, la misma que lo tiene encerrado desde su nacimiento, de modo que lo que conoce del mundo es lo que está en los libros que se alojan en la biblioteca. Y ver y leer las maravillas que pueden disfrutar los demás sin ni siquiera poder acercarse a ellas es un motivo de angustia para el narrador y protagonista: "Podía recorrer los estantes y las sensaciones a voluntad: quiero volar en aeroplano, quiero cazar un elefante, quiero beber ginebra en la taberna de un puerto entre humo y canciones, quiero amar a una mujer. Todo estaba en mis manos y no podía hacer nada". A la postre deja entrever que también es él quien ha matado a esa mujer y madre que lo ha traído a este mundo para ser infeliz.
         A pesar de lo dicho hasta ahora, lo cierto es que las primeras imágenes que se le vienen a uno a la cabeza al leer un título como ese van más bien hacia cuentos tradicionales, del tipo Caperucita Roja, pongo por caso. Y aprovechando esa asociación no conviene pasar por alto algunos detalles de ese cuento. Primero, en la versión de Perrault la historia acaba con el animal descansando y haciendo la digestión después del banquete que ha supuesto poder zampar en una sola jornada nada menos que a una niña y a su abuela. Con el tiempo ese final se fue dulcificando, hasta las versiones que conocemos del siglo XIX, donde el pobre lobo o bien acaba ahogado en el río después de que un cazador le haya metido en la barriga unas piedras, tras haber sacado a la abuela y a Caperucita, o bien tiene que salir corriendo por los disparos de otro cazador, que previamente ha sacado de su tripa como si tal cosa al menú principal del día, sin que naturalmente hayan sufrido ningún percance en semejante operación y vuelvan a ver la luz como si tal cosa.
        Conforme más atrás en el tiempo nos movemos, la crueldad en los cuentos y en los mitos es más evidente, y si no que se lo pregunten al lobo que acaba siendo el plato fuerte de la comida de los tres cerditos, tal y como podemos leer en los Cuentos tradicionales ingleses de Flora Annie Steel, en lo que supone toda una sorpresa respecto al conocimiento que uno buenamente tenía de ese tipo de relatos. Pero, claro, no siempre ese cánido lleva las de perder, y eso nos sitúa de nuevo en la estela de Saki, dado que en El contador de historias, un joven al que molestan varios niños que son hermanos en el vagón de tren donde viajan,  sin que su tía sea incapaz de calmarlos, se ofrece a tenerlos tranquilos durante un tiempo. Para ello cuenta con un arma infalible: su destreza como narrador. Y, en efecto, la historia dentro de la historia es de cómo una niña es tan buena que logra varias medallas de oro por su bondad, pero esos mismos trofeos son los que permiten localizarla entre los setos a un lobo hambriento que se la come bien a gusto. Como no podía ser de otra manera, la relamida y malencarada señora –como todas la tías de sus relatos, no en vano Saki odiaba a las suyas, con las que vivió durante su infancia – está horrorizada de semejante historia, por más que los niños aseguran que es la mejor que han escuchado en toda su vida.
       De todas formas, podríamos decir que hay lobos y lobos, porque no es lo mismo un animal de ojos inyectados en sangre y dientes afilados esperándote a la vuelta de la esquina, que la célebre loba que amamantó, ahí es nada, a Rómulo y Remo, es decir, a los dos míticos fundadores de Roma, razón por la cual en el Senado de esa ciudad había una escultura en la que se mostraba a esa madre adoptiva dando el pecho a dos chiquillos. Y otro tanto cabe decir del no menos famoso Mowgli, el muchacho que es adoptado por un grupo de lobos en las montañas de la India, y algunas de cuyas historias nos contó Rudyard Kipling, en lo que luego se conocería como El libro de la selva, por más que el escritor británico nunca lo llamó así. En realidad, la culpa la tiene Disney, que le puso ese nombre y desde entonces casi todo el mundo lo reconoce como el texto de Mowgli; sabido es que Disney se ha ido cargando sistemáticamente las razones profundas de las historias de las que se ha servido para sus películas, hasta el extremo de desvirtuar completamente, por decir sólo una muestra, La Sirenita de H. C. Andersen, poniendo un final feliz donde ni lo había ni el personaje de Ariel tenía un consuelo en esta vida y en este mundo, como tantos otros del autor danés, cuya vida no pudo ser más desdichada y eso se nota en el tipo de narraciones que escribía. Pero eso ya se escapa de los límites del mundo lobuno que nos hemos marcado.
       Y no podemos olvidar que es a veces el propio lobo la víctima de un relato, por más que éste provenga de uno de los poemas más conocidos de Rubén Darío, de quien no tardando se conmemora el centenario, por cierto. Pues bien, en ese extenso poema, San Francisco de Asís apacigua a un terrible lobo que está asolando la región de Gubbia, y logra que baje a la ciudad y viva en paz con los hombres. Sin embargo, conforme pasa el tiempo ellos dejan de tratarlo como se habían comprometido con el santo, lo apalean y él tiene además la posibilidad de ver cuán malvado el hombre puede llegar a ser, de modo que opta por regresar a la montaña y reanudar su vida salvaje anterior. Cuando San Francisco retorna y se entera, se dirige a reprender a la alimaña, pero al escuchar los motivos del lobo (título del poema, todo sea dicho de paso), el santo no puede sino entristecerse por lo que oye, se siente incapaz de acusarlo por sus actos y no puede más que volverse por su camino con lágrimas en los ojos y rezando el Padre nuestro.
 Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.

