SEGUNDA OPORTUNIDAD
No ha tenido suerte ni educación en la
vida: no sabemos nada de sus padres, el juez no lo envía a prisión por una
agresión gratuita en la calle contra otro joven porque va a tener un bebé, pero
lo condena a trabajos para la comunidad. El padre de su chica le propone darle
cinco mil libras si desaparece y la deja y, por si esto fuera poco, unos
matones van buscándolo para matarlo por haberlos atacado. Con una historia así
de base, nada bueno hace presagiar la vida de Robbie, el joven delgado,
nervioso, brusco y cuyo único enlace emocional es su novia y, poco después, su
hijo. Y, sin embargo, el tipo que se
encarga de los condenados es un hombre afable, que sabe ver lo bueno que yace
bajo años de violencia y odio, y le enseña a distinguir whiskies, hasta el
punto Robbie descubre que tiene una gran
facilidad para ello. No vamos a detenernos en las mil y una peripecias de esta
trama, pero sí merece la pena hablar aquí de la redención que se deriva de esa
segunda oportunidad, y hay que reconocer que pocas veces se ha dado una que se
haya aprovechado mejor que el protagonista de La parte de los ángeles (The
Angels´ share, 2012), una película de contagioso optimismo y cargada de una
esperanza cada vez más ausente en el mundo que nos rodea, pero que aquí sí es
consecuente con la muy interesante carrera del realizador británico Ken Loach.
Por desgracia, otros no van a tener la
misma fortuna que Robbie, y si no que se lo pregunten a ese músico legendario
capaz de cualquier cosa con su lira y su canto. En efecto, Orfeo, como ya hemos
dicho en otra ocasión, perdió a su jovencísima esposa poco después de los
esponsales, mordida por una serpiente. Él no se resignó a no volver a tener a
Eurídice a su lado y se fue al Hades, ese lugar al que iban los muertos en la
mitología griega. Con su música detuvo los tormentos eternos de algunos
condenados (Ixión, Tántalo, etc.) y logró que el dios Plutón y su esposa
Deméter consintieran en satisfacer sus deseos, con una sola condición: no
podría volver la mirada a su esposa hasta que hubieran salido del reino de los
muertos. El final es sabido: la impaciencia de Orfeo pudo más que todo y un
poquito antes de llegar al límite del Hades, donde llegaba ya incluso la luz
del mundo de los vivos, se volvió a mirarla. En mala hora, Eurídice regresó al
lugar de donde había salido, y Orfeo perdió su segunda oportunidad, que a nadie
se le había concedido anteriormente.
Como trasunto que es de esa hermosa
historia mitológica, el detective John “Scottie” Ferguson encuentra sin saberlo
a la Madeleine de la que se había enamorado, y que no cesa de añorar tras haber
sido incapaz de impedirle que se tirase desde el campanario de una misión de
los jesuitas en California. La vulgar Judy –él no lo sabe, pero es la que él
creía auténtica Madeleine -, y poco a poco intenta reconstruirla tal y como
era: sus vestidos, su peinado, su forma de caminar… No obstante, y al igual que
le sucede a su sosias Orfeo, al final vuelve a perderla, por no haberse
resignado a disfrutar una vida normal con una mujer que lo amaba. Y lo peor es
que ello ocurre en la misma torre de la misma misión, adonde ha arrastrado a
Judy al descubrir que ambas mujeres son la misma. Cae al vacío ella y él se queda
atónito, poco menos que enloquecido, con los brazos abierto y la mirada hacia
el suelo… dejándonos, de paso, el final de una de las mejores películas de la
historia del cine, Vértigo (Alfred
Hitchcock, 1956).
AL SALIR DE LA CÁRCEL
En ocasiones, la segunda oportunidad
está asociada a un último golpe, y pocas veces el último golpe acaba bien en el
cine o la literatura. Mencionamos en otra entrada la vida del gánster Roy
Earle, que sale de la cárcel y prepara el robo que hará que pueda retirarse
para siempre. Nada parece salir como planeó Roy, entre otras cosas porque sus
ayudantes son una panda de incompetentes, él ayuda a una familia que le paga con la ingratitud y suma y sigue. Su muerte a manos de la policía en
una montaña –no en vano la película se titula High Sierra, 1941- frustrará esa ilusión. Y ocho años después, el mismo director adapta esa
estupenda historia a un extraordinario western que se llamará Colorado Territory (Raoul Walsh, 1949).
