PINTORES Y PINTURAS (2)
Un
renombrado pintor recibe el extraño encargo de llevar a una tela el retrato de
un hombre joven y hermoso, pero sin tener un modelo en el que inspirarse,
aunque eso sí, el resultado ha de tener la pátina del tiempo, esto es, una
suerte de atmósfera que haga que quien lo vea lo sitúe en una época anterior,
sin una fecha precisa, aunque todo apunta que en torno a mediados del siglo
XIX. El innombrado artista traspasa esa petición a una amiga que también se
dedica a ese noble arte, Mary Tredick. Ella acepta y en muy poco tiempo obtiene
una pintura extraordinaria, que cumple con todos los requisitos solicitados.
Ahora bien, cuando la dama que ha hecho el encargo lo ve –en el taller del
mediador – se queda estupefacta, ya que reconoce en el hermoso varón a su
prometido. Extiende un cheque por el doble del valor del encargo, nada menos
que 400 libras, y da órdenes para que al día siguiente vengan a recogerlo. Sin
embargo, Mary lo retira antes y, al devolver el cheque a su amigo, le informa
que el modelo fue alguien a quien amó en el pasado y fue amada por él, y que lo
perdió por la intromisión de la señora Brigdenorth –que así se hace llamar la
dama -, quien logró la promesa de matrimonio del joven, promesa que nunca se
cumplió al morir antes del enlace. Y al final sabemos de la muerte de esas dos
mujeres, ya ancianas, en un espacio breve de tiempo, gracias a lo cual el
soberbio retrato ha pasado a manos del pintor, quien ya anciano es la persona
que narra el relato (La pátina del
tiempo, The Tone of Time, Henry
James, 1900).
Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, nos narra la historia de
Pitas Payas, ese pintor que dibuja bajo el ombligo de su mujer un cordero, para
asegurase que le va a ser fiel, ahora que ha de partir lejos y durante dos
años, cuando sólo hace un mes escaso que se han casado. A su regreso, se encuentra
con que ella tiene una carnero dibujado en su vientre, lo que le hace sospechar
al pintor, pero ella le explica que es normal que tras tanto tiempo de espera
el cordero haya crecido –pese a que la explicación es mucho más
sencill: ella ha tenido un amante todo ese tiempo y al llegar las nuevas de
que su marido retorna al hogar, ella le pide que pinte algo que oculte su
adulterio-. Se trata de una exiemplo, de una especie de fábula para enseñar que las cosas importantes se deben cuidar. Es una más de las muchas y divertidas historias que pueden leerse
en una de las obras maestras de nuestra literatura, a saber: el Libro de buen amor.
TRES RELATOS
Por su parte, tres diletantes de muy
diversos oficios (un barón, un poeta y un pintor) se quejan de su vida monótona
y sin aliciente alguno, por lo que, tras abandonar el bar donde empieza la
historia, se trasladan al lugar donde pinta Vladimiro, un artista que los tres
admiran y que les obsequia con comida y vino. El cuarto está, como siempre,
lleno de humo, porque parece que es la forma en la que Vladimiro Lubovski mejor
pinta, y mientras ellos siguen quejándose de la vida, el pintor pone en la tela
lo que lleva dentro. Pasa el tiempo y los tres deciden irse de aquel lugar,
donde realmente no pintan nada, y allí se queda el artista, llorando en
soledad, porque la creación siempre es una lucha solitaria, y por más
acompañado que estés en ese momento mágico, estás solo ante la obra que haces.
Y no cuesta trabajo pensar que Rainer Maria Rilke, el inolvidable escritor
alemán, compartía esas ideas con ese ser cuyo nombre aparece en el mismo título
de cuento: Vladimiro, pintor de nubes.
Por su parte, el joven insolente que se hará llamar Jean de Daumier-Smith, ha aprendido a pintar, pero no por perseguir la creación como algo poco menos que divino, como era el anhelo de Vladimiro, sino como un entretenimiento que le ha llevado a ganar tres premios infantiles. En lugar de sus 19 años, finge tener diez años más y ofrece sus servicios para ser profesor de pintura en Canadá, en una escuela regentada por un matrimonio japonés. Como ocurre en toda la obra de J. D Salinger, lo que siempre asombra en la breve obra del narrador estadounidense es la pasmosa creación de personajes y la facilidad con la que los ponía en una serie de circunstancias que los hacían dudar de sus certezas, pero también ser más humildes y amables para con los demás, e incluso para consigo mismos. En este relato la historia es desternillante, hasta el punto de que es imposible no reírse con las cartas que manda a sus alumnos o con las descripciones que hace de las costumbres de la pareja japonesa que regenta la escuela (El período azul de Daumier-Smith).
