jueves, 14 de febrero de 2013


PINTORES Y PINTURAS (2)
                  
         Un renombrado pintor recibe el extraño encargo de llevar a una tela el retrato de un hombre joven y hermoso, pero sin tener un modelo en el que inspirarse, aunque eso sí, el resultado ha de tener la pátina del tiempo, esto es, una suerte de atmósfera que haga que quien lo vea lo sitúe en una época anterior, sin una fecha precisa, aunque todo apunta que en torno a mediados del siglo XIX. El innombrado artista traspasa esa petición a una amiga que también se dedica a ese noble arte, Mary Tredick. Ella acepta y en muy poco tiempo obtiene una pintura extraordinaria, que cumple con todos los requisitos solicitados. Ahora bien, cuando la dama que ha hecho el encargo lo ve –en el taller del mediador – se queda estupefacta, ya que reconoce en el hermoso varón a su prometido. Extiende un cheque por el doble del valor del encargo, nada menos que 400 libras, y da órdenes para que al día siguiente vengan a recogerlo. Sin embargo, Mary lo retira antes y, al devolver el cheque a su amigo, le informa que el modelo fue alguien a quien amó en el pasado y fue amada por él, y que lo perdió por la intromisión de la señora Brigdenorth –que así se hace llamar la dama -, quien logró la promesa de matrimonio del joven, promesa que nunca se cumplió al morir antes del enlace. Y al final sabemos de la muerte de esas dos mujeres, ya ancianas, en un espacio breve de tiempo, gracias a lo cual el soberbio retrato ha pasado a manos del pintor, quien ya anciano es la persona que narra el relato (La pátina del tiempo, The Tone of Time, Henry James, 1900).
       Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, nos narra la historia de Pitas Payas, ese pintor que dibuja bajo el ombligo de su mujer un cordero, para asegurase que le va a ser fiel, ahora que ha de partir lejos y durante dos años, cuando sólo hace un mes escaso que se han casado. A su regreso, se encuentra con que ella tiene una carnero dibujado en su vientre, lo que le hace sospechar al pintor, pero ella le explica que es normal que tras tanto tiempo de espera el cordero haya crecido –pese a que la explicación es mucho más sencill: ella ha tenido un amante todo ese tiempo y al llegar las nuevas de que su marido retorna al hogar, ella le pide que pinte algo que oculte su adulterio-. Se trata de una exiemplo, de una especie de fábula para enseñar que las cosas importantes se deben cuidar. Es una más de las muchas y divertidas historias que pueden leerse en una de las obras maestras de nuestra literatura, a saber: el Libro de buen amor.
TRES RELATOS
         Por su parte, tres diletantes de muy diversos oficios (un barón, un poeta y un pintor) se quejan de su vida monótona y sin aliciente alguno, por lo que, tras abandonar el bar donde empieza la historia, se trasladan al lugar donde pinta Vladimiro, un artista que los tres admiran y que les obsequia con comida y vino. El cuarto está, como siempre, lleno de humo, porque parece que es la forma en la que Vladimiro Lubovski mejor pinta, y mientras ellos siguen quejándose de la vida, el pintor pone en la tela lo que lleva dentro. Pasa el tiempo y los tres deciden irse de aquel lugar, donde realmente no pintan nada, y allí se queda el artista, llorando en soledad, porque la creación siempre es una lucha solitaria, y por más acompañado que estés en ese momento mágico, estás solo ante la obra que haces. Y no cuesta trabajo pensar que Rainer Maria Rilke, el inolvidable escritor alemán, compartía esas ideas con ese ser cuyo nombre aparece en el mismo título de cuento: Vladimiro, pintor de nubes.
        Por su parte, el joven insolente que se hará llamar Jean de Daumier-Smith, ha aprendido a pintar, pero no por perseguir la creación como algo poco menos que divino, como era el anhelo de Vladimiro, sino como un entretenimiento que le ha llevado a ganar tres premios infantiles. En lugar de sus 19 años, finge tener diez años más y ofrece sus servicios para ser profesor de pintura en Canadá, en una escuela regentada por un matrimonio japonés. Como ocurre en toda la obra de J. D Salinger, lo que siempre asombra en la breve obra del narrador estadounidense es la pasmosa creación de personajes y la facilidad con la que los ponía en una serie de circunstancias que los hacían dudar de sus certezas, pero también ser más humildes y amables para con los demás, e incluso para consigo mismos. En este relato la historia es desternillante, hasta el punto de que es imposible no reírse con las cartas que manda a sus alumnos o con las descripciones que hace de las costumbres de la pareja japonesa que regenta la escuela (El período azul de Daumier-Smith).