Ahora el forajido que sale de la prisión es Wes McQueen (Joel McCrea), intenta
un golpe que lo pueda jubilar para, finamente, acabar abatido por las fuerzas
del orden; el consuelo es que esta vez, al menos, muere también la mujer que ama, unidos ambos de la mano en la
muerte, en otro memorable final.
¿Y si esa oportunidad no fuera exactamente ni abandonar la cárcel ni dar el último golpe? Eso es lo que podría pensar un ser humano tan peculiar como el recluso de El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, John Frankenheimer, 1962), condenado a cadena perpetua y que, con el paciente estudio de libros y de lo que ve a diario – tiempo le sobra, obviamente, y aunque no pueda hacer un trabajo de campo propiamente dicho, aprovecha muy bien lo que observa- elabora libros y artículos sobre los pájaros, hasta el punto de convertirse en poco menos que una autoridad en la materia. No cabe duda que el Burt Lancaster actor era un tipo de mil y un registros, desde la comedia hasta el género aventurero o el cine negro, pero lo que cada vez se nos antoja más evidente es que su olfato como productor lo condujo a emprender una serie de películas en los años cincuenta que hoy son admiradas por todos los espectadores, como por ejemplo, El dulce sabor del éxito de Alexander Mackendrick, Veracruz de Robert Aldrich, Los que no perdonan de John Huston o esta misma de la que estamos hablando.
Claro que al menos a ese ornitólogo le queda, digámoslo así, la satisfacción de llegar a ser alguien, de hacer con su vida hasta cierto punto lo que quiere -dentro de una cárcel, no lo olvidemos - y que, con el tiempo, su nombre será reconocido por la sociedad. No tiene esa misma suerte, ni de lejos, Eddie Taylor, entre otras cosas porque no tiene ni una salida de la prisión con los planos característicos de, por ejemplo, las películas de Raoul Walsh. Sí, entró allí por un robo, y él sabe que mereció esa pena. Confía, sin embargo, que al salir tendrá alguna oportunidad; nada más lejos de la realidad. Su jefe lo echa del trabajo sin darle explicaciones, los dueños del motel en el que pasa su luna de miel llaman a la policía para cobrar la recompensa, volverá a robar... Sólo los minutos del nacimiento de su hijo, en una cabaña abandonada, parecen ser un respiro en su huida hacia ninguna parte. De nuevo la policía lo está esperando, y esta vez no le queda ni el consuelo de morir atravesado por la balas de la policía como a Roy Earle o a Wes McQueen, puesto que muere en la silla eléctrica, un poco antes de que llegue la comunicación por teletipo de su inocencia, cosa que desde el primer momento ya sabía el espectador. Pocas veces el cine de Fritz Lang fue tan intenso, tan negro, tan desgarrador como en Sólo se vive una vez (1937).
Claro que al menos a ese ornitólogo le queda, digámoslo así, la satisfacción de llegar a ser alguien, de hacer con su vida hasta cierto punto lo que quiere -dentro de una cárcel, no lo olvidemos - y que, con el tiempo, su nombre será reconocido por la sociedad. No tiene esa misma suerte, ni de lejos, Eddie Taylor, entre otras cosas porque no tiene ni una salida de la prisión con los planos característicos de, por ejemplo, las películas de Raoul Walsh. Sí, entró allí por un robo, y él sabe que mereció esa pena. Confía, sin embargo, que al salir tendrá alguna oportunidad; nada más lejos de la realidad. Su jefe lo echa del trabajo sin darle explicaciones, los dueños del motel en el que pasa su luna de miel llaman a la policía para cobrar la recompensa, volverá a robar... Sólo los minutos del nacimiento de su hijo, en una cabaña abandonada, parecen ser un respiro en su huida hacia ninguna parte. De nuevo la policía lo está esperando, y esta vez no le queda ni el consuelo de morir atravesado por la balas de la policía como a Roy Earle o a Wes McQueen, puesto que muere en la silla eléctrica, un poco antes de que llegue la comunicación por teletipo de su inocencia, cosa que desde el primer momento ya sabía el espectador. Pocas veces el cine de Fritz Lang fue tan intenso, tan negro, tan desgarrador como en Sólo se vive una vez (1937).