Por su parte, el joven insolente que se hará llamar Jean de Daumier-Smith, ha aprendido a pintar, pero no por perseguir la creación como algo poco menos que divino, como era el anhelo de Vladimiro, sino como un entretenimiento que le ha llevado a ganar tres premios infantiles. En lugar de sus 19 años, finge tener diez años más y ofrece sus servicios para ser profesor de pintura en Canadá, en una escuela regentada por un matrimonio japonés. Como ocurre en toda la obra de J. D Salinger, lo que siempre asombra en la breve obra del narrador estadounidense es la pasmosa creación de personajes y la facilidad con la que los ponía en una serie de circunstancias que los hacían dudar de sus certezas, pero también ser más humildes y amables para con los demás, e incluso para consigo mismos. En este relato la historia es desternillante, hasta el punto de que es imposible no reírse con las cartas que manda a sus alumnos o con las descripciones que hace de las costumbres de la pareja japonesa que regenta la escuela (El período azul de Daumier-Smith).
En un breve relato de Jean Rhys, esa
escritora tan interesante como poco conocida –me temo -, un don Juan francés
tiene que devolver treinta mil francos que ha sustraído de su empresa. Y,
curiosamente, aprovecha para intentar seducir a una mujer a la que acaba de
conocer, que por el acento debe de ser inglesa. La cosa no pinta bien de
momento, por lo que opta por pedir el dinero a dos de sus amantes ricas, sin el
más mínimo éxito. En consecuencia, aprovecha una nueva cita con Margaret para
intentar conseguir el dinero. Ella no quiere saber nada de una relación física,
pero sí está dispuesta a darle a Maurice –que al principio simplemente es
nombrado como el Chevalier – los treinta mil francos, siempre y cuando él
acceda a irse con ella a Madrid, a donde pretende trasladarse para disfrutar de
la vida y de su fortuna. El don Juan se niega de muy malos modos y ya sólo
piensa en la manera más rápida de huir de París antes de que se den cuenta del
dinero que ha sustraído. Lo curioso del caso es que, y con eso acabo, que ella
es pintora, sí, pero lo sabemos por dos rápidas menciones de la narradora, sin
que en ningún momento se nos presente su actividad ni se den pistas de la misma,
de modo que perfectamente hubiera podido ser modista, modelo y cocinera (El Chevalier de la Place Blanche,
1976).
En uno de sus escritos humorísticos, Leonardo
Da Vinci cuenta cómo un sacerdote va con el hisopo por todas partes bendiciendo
todo cuanto se le pone a tiro. Es más, se encuentra con un pintor y allá que te
va con el agua bendita: rocía los cuadros como si de una nueva empresa se
tratara. Y por si eso fuera poco, le explica al enojado pintor que el hacer
buenas obras tiene buen pago por parte de Dios, y no precisamente cualquier bagatela, sino el
céntuplo de lo realizado. Cuando el cura se va de su casa, el pintor sube al
piso superior y sin perder tiempo le tira encima un jarrón de agua: “Ahí tienes
la recompensa del ciento por uno que te viene del cielo, como tú has dicho, por
el agua bendita con que tú has rociado mis cuadros y has estropeado la mitad de
ellos”. Llama la atención, o por lo menos a mí, que una figura tan asombrosa
como Leonardo Da Vinci no haya sido aprovechada en películas, series de
televisión o en novelas históricas; no es que no las haya, obviamente, pero tal
vez un artista, pensador, arquitecto, filósofo y tantas otras cosas no pueda
ser comprimido en los límites de una obra de ficción, entre otras razones
porque ya su vida y sus creaciones son tan fabulosas que me da la impresión de
que parecen ser la obra de un ser poco menos que sobrehumano.