          Me refería líneas atrás a un caso de licantropía, y de ello ha dado muchísimas muestras el cine. El inconveniente desde mi punto de vista es que, en la mayoría de las ocasiones, se ha centrado tanto en la metamorfosis del hombre lobo, así como en las escenas de ataque, sangre y terror, que por el camino se ha olvidado de que la mitad de su denominación genérica es “hombre”. Tal vez el mejor acercamiento a este tema que haya dado el cine sea el de Terence Fisher, que no en vano hizo una revisión de todos los mitos del cine de terror, con unos resultados extraordinarios. El que nos interesa aquí se llama La maldición del hombre lobo, es de 1961 y no se estrenó en España en su momento porque ¡la acción se desarrollaba en un lugar del norte de nuestro país!, cosa que a la censura no le debió de hacer mucha gracia; de ahí que lo nombres de los personajes y de los lugares sean todos españoles.
        Al igual que ocurría con una de sus películas de Drácula, Fisher no muestra la primera transformación hasta casi la mitad del metraje, porque se ha detenido en una historia de maldad, la del duque Siniestro (así se llama el villano, por si alguien dudaba de quién es aquí uno de los seres más crueles de la historia del cine), que encarcela de por vida a un mendigo y que pretende satisfacer su lujuria con la bella hija del carcelero, una chica sordomuda a la que, no plegándose a sus libidinosos deseos, mete en la misma mazmorra que el mendigo, quien, tras años allí ha perdido su condición humana,  la viola. De ese acto nace un bebé maldito, como vemos ya desde su mismo bautismo, pero lo importante es que los escasísimos ataques y transformaciones están plenamente justificados por el guión, y esa vida que siente latir,esa felicidad en su alma cuando el amor lo toca y rodea lo hace humano y resguarda de su lado bestial, mientras que la ira, el rencor y el dolor que padece por otros seres lo lleva a desear la muerte, que vendrá de la mano de su propio padrastro, a quien ha dado una bala de plata para que lo libre de esos sufrimientos y no volver a matar. En un campanario tiene lugar la escena final, a la vez que tañen las campanas, como lo hacían al comienzo de la película; pero lo que entonces indicaba una boda ahora señala la liberación de un corazón noble cuya ansia de felicidad choca con la maldad de los hombres. Diríamos que estamos ante uno de los grandes personajes que el cine ha creado como epítome de un ser romántico, entendiendo como tal los que vivían y morían en la época del Romanticismo, claro está, no muy lejos de la criatura creada por el doctor Frankenstein …  
         De todas formas, no digamos que no hay más lobos que los de las películas de licántropos, obviamente  - por no hablar de las desdichadas versiones paródicas, que son muchas-, incluso hay una española con José Luis López Vázquez haciendo de buhonero epiléptico, y a quien los vecinos creen un hombre lobo; entre otras cosas porque, por un lado, tenemos muy singulares versiones de Caperucita Roja, como En compañía de lobos (1984), donde Neil Jordan llevaba a cabo una suerte de revisión del famoso cuento, con la diferencia de que aquí el lobo parece ser un hombre lobo y, de que  las connotaciones sexuales que ya latían en Perrault y los hermanos Grimm son más claras. Por otra parte, conviene no olvidar la singular versión de hace unos años, en la que la peculiar jovencita que hacía las veces de Caperucita no es no que no fuera la víctima, sino que era quien secuestraba al hombre que simbólicamente representaba al lobo, en un intento de rizar el rizo en la medida de lo posible.
       Pero es que además habría que contar con las películas de dibujos animados que con dispar éxito han tenido cabida en las pantallas de los cines. Entre las más recientes estaría Alfa y Omega, una pareja de lobos que tienen que enfrentarse a una serie de problemas de lo más dispares. En el campo del humor, que también ha acogido a ese animal con cariño, podemos recordar un episodio en el que se recrea el conocido cuento popular en el que un niño que cuida el ganado del pueblo, aburrido en el campo y sin pensar antes sus acciones, va al pueblo gritando que está allí el lobo comiendo sus ovejas. Los hombres acuden raudos pero era mentira. Cuando repite la broma ellos se enfadan de verdad y al tercer intento simplemente no acuden al socorrer al ganado…justo cuando era verdad que estaba allí. Pues bien, en un episodio de Los Simpsons Bart ha hecho lo mismo, de manera que cuando un lobo lo deja maltrecho y va a clase, la profesora le pide explicaciones por el retraso, y al ir a contestar la verdad, él mismo se para a pensar y sólo responde. “Va, da igual”.
      El siglo pasado dio origen a una de las historias más conocidas que tienen como uno de sus personajes a un lobo, y esta vez en el campo nada más y nada menos que musical. Y es que Pedro y el lobo de Serguei Prokófiev es una de las no muchas composiciones para niños que la música clásica ha creado en los dos últimos siglos, junto con obras de Bizet, Johannes Brahms y el delicioso El niño y el sortilegio de Claude Debussy. El argumento de esa pieza de encargo es que un niño tiene como amigos a un pájaro a un pato y a un gato, que andan por ahí jugando y disfrutando de su libertad y su vida. Hasta que el abuelo de Pedro le pide que no salga de casa porque se ha visto por los alrededores un feroz lobo. No obstante, y como suele ser habitual en ese tipo de advertencias familiares, lo primero que hace el interesado es no seguirla, de forma que cuando se encuentra con la fiera tiene que subirse a un árbol y ponerse lejos de sus alcance, mientras sus amigos también son perseguidos por ella. Uno de ellos logra avisar al abuelo y éste, que ha dado la voz de alarma, acude con unos cazadores que darán caza al bicho. Si esta obra ha tenido tanto éxito, pues hasta un versión de los personajes de Barrio Sésamo existe, es, entre factores, porque cada uno de los personajes del relato se asocian a un determinado instrumento, de modo que cada vez que interviene uno suena el que lo representa: Pedro por instrumentos de cuerda, abuelo, por el fagot, el pájaro la flauta travesera…


