viernes, 22 de febrero de 2013

 FRAGANCIAS Y  HEDORES

                
             En un mundo futuro que tal vez no tarde en llegar, una pareja norteamericana ha instalado en su carísimo hogar una serie de cachivaches tecnológicos que permiten en una de sus habitaciones poder disfrutar de un ambiente tal y como lo desee el propietario. En un primer momento la idea de ellos era tener una bosque, con riachuelo, árboles y todos los elementos ad hoc para estar rodeados de una atmósfera de lo más pacífica y relajante. Y, sin embargo, la pareja de hijos que tienen ha transformado esa habitación en un realísimo ejemplo de sabana africana, y digo realísimo porque una de las propiedades de esos adelante modernos es el sentir a todos los niveles cuanto se tiene ante los ojos, de manera que el poderoso olor de los leones, de las presas de estos tras ser comidas y tantos otros se perciben con total realismo. Los padres están un poco asustados de cómo sus hijos ya no piensan en otra cosa más que estar en la habitación, por lo que les prohíben acercarse a ella. Y como si de un relato de Saki se tratara, los niños dejan encerrados allí a sus progenitores, y los rugidos de los depredadores se vuelven más terribles. Cuando viene el psicólogo a ver si los adultos le han hecho caso, los niños lo encierran a él también, y de nuevo el ruido de los animales de la sabana se vuelve más ensordecedor y nos tememos que van a dar buena cuenta de los tres adultos. Y es que ese futuro supuestamente lleno de inventos maravillosos para el ser humano no es tan estupendo como lo pintan, o al menos eso creía uno de sus más fervientes creadores, Ray Bradbury (La sabana, The veldt).
              No eran precisamente mucho mejores los efluvios que describía George Orwell en su imprescindible Homenaje a Cataluña (Homage to Catalonia), la descripción del paso del escritor británico por nuestro país durante la Guerra Civil, al que viajó desde  su Gran Bretaña natal al poco tiempo de empezado el conflicto hasta que tuvo que salir subrepticiamente de España en el año 1938 por la frontera francesa tras haber sido herido en el brazo izquierdo y, lo que era mucho más grave, en peligro de muerte una vez que el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, el partido al que pertenecían la mayoría de los anarquistas, para entendernos) fue declarado ilegal y todos sus miembros detenidos, encarcelados y fusilados, no necesariamente en este orden. En las páginas de ese libro podemos casi sentir físicamente el olor que desprenden las trincheras en las que luchan los soldados que defienden la República, las heridas purulentas de quienes caen heridos por la acción de las balas de o de los morteros, el hedor de los cárceles en las que se agolpan los prisioneros, todo ello en contraposición al perfume de las mujeres que pasean tranquilamente por la ciudad de Barcelona, como si esas batallas no formaran parte del mismo país en el que ellas vivían, o el inconfundible olor de tabaco que todos fuman sin parar, los dos ejércitos contendientes, los que están en la retaguardia, etcétera.
     Sin salirnos de Cataluña, pero esta vez acompañando a uno de los mejores escritores en su lengua, nos encontramos con Josep Pla, el autor que hizo de las cosas sencillas de la vida el tema de muchos de sus obras, entre las que  no podemos menos que destacar El cuaderno gris (1945). En ese libro admirable somos testigos de la vida no sólo en algunas aldeas del Ampurdá, sino también de en varias ciudades. Y entre ese testimonio de las personas, los animales, las plantas y hasta lo inanimado que también se cuela por entre las líneas de Pla, no podían faltar las notas referidas a las percepciones olorosas. He aquí una muestra: “26 de abril – A ciertas horas del día, a media tarde, por ejemplo, el perfume de las acacias que ahora empiezan a florecer en la calle del Sol, es de una dulzura literalmente embriagadora, quizá un punto demasiado dulzona, un olor de postal, excesivamente pegajosos, viscoso, triste.”
ASESINOS, MUERTES Y HUMOR.