PROFESIONALES
A miles de millas de esa famosa isla que fue presidio y dio inspiración para algunas muy buenas películas, un grupo de pilotos se juega la vida para llevar el correo en un
lugar inhóspito de Suramérica, rodeados de peligrosos desfiladeros, con un
tiempo terrible y con aviones que no son precisamente los de hoy. Uno de esos
pilotos, Bart Kilgallen (Richard Barthelmess) tuvo un accidente y motivó la muerte
de su compañero, hermano de Kid Dabb. Ese comportamiento nada profesional es
siempre muy mal visto en el cine de Howard Hawks, donde prima sobre todas
las cosas la profesionalidad, pero esta vez Bart va a disponer de otra
oportunidad. Se ofrece a hacer un vuelo casi suicida para llevar el correo en
medio de una tormenta, y en ese vuelo morirá también Kid, si bien la diferencia
es que en este caso Bart sí hizo todo lo posible por salvarlo, de modo que se
gana el respeto y el afecto de sus compañeros. Sólo los ángeles tienen alas es una formidable incursión en el cine
de aventuras de ese maestro que es Hawks, y en su cine no será la única vez que un personaje puede redimirse, por ejemplo, de su afición por el alcohol, como es el caso de Dean Martin en Río Bravo y Robert Mitchum en Eldorado, que en realidad es casi, casi la misma historia, con muy pocas modificaciones, algo bastante habitual en el cine del realizador americano. Por cierto que en ese último western de 1967 Cole Thornton (John Wayne) dispara a Nelse McLeod (Christopher George) antes de que éste pueda desenfundar, ante lo cual, el pistolero le reprocha a Wayne: "No me has dado ninguna oportunidad", a lo que el otro apostilla: "Eres demasiado bueno".
Un guardaespaldas que no pudo evitar el
asesinato de John F. Kennedy en Dallas va a tratar de que no se repita la
historia con el presidente al que ahora le toca proteger, seguramente no mucho
antes de jubilarse, porque la edad es algo evidente respecto a sus compañeros,
mucho más jóvenes en general, que no pierden ocasión para tomarle el pelo a
propósito de sus años. El problema es que así como él está seguro de que habrá
un intento de asesinato –es el único en considerar como amenaza real uno de los
muchos anónimos que llegan a la Casa Blanca -, nadie en el cuerpo de seguridad
parece compartir su certeza. Finalmente no sólo demostrará que tenía razón en sus
sospechas en lo que refiere al magnicidio, sino también acabará él sólo con el
asesino, interpretado por ese hombre tan inquietante como es John Malkovich. El
guardaespaldas es ni más ni menos que Clint Eastwood, en uno de sus últimos
papeles en una película ni dirigida por él, y la obra se titula En la línea de fuego (In the line of fire, Wolfgang Petersen,
1993).
Las segundas oportunidades suelen ser
una forma de redención de un error, de un pecado, de un paso en falso dado
anteriormente. No obstante, ese paso también puede demostrar que sí, que podrá
acertarse a hacer algo mejor, incluso a ser el mejor en algo, pero el precio que se ha pagado por ello es
demasiado alto. Estoy pensando en esa maravilla que es El buscavidas (The hustler, Robert Rossen, 1961), en la que Eddie Nelson, el
jugador de billar sobresaliente, logra ser el mejor, siguiendo los consejos de
Bert Gordon. Lo malo es que para llegar a esa punto de su vida ha tenido que
perder a la mujer que lo amaba, que le aconsejó lo que tenía que hacer, que
sólo le pedía que la quisiera como ella a él…y no siguió ninguno de sus
consejos. La consecuencia: ha triunfado,
qué duda cabe, pero a costa de estar solo, de no tener quien lo quiera ni a
quien querer. Nunca una segunda oportunidad había sido más dolorosa, más
amarga, nunca había dejado semejante sabor a derrota.