En más de una ocasión hemos visto o leído que
alguien dibuja el rostro de una persona, y ello puede tener diversos fines: el
más clásico es la faz de un acusado en el juicio que se sigue contra él. De
esto tenemos ejemplos tanto en la ficción, como es el caso de Testigo de cargo (Witness for the prosecution, Billy Wilder, 1957), en donde vemos
cómo se perfila esa imagen y cómo se cambia el letrero que lo acompaña de
“culpable” a “no culpable”( que es la forma inglesa de denominar a nuestro
“inocente”), como en la vida real, como lo prueba el famoso caso de O. J.
Simpson. De otro lado, esos dibujos pueden ser, llegado el caso, determinantes
para reconocer a personajes relevantes de la trama, como ocurre con el dibujo
que Loudon Dodd ha hecho de dos de los supervivientes del Nube Volante, el
carguero que ha naufragado y del que Loudon y Jim Pinkerton pretenden recuperar
las mercancías que portaba (Los
traficantes de naufragios, The Wecker,
Robert Louis Stevenson).
DE LA PINTURA Y LA MÚSICA
No son pocas las canciones cuyo
argumento trata sobre un pintor, una pintura o la relación entre todo ello. Es
el caso, sin ir más lejos, de El último de la fila, quien en Lápiz, tinta, incluido en Astronomía
razonable (1993), se podía apreciar una letra en la que no era difícil adivinar
las preocupaciones que asaltan al pintor ante su obra, y en este caso no
podemos olvidar que el autor de la letra, Manolo García es también pintor. De
ahí ese ansia por pintar un color, un paisaje que el tiempo marchitará en
breve, ese dejarse llevar por la pasión y que el corazón dicte a la mano el
color, el movimiento y las líneas que tiene que seguir.
En otras
ocasiones lo que se observa tras unas sencillas líneas es pura y simplemente
una historia de amor, la que van sintiendo el pintor que en primera persona
describe la llegada de su modelo y el hecho de que surja un sentimiento entre
los dos que ninguno puede ocultar. “Me pongo a pintarte y no lo consigo,
después de estudiarte termino pensando, que faltan sobre mi paleta colores
intensos que reflejen tu rara belleza. No puedo captar tu sonrisa, plasmar tu
mirada, pero poco a poco sólo pienso en ti. Sólo pienso en ti (se repite ocho
veces como estribillo). Tú sigues viniendo y sigues posando, con mucha
paciencia porque mi lienzo siempre está en blanco. Las horas se pasan volando y
hay poco trabajo adelantado para tu retrato. Sospecho que no tienes prisa y que
te complace ver que poco a poco sólo pienso en ti, sólo pienso en ti…” En mi
opinión, una de las más hermosas canciones que ha dado la música en nuestro
país, que conforme pasa el tiempo más honda y bella parece, pese a tener ya casi cuarenta años. Es una lástima que el grupo formado por Cánovas, Rodrigo,
Adolfo y Guzmán no tuviera en su momento éxito, cosa sorpredente con un disco tan extraordinario como era ese Señora Azul (1974).
Ese inolvidable inicio de un amor se
transforma trece años después en un experiencia amarga para el protagonista de Una calle de París de Duncan Dhu (apareció
en el disco El grito del tiempo, 1987).
En efecto, en una habitación vacía sólo hay restos de lo que fue una relación
(un colchón, un cuadro y cortinas cerradas para que no entre el sol), ya que “La
noche se llevó los cuadros, la cordura y la fe, y nunca más se vio salir ningún
color de mi pincel”. En otras palabras, el fin de esa relación ha supuesto
también el fin de la dedicación a la pintura, y de ahí que sólo quede un
cuadro, el último: “El cuadro que pinté con tu sonrisa y nunca acabé, quedó en la habitación y nunca más se vio”. Cuando una relación termina, el fruto artístico ya no tiene sentido para el creador, aunque se tratase de una obra maestra.
Como ya hemos señalado en alguno de
los textos dedicados con anterioridad al tema de la pintura, hay ocasiones en
las que una tela ejerce una atracción irresistible a los ojos que la
contemplan. Y eso es lo que sucede a quien canta en primera persona en El cuadro II, un tema del segundo disco
de Héroes del silencio, que se tituló Senderos
de traición y que apareció en 1990. La visión del cuadro hace que “en su
interior las figuras danzan, me miran y se agrandan”. Hay un mención explícita
de las pistolas de Warhol (supongo que refiriéndose a la famosa obra con Elvis
Presley disparando en una de sus películas, que Warhol pintó con su particular
estilo). Al final parece como si hubiera un intento de penetrar en el lienzo,
en el sentido más literal de la palabra, para formar parte de él: “Rodeado por
miradas algo difuminadas y admito los colores de su interior, y sufre mi figura
la transformación”. Todo aparece en una descripción un tanto vaga, muy a tono
con las letras habituales de Enrique Bunbury, el cantante y letrista de la
mayoría de las canciones de ese grupo.