          En un breve relato de Jean Rhys, esa escritora tan interesante como poco conocida –me temo -, un don Juan francés tiene que devolver treinta mil francos que ha sustraído de su empresa. Y, curiosamente, aprovecha para intentar seducir a una mujer a la que acaba de conocer, que por el acento debe de ser inglesa. La cosa no pinta bien de momento, por lo que opta por pedir el dinero a dos de sus amantes ricas, sin el más mínimo éxito. En consecuencia, aprovecha una nueva cita con Margaret para intentar conseguir el dinero. Ella no quiere saber nada de una relación física, pero sí está dispuesta a darle a Maurice –que al principio simplemente es nombrado como el Chevalier – los treinta mil francos, siempre y cuando él acceda a irse con ella a Madrid, a donde pretende trasladarse para disfrutar de la vida y de su fortuna. El don Juan se niega de muy malos modos y ya sólo piensa en la manera más rápida de huir de París antes de que se den cuenta del dinero que ha sustraído. Lo curioso del caso es que, y con eso acabo, que ella es pintora, sí, pero lo sabemos por dos rápidas menciones de la narradora, sin que en ningún momento se nos presente su actividad ni se den pistas de la misma, de modo que perfectamente hubiera podido ser modista, modelo y cocinera (El Chevalier de la Place Blanche, 1976).
 FÁBULAS Y DIBUJOS
          En uno de sus escritos humorísticos, Leonardo Da Vinci cuenta cómo un sacerdote va con el hisopo por todas partes bendiciendo todo cuanto se le pone a tiro. Es más, se encuentra con un pintor y allá que te va con el agua bendita: rocía los cuadros como si de una nueva empresa se tratara. Y por si eso fuera poco, le explica al enojado pintor que el hacer buenas obras tiene buen pago por parte de Dios, y no  precisamente cualquier bagatela, sino el céntuplo de lo realizado. Cuando el cura se va de su casa, el pintor sube al piso superior y sin perder tiempo le tira encima un jarrón de agua: “Ahí tienes la recompensa del ciento por uno que te viene del cielo, como tú has dicho, por el agua bendita con que tú has rociado mis cuadros y has estropeado la mitad de ellos”. Llama la atención, o por lo menos a mí, que una figura tan asombrosa como Leonardo Da Vinci no haya sido aprovechada en películas, series de televisión o en novelas históricas; no es que no las haya, obviamente, pero tal vez un artista, pensador, arquitecto, filósofo y tantas otras cosas no pueda ser comprimido en los límites de una obra de ficción, entre otras razones porque ya su vida y sus creaciones son tan fabulosas que me da la impresión de que parecen ser la obra de un ser poco menos que sobrehumano.
        En más de una ocasión hemos visto o leído que alguien dibuja el rostro de una persona, y ello puede tener diversos fines: el más clásico es la faz de un acusado en el juicio que se sigue contra él. De esto tenemos ejemplos tanto en la ficción, como es el caso de Testigo de cargo (Witness for the prosecution, Billy Wilder, 1957), en donde vemos cómo se perfila esa imagen y cómo se cambia el letrero que lo acompaña de “culpable” a “no culpable”( que es la forma inglesa de denominar a nuestro “inocente”), como en la vida real, como lo prueba el famoso caso de O. J. Simpson. De otro lado, esos dibujos pueden ser, llegado el caso, determinantes para reconocer a personajes relevantes de la trama, como ocurre con el dibujo que Loudon Dodd ha hecho de dos de los supervivientes del Nube Volante, el carguero que ha naufragado y del que Loudon y Jim Pinkerton pretenden recuperar las mercancías que portaba (Los traficantes de naufragios, The Wecker, Robert Louis Stevenson).
DE LA PINTURA Y LA MÚSICA
       No son pocas las canciones cuyo argumento trata sobre un pintor, una pintura o la relación entre todo ello. Es el caso, sin ir más lejos, de El último de la fila, quien en Lápiz, tinta, incluido en Astronomía razonable (1993), se podía apreciar una letra en la que no era difícil adivinar las preocupaciones que asaltan al pintor ante su obra, y en este caso no podemos olvidar que el autor de la letra, Manolo García es también pintor. De ahí ese ansia por pintar un color, un paisaje que el tiempo marchitará en breve, ese dejarse llevar por la pasión y que el corazón dicte a la mano el color, el movimiento y las líneas que tiene que seguir.
     En otras ocasiones lo que se observa tras unas sencillas líneas es pura y simplemente una historia de amor, la que van sintiendo el pintor que en primera persona describe la llegada de su modelo y el hecho de que surja un sentimiento entre los dos que ninguno puede ocultar. “Me pongo a pintarte y no lo consigo, después de estudiarte termino pensando, que faltan sobre mi paleta colores intensos que reflejen tu rara belleza. No puedo captar tu sonrisa, plasmar tu mirada, pero poco a poco sólo pienso en ti. Sólo pienso en ti (se repite ocho veces como estribillo). Tú sigues viniendo y sigues posando, con mucha paciencia porque mi lienzo siempre está en blanco. Las horas se pasan volando y hay poco trabajo adelantado para tu retrato. Sospecho que no tienes prisa y que te complace ver que poco a poco sólo pienso en ti, sólo pienso en ti…” En mi opinión, una de las más hermosas canciones que ha dado la música en nuestro país, que conforme pasa el tiempo más honda y bella parece, pese a tener ya casi cuarenta años. Es una lástima que el grupo formado por Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán no tuviera en su momento éxito, cosa sorpredente con un disco tan extraordinario como era ese Señora Azul (1974).