El
equipo Dédalo nunca pudo viajar al espacio en los años setenta porque el
programa en el que trabajaban fue clausurado. Treinta años después, esos cuatro
astronautas se unen de nuevo para tripular una nave que los lleve fuera de la
tierra para solucionar los problemas de un satélite soviético y que no caiga
a nuestro planeta. Poder emprender ese viaje postergado – para siempre, parecía
– es un reto y un motivo de orgullo para los cuatro jubilados. Claro que nada
es tan fácil en esta vida: una vez en el espacio descubren que el satélite
tiene en su interior varios misiles nucleares, de forma que tienen que
conducirlo a la luna para que no suponga una amenaza para la tierra. Será Hawk
Hawkins (Tommy Lee Jones) quien se
proponga como voluntario para llevarlo allí, pues a fin de cuentas sabe que tiene un cáncer
terminal; de esa forma no sólo salvará a sus compañeros de un viaje sin
retorno, sino que cumplirá su mayor sueño: pisar la luna (Space Cowboys, Clint Eastwood, 2000).
EN EL AMOR
Como es lógico, también se puede
empezar de cero en una nueva relación sentimental, o lo que es lo mismo, tener
esa segunda oportunidad de la que venimos hablando. Es lo que le ocurre a Miles
(Paul Giamatti), profesor de literatura en secundaria en un anónimo instituto,
como lo es él, a su pesar, ya que ha escrito una voluminosa y ambiciosa novela
que nadie quiere publicar. Pues bien, un año después de un divorcio que no
parece haber superado aún, se aproxima la boda de su mejor amigo, con el que se
va una semana a hacer catas de vino, jugar al golf y, en definitiva, a relajarse.
El objetivo no era muy difícil de alcanzar, sino fuera porque su amigo se
empeña en acostarse con todo aquello que se mueve, en tanto Miles se va dando
cuenta de que una camarera a la que ya conocía llamada Maya es un ser especial,
entrañable, de buen corazón, a quien le interesa leer su novela y que, para
colmo, entiende tanto de vinos como él mismo, que es lo más importante para un
tipo como Miles. Tras muchos vaivenes en la historia, y no menos malentendidos,
todo acaba en el momento que él llama a la puerta de Maya, quien lo ha
perdonado y a quien le encanta su novela. No vemos abrirse esa puerta porque hay un fundido a negro, pero de lo que no cabe duda es que estamos ante una película amena y más
profunda de lo que aparentemente puede parecer, Entre copas (Sideways,
Alexander Payne, 2004).
También
espera tener una segunda oportunidad en la relación con su esposa el psicólogo Malcom Crowe (Bruce
Willis), tras recuperarse –aparentemente - de un tiro que le ha pegado uno de
sus pacientes -tras lo cual el joven se suicida- y, de hecho, así se lo dice en un restaurante. Lo que él ignora,
y nosotros con él, es que la verdadera segunda oportunidad surge al poder ayudar
a Cole Sear (Haley Joel Osment), un niño que parece tener extrañas visiones, y ya que no pudo ayudar al
anterior paciente, al menos lograrlo con él. La verdad es que logra ambos objetivos,
puesto que el muchacho asume su “rareza” y al final Malcom se reconcilia con su mujer,
pero no de la forma que esperaba, puesto que lejos estaba de saber, y eso
constituye una de las grandes sorpresas de la película, que el chico sí ve a
muertos, que acuden a él en busca de ayuda para poder descansar en paz y que,
en último término, el psicólogo es uno más de ellos, y gracias a la ayuda del niño él puede descansar en paz y lograr que su mujer pueda superar esa pérdida terrible (El sexto sentido, The sixth sense, M. Night Nyamalan, 1999).
