viernes, 22 de febrero de 2013

 FRAGANCIAS Y  HEDORES

                
             En un mundo futuro que tal vez no tarde en llegar, una pareja norteamericana ha instalado en su carísimo hogar una serie de cachivaches tecnológicos que permiten en una de sus habitaciones poder disfrutar de un ambiente tal y como lo desee el propietario. En un primer momento la idea de ellos era tener una bosque, con riachuelo, árboles y todos los elementos ad hoc para estar rodeados de una atmósfera de lo más pacífica y relajante. Y, sin embargo, la pareja de hijos que tienen ha transformado esa habitación en un realísimo ejemplo de sabana africana, y digo realísimo porque una de las propiedades de esos adelante modernos es el sentir a todos los niveles cuanto se tiene ante los ojos, de manera que el poderoso olor de los leones, de las presas de estos tras ser comidas y tantos otros se perciben con total realismo. Los padres están un poco asustados de cómo sus hijos ya no piensan en otra cosa más que estar en la habitación, por lo que les prohíben acercarse a ella. Y como si de un relato de Saki se tratara, los niños dejan encerrados allí a sus progenitores, y los rugidos de los depredadores se vuelven más terribles. Cuando viene el psicólogo a ver si los adultos le han hecho caso, los niños lo encierran a él también, y de nuevo el ruido de los animales de la sabana se vuelve más ensordecedor y nos tememos que van a dar buena cuenta de los tres adultos. Y es que ese futuro supuestamente lleno de inventos maravillosos para el ser humano no es tan estupendo como lo pintan, o al menos eso creía uno de sus más fervientes creadores, Ray Bradbury (La sabana, The veldt).
              No eran precisamente mucho mejores los efluvios que describía George Orwell en su imprescindible Homenaje a Cataluña (Homage to Catalonia), la descripción del paso del escritor británico por nuestro país durante la Guerra Civil, al que viajó desde  su Gran Bretaña natal al poco tiempo de empezado el conflicto hasta que tuvo que salir subrepticiamente de España en el año 1938 por la frontera francesa tras haber sido herido en el brazo izquierdo y, lo que era mucho más grave, en peligro de muerte una vez que el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, el partido al que pertenecían la mayoría de los anarquistas, para entendernos) fue declarado ilegal y todos sus miembros detenidos, encarcelados y fusilados, no necesariamente en este orden. En las páginas de ese libro podemos casi sentir físicamente el olor que desprenden las trincheras en las que luchan los soldados que defienden la República, las heridas purulentas de quienes caen heridos por la acción de las balas de o de los morteros, el hedor de los cárceles en las que se agolpan los prisioneros, todo ello en contraposición al perfume de las mujeres que pasean tranquilamente por la ciudad de Barcelona, como si esas batallas no formaran parte del mismo país en el que ellas vivían, o el inconfundible olor de tabaco que todos fuman sin parar, los dos ejércitos contendientes, los que están en la retaguardia, etcétera.
     Sin salirnos de Cataluña, pero esta vez acompañando a uno de los mejores escritores en su lengua, nos encontramos con Josep Pla, el autor que hizo de las cosas sencillas de la vida el tema de muchos de sus obras, entre las que  no podemos menos que destacar El cuaderno gris (1945). En ese libro admirable somos testigos de la vida no sólo en algunas aldeas del Ampurdá, sino también de en varias ciudades. Y entre ese testimonio de las personas, los animales, las plantas y hasta lo inanimado que también se cuela por entre las líneas de Pla, no podían faltar las notas referidas a las percepciones olorosas. He aquí una muestra: “26 de abril – A ciertas horas del día, a media tarde, por ejemplo, el perfume de las acacias que ahora empiezan a florecer en la calle del Sol, es de una dulzura literalmente embriagadora, quizá un punto demasiado dulzona, un olor de postal, excesivamente pegajosos, viscoso, triste.”
ASESINOS, MUERTES Y HUMOR.