          Por su parte, Jean-Baptiste Grenouille, el niño abandonado a su suerte tras nacer y que ya desde pequeño produce la perturbación que cabe suponer entre aquellos que aprecian su ausencia de todo olor corporal, se convertirá con el tiempo en uno de los mejores creadores de perfumes de la Europa del siglo XVIII y, finalmente, en un asesino despiadado que no sólo es incapaz de sentir la más mínima empatía por sus víctimas, sino que, en último término, tras haber matado a numerosas jóvenes para extraerlas su olor, llevará su locura hasta el paroxismo cuando a punto de ser llevado a la horca, expande una fragancia que enloquece a verdugos, autoridades y a los cientos de testigos que se habían dado cita para contemplar la ejecución, hasta el punto de que acaban todos envueltos en una frenética orgía. Al final, consciente de la ausencia de nuevos retos para él, pero en ningún momento arrepentido por sus crímenes inhumanos, obliga mediante otro aroma de su creación a un grupo de bandidos a descuartizarlo, en un final que no puede sino recordar el que padecerá Orfeo a manos de las bacantes.  Es el argumento de El perfume, de Patrick Süskind, la novela de 1985 que sería uno de los grandes éxitos de ventas durante años.
         El elemento amoroso es mucho más importante en un relato que Ítalo Calvino escribió para formar parte de un libro que, organizado en torno a los cinco sentidos del ser humano, pero que la muerte le impidió concluir, de manera que hoy en día sólo conservamos tres partes. La que se refiere al olfato, concretamente es la que lleva por título El hombre, la nariz (Bajo el sol jaguar, 1989, en su versión española). El breve texto intercala dos historias, la de un noble francés del siglo XVIII (¿o del XIX?) y la de un joven inglés ya en el siglo XX. El primero busca un perfume para una mujer en un París muy lejano del de Süskind –no en el tiempo, sí en su aspecto y belleza – y el segundo se encuentra con una mujer a la que distingue por su olor allá donde quiera que se encuentran. En todo caso, ambas tramas que se desarrollan en paralelo terminan con la muerte de las mujeres, sin que quede claro la forma en la que ambas encuentran su fin y el grado de implicación de los hombres en esas muertes.

        Sin embargo la muerte acecha en muchos lugares donde no alcanza el amor, como es el caso paradigmático de las narraciones de H. P. Lovecraft, en quien el hedor de las cuevas, de los casas abandonadas y de de otro buen sinfín de lugares se asocia de una u otra manera al mal. Es lo que ocurre en un relato llamado en busca de la ciudad del poniente, donde aparece un barco cuya característica más acusada es su pésimo olor. Y de hecho Randolph Carter, el protagonista de todo un ciclo de aventuras del singular escritor de Providence, será secuestrado en una nave pestilente por unas extrañas criaturas que son sus pasajeros(En busca de la cudad del sol poniente, The Dream-Quest of Unknown Kadath). Como no podía ser de otra manera en Lovecraft, cuanto se relata en sus historias carece de una explicación racional, y hay que verlo en último término que una serie de acercamientos de mundos paralelos, maléficos y aterradores. No es de extrañar que un universo próximo a lo onírico como éste se declarase deudor en cierta forma de las atmósferas turbadoras de Arthur Machen o Lord Dunsany.