        Era inevitable que, en un momento u otro, alguien diera la vuelta a todos los tópicos de los licántropos y ese fue Boris Vian, que escribió un divertido cuento llamado El lobo hombre – que muchos conocen únicamente por ser la base de una popular canción de los ochenta -. Denis es un lobo que viene tranquilamente en una cueva, vegetariano y sin meterse con nadie hasta que un día tiene la desgracia de cruzarse con el Mago de Siam y como consecuencia de ello se transforma en hombre. Como es bastante inteligente y comprende bien el comportamiento humano, al vivir cerca de una carretera llena de accidentes de coche ha visto a muchas parejas en el bosque entregadas al amor, decide aprovechar el plenilunio para ir a conocer París. Se hospeda en un hotel, conoce a una prostituta, tiene que reducir a sus tres chulos, lo detienen en la carretera de vuelta a la cueva un policía –que le acusa de no poner la luz de la bici en la que se desplaza, pero como le responde Denis: “Veo perfectamente” – y al final retorna a su primitiva forma, satisfecho en el fondo de haber pasado por toda esas experiencias.
        A miles de kilómetros de París, en Alaska, un francés llamado Leclère ha comprado un cachorro de padre lobo y de madre husky al que pone el nombre de Bâtard. El cachorro se cría mamando el odio hacia el dueño que lo maltrata, con sus puños, su látigo y con lo que tiene a mano. Convertido ya en un animal formidable, temido por sus propios compañeros de trineo –a los que roba la comida que le niega el francés-y por los seres humanos, el odio entre esas dos criaturas no deja de crecer: está a punto de matarlo al morder su garganta, pero Leclère consigue zafarse, partiéndole las patas traseras. Milagrosamente se recuperan ambos, y ante la sorpresa de todos sigue sin matarlo, porque no ha llegado su hora, dice el explorador. Por fin, es acusado de asesinato y cuando está ya con la soga al cuello llegan de fuera para testificar que es inocente. El grupo va a colgar al indio que es el verdadero asesino, pero deja a Leclère sobre la caja que suponía el lugar donde apoyarse antes de dejarlo morir colgado. Él contempla a Bâtard, que se lanza contra la caja y a la vuelta del grupo se encuentran al francés balanceándose en el aire y el perro moviéndolo justamente para que no parase. Una bala en la cabeza del animal cierra el telón de esta historia de odio y venganza. Sólo Jack London podía escribir así, ese cuento que se llama como el perro lobo en cuestión.
       Y de nuevo volvemos a Saki. En Los lobos de Cernogratz la baronesa de un castillo narra a un visitante la leyenda que dice que cuando está a punto de morir alguien de su familia, todos los lobos de los contornos se ponen a aullar y se cae un árbol del parque cuando tiene lugar esa muerte. Pero ella y su esposo no lo creen, puesto que hicieron la prueba el año pasado al morir su suegra y no ocurrió nada de eso. Sin embargo, la institutriz replica que es porque no era propiamente una Cernogratz, como sí es ella, aunque hasta ahora lo había ocultado. Nadie cree semejante afirmación, pero lo cierto es que poco después se pone enferma y, para sorpresa de todos, la región se llena de aullidos de lobo, con las correspondientes respuestas de los perros de todas las casas y, por fin, se oye el ruido de un árbol desplomarse en el parque del castillo. Horas después es enterrada en el panteón familiar, con su auténtico apellido identificándola: Amalie von Cernogratz.
       Pero entre la crueldad y el misterio, también hay espacio en Saki para el humor de buenos quilates, y con lobos por si fuera poco. En La loba, un tipo gris que no tiene el más mínimo éxito social trata de hacer creer a sus amistades, que se reúnen de fiesta en fiesta, como personajes casi de Wilde, que tiene el poder de transformar objetos e incluso personas. Todo ello no tendría mayores consecuencias si no fuera porque en una de ellas está Clovis Sangrail –protagonista de otro libro de cuentos de Saki, Crónicas de Clovis – y le persuade a que convierta a la anfitriona en loba. Él objeta que ciertas cosas no son para tomárselas a broma, pero lo que ignora es que Clovis se la apaña para conseguir una loba y hacerla pasar por la señora Hampton, para desconcierto de propio y ajenos. Ni que decir tiene Leonard Bilsiter casi pierde el sentido, sobre todo porque cuantos allí se encuentran le insisten en que la devuelva a su ser.  Ella reaparece y Clovis afirma que ha sido él el autor de la metamorfosis, porque él sí tiene esos poderes de magia siberiana, no como otros advenedizos. El fin es digno del narrador británico: “Si Leonard Bilsiter hubiera sido capaz de transformar a Clovis en ese momento en una cucaracha, para después pisotearla, de buen grado hubiera realizado ambas operaciones”.
        En el territorio de los montes y las cacerías hay siempre un hueco para lo inexplicable y hasta para la locura, como sucede en el relato de Guy de Maupassant El lobo. Y de nuevo una historia se cuela en otra, por lo que el marqués de Arville narra por qué ni él, ni su padre ni su hijo tienen afición por la caza. La razón estriba en que su abuelo tuvo por padre a un temible cazador, como era así mismo su hermano. En aquella zona hay un sanguinario lobo gris, que caza y mata con total impunidad, desde el momento que parece imposible darle alcance. Ese suena como un reto para los hermanos, que salen a caballo con ese objetivo; el lobo aparece, ellos le siguen pero el hermano se cae del caballo y se mata. Francisco recoge el cuerpo de su hermano Juan y con él en el caballo sigue a la fiera hasta un valle cerrado por enormes rocas. Allí lo estrangula con sus propias manos, mientras grita como un loco al cadáver próximo: “Mira Juan, mira eso”. Y luego lleva el cadáver junto al cuerpo de su hermano: “Toma, Juan, tómalo, ahí lo tienes”.
        Mucho más cuesta explicar la trama de La marca de la bestia de Rudyard Kipling. Fleete, un británico que vive en la India, volviendo ebrio a su casa la madrugada de año nuevo con dos amigos, se cuela en el templo del dios Hanuman, el dios mono, golpeando a varios fieles que allí oraban y apagando su pitillo en la cabeza de la figura que lo representa. De detrás de esa imagen sale un leproso que golpea con su cabeza el pecho del borracho. A partir de ese momento una serie de cambios se van produciendo en él, empezando por una hambre desaforada de carne cruda, una mancha que le va creciendo donde recibió el cabezazo, pasando por el miedo que produce en todos los caballos a los que se acerca… Sus amigos sospechan lo peor y, una escena que no se describe pero que se sugiere, torturan al leproso sin rostro hasta que obtienen de él el fin de la maldición de su amigo por su conducta sacrílega en el templo.
        Pero volvemos al mundo de los cuentos. No es posible pasar por este tema sin recordar a los hermanos Grimm, a quien debemos, entre otros, el cuento de Los siete cabritillos y el lobo, que tiene indudables puntos en común con la historia de Caperucita, a qué negarlo, si bien aquí el lobo es un tipo inteligente para lograr que le abran la puerta de la casa los cabritillos y podérselos comer a todos, menos al menor, que es quien le pondrá a su madre al día de lo ocurrido y ésta es quien le abre la tripa al lobo para que salgan sus hijitos y le pone piedras en su lugar, cosiéndosela de nuevo y lo que le lleva, a la postre, a ahogarse en el río. Y ya que sale otra vez la niña de la caperuza roja, bueno será hacer una tercera mención a ese mito tan fructífero. Para trasladarlo nada menos que a Nueva York, en esa buena novela que es Caperucita en Manhattan, de Carmen García Gaite. Sara Allen es la niña decidida y sin miedo, al contrario que su madre, con quien lleva todos los fines de semana una tarta de fresa a su abuela, cuyo carácter es similar al de su querida nieta. Conocerá más tarde a Míster Wolf (“lobo”, en inglés), pastelero que busca obtener la receta de la tarta de fresa, pero, al contrario que en el cuento tradicional, la novela acaba con Wolf bailando con la abuela, de la que era gran admirador en sus tiempos de actriz, en tanto Sara acaba en la Estatua de la Libertad, donde la esperan seguramente nuevas y divertidas aventuras.
       Y para terminar podríamos hacernos una pregunta: ¿qué pasaría si fuera un lobo el verdadero héroe de un relato, y no el hijo de rey o emperador de turno? Pues es lo que ocurre en uno de los cuentos populares rusos reunido por el escritor Alexander Afanásiev, el titulado El zarévich Iván y el lobo gris. Es extenso y da la impresión de ser el resultado de la mezcla de varias historias diferentes, desde el momento que los tres hijos del zar tienen que ir tras un Pájaro de Fuego para su padre. Como pasa siempre en este tipo de aventuras, es el menor quien logra al animal, pero gracias a la intervención de un lobo gris. Iván mete la pata y ha de ir a buscar un Caballo de Crines de Oro para poder obtener el Pájaro, y de nuevo es el lobo gris quien le aconseja la manera más segura de lograrlo. De nuevo el joven no sigue al pie de la letra las recomendaciones del lobo, y es éste quien se ocupa de conseguir a la infanta Elena la Bella. Ahí podría haber acabado, pero al regreso a su reino, los dos hermanos lo matan y despedazan, para a continuación llevarse a la hermosa joven y presentarse ante su padre el zar con el Pájaro de fuego y el Caballo de Crines de Oro, de forma que a uno le da la mano de la joven y al otro el gobierno de su reino a cambio del corcel y del ave. La presencia del lobo gris en el lugar del crimen antes de que las alimañas devoren sus restos consigue que mediante el agua de la vida y de la muerte Iván resucite y llegue a tiempo de deshacer las mentiras, casarse con la princesa y que sus hermanos sean desterrados. El final no deja de tener un cierto regusto amargo, puesto que, a pesar de todo cuanto ha hecho por los protagonistas, las últimas palabras del texto son: “¡Al lobo gris nadie le volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!”
      Evidentemente, muchas otras historias de lobos podrían traerse aquí, bien del mundo de la literatura, del cine o de otras artes (hay varias esculturas de San Francisco de Asís y el lobo gubbio, digamos de paso), pero baste estas muestras para ilustrar este tema. Sobre todo ahora que, si alguien quisiera ve a un lobo de verdad, más allá del infinito campo de la ficción, no lo tendría lo que se dice fácil, siendo como es un animal cada vez más escaso en toda Europa. En buena medida esa mala fama acarreada a lo largo de los siglos en cuentos e historias al calor de fuego del hogar puede haberse debido a sus incursiones para conseguir comida en poblados y hasta villas. Mas eso ya forma parte de un pasado bien lejano. Hoy, en cambio, es seguro que mucho más tiene que temer el lobo del hombre que viceversa. Y bastante tendrá con sobrevivir al ser humano, cuando tantas otras especies ya no pueden  decir lo mismo.

martes, 8 de julio de 2014

LA LETRA Y LA MÚSICA


LA LETRA Y LA MÚSICA 
(Ocho siglos de música cristiana)
                                                                     
          Parece lógico que el arranque de un tema como es el hecho religioso se ocupe de los diversos acercamientos de un buen número de disciplinas (antropología, mitología, paleohistoria, etc.) al mismo, pero eso no quita para constatar un hecho más que evidente: mucho antes de que existieran incluso esas mismas disciplinas o de que se instalasen los adelantos técnico–científicos en una era donde lo cerebral iba a ser tan predominante sobre cualquier otra consideración, lo transcendente era percibido sensorialmente a través de un número considerable de formas. Por una parte, y ya desde el principio, la música siempre ha constituido un factor asociado de múltiples formas a lo divino en general, y a celebraciones de todo tipo, incluidas, cómo no, las escatológicas; de ello hablaremos enseguida. De otro lado, ya hace tiempo que, por ejemplo, Marc Fumaroli comparó las vidrieras góticas con una suerte de televisión de la época, donde los fieles podían recibir enseñanzas apologéticas y que servían como un buen apoyo visual de la prédica dominical en los templos. Claro que ya previamente, aunque de manera menos espectacular claro, las figuras de los canecillos y los capiteles románicos tenían una función similar, por no hablar de las pinturas de ese mismo período o del hecho, que a veces parecemos olvidar, que esas iglesias estaban pintadas de colores, y de colores llamativos, por más que hoy nos resulte un tanto difícil de imaginar.   
         No hay forma teatral que, en su origen, no derive de una manera u otra de una ceremonia relacionada con lo divino. Tenemos bastantes pruebas en lo que a la tragedia griega se refiere, empezando por aquella luminosa obra del joven Nietzsche sobre, precisamente, El nacimiento de la tragedia. Pero eso mismo es rastreable en representaciones del mundo americano, de culturas africanas o de la Polinesia. Importa no pasar por alto que hasta bien entrada la Edad Moderna la presencia de lo sobrenatural no era algo especialmente asombroso para las mentes humanas, de forma que entraba dentro de lo normal tanto una aparición mariana en la Edad Media como algunas de las ceremonias de Nueva Guinea y Papúa en las que, mediante una serie de ritos y siempre al ritmo de tambores, se hacía una ofrenda de comida y bebida a los dioses para que fueran propicios en la vida de cada tribu. Una especie de figuras divinas aparecían, todo su cuerpo pintado de blanco, y bailando en el círculo hecho para la ocasión y tras comer y beber volvían a desaparecer dejando a los nativos satisfechos por haber aplacado la ira divina y contar con su protección durante un año.
       De todas formas, tiempo tendremos en las siguientes páginas de aportar muestras de esa fundamental presencia de la música y su relación con lo divino. Y lo haremos porque no sólo estamos convencidos de esa particular facilidad que posee para provocar en nosotros un serie de sentimientos casi infinita, sino también porque un punto no menor de las innumerables manifestaciones musicales compuestas para celebrar la Natividad, la Pasión y otros momentos de la liturgia cristiana –nos vamos a centrar en ella, porque intentar abordar igualmente el resto de las religiones sería una tarea imposible - son las letras que se cantan junto a los diferentes melodías, de las que pondremos algunos ejemplos que consideramos suficientemente ilustrativos. Por último, y para cerrar esta introducción, no es casual que precisamente las muestras que tenemos de los primeros ejemplos teatrales en nuestro país estén asociados, en lo sagrado, con los momentos más dramáticos y, por tanto, más fáciles de llevar a una representación, de la vida de Cristo, como son el nacimiento, la Adoración de los Magos y, sobre todo, la Pasión. En todo caso, para profundizar en ese apartado remitimos a los tres libros dedicados al teatro medieval editados por la Editorial Crítica a finales de los noventa.
        Por empezar por un caso concreto, recordemos cómo, entre los siglos XII y XIII se produce un impulso decisivo en revitalizar la figura de la Virgen María, aunque tal vez fuera más apropiado decir en ponerla como un ser digno de admiración, respeto y adoración casi, dado que hasta ese momento era una personaje que, aun sin ser totalmente secundario en la liturgia en particular y en el mundo eclesial en general, no gozaba del predicamento que tendría a partir de ese punto. Todo ello se puede documentar muy bien a partir del libro de Sylvie Barnay El cielo en la tierra, cuyo título creo que ya es suficientemente esclarecedor, Las apariciones de la Virgen en la Edad Media (Encuentro, 1999), donde además se puede hallar una cantidad de ilustraciones realmente formidable. De esa corriente forman parte, como cabía esperar, tanto las obras marianas de Gonzalo de Berceo, y muy en especial su célebre Milagros de la Nuestra Señora, como algunos de los fragmentos a ella dedicados por, un siglo después, el genial Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su inmortal Libro del buen amor.

