FRAGANCIAS Y HEDORES
En un mundo futuro que tal vez no tarde
en llegar, una pareja norteamericana ha instalado en su carísimo hogar una
serie de cachivaches tecnológicos que permiten en una de sus habitaciones poder
disfrutar de un ambiente tal y como lo desee el propietario. En un primer
momento la idea de ellos era tener una bosque, con riachuelo, árboles y todos
los elementos ad hoc para estar rodeados de una atmósfera de lo más pacífica y
relajante. Y, sin embargo, la pareja de hijos que tienen ha transformado esa
habitación en un realísimo ejemplo de sabana africana, y digo realísimo porque
una de las propiedades de esos adelante modernos es el sentir a todos los
niveles cuanto se tiene ante los ojos, de manera que el poderoso olor de los
leones, de las presas de estos tras ser comidas y tantos otros se perciben con
total realismo. Los padres están un poco asustados de cómo sus hijos ya no
piensan en otra cosa más que estar en la habitación, por lo que les prohíben
acercarse a ella. Y como si de un relato de Saki se tratara, los niños dejan
encerrados allí a sus progenitores, y los rugidos de los depredadores se
vuelven más terribles. Cuando viene el psicólogo a ver si los adultos le han
hecho caso, los niños lo encierran a él también, y de nuevo el ruido de los
animales de la sabana se vuelve más ensordecedor y nos tememos que van a dar
buena cuenta de los tres adultos. Y es que ese futuro supuestamente lleno de
inventos maravillosos para el ser humano no es tan estupendo como lo pintan, o
al menos eso creía uno de sus más fervientes creadores, Ray Bradbury (La sabana, The veldt).
No eran precisamente mucho
mejores los efluvios que describía George Orwell en su imprescindible Homenaje a Cataluña (Homage to
Catalonia), la descripción del paso del escritor británico por nuestro país
durante la Guerra Civil, al que viajó desde
su Gran Bretaña natal al poco tiempo de empezado el conflicto hasta que
tuvo que salir subrepticiamente de España en el año 1938 por la frontera
francesa tras haber sido herido en el brazo izquierdo y, lo que era mucho más
grave, en peligro de muerte una vez que el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, el partido al que pertenecían la mayoría de los anarquistas, para entendernos)
fue declarado ilegal y todos sus miembros detenidos, encarcelados y fusilados,
no necesariamente en este orden. En las páginas de ese libro podemos casi
sentir físicamente el olor que desprenden las trincheras en las que luchan los
soldados que defienden la República, las heridas purulentas de quienes caen
heridos por la acción de las balas de o de los morteros, el hedor de los
cárceles en las que se agolpan los prisioneros, todo ello en contraposición al
perfume de las mujeres que pasean tranquilamente por la ciudad de Barcelona,
como si esas batallas no formaran parte del mismo país en el que ellas vivían,
o el inconfundible olor de tabaco que todos fuman sin parar, los dos ejércitos
contendientes, los que están en la retaguardia, etcétera.
Sin salirnos de Cataluña, pero esta vez
acompañando a uno de los mejores escritores en su lengua, nos encontramos con
Josep Pla, el autor que hizo de las cosas sencillas de la vida el tema de
muchos de sus obras, entre las que no
podemos menos que destacar El cuaderno
gris (1945). En ese libro admirable somos testigos de la vida no sólo en
algunas aldeas del Ampurdá, sino también de en varias ciudades. Y entre ese
testimonio de las personas, los animales, las plantas y hasta lo inanimado que
también se cuela por entre las líneas de Pla, no podían faltar las notas
referidas a las percepciones olorosas. He aquí una muestra: “26 de abril – A
ciertas horas del día, a media tarde, por ejemplo, el perfume de las acacias
que ahora empiezan a florecer en la calle del Sol, es de una dulzura
literalmente embriagadora, quizá un punto demasiado dulzona, un olor de postal,
excesivamente pegajosos, viscoso, triste.”
ASESINOS, MUERTES Y HUMOR.