Del amor y del desamor trata el viaje que
emprenden por la Riviera Francesa el matrimonio compuesto por Mark (Albert
Finney) y Joana (Audrey Hepburn), en el que reviven sus románticos inicios como
pareja, los primeros años de su matrimonio y sus respectivas infidelidades. Con
el paso del tiempo los dos han cambiado tanto que no sólo les cuesta reconocer
al otro, sino incluso reconocerse a sí mismos. Y las preguntas tanto para ellos
como para el espectador no puede ser más que: ¿tendrán tiempo de solucionar sus desavenencias, tendrán el valor
de seguir juntos después de tantas experiencias, positivas y negativas, compartidas o, por
el contrario, optarán por reunir el coraje suficiente para acabar con una
relación que ya parecía haber acabado mucho tiempo atrás (Dos en la carretera, Two for
the road, Stanley Donen, 1967).
LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
Puede darse el caso, todo hay que
decirlo, de que nos encontremos con una persona que haya tenido varias
oportunidades y las haya aprovechado todas, como es el caso de la carrera
política de Frank Skeffington (Spencer Tracy), puesto que ha sido elegido alcalde
de una ciudad de Nueva Inglaterra en
varias ocasiones. Justamente por eso, el presente nos hace temer que la que
vamos a presenciar será la última –por edad, dado que ya es un hombre muy mayor
– y la única en la que será derrotado. Nada de tiene de extraño ese fracaso
cuando pensamos en que la integridad y los valores que ha defendido siempre Skeffington
representan algo ya pasado de moda para los adversarios políticos; por otro
lado, se ve también su fracaso como padre, dado que su hijo no sólo es un
inútil que no es capaz de hacer nada, sino que ni siquiera acude a votar por su
propio padre el día de las elecciones. Acaso El último hurra (The last
hurrah, 1958) sea la última película de John Ford situada en la sociedad
presente y que toca abiertamente temas e inquietudes sociales y políticas, que
de una forma u otra siempre habían estado latentes en su cine. Bien es verdad
que cuatro años después nos ofrecería El
hombre que mató a Liberty Valance, una negrísima reflexión sobre los mitos
fundacionales sobre los que se asienta una sociedad y un país entero, pero el
descrédito de la clase política y el pesimismo sobre los caminos por los que
avanzaba su nación ya estaba muy presente en la obra que mencionamos.
También en el mundo de la literatura se
puede empezar tocando el cielo y acabar después despeñándose al infierno. Algo
similar le sucede al narrador que vehicula el cuento de Augusto Monterroso:
su primer libro es un éxito rotundo y el segundo supera si cabe al segundo. Los
problemas para él dan comienzo cuando todo el mundo espera el tercero
–editorial, crítica, lectores, medios de comunicación… - y no acaba de salir.
Esa presión hace que el escritor se agobie, dude de su propia valía, tema la
recepción de su obra, independientemente de que él crea que es superior a sus
dos obras anteriores. A ratos podríamos pensar en un escritor de carne y hueso
que podría encarnar a la perfección ese relato, Juan Rulfo, el narrador
mejicano que pasó a la historia de la literatura con doscientas cincuenta
páginas, y que ya nunca se atrevió a publicar más, autor que el mismo
Monterroso conoció, como no podía ser menos al residir ambos en la ciudad de
México durante décadas y estar metidos en el mundo literario de una forma u
otra.
Max Klein es un arquitecto que sobrevive a un terrible accidente aéreo, a partir de lo cual cree poco menos que es inmortal: anda por cornisas, atraviesa carreteras atestadas de coches y hasta come alimentos a los que era alérgico. Sin embargo, cada vez se va separando más de su esposa e hijo, mientras ayuda a otros supervivientes del accidente, sobre todo a una joven llamada Carla que perdió a su hijo en él. Finalmente, todo se resuelve en una escena absolutamente impactante, a la que tan habituados nos tiene el australiano Peter Weir: al comer una fresa le da un shock anafiláctico y mientras todo parece indicar que morirá vemos el desarrollo del accidente ya comentado. Por suerte para él, su mujer llega en el momento justo para evitar que muera. La visión de Sin miedo a la vida (Fearless, 1993) es de una intensidad poco común, algo que comparte con la mayoría de las obras filmadas por ese director afincado en los EE. UU. hace ya treinta años.