        Pues bien, se podría hacer un recorrido a través de la historia de la música con las obras dedicadas a María, cosa que está fuera del propósito de estas páginas por motivos evidentes. En consecuencia, haremos sólo unas pocas calas. Y la primera se detiene en el Carmina Burana, esa amplísima colección musical que recoge piezas de entre el siglo XI al XIII; como es sabido, entre ellas hay canciones morales, de bebedores y comedores, etc., y un grupo se dedica a la, digámoslo así “música religiosa”, dentro del cual nos topamos con algunas canciones dedicadas a la Virgen María entre las que podemos destacar, Ave Maria, gratia plena, Ave, domina mundi y Sanctissima et gloriossisima. Por otra parte, en el siglo XIV podemos toparnos con una de las más famosas conservadas en España: O Virgo Splendens, recogido en el manuscrito anónimo conocido como Llibre Vermell (“Libro rojo”).
         El siglo siguiente nos ofrece una canción admirable, como suya, del magistral músico de la corte de los Reyes Católicos Juan del Enzina, que no se limitaba a componer la música de sus creaciones, sino también ideaba las palabras que lo acompañan. Y qué palabras: “Pues que tú, reina del cielo, / tanto vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que reinas con el Rey / de aquel reino celestial, / tú, lumbre de nuestra ley, / ley del linaje humanal: / pues para quitar el mal / tanto vales / da remedio a nuestros males. / Tú, Virgen que mereciste / ser madre de tal Señor, / tú que cuando le pariste / le pariste con dolor, / pues con Nuestro Salvador / tanto vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que eres flor de las flores, / tú que del cielo eres puerta, / tú que eres olor de olores, /tú que das gloria muy cierta: /si de la muerte muy muerta / no nos vales , / no hay remedio en nuestros males”.
           Entre las obras más notables del siglo y medio posterior escojo las Vísperas de la Beata Virgen, una de las obras maestras de la historia, como por otra parte era de esperar viniendo de quien viene, puesto que Claudio Monteverdi es el primer compositor de ópera tal y como concebimos ese género en la actualidad. No obstante, si hay una pieza musical que triunfó en toda la regla a lo largo de varios siglos, con un tema que tiene a María como gran protagonista esa es el Stabat Mater. El texto, en realidad, proviene de una plegaria de la Edad Media, pero algunas de sus más afortunadas versiones musicales hay que situarlas en manos de nada menos que Antonio Vivaldi, Giovanni Pergolesi y ya más acá en el tiempo, en alguien que a priori podía llamar la atención, como es Gioachino Rossini. Pero la explicación viene al saber que fue un encargo al músico de Pésaro realizado por el archidiácono Manuel Varela, un influyente clérigo que aprovechó el paso por Madrid en 1831 de Rossini para pedirle una obra que rivalizase con la celebérrima versión de Pergolesi.
       Si de este tema nos trasladamos a los que tienen que ver con el nacimiento de Jesús y la Adoración de los Reyes Magos, el número de obras del universo musical tiende también al infinito. Entre las que prefiero, ignoro si famosa o no, pero eso no tiene importancia, está un bellísimo villancico de Mateo Romero, también conocido como “Maestro Capitán” (1575 – 1647): “Soberana María, / con vuestro canto/ arrullad a mi niño, / no llore tanto.  Nocturnas estrellas / que en dulce descanso / reposáis los cuerpos / del largo cansancio, / ¿cómo a Dios eterno / lo dejáis llorando? Templad las escarchas / del invierno helado, / que el infante tierno / es Rey delicado; / abrigad la Virgen /entre vuestros brazos. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto.  Coged el alfójar / de los ojos claros, / mirad que es tesoro / de precio tan alto, / que una gota suelda / todos nuestros daños. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto”. 
        En el nuestro Siglo de Oro hay verdaderas obras maestras, pues no en vano la música de nuestro país iba pareja en calidad con sus obras literarias, escultóricas, pictóricas y arquitectónicas. Sólo citaré un par de muestras, de dos de los grandes de nuestro Renacimiento. Francisco Guerrero tiene una obra con la Adoración como núcleo, esa que comienza – ya sabemos que los títulos de la canciones suelen ser, para hacerlo de un modo pedagógico, el primer verso de cada composición – Los Reyes siguen la estrella. Por su parte, el sublime Cristóbal de Morales se fija en los pastores, con regalos menos suntuosos, pero no cargados con menos amor hacia el recién nacido, y de ahí se genera Pastores, dicite, quidnam vidistis? 
          No obstante lo dicho, la verdad es que el campo no profano es muy extenso, y en él caben también, de una forma más o menos convencional, los santos. Me detengo únicamente en dos pares de ejemplos. El primero español: Al humillado, villancico de Andrea Falconiero a San Agustín. A San Francisco Javier está dedicado Molinero divino, de José Conejos Ortella. Los otros dos extraídos del rico patrimonio peruano de la época virreinal. La otra pareja de ejemplos es El más Augusto campeón, de compositor anónimo del siglo XVII y que se presenta como Batalla a cuatro coros, a Nuestro Padre San Antonio. La segunda lleva por título Alarma valientes, y es una jácara de Juan de Araujo (1648 – 1712), músico de la corte peruana, aunque nacido en España. Más concretamente se trata, en cuanto a su composición literaria, de un romance escrito en honor de San Ignacio de Loyola, como lo prueba el estribillo, que dice lo siguiente: “Vítor resuene Pamplona /pues merece un Marte / como lo es Loyola. / Vítor en quien los aceros / son de tanta monta /que retira escuadras / con una sola hoja). Y un apunte más: el aprovechamiento pastoral y catequético de la música y el drama no es ajeno a la labor de evangelización llevada a cabo en toda América por los clérigos hispanos. Y se llega al punto de que incluso para favorecerla se traduce un auto sacramental de Calderón de la Barca al náhuatl, a fin de que la población nativa pueda comprender el misterio eucarístico que subyace tras cualquier auto sacramental que se precie de serlo.
        Y antes de pasar a la Pasión, detengámonos si quiera un momento en un campo de tanto éxito como el oratorio, es decir, esa especie de “ópera sacra”. Y no es que la cantata no fuera un subgénero de éxito, especialmente en el Barroco, pero, por decirlo así, el primero era de una dimensiones mucho mayores, de la misma forma que también estaba compuesto para escenarios de mayor porte, con una dimensiones y una orquesta que no eran para celebrar en una sala de baile o una salón de música donde recibir a los invitados, tal y como era el caso de las cantatas, que las hay sacras, también, lógicamente. Los temas que podrían nutrir el argumento de uno y otras eran, como cabía esperar, sacados de las Sagradas Escrituras, hasta el punto que podíamos toparnos con Adán y Eva (B. Galuppi), con Caín (o el primer homicidio, que de las dos maneras se llama una obra maestra de A. Scarlatti) hasta la misma Pasión de Cristo (Magdalena a los pies de Cristo en un muestra sensacional de A. Caldara), pasando por personajes sin cuento del Viejo Testamento, dentro de los cuales hallamos al genial Haendel – que compuso más de veinte, en cuanto vio que la ópera tal y como él la concebía no generaba ingresos en los teatros que él gestionaba.-. Después llegarían los de Haydn, y por qué no decirlo, Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, un encargo recibido por el músico desde Cádiz. Ya en el Romanticismo, las incursiones de Mendelssohn, Liszt y varios más serían dignas de pararse un poco en ellas, pero eso haría, como vengo insistiendo, inabarcable un tema del que sólo pretendo esbozar algunas ideas generales, a la par que indicar muestras magistrales desde mi punto de vista.
        Tampoco hubiera estado de más habernos detenido un poco en las numerosas composiciones al Santísimo Sacramento, pero aunque sea sólo de forma testimonial quede mi admiración por A mirar, un villancico al Santísimo Sacramento de Andrea Falconiero (1585 – 1656). Pero terminaremos en la Pasión de Cristo, con una coda final. Tratándose como se trata de uno de los puntos culminantes de la vida de Jesús, y siendo por ende de una fuerza dramática colosal, nada tiene de sorprendente, como afirmábamos líneas atrás, que todo un torrente de músicos entrara en esta veta a fin de poder extraer de esa trama brillantes resultados musicales. Cómo no mencionar al hilo de este tema las dos famosas pasiones de J. S. Bach, es decir, la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo. O The Brockes Passion de Haendel, la única incursión del alemán en ese particular subgénero, sobre un libreto de B. Brockes y que utilizarían también Keiser y Telemann, entre otros muchos.
          Sin embargo, no quisiera terminar estas páginas sin referirme a dos puntos que considero relevantes. Primero, el hecho de que son justamente los autores de óperas los que mejores resultados han tenido a la hora de afrontar música sacra, lo que entra dentro de lo razonable. De hecho, se puede olvidar una pieza de “ambientación religiosa” como es la breve ópera de Giacomo Puccini Suor Angélica, en la que, al igual que ocurre en la mayorías de las suyas, con nombre femenino ya desde el mismo título, al final la protagonista muere - siendo una víctima inocente de la sociedad que la ha recluido en un convento - mientras ve el rostro de la Virgen en ese tránsito. Y, por último, la muerte no es vista como algo temible, atroz, antes al contrario: inspira paz y confianza a quienes esperan alegres la vida en el más allá, porque tienen en su corazón la promesa divina; de ahí el primer verso de la maravillosa cantata  153 de J. S. Bach: “Parto en paz, parto con alegría porque así lo quiere Dios”.
     Releído de nuevo estas páginas no puedo sustraerme a añadir un par de detalles más sobre cuanto va dicho. En primer lugar, que en el hermoso oratorio de Scarlatti que mencionaba antes (Caín o el primer homicidio) somos testigos de uno de los escasos testimonios en los que la voz del mismo Dios se hace presente, y lo hace por boca de René Jacobs, contratenor, maestro de canto y uno de los mejores directores de orquesta desde hace más de veinte años –me refiero, lógicamente, a la versión que de esa obra dirigió el brillante regidor belga y que editó Harmonia Mundi, hace unos quince años; existe otra versión a cargo de Fabio Biondi y su orquesta Europa Galante para la discográfica Opus 111, pero esta no la conozco - . Esto es de agradecer, porque en la mayoría de las ocasiones en las que el cine ha presentado la figura de Dios siempre ha sido desde la comedia, y normalmente con sal gruesa; no es de extrañar, habida cuenta que si lo pensamos un poco, ¿cómo lo haríamos nosotros, más allá de una voz?
        Y la segunda consideración que me resisto a dejar pasar es que, una vez que se leen las páginas anteriores pudiera dar la impresión de que a partir del siglo XX ya la música no se ha ocupado de lo sagrado, y nada más lejos de la realidad. Sólo los temas de góspel agotarían todo el espacio del que disponemos, de forma que, pasando a otros estilos musicales, no voy a traer a colación aquí más que un par de canciones sensacionales: Turn, turn, turn es una joya del pop de The Byrds, el grupo americano de los sesenta, cuya letra está inspirada en unas líneas nada menos que del Génesis. La otra no se origina mucho más lejos, pues El hombre puso nombre a los animales es como llamó Bob Dylan a su canción sobre, precisamente, otro momento significativo de ese mismo libro bíblico.
        Eso supone una parte minúscula de la influencia de lo religioso en la música del siglo XX, como es lógico. Ahora bien, entre los músicos de lo que viene en llamarse la “música culta” (denominación un tanto despectiva para la otra, pero esa es otra historia), podríamos referirnos a nombres como el polaco Krzysztof Penderecki (1933) o el estonio Arvo Pärt (1935), pero muy especialmente sobresale un nombre con brillo propio en el tema que nos ocupa. Me estoy refiriendo al francés Olivier Messiaen (1908–1992), en quien encontramos un músico que bien puede considerarse el epítome del acercamiento de la música a lo sagrado del último siglo. Sólo con un repaso somero de los títulos de sus obras, y no digamos ya de los nombres de cada uno de los movimientos que las conforman, podríamos hallar todo el espectro temático que hemos venido analizando en las cuatro páginas anteriores, en lo que él mismo denominó “los aspectos maravillosos de la fe”, además de utilizar para ello todo tipo de subgéneros musicales de los que también hemos citado ya más arriba: ópera, sinfonías, cantatas, etcétera. Sólo unos títulos suficientemente ilustrativos de lo que acabo de indicar: Himno al Santísimo Sacramento, Banquete eucarístico, La Ascensión, La natividad de Nuestro Señor, Tres pequeñas liturgias de la presencia divina, San Francisco de Asís… Y creo que no puede haber mejor cierre que este punto y final después de un repaso a los siempre fecundos senderos entrecruzados por los que caminan de la mano la música y lo religioso.