        Ese inolvidable inicio de un amor se transforma trece años después en un experiencia amarga para el protagonista de Una calle de París de Duncan Dhu (apareció en el disco El grito del tiempo, 1987). En efecto, en una habitación vacía sólo hay restos de lo que fue una relación (un colchón, un cuadro y cortinas cerradas para que no entre el sol), ya que “La noche se llevó los cuadros, la cordura y la fe, y nunca más se vio salir ningún color de mi pincel”. En otras palabras, el fin de esa relación ha supuesto también el fin de la dedicación a la pintura, y de ahí que sólo quede un cuadro, el último: “El cuadro que pinté con tu sonrisa y nunca acabé,  quedó en la habitación y nunca más se vio”.  Cuando una relación termina, el fruto artístico ya no tiene sentido para el creador, aunque se tratase de una obra maestra.
          Como ya hemos señalado en alguno de los textos dedicados con anterioridad al tema de la pintura, hay ocasiones en las que una tela ejerce una atracción irresistible a los ojos que la contemplan. Y eso es lo que sucede a quien canta en primera persona en El cuadro II, un tema del segundo disco de Héroes del silencio, que se tituló Senderos de traición y que apareció en 1990. La visión del cuadro hace que “en su interior las figuras danzan, me miran y se agrandan”. Hay un mención explícita de las pistolas de Warhol (supongo que refiriéndose a la famosa obra con Elvis Presley disparando en una de sus películas, que Warhol pintó con su particular estilo). Al final parece como si hubiera un intento de penetrar en el lienzo, en el sentido más literal de la palabra, para formar parte de él: “Rodeado por miradas algo difuminadas y admito los colores de su interior, y sufre mi figura la transformación”. Todo aparece en una descripción un tanto vaga, muy a tono con las letras habituales de Enrique Bunbury, el cantante y letrista de la mayoría de las canciones de ese grupo.
           Apasionado por la música, para la que tenía indudables dotes, pero también para la escritura, la ilustración, maestro y humanista, fue finalmente la pintura lo que le llevó a la fama ya desde muy temprano en su vida, Oskar Kokoschka (1886 - 1979) se enamoró perdidamente de Alma Mahler, una de las mujeres más interesantes de su época (1879 -1964), viuda por aquel entonces del músico Gustav Mahler, futura esposa del arquitecto Walter Gropius y del escritor Franz Werfel.  La relación no pudo ser más tormentosa, pues él pasaba noches enteras caminando ante la casa de Alma, le propuso un matrimonio que ella no llegó a aceptar y, finalmente, ella abortó el hijo que esperaba de él. Indudablemente nunca sabremos cómo hubiera terminado una relación como esa si matrimonio e hijo hubieran llegado a buen fin, pero lo cierto es que nos quedan varias obra maestras de la pintura del siglo XX como muestra de ese gran amor, tanto en óleo, dibujo y acuarela, entre ellas esa creación extraordinaria - y en la que aparecen los dos protagonistas de esa relación que vino a durar unos tres años - que es Die Windsbraut La novia del viento).
         Y terminamos con Benito Pérez Galdós, un hombre que nunca dejó el pincel - y que de hecho tiene cuadros, acuarelas y dibujos de valor nada desdeñable- por más que su fama venga de sus escritos y quien a lo largo de su extensísima obra nunca dejó de tratar, de una forma u otra, el tema del doble. En una creación de 1870, que puede ser considerada por tanto de juventud, La sombra, Anselmo es un hombre ya mayor que cuenta su vida al narrador de la historia. Y su vida la recrea no como fue en realidad, sino como la vida de un ser en el que se desdobla, el Paris de la mitología griega, el príncipe troyano que sedujo a la bella Helena –no es casual que la esposa de Anselmo se llame precisamente así, ni que a ratos ese anciano se haga pasar por otro hombre, Alejandro, nombre con el que a su vez también se conoce a Paris, amén de recordar inevitablemente al gran conquistador griego -. Nada tiene de ajeno a toda esa trama el hecho de que en el salón de la casa de Anselmo hay un tapiz en el que aparece una escena entre Paris y Helena. Una vez más, una imagen –tanto da en este caso que sea un tapiz o que sea un cuadro – en segundo plano sirve para conectar las líneas por las que discurre un relato, como pasa siempre en las películas de Alfred Hitchcock o de Carl Theodor Dreyer, pero eso ya sería materia de otro artículo.
                                                                          José María García Pérez

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