Apasionado por la música, para la que tenía indudables dotes, pero también para la escritura, la ilustración, maestro y humanista, fue finalmente la pintura lo que le llevó a la fama ya desde muy temprano en su vida, Oskar Kokoschka (1886 - 1979) se enamoró perdidamente de Alma Mahler, una de las mujeres más interesantes de su época (1879 -1964), viuda por aquel entonces del músico Gustav Mahler, futura esposa del arquitecto Walter Gropius y del escritor Franz Werfel. La relación no pudo ser más tormentosa, pues él pasaba noches enteras caminando ante la casa de Alma, le propuso un matrimonio que ella no llegó a aceptar y, finalmente, ella abortó el hijo que esperaba de él. Indudablemente nunca sabremos cómo hubiera terminado una relación como esa si matrimonio e hijo hubieran llegado a buen fin, pero lo cierto es que nos quedan varias obra maestras de la pintura del siglo XX como muestra de ese gran amor, tanto en óleo, dibujo y acuarela, entre ellas esa creación extraordinaria - y en la que aparecen los dos protagonistas de esa relación que vino a durar unos tres años - que es Die Windsbraut ( La novia del viento).
Apasionado por la música, para la que tenía indudables dotes, pero también para la escritura, la ilustración, maestro y humanista, fue finalmente la pintura lo que le llevó a la fama ya desde muy temprano en su vida, Oskar Kokoschka (1886 - 1979) se enamoró perdidamente de Alma Mahler, una de las mujeres más interesantes de su época (1879 -1964), viuda por aquel entonces del músico Gustav Mahler, futura esposa del arquitecto Walter Gropius y del escritor Franz Werfel. La relación no pudo ser más tormentosa, pues él pasaba noches enteras caminando ante la casa de Alma, le propuso un matrimonio que ella no llegó a aceptar y, finalmente, ella abortó el hijo que esperaba de él. Indudablemente nunca sabremos cómo hubiera terminado una relación como esa si matrimonio e hijo hubieran llegado a buen fin, pero lo cierto es que nos quedan varias obra maestras de la pintura del siglo XX como muestra de ese gran amor, tanto en óleo, dibujo y acuarela, entre ellas esa creación extraordinaria - y en la que aparecen los dos protagonistas de esa relación que vino a durar unos tres años - que es Die Windsbraut ( La novia del viento).
Y
terminamos con Benito Pérez Galdós, un hombre que nunca dejó el pincel - y que de hecho tiene cuadros, acuarelas y dibujos de valor nada desdeñable- por más que su fama venga de sus escritos y quien a lo largo de su extensísima obra nunca dejó de
tratar, de una forma u otra, el tema del doble. En una creación de 1870, que
puede ser considerada por tanto de juventud, La sombra, Anselmo es un hombre ya mayor que cuenta su vida al
narrador de la historia. Y su vida la recrea no como fue en realidad, sino como
la vida de un ser en el que se desdobla, el Paris de la mitología griega, el
príncipe troyano que sedujo a la bella Helena –no es casual que la esposa de Anselmo
se llame precisamente así, ni que a ratos ese anciano se haga pasar por otro
hombre, Alejandro, nombre con el que a su vez también se conoce a Paris, amén
de recordar inevitablemente al gran conquistador griego -. Nada tiene de ajeno a
toda esa trama el hecho de que en el salón de la casa de Anselmo hay un tapiz
en el que aparece una escena entre Paris y Helena. Una vez más, una imagen –tanto
da en este caso que sea un tapiz o que sea un cuadro – en segundo plano sirve
para conectar las líneas por las que discurre un relato, como pasa siempre en
las películas de Alfred Hitchcock o de Carl Theodor Dreyer, pero eso ya sería
materia de otro artículo.
José María García Pérez
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