jueves, 1 de mayo de 2014


TODO EL UNIVERSO OBEDECE AL AMOR
                             
              Ese es el título de una canción de hace unos treinta años del italiano Franco Battiato (Tutto l´universo obbedisce all´amore). En ella llama la atención que, contra lo que cabía esperar de tal título, lo que late en la relación que él canta es lo que no se dice, los esfuerzos por no molestar al otro, en lugar de ser un canto jubiloso del amor en todo su esplendor. Aunque resulta igualmente hermoso sus metáforas del mundo urbano visto como un lugar de lo salvaje. Lo curioso del caso es que tres siglos atrás uno de los músicos de la corte francesa del siglo XVII, Michel Lambert (1610 – 1696, suegro de Lully, el músico favorito de Luis XIV) compuso una cantata precisamente con ese mismo título [Tout l´universe obéit à l´amour], por más que, como es lógico, las letras de una y otra no tiene nada que ver (la del francés, por cierto, es de Jean de la Fontaine, el famoso fabulista), como tampoco la forma de componer canciones son lo que se dice similares entre el siglo del Rey Sol y los años ochenta del pasado siglo. Lo cierto es que en los últimos dos mil años no han faltado poetas, músicos, pintores y demás creadores de los más diversos campos artísticos que han coincidido en su apreciación con Battiato y Lambert. Y es que en el fondo ya se ha dicho muchas veces que los temas que aborda el arte son, en última instancia, siempre los mismos. O dicho en latín: “nihil novum sub caelo” (“Nada nuevo hay bajo el cielo”).
       La naturaleza también participa en cierta forma en el amor de los seres humanos, de modo que una tormenta puede marcar el inicio de un amor apasionado, el rayo que parte un árbol ser la señal de un amor arisco, brutal, el viento que dobla árboles tal vez nos indica las pasiones que se agitan en el interior de un persona, un terremoto, un incendio… Son tantas las formas en las que la natura parece comprobar los sentimientos humanos que no sería posible destacarlos todos. Solamente con irnos a la época romántica, esa época que ha marcado nuestro imaginario colectivo durante siglos, y continúa haciéndolo, los ejemplos se nos dispararían sin remedio. Como no es el objetivo de estas líneas hacer un repaso exhaustivo de cuanto venimos señalando, nos vamos a conformar con evidenciarlo con algunas muestras ejemplares de ello, aquellas que considero lo suficientemente ilustrativas. 
   