En un breve cuento de Cesare Pavese titulado El ídolo, un joven llamado Guido descubre en un casa de citas a un antiguo amor, Mina. Él trabaja de representante y se empeña en casarse con ella y retirarla de ese oficio -una constante en varios relatos de los últimos dos siglos, todo sea dicho de paso -, pero ella no está por la labor, por más que tampoco acabe de explicar muy bien cuáles sean las razones de su negativa, aunque es muy probable que no quiere mezclar a un amor adolescente que supone un recuerdo maravilloso con su vida actual. Quedan en alguna ocasión, pero siempre esas citas destilan un sabor dulcemargo, y aunque se muda Mina de ciudad él la sigue, a pesar de que para entonces ya ha dejado su trabajo y no parece tener más obsesión en la vida que su amor por ella; que tampoco acaba de saber concretar, materializar de alguna manera... Como no podía ser menos en una tela cosida con semejantes hilos, el final aboca a Guido a la incomprensión y la perplejidad cuando ella le confiesa que ha conocido a otro hombre y que se va a casar con él. No deja de repetirse, como se ha puesto de relieve ya varias veces en estas líneas, en lo que al amor se refiere, que en la literatura y en el cine las segunda oportunidades se saldan la más de las ocasiones con el fracaso - gracias a Dios, en la vida real no-. Y el cuento que Pavese desarrolla en el norte de Italia no es una excepción, para desconsuelo de Guido... de Mark y de Joana, de Malcom Crowe y su esposa, de Eddie Taylor y Joan...
Max Klein es un arquitecto que sobrevive a un terrible accidente aéreo, a partir de lo cual cree poco menos que es inmortal: anda por cornisas, atraviesa carreteras atestadas de coches y hasta come alimentos a los que era alérgico. Sin embargo, cada vez se va separando más de su esposa e hijo, mientras ayuda a otros supervivientes del accidente, sobre todo a una joven llamada Carla que perdió a su hijo en él. Finalmente, todo se resuelve en una escena absolutamente impactante, a la que tan habituados nos tiene el australiano Peter Weir: al comer una fresa le da un shock anafiláctico y mientras todo parece indicar que morirá vemos el desarrollo del accidente ya comentado. Por suerte para él, su mujer llega en el momento justo para evitar que muera. La visión de Sin miedo a la vida (Fearless, 1993) es de una intensidad poco común, algo que comparte con la mayoría de las obras filmadas por ese director afincado en los EE. UU. hace ya treinta años.
En un breve cuento de Cesare Pavese titulado El ídolo, un joven llamado Guido descubre en un casa de citas a un antiguo amor, Mina. Él trabaja de representante y se empeña en casarse con ella y retirarla de ese oficio -una constante en varios relatos de los últimos dos siglos, todo sea dicho de paso -, pero ella no está por la labor, por más que tampoco acabe de explicar muy bien cuáles sean las razones de su negativa, aunque es muy probable que no quiere mezclar a un amor adolescente que supone un recuerdo maravilloso con su vida actual. Quedan en alguna ocasión, pero siempre esas citas destilan un sabor dulcemargo, y aunque se muda Mina de ciudad él la sigue, a pesar de que para entonces ya ha dejado su trabajo y no parece tener más obsesión en la vida que su amor por ella; que tampoco acaba de saber concretar, materializar de alguna manera... Como no podía ser menos en una tela cosida con semejantes hilos, el final aboca a Guido a la incomprensión y la perplejidad cuando ella le confiesa que ha conocido a otro hombre y que se va a casar con él. No deja de repetirse, como se ha puesto de relieve ya varias veces en estas líneas, en lo que al amor se refiere, que en la literatura y en el cine las segunda oportunidades se saldan la más de las ocasiones con el fracaso - gracias a Dios, en la vida real no-. Y el cuento que Pavese desarrolla en el norte de Italia no es una excepción, para desconsuelo de Guido... de Mark y de Joana, de Malcom Crowe y su esposa, de Eddie Taylor y Joan...
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