Por su parte, Jean-Baptiste
Grenouille, el niño abandonado a su suerte tras nacer y que ya desde pequeño
produce la perturbación que cabe suponer entre aquellos que aprecian su
ausencia de todo olor corporal, se convertirá con el tiempo en uno de los
mejores creadores de perfumes de la Europa del siglo XVIII y, finalmente, en un
asesino despiadado que no sólo es incapaz de sentir la más mínima empatía por
sus víctimas, sino que, en último término, tras haber matado a numerosas
jóvenes para extraerlas su olor, llevará su locura hasta el paroxismo cuando a
punto de ser llevado a la horca, expande una fragancia que enloquece a verdugos,
autoridades y a los cientos de testigos que se habían dado cita para contemplar
la ejecución, hasta el punto de que acaban todos envueltos en una frenética
orgía. Al final, consciente de la ausencia de nuevos retos para él, pero en
ningún momento arrepentido por sus crímenes inhumanos, obliga mediante otro
aroma de su creación a un grupo de bandidos a descuartizarlo, en un final que
no puede sino recordar el que padecerá Orfeo a manos de las bacantes. Es el argumento de El perfume, de Patrick Süskind, la novela de 1985 que sería uno de
los grandes éxitos de ventas durante años.
El elemento amoroso es mucho más
importante en un relato que Ítalo Calvino escribió para formar parte de un
libro que, organizado en torno a los cinco sentidos del ser humano, pero que la
muerte le impidió concluir, de manera que hoy en día sólo conservamos tres
partes. La que se refiere al olfato, concretamente es la que lleva por título El hombre, la nariz (Bajo el sol jaguar, 1989, en su versión
española). El breve texto intercala dos historias, la de un noble francés del
siglo XVIII (¿o del XIX?) y la de un joven inglés ya en el siglo XX. El primero
busca un perfume para una mujer en un París muy lejano del de Süskind –no en el
tiempo, sí en su aspecto y belleza – y el segundo se encuentra con una mujer a
la que distingue por su olor allá donde quiera que se encuentran. En todo caso,
ambas tramas que se desarrollan en paralelo terminan con la muerte de las
mujeres, sin que quede claro la forma en la que ambas encuentran su fin y el
grado de implicación de los hombres en esas muertes.
Sin embargo la muerte acecha en muchos
lugares donde no alcanza el amor, como es el caso paradigmático de las
narraciones de H. P. Lovecraft, en quien el hedor de las cuevas, de los casas
abandonadas y de de otro buen sinfín de lugares se asocia de una u otra manera
al mal. Es lo que ocurre en un relato llamado en busca de la ciudad del
poniente, donde aparece un barco cuya característica más acusada es su pésimo
olor. Y de hecho Randolph Carter, el protagonista de todo un ciclo de aventuras
del singular escritor de Providence, será secuestrado en una nave pestilente
por unas extrañas criaturas que son sus pasajeros(En busca de la cudad del sol poniente, The Dream-Quest of Unknown Kadath). Como no podía ser de otra
manera en Lovecraft, cuanto se relata en sus historias carece de una
explicación racional, y hay que verlo en último término que una serie de
acercamientos de mundos paralelos, maléficos y aterradores. No es de extrañar
que un universo próximo a lo onírico como éste se declarase deudor en cierta
forma de las atmósferas turbadoras de Arthur Machen o Lord Dunsany.
Pero no todo iba ser una atmósfera
fétida y maloliente, ya que en el mundo de los olores también hay espacio para
el humor. En efecto, en una película que ha salido a colación varias veces en
este blog, My Darling Clementine (John
Ford, 1946) el sheriff Wyatt Earp se detiene a acicalarse en la peluquería de
Tombstone, ese pequeño pueblo en el que Ford situó el espíritu de los pioneros,
como ya antes se había afeitado la barba – lo que no deja de indicar que es un
tipo presumido - y, de paso, expulsado a un indio revoltoso que estaba
incordiando en el lugar. Pues bien, a
punto de celebrarse el baile con el que se pretende inaugurar la iglesia que se
está construyendo, Wyatt sale de la peluquería oliendo a una colonia que le ha
recomendado el barbero, y nada más salir se encuentra con la hermosa y joven
Clementine, la futura maestra de Tombstone y que encarna la civilización,
además de ser el objeto del amor del atildado sheriff. Charlan juntos y ella le
dice que es un día tan hermoso que hasta le parece oler a las flores del campo,
allí, en pleno desierto. Él le explica de dónde proviene ese olor tan
agradable. A continuación se acercan sus dos hermanos y, entre otros temas de
la conversación, también uno de ellos afirma que le parece estar oliendo al
jardín de su madre, a lo que responde Wyatt: “Soy yo”.