       Una de ellas está sacada de una preciosa novela reciente, One day, de David Nicholls. Con una estructura de lo más original -seguir los pasos de un hombre y una mujer durante veinte años, y teniendo el 15 de junio de cada uno de ellos como fecha en la que se llaman, piensan en el otro, toman conciencia de ser infelices... -, hay un momento en el que la pareja, que tardará en serlo muchos, muchos años, ha viajado a Grecia para pasar una semana de vacaciones. Allí, en un playa solitaria, son prácticamente los únicos humanos y cuando se adentran en el mar desnudos, en un mar en calma, apacible, con lo es su relación al principio, ambos experimentan una serena felicidad que, en cierta forma, no recuperarán hasta muchísimo tiempo después. La escena termina de forma un tanto divertida, puesto que les roban sus ropas y han de ir hasta el hotel desnudos, aunque por el camino no faltan ropas que poder robar y ponerse para salir del paso de una situación tan embarazosa.
         Contradictoriamente con lo que acabamos de decir, en muchas, demasiadas ocasiones, es la naturaleza la que se opone y acaba destruyendo el amor, como vemos en uno de esos mitos grecolatinos que nos relatan maravillosas historias: Leandro, el joven que cruza a nado el Helesponto cada noche para encontrase con su amada, Hero. Como les sucede a tantos amantes, la llegada del amanecer marca el regreso, el instante de la despedida. Una noche, la antorcha que indica el camino a seguir desde la torre en la que ella vive, al otro extremo del mar proceloso, se apaga por la tormenta, de forma que él se pierde en las aguas y perece ahogado. Al tener noticia de la novedad, la joven desesperada se tira de la torre, ese lugar desde el que se origina la fatalidad de la muerte de su amado y un sitio elevado muy propio para el suicidio, como siglos después iba  a hacer otra joven enamorada, Melibea, al saber la muerte de su amado Calisto, en esa obra maestra que empezó llevando su nombre (Comedia de Calisto y Melibea) y acabó por conocerse, no mucho después de las primeras ediciones, por el nombre de la tercera que los ayuda en sus encuentros (La Celestina).  

          A veces lo que ocurre es que la naturaleza ofrece el momento para que se conozcan los jóvenes que habrán de caer enamorados mutuamente, tal y como les sucede a Federico y Casandra, el hijo del Duque de Mantua el primero, la joven que va a convertirse en segunda esposa de éste último; la acción de El castigo sin venganza (1614) de Lope de Vega arranca precisamente cuando él rescata a la que en breve será su madrastra del río, cuyo gran caudal ha arrastrado el carruaje en el que viajaba. Esas aguas embravecidas parecen presagiar ya lo inestable de ese amor. Pues bien, ahí comienza la atracción entre ambos jóvenes, que habrá de ser funesta al final, porque Casandra morirá a manos de la espada justamente de Federico –él no sabe que tras las cortinas está su amada, y creyendo a su padre la mata, con la idea de que se trata de un enemigo de su progenitor; lo que en cierta forma sí es -. A esta especie de Hipólito traspasado a la España del siglo XVII, aunque al menos correspondido en su amor, no como al original griego de Eurípides, le espera un final no mucho mejor: su propio padre manda ejecutarlo.

        Pero la misma naturaleza que puede propiciar un encuentro, puede echar a perder un amor. Nunca me cansaré de hablar de la hermosura de Amanecer (F. W. Murnau, 1927), la primera película que el genial director alemán realizó en Hollywood, y que habría de influir en los mejores realizadores de la época. Al encuentro de su amante acude el hombre –curiosamente los protagonistas no tienen nombre propio, se les denomina “el hombre” o “la mujer” – en una noche marcada no sólo por una bellísima luna llena, sino también por una campo de hierba y una bruma cinematográficamente impecable. Y cuando él se da cuenta de su error y le pide perdón a su esposa, ambos pasan una jornada inolvidable en la ciudad, rememorando toda la felicidad que el matrimonio lleva en su interior. Sin embargo, esa misma naturaleza que parecía favorecer la relación ilícita, al caer la noche y llegar la hora de regresar al mundo rural al que pertenecen, a punto está de acabar con la vida de la mujer, en forma de barca que vuelca en el lago que han de atravesar y que, por fortuna, en el último momento, ella será rescatada de las oscuras aguas de la noche, para sellar un ciclo y dejar que la felicidad retorne ya sin esa especie de penitencia a la pareja.
         No son pocas, así mismo, las ocasiones en las que la naturaleza parece aliarse con los sentimientos de los amantes, haciéndonos de alguna forma partícipes de ese amor. Un caso señero de ello lo podemos observar en esa obra maestra de Alfred Hitchcock que es Vértigo (1956). Una narración en la que el Amor es la piedra basal en la que se sustenta toda la trama necesariamente tenía que convertir a la naturaleza en una aliada, en una prolongación de la impetuosa pasión que devora a los protagonistas. Así pues, el primer beso de los amantes, tras una secuencia admirable en el bosque de sequoias - que ha creado una atmósfera a medio camino entre lo hipnótico y lo feérico - tiene lugar en un acantilado con las olas de un mar embravecido en segundo plano, marcando de ese modo que la pasión que subyuga a los enamorados es tan imparable y a la vez será igual de devastadora como lo es el mar que azota las rocas.
            Otro de los tópicos que se repiten una y otra vez a lo largo de la historia del arte es el que se ha dado en llamar “locus amoenus”, es decir, ese lugar deleitoso, donde habita la tranquilidad, sólo acompañada por el rumor de un río, en un momento de reposo de las diferentes tramas que tienen lugar en las muy diversas historias, ese intermedio es aprovechado por los enamorados para decirse todas las ternezas que se les ocurren. Esto podría parecer privativo del ámbito literario, sino fuera porque es rastreable desde el campo de la ópera (hay una muestra sensacional en la obra Armide de Gluck, sobre un libreto que ya había llevado Lully al escenario, pero que aquí ha dejado atrás el mundo del barroco para adentrarse en los senderos del neoclasicismo) hasta el cine de aventuras, como puede verse en un ejemplo que quizás no sea el más esperable en este tipo de escenas, pero que no por ello es menos ejemplar: Mogambo (John Ford, 1953).

       El mismo John Ford, ese hombre capaz de generar una intensa emoción con los mínimos elementos, hizo también otra escena digna de ser mencionada con todo derecho en estas líneas, concretamente en El hombre tranquilo (The quiet man, 1952). Es aquella en la que, vestidos para el cortejo según manda los cánones de Innesfree, Sean Thornton y Mary Kate se escapan de la mirada vigilante del pequeño Micheleen para acabar en algo que parece una ermita. Allí se han refugiado ante la tormenta que acaba de levantarse, y con la lluvia el pelo de ella se moja, la camisa de él trasparenta su fuerte pecho con el agua, ella sujeta sus medias mojadas en sus manos, él la abraza… es un intenso momento erótico y la lluvia contribuye como ha hecho en otras muchas ocasiones - otro ejemplo sería Match Point (Woody Allen, 2008) - a las emociones que ya estaban a flor de piel entre las parejas.
      Claro que si ha habido parejas sujetas a los envites de la naturaleza, pocas lo han sido del modo como les sucede a Johnny Guitar y Vienna. En efecto, al principio se suceden explosiones en el paisaje que él tiene que atravesar para conseguir llegar a su destino, que no es otro que el bar de Vienna. Más adelante un incendio está a punto de dar al traste con su vida, de no ser porque Johnny apaga el fuego de su hermoso vestido blanco, y ella se vestirá como si de un vaquero más se tratase –el juego de ropa, decorados y sentimientos merece tratarse aparte por su gran riqueza – y, finalmente, los dos atraviesan una cascada de agua que parece purificarlos de tantos peligros y que vuelve a poner en el punto donde se quedó aquella relación cinco años atrás. Cada nueva visión de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1952), supone un verdadero placer para los sentidos, y el aprovechamiento dramático de vestuario, decorados y elementos de naturaleza pocas veces ha sido tan intenso como aquí.