          Por su parte, Jean-Baptiste Grenouille, el niño abandonado a su suerte tras nacer y que ya desde pequeño produce la perturbación que cabe suponer entre aquellos que aprecian su ausencia de todo olor corporal, se convertirá con el tiempo en uno de los mejores creadores de perfumes de la Europa del siglo XVIII y, finalmente, en un asesino despiadado que no sólo es incapaz de sentir la más mínima empatía por sus víctimas, sino que, en último término, tras haber matado a numerosas jóvenes para extraerlas su olor, llevará su locura hasta el paroxismo cuando a punto de ser llevado a la horca, expande una fragancia que enloquece a verdugos, autoridades y a los cientos de testigos que se habían dado cita para contemplar la ejecución, hasta el punto de que acaban todos envueltos en una frenética orgía. Al final, consciente de la ausencia de nuevos retos para él, pero en ningún momento arrepentido por sus crímenes inhumanos, obliga mediante otro aroma de su creación a un grupo de bandidos a descuartizarlo, en un final que no puede sino recordar el que padecerá Orfeo a manos de las bacantes.  Es el argumento de El perfume, de Patrick Süskind, la novela de 1985 que sería uno de los grandes éxitos de ventas durante años.
         El elemento amoroso es mucho más importante en un relato que Ítalo Calvino escribió para formar parte de un libro que, organizado en torno a los cinco sentidos del ser humano, pero que la muerte le impidió concluir, de manera que hoy en día sólo conservamos tres partes. La que se refiere al olfato, concretamente es la que lleva por título El hombre, la nariz (Bajo el sol jaguar, 1989, en su versión española). El breve texto intercala dos historias, la de un noble francés del siglo XVIII (¿o del XIX?) y la de un joven inglés ya en el siglo XX. El primero busca un perfume para una mujer en un París muy lejano del de Süskind –no en el tiempo, sí en su aspecto y belleza – y el segundo se encuentra con una mujer a la que distingue por su olor allá donde quiera que se encuentran. En todo caso, ambas tramas que se desarrollan en paralelo terminan con la muerte de las mujeres, sin que quede claro la forma en la que ambas encuentran su fin y el grado de implicación de los hombres en esas muertes.

        Sin embargo la muerte acecha en muchos lugares donde no alcanza el amor, como es el caso paradigmático de las narraciones de H. P. Lovecraft, en quien el hedor de las cuevas, de los casas abandonadas y de de otro buen sinfín de lugares se asocia de una u otra manera al mal. Es lo que ocurre en un relato llamado en busca de la ciudad del poniente, donde aparece un barco cuya característica más acusada es su pésimo olor. Y de hecho Randolph Carter, el protagonista de todo un ciclo de aventuras del singular escritor de Providence, será secuestrado en una nave pestilente por unas extrañas criaturas que son sus pasajeros(En busca de la cudad del sol poniente, The Dream-Quest of Unknown Kadath). Como no podía ser de otra manera en Lovecraft, cuanto se relata en sus historias carece de una explicación racional, y hay que verlo en último término que una serie de acercamientos de mundos paralelos, maléficos y aterradores. No es de extrañar que un universo próximo a lo onírico como éste se declarase deudor en cierta forma de las atmósferas turbadoras de Arthur Machen o Lord Dunsany.
          Pero no todo iba ser una atmósfera fétida y maloliente, ya que en el mundo de los olores también hay espacio para el humor. En efecto, en una película que ha salido a colación varias veces en este blog, My Darling Clementine (John Ford, 1946) el sheriff Wyatt Earp se detiene a acicalarse en la peluquería de Tombstone, ese pequeño pueblo en el que Ford situó el espíritu de los pioneros, como ya antes se había afeitado la barba – lo que no deja de indicar que es un tipo presumido - y, de paso, expulsado a un indio revoltoso que estaba incordiando en el lugar. Pues bien,  a punto de celebrarse el baile con el que se pretende inaugurar la iglesia que se está construyendo, Wyatt sale de la peluquería oliendo a una colonia que le ha recomendado el barbero, y nada más salir se encuentra con la hermosa y joven Clementine, la futura maestra de Tombstone y que encarna la civilización, además de ser el objeto del amor del atildado sheriff. Charlan juntos y ella le dice que es un día tan hermoso que hasta le parece oler a las flores del campo, allí, en pleno desierto. Él le explica de dónde proviene ese olor tan agradable. A continuación se acercan sus dos hermanos y, entre otros temas de la conversación, también uno de ellos afirma que le parece estar oliendo al jardín de su madre, a lo que responde Wyatt: “Soy yo”.