INFANCIA Y FELICIDAD
De entre los recuerdos de la infancia que
todo ser humano recuerda es imposible que no haya varios asociados al mundo
olfativo. Y, como no podía ser de otro modo, los escritores han buceado en esas
evocaciones con mayor o menor fortuna, en especial a la hora de enfrentarse a
la escritura de sus memorias. Como muestra traemos aquí el caso de Giuseppe
Tomasi di Lampedusa (1896-1957). A la ahora de rememorar la casa de su familia,
que ya avanza que sería destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra
Mundial –más en concreto fecha esa pérdida el 5 de abril de 1943 – no podía
menos que enlazar las recuerdos que le proporcionan todos los sentidos: “Todo
me gustaba en ella: la asimetría de sus muros, la cantidad de sus salones, los
estucos de sus techos, el mal olor de la cocina de mis abuelos, el aroma de
violeta en el tocador de mi madre, el aire sofocante de las caballerizas, la
grata sensación de los cueros pulidos en la guarnicionería, […]todo un mundo
lleno de delicados misterios, de sorpresas siempre renovadas y siempre
tiernas”.
Por desgracia, la Segunda Guerra
Mundial no terminó únicamente con los edificios y las casas de las personas,
sino que ocasión más de sesenta millones de muertos. Entre ellos estaban la
familia de Jakob Beer, un niño polaco que ha poco menos que perdido la razón
entre las muertes, la violencia y el ruido de las bombas y las metralletas. Por
fortuna para él, y para nosotros como lectores, un soldado y científico
humanista griego lo rescata literalmente del horror para llevárselo a vivir a
las islas griegas, y allí volverá a descubrir las razones por la que la vida
merece la pena ser vivida: las conversaciones con los lugareños, el sabor de
las olivas, el azul inmaculado del Mediterráneo, el olor a salitre del mar o de
la fruta recién pelado… Pocas veces los sentidos han descubierto todo un mundo
y han supuesto una “resurrección “ para un ser humano como en Piezas en fuga (Fugitive pieces, 1996), la primera y bellísima novela de la poetisa
canadiense Ann Michaels.
Hay veces en las que un determinado aroma se nos cuela de rondón en
nuestras vidas y bien nos presenta la infancia ante nuestros ojos con una
fuerza increíble, como ya hemos visto, o bien parece aromatizar aquello que nos
rodea, hasta las mismas lecturas que nos traemos entre manos. Es lo que le
ocurre a ese personaje de Juan Marsé al que le gusta el café y los libros:
“Ciertamente, el café le gusta mucho y su aroma invade con frecuencia el ámbito
de sus sueños y de sus lecturas, y ahora mismo cree percibirlo impregnando las
páginas del libro que está leyendo, perfumando la habitación de la triste y
desesperada Natasha” (Rabos de lagartija,
2000). Por desgracia, en este blog no disponemos ni de los recursos del Odorama, es decir, de aquel sistema que intentó la visión simultánea de películas y de olores de lo que se mostraba en esas películas, ni de las páginas de libros como los de Genónimo Stilton, esos que se pueden rascar y percibir determinados olores, a veces sin ni siquiera rascar. Pero bueno, tal vez algún eso sea posible en el ámbito de internet y entonces estas líneas pudieran ir acompañadas de todas la fragancias, aromas hedores, perfumes que en él han ido apareciendo.
José María García Pérez
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