          Pero no todo iba ser una atmósfera fétida y maloliente, ya que en el mundo de los olores también hay espacio para el humor. En efecto, en una película que ha salido a colación varias veces en este blog, My Darling Clementine (John Ford, 1946) el sheriff Wyatt Earp se detiene a acicalarse en la peluquería de Tombstone, ese pequeño pueblo en el que Ford situó el espíritu de los pioneros, como ya antes se había afeitado la barba – lo que no deja de indicar que es un tipo presumido - y, de paso, expulsado a un indio revoltoso que estaba incordiando en el lugar. Pues bien,  a punto de celebrarse el baile con el que se pretende inaugurar la iglesia que se está construyendo, Wyatt sale de la peluquería oliendo a una colonia que le ha recomendado el barbero, y nada más salir se encuentra con la hermosa y joven Clementine, la futura maestra de Tombstone y que encarna la civilización, además de ser el objeto del amor del atildado sheriff. Charlan juntos y ella le dice que es un día tan hermoso que hasta le parece oler a las flores del campo, allí, en pleno desierto. Él le explica de dónde proviene ese olor tan agradable. A continuación se acercan sus dos hermanos y, entre otros temas de la conversación, también uno de ellos afirma que le parece estar oliendo al jardín de su madre, a lo que responde Wyatt: “Soy yo”.
INFANCIA Y FELICIDAD
           De entre los recuerdos de la infancia que todo ser humano recuerda es imposible que no haya varios asociados al mundo olfativo. Y, como no podía ser de otro modo, los escritores han buceado en esas evocaciones con mayor o menor fortuna, en especial a la hora de enfrentarse a la escritura de sus memorias. Como muestra traemos aquí el caso de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957). A la ahora de rememorar la casa de su familia, que ya avanza que sería destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial –más en concreto fecha esa pérdida el 5 de abril de 1943 – no podía menos que enlazar las recuerdos que le proporcionan todos los sentidos: “Todo me gustaba en ella: la asimetría de sus muros, la cantidad de sus salones, los estucos de sus techos, el mal olor de la cocina de mis abuelos, el aroma de violeta en el tocador de mi madre, el aire sofocante de las caballerizas, la grata sensación de los cueros pulidos en la guarnicionería, […]todo un mundo lleno de delicados misterios, de sorpresas siempre renovadas y siempre tiernas”.
        Por desgracia, la Segunda Guerra Mundial no terminó únicamente con los edificios y las casas de las personas, sino que ocasión más de sesenta millones de muertos. Entre ellos estaban la familia de Jakob Beer, un niño polaco que ha poco menos que perdido la razón entre las muertes, la violencia y el ruido de las bombas y las metralletas. Por fortuna para él, y para nosotros como lectores, un soldado y científico humanista griego lo rescata literalmente del horror para llevárselo a vivir a las islas griegas, y allí volverá a descubrir las razones por la que la vida merece la pena ser vivida: las conversaciones con los lugareños, el sabor de las olivas, el azul inmaculado del Mediterráneo, el olor a salitre del mar o de la fruta recién pelado… Pocas veces los sentidos han descubierto todo un mundo y han supuesto una “resurrección “ para un ser humano como en Piezas en fuga (Fugitive pieces, 1996), la primera y bellísima novela de la poetisa canadiense Ann Michaels.
          Hay veces en las que un determinado aroma se nos cuela de rondón en nuestras vidas y bien nos presenta la infancia ante nuestros ojos con una fuerza increíble, como ya hemos visto, o bien parece aromatizar aquello que nos rodea, hasta las mismas lecturas que nos traemos entre manos. Es lo que le ocurre a ese personaje de Juan Marsé al que le gusta el café y los libros: “Ciertamente, el café le gusta mucho y su aroma invade con frecuencia el ámbito de sus sueños y de sus lecturas, y ahora mismo cree percibirlo impregnando las páginas del libro que está leyendo, perfumando la habitación de la triste y desesperada Natasha” (Rabos de lagartija, 2000). Por desgracia, en este blog no disponemos ni de los recursos del Odorama, es decir, de aquel sistema que intentó la visión simultánea de películas y de olores de lo que se mostraba en esas películas, ni de las páginas de libros como los de Genónimo Stilton, esos que se pueden rascar y percibir determinados olores, a veces sin ni siquiera rascar. Pero bueno, tal vez algún eso sea posible en el ámbito de internet y entonces estas líneas pudieran ir acompañadas de todas la fragancias, aromas hedores, perfumes que en él han ido apareciendo.
                                                                            José María García Pérez


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