sábado, 29 de marzo de 2014


ESPACIOS DE LA MEMORIA
                                                                                              
   Una persona, sentada ante su mesa con el recado de escribir a mano, echa la vista al pasado y sin pensarlo más comienza a escribir rememorando fragmentos de su infancia, tal vez su primer amor, puede que su paso por el ejército o el nacimiento de su primer hijo… o tal vez todo ello aparezca de alguna forma en el papel que un día, acaso unos meses después, acaso siglos más tarde, alguien disfrutará leyendo, ensimismado en esos espacios de la memoria que han recorrido la historia de la literatura, de lo que en ocasiones no era ni literatura, pero también de otras artes como la música o el cine. Pasemos revista aunque sea de forma epidérmica a algunos de esos espacios.   
          Una forma habitual en la que se canalizan esos recuerdos, por empezar por alguna parte, puede ser lo que llamaremos genéricamente “memorias”. Y en este punto las podemos encontrar unas  verdaderamente desternillantes, como las Memorias de un amante sarnoso, de Groucho Marx, en las que somos testigos de una de las infancias más divertidas que haya podido pasar un niño en cualquier época de la historia. Otras, por el contrario, buscan un acercamiento más poético a sus remembranzas, y una detenerse pausadamente en todos aquellos aspectos sensuales (los olores de su pueblo, los colores del verano…) que de algún modo constituyeron la infancia y que, a posteriori, no dejan de mostrárnosla como ese paraíso perdido que para tantos escritores ha constituido esa etapa de sus vidas.

        En un punto muy diferente de los dos anteriores estarían las Memorias de ultratumba de René de Chateaubriand, uno de los nombres capitales del romanticismo europeo, dado que se le considera nada menos que el introductor de ese movimiento en Francia. En un primer momento iba a denominarse con un más prosaico Memorias de mi vida, pero el prosista galo decidió cambiarlo y escribió un voluminosísimo libro que sólo ha podido leerse completo en español muchos años después de su muerte.  En ellas podemos encontrar desde acontecimientos políticos y militares de su vida hasta detalles de su vida más personal, en una suerte de mezcla que iba a ser muy frecuente en el siglo y medio que ha seguido a su fallecimiento a mediados del siglo XIX.
        Hasta qué punto unas memorias son fieles a lo que fue la realidad no es una pregunta fácil de responder, desde el momento en que por razones muy diferentes, - la mala memoria de unos, la búsqueda de dar una imagen favorable de otros, o la simple y llana invención  de un tercero -, no siempre disponemos de todos los elementos que nos permitan comprobar la veracidad o no de esos escritos. Ahí está una muestra espléndida en la película Un héroe muy discreto (Un héro très discret, Jacques Audiard, 1996): un equipo de investigación televisiva indaga en la vida de un héroe de la resistencia francesa contra los nazis en los años de la ocupación. Escuchamos entrevistas a varios de sus amigos de aquellos años, también al propio interesado… y lo que descubrimos es que ese hombre es un fraude. No fue el héroe que todo el mundo piensa, sólo estaba allí en el momento adecuado, y como confiesa al final casi de la película, no hizo daño a nadie, sólo fue el héroe que todos necesitaban en aquel momento, así que ninguno se preocupó de averiguar si había llevado a cabo realmente todos los hechos heroicos que se le atribuían.
                                                               CONFESIONES

        Desde por lo menos el siglo IV, con las famosas Confesiones de San Agustín, este particular subgénero abordaba en cierta forma el tema que estamos repasando. En el caso del santo, lo que podemos leer en ellas es su vida, desde el hombre que vive de lleno en el hedonismo y lo que él mismo vendrá a denominar como una vida  de crápula, hasta su conversión al cristianismo y cómo ese paso supuso el poder realizarse como persona en toda su plenitud. Evidentemente, y como no podía ser de otra manera en el Siglo de la Luces, otro hombre recoge ese mismo título, pero la visión es completamente diferente a la de San Agustín, puesto que la obra homónima de Jean–Jacques Rousseau se desarrolla en un contexto donde la religión es un factor puesto en entredicho desde múltiples sectores de la sociedad, y porque la vida del notable autor francés no es la de un noble de cuna, sino la de un hombre que tuvo que trabajar desde niño; por más que ya adulto podrá llevar una vida más o menos acomodada, bien es cierto que gracias a sus mecenas, dado que nunca tuvo que se dice un trabajo remunerado tal y como lo concebimos en la actualidad. 

           Rousseau escribe de manera extraordinaria, desde luego, y al igual que el resto de sus obras – sea El contrato social, esa reflexión sobre el modo de darnos leyes y organizarnos los hombres la vida en sociedad, sea Eloísa y los diferentes diálogos sobre muy diversos temas, en otro subgénero muy socorrido a lo largo del siglo XVIII -, la lectura resulta amena y a ratos memorable, a pesar de los setecientas páginas del volumen. El episodio en el que reconoce gastarse sus pocos ingresos de adolescente trabajador en libros, y que alguna vez no llegándole la paga el librero se los fiaba, dándose cuenta de la pasión que la lectura despierta en el muchacho, es inolvidable. Y otro tanto cabe decir de lo que se refiere a muy diferentes aspectos de la música, pues no en vano él llegó a componer algunas piezas y fue el encargado de las entradas referidas a ese campo para la célebre Enciclopedia Francesa. Por último, es destacable un punto singular: el hombre que se presenta como el precursor de la pedagogía contemporánea, cuyo Emilio sigue de hecho leyéndose en lagunas Escuelas de Magisterio aún, confiesa sin rubor que fue abandonando a cada uno de los siete hijos que tuvo en diverso orfanatos, viéndose incapaz de educarlos él mismo.
          Ya en el siglo XX nos topamos con otra muestra magistral de este tipo subgénero, como son los tres tomos que Pablo Neruda escribió comentando su apasionante vida, que lo llevó por todos los continentes y que le permitía conocer a varios de los nombres más sobresalientes de la cultura de todo el mundo a lo largo de medio siglos, sobre todo gracias a su cargo de cónsul de Chile. Uno de ellas lleva el título, muy apropiado por otra parte, y que enlaza con los que acabamos de mencionar, de Confieso que he vivido, y un segundo el de Para nacer he nacido. En esos centenares de páginas el poeta chileno hace gala de un memoria prodigiosa, nos da detalles de primera mano de los poetas de nuestra generación del 27, de sus estancias en la India y en otros muchos países… Y todo ello en un estilo maravilloso, capaz de describir unas azaleas y que su recuerdo permanezca para siempre en la mente del lector, y siempre con el ser humano como preocupación y principio de su vida y de su obra.
DIARIOS
          Si hubiera que destacar algunos ejemplos extraordinarios de otro apartado que se ocupa también de la memoria, sin duda uno de ellos debiera de ser el Diario del viaje de un naturalista a través del mundo, esa obra en la que Charles Darwin fue anotando cuanto veía, lo que le llamaba la atención, y no sólo en el terreno de la flora y la fauna, puesto que también nos transmite costumbres de los pueblos por donde va pasando, las dificultades de la travesía del Beagle en esos largos cinco años que duró la expedición y un sinfín de cosa más. A ese interés que despierta en quien lo lee contribuye en no poca medida las fabulosas ilustraciones que acompañan al texto de Darwin, obra del dibujante que lo acompañaba en el periplo, Augustus Earle. Con ese caudal inmenso de anotaciones, el hombre que iba a revolucionar la historia de la biología logró una información vital para ir conformando su futura teoría de la evaluación, que tanta admiración y sinsabores le iba a deparar a lo largo de su larga y fecunda vida.
        Sin salirnos del ámbito anglosajón, un par de siglos antes de Darwin podemos encontrar a uno de los grandes narradores ingleses entre los siglos XVII y XVIII, Daniel Defoe. Diario del año de la peste (1772), no es una de sus obras más conocidas, pero no por ello tiene menos interés que otras más populares. En realidad puede pasar como una suerte de relato, pero lo cierto es que obedece a su título desde el momento en que se trata de un diario en el que se va describiendo una plaga que asoló Londres y parte de Gran Bretaña en 1665, hasta el punto de que supuso más de cien mil muertos.  En ese libro se nos presenta las primeras noticias de la enfermedad, las medidas que se intentan tomar para evitar que llegue a la capital británica, la impotencia de los recursos y de los conocimientos médicos de la época, la huida de aquellos que se lo pueden permitir de la ciudad para evitar ser contagiados, lo que de rebote consigue ampliar la extensión de la zona infectada, etcétera.
        Es posible que el más famoso de los diarios en la historia reciente sea el de la joven Ana Frank, editada en todo el mundo en una infinidad de idiomas y reeditado sin parar. Tal éxito no es sorprendente, dejando a un lado las circunstancias terribles que le tocó vivir, y su desgraciada muerte poco antes de que el campo de concentración en el que fue recluida fuera liberado por el ejército norteamericano, habida cuenta de que la vida de Ana, contada por ella misma en primera persona, mezcla la curiosidad por el despertar al mundo adulto de una adolescente –pensemos en el conocimiento de su propio cuerpo, el proceso de enamoramiento, etc. – con las relaciones más o menos conflictivas con sus padres o con el resto de personas también escondidas en aquella casa que hoy día se puede ver como el Museo Ana Frank, y configura un microcosmos de seres humanos en una situación dramática cuyo fin no pudo ser más penoso. Cuando se rodó la versión de Hollywood de esta historia, Jack Cardiff fue el director de fotografía de la segunda unidad, aquella que rodó en la auténtica casa en la que sucedió todo y afirma en una entrevista que estar allí de noche, en silencio, viendo la oscuridad y el árbol que crecía frente a las ventanas, que era la única vista al exterior de la que pudo disfrutar Ana durante años, fue una experiencia estremecedora. Llego a conocer a Otto Frank, el padre de Ana y único superviviente a los campos de exterminio, quien se encargó de publicar los diarios de hija y quien reconoció ante Cardiff conocer a la persona que los delató y entregó a la Gestapo para ser conducidos al lugar donde todos menos él morirían. 
                                                                         CARTAS
           Ahora bien, si hay un espacio genuino donde la palabra se convierte en el espacio de la memoria por antonomasia, ese es la carta. Como es lógico, las hay de todos los colores, extensiones y para referir todas las emociones humanas, desde los más lejanos lugares hasta los más próximos. No estoy hablando, es obvio, de las cartas falsas, como las que pasaron como escritas por Platón durante un tiempo -¡y qué más hubiéramos querido que haber conservado su correspondencia, si es que alguna vez llegó a escribirla, claro! – ni de las que se inventó el bueno de Ovidio en su obra Heroidas, una serie de supuestas cartas de algunas heroínas de la mitología grecolatina a sus respectivos amados, sino de aquellas en las que asoma un alma. El para siempre joven John Keats, muerte en la flor de su vida  con veintiséis años, como tantos poetas románticos, nos legó una relación epistolar con sus amigos y hermano digna de recuerdo: junto a su reflexiones sobre la propia naturaleza de la poesía, cuenta sus paseos por las montañas, la impresión que le causa un determinado paisaje y cómo sería feliz sólo con un buen amigo con quien charlar, un escopeta para cazar y una buena copa de vino blanco.
         Joven como Keats murió Marcel Schwob, otro excelente escritor, traductor y escritor de cartas. No conozco su correspondencia con Robert Louis Stevenson, y lo lamento, porque debe ser enormemente interesante considerando la valía de ambos, pero sí su Viaje a Samoa, una relación epistolar con su esposa Marguerite narrando su viaje a la isla que vio morir al gran Tusitala, viaje tanto más asombroso teniendo en cuenta el delicado estado de salud que ya por entonces debilitaba a Schwob y que lo llevaría a la tumba a los treinta y siete años. De hecho, en la entrada de 14 de febrero de 1902, le dice: “Esta carta no saldrá jamás: la llevo conmigo – pero la continúo para ti, mi querida Marg, para que sepas, si me sucediera algo, que te amo y que mi último pensamiento ha sido para ti”.
         Y cómo dejar aparte en este capítulo las dos famosas obra de Franz Kafka, que nos muestran al escritor en sus más íntimos pensamientos. Dejando a un lado la historia de la muñeca, de la que ya hablé en otra entrada de este blog (El poder de la palabra, a propósito de Brooklyn Follies de Paul Auster), hay que hablar, por una parte, de la Carta al padre, una acusación en toda la regla a un padre despótico, incapaz de mostrar el más mínimo afecto hacia sus hijos, que no cesa de dar órdenes de cómo han de hacerse la cosas y de cómo han de portarse su prole para anular por completo esas supuestas enseñanzas con un comportamiento completamente opuesto a ellas. Por otra parte, las Cartas a Belice – aparecidas en un volumen donde se incluyen las quinientas cartas y postales que durante varios años envió Kafka a Belice Bauer – son una de las muestras más hermosas de lo que puede dar este tipo de escritura en las manos adecuadas. En efecto, en esos cientos de páginas podemos seguir la relación sentimental de ambos, que se llegaron a comprometer dos veces, pero que la final no se casaron; también la pasión de él por la escritura, que presenta como su mayor anhelo, y de paso somos testigos de la gestación de algunas de sus obras maestras, que comenta en alguna ocasión. Pocas cartas nos han sido legadas tan fascinantes, emotivas y maravillosas como las de Kafka.

 Y OTROS NOMBRES
       Obviamente, el espacio de la memoria no tiene que estar sujeto por un título determinado u otro, sólo necesita de una mente dispuesta a contar sus vivencias, sus tribulaciones, su alegrías y sus congojas. Y eso tiene no poco Juventud, egolatría, un título que le casa muy bien a su autor, Pío Baroja, en el que el ya famoso novelista dedicaba no pocas páginas a referir su filias y fobias, desde las literarias hasta las personales, en un ejercicio de sinceridad que a buen seguro no dejaría de granjearle enemigos, cosa que no iba precisamente a preocuparlo demasiado, sinceramente, dada su forma de ser.  Lo curioso del caso es que, al igual que ocurre con un número grande de sus obras de ficción, ésta conserva una frescura y amenidad que para sí quisieran muchos de los autores de los últimos pongamos treinta años para acá.
         En otra entrada de este mismo blog nos hemos ocupado de la segunda parte de la autobiografía de Roald Dahl, el magistral escritor británico, un nombre muy popular merced sobre todo a varios de sus novelas y cuentos infantiles, por más que tras ellos lata una profundidad que puede pasar desapercibida si no se presta un poco de atención. Pues bien, Going solo es un libro sensacional, que agrupa parte de la vida de un joven en África, donde tendrá ocasión de ir madurando muy rápidamente, no sólo por las muchas peripecias que le van a suceder allí, sino también porque tendrá que ser entrenado como piloto para participar en la Segunda Guerra Mundial, en la que derribará a un enemigo en su primera incursión y será derribado no mucho después. Todo ello va acompañado de fotos con fragmentos de cartas a su madre y otras de diferentes momentos de ocio, amistad y de otras cosas que le llamaron la atención. El regreso a las islas, herido y sin pisar su país desde tres años atrás, es conmovedor, y lo es por los pasos que da para poder localizar a su madre –que se ha mudado de casa – y porque ese diálogo establecido a través del correo se va a transformar en palabra viva nada más terminarse el libro, que concluye con Dahl y su madre mirándose mutuamente, ella en la puerta de la casa y él que acaba de llegar en un taxi. Fin.
          Tampoco lleva ningún nombre de los que venimos diciendo en estas páginas, ni falta que le hace, pero ello no quita que sea evidente que ya desde ese mismo título se nos situé como lectores en la órbita de la memoria, Algo de mí mismo. Rudyard Kipling nació en la India colonial, aunque fue educado de acuerdo a la más estricta pedagogía victoriana, y en 1907 recibiría el Premio Nobel de Literatura, que por una vez es de justicia, no como en tantas ocasiones. En ese libro hace un repaso atento de su vida, una vida llena de éxitos y reconocimientos, literarios sobre todo, claro está. Dentro de las páginas más notables creo que las referidas a su infancia son las más dignas del recuerdo: no puede por menos que reconocer que nunca fue tan feliz y tan libre como cuando correteaba en su India natal, jugando con los niños nativos y escuchando aquel idioma que llegó a conocer, y sobre todo a disfrutar con las canciones que le cantaba su criada. Honestamente he de reconocer también yo que esa felicidad y esa libertad la siento de ese modo cuando leo sus novelas y sus cuentos y ese libro que tan bien refleja su vida y su forma de ser.