INFANCIA Y FELICIDAD
           De entre los recuerdos de la infancia que todo ser humano recuerda es imposible que no haya varios asociados al mundo olfativo. Y, como no podía ser de otro modo, los escritores han buceado en esas evocaciones con mayor o menor fortuna, en especial a la hora de enfrentarse a la escritura de sus memorias. Como muestra traemos aquí el caso de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957). A la ahora de rememorar la casa de su familia, que ya avanza que sería destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial –más en concreto fecha esa pérdida el 5 de abril de 1943 – no podía menos que enlazar las recuerdos que le proporcionan todos los sentidos: “Todo me gustaba en ella: la asimetría de sus muros, la cantidad de sus salones, los estucos de sus techos, el mal olor de la cocina de mis abuelos, el aroma de violeta en el tocador de mi madre, el aire sofocante de las caballerizas, la grata sensación de los cueros pulidos en la guarnicionería, […]todo un mundo lleno de delicados misterios, de sorpresas siempre renovadas y siempre tiernas”.
        Por desgracia, la Segunda Guerra Mundial no terminó únicamente con los edificios y las casas de las personas, sino que ocasión más de sesenta millones de muertos. Entre ellos estaban la familia de Jakob Beer, un niño polaco que ha poco menos que perdido la razón entre las muertes, la violencia y el ruido de las bombas y las metralletas. Por fortuna para él, y para nosotros como lectores, un soldado y científico humanista griego lo rescata literalmente del horror para llevárselo a vivir a las islas griegas, y allí volverá a descubrir las razones por la que la vida merece la pena ser vivida: las conversaciones con los lugareños, el sabor de las olivas, el azul inmaculado del Mediterráneo, el olor a salitre del mar o de la fruta recién pelado… Pocas veces los sentidos han descubierto todo un mundo y han supuesto una “resurrección “ para un ser humano como en Piezas en fuga (Fugitive pieces, 1996), la primera y bellísima novela de la poetisa canadiense Ann Michaels.
          Hay veces en las que un determinado aroma se nos cuela de rondón en nuestras vidas y bien nos presenta la infancia ante nuestros ojos con una fuerza increíble, como ya hemos visto, o bien parece aromatizar aquello que nos rodea, hasta las mismas lecturas que nos traemos entre manos. Es lo que le ocurre a ese personaje de Juan Marsé al que le gusta el café y los libros: “Ciertamente, el café le gusta mucho y su aroma invade con frecuencia el ámbito de sus sueños y de sus lecturas, y ahora mismo cree percibirlo impregnando las páginas del libro que está leyendo, perfumando la habitación de la triste y desesperada Natasha” (Rabos de lagartija, 2000). Por desgracia, en este blog no disponemos ni de los recursos del Odorama, es decir, de aquel sistema que intentó la visión simultánea de películas y de olores de lo que se mostraba en esas películas, ni de las páginas de libros como los de Genónimo Stilton, esos que se pueden rascar y percibir determinados olores, a veces sin ni siquiera rascar. Pero bueno, tal vez algún eso sea posible en el ámbito de internet y entonces estas líneas pudieran ir acompañadas de todas la fragancias, aromas hedores, perfumes que en él han ido apareciendo.
                                                                            José María García Pérez


jueves, 14 de febrero de 2013


PINTORES Y PINTURAS (2)
                  
         Un renombrado pintor recibe el extraño encargo de llevar a una tela el retrato de un hombre joven y hermoso, pero sin tener un modelo en el que inspirarse, aunque eso sí, el resultado ha de tener la pátina del tiempo, esto es, una suerte de atmósfera que haga que quien lo vea lo sitúe en una época anterior, sin una fecha precisa, aunque todo apunta que en torno a mediados del siglo XIX. El innombrado artista traspasa esa petición a una amiga que también se dedica a ese noble arte, Mary Tredick. Ella acepta y en muy poco tiempo obtiene una pintura extraordinaria, que cumple con todos los requisitos solicitados. Ahora bien, cuando la dama que ha hecho el encargo lo ve –en el taller del mediador – se queda estupefacta, ya que reconoce en el hermoso varón a su prometido. Extiende un cheque por el doble del valor del encargo, nada menos que 400 libras, y da órdenes para que al día siguiente vengan a recogerlo. Sin embargo, Mary lo retira antes y, al devolver el cheque a su amigo, le informa que el modelo fue alguien a quien amó en el pasado y fue amada por él, y que lo perdió por la intromisión de la señora Brigdenorth –que así se hace llamar la dama -, quien logró la promesa de matrimonio del joven, promesa que nunca se cumplió al morir antes del enlace. Y al final sabemos de la muerte de esas dos mujeres, ya ancianas, en un espacio breve de tiempo, gracias a lo cual el soberbio retrato ha pasado a manos del pintor, quien ya anciano es la persona que narra el relato (La pátina del tiempo, The Tone of Time, Henry James, 1900).
       Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, nos narra la historia de Pitas Payas, ese pintor que dibuja bajo el ombligo de su mujer un cordero, para asegurase que le va a ser fiel, ahora que ha de partir lejos y durante dos años, cuando sólo hace un mes escaso que se han casado. A su regreso, se encuentra con que ella tiene una carnero dibujado en su vientre, lo que le hace sospechar al pintor, pero ella le explica que es normal que tras tanto tiempo de espera el cordero haya crecido –pese a que la explicación es mucho más sencill: ella ha tenido un amante todo ese tiempo y al llegar las nuevas de que su marido retorna al hogar, ella le pide que pinte algo que oculte su adulterio-. Se trata de una exiemplo, de una especie de fábula para enseñar que las cosas importantes se deben cuidar. Es una más de las muchas y divertidas historias que pueden leerse en una de las obras maestras de nuestra literatura, a saber: el Libro de buen amor.
TRES RELATOS
         Por su parte, tres diletantes de muy diversos oficios (un barón, un poeta y un pintor) se quejan de su vida monótona y sin aliciente alguno, por lo que, tras abandonar el bar donde empieza la historia, se trasladan al lugar donde pinta Vladimiro, un artista que los tres admiran y que les obsequia con comida y vino. El cuarto está, como siempre, lleno de humo, porque parece que es la forma en la que Vladimiro Lubovski mejor pinta, y mientras ellos siguen quejándose de la vida, el pintor pone en la tela lo que lleva dentro. Pasa el tiempo y los tres deciden irse de aquel lugar, donde realmente no pintan nada, y allí se queda el artista, llorando en soledad, porque la creación siempre es una lucha solitaria, y por más acompañado que estés en ese momento mágico, estás solo ante la obra que haces. Y no cuesta trabajo pensar que Rainer Maria Rilke, el inolvidable escritor alemán, compartía esas ideas con ese ser cuyo nombre aparece en el mismo título de cuento: Vladimiro, pintor de nubes.
        Por su parte, el joven insolente que se hará llamar Jean de Daumier-Smith, ha aprendido a pintar, pero no por perseguir la creación como algo poco menos que divino, como era el anhelo de Vladimiro, sino como un entretenimiento que le ha llevado a ganar tres premios infantiles. En lugar de sus 19 años, finge tener diez años más y ofrece sus servicios para ser profesor de pintura en Canadá, en una escuela regentada por un matrimonio japonés. Como ocurre en toda la obra de J. D Salinger, lo que siempre asombra en la breve obra del narrador estadounidense es la pasmosa creación de personajes y la facilidad con la que los ponía en una serie de circunstancias que los hacían dudar de sus certezas, pero también ser más humildes y amables para con los demás, e incluso para consigo mismos. En este relato la historia es desternillante, hasta el punto de que es imposible no reírse con las cartas que manda a sus alumnos o con las descripciones que hace de las costumbres de la pareja japonesa que regenta la escuela (El período azul de Daumier-Smith).
          En un breve relato de Jean Rhys, esa escritora tan interesante como poco conocida –me temo -, un don Juan francés tiene que devolver treinta mil francos que ha sustraído de su empresa. Y, curiosamente, aprovecha para intentar seducir a una mujer a la que acaba de conocer, que por el acento debe de ser inglesa. La cosa no pinta bien de momento, por lo que opta por pedir el dinero a dos de sus amantes ricas, sin el más mínimo éxito. En consecuencia, aprovecha una nueva cita con Margaret para intentar conseguir el dinero. Ella no quiere saber nada de una relación física, pero sí está dispuesta a darle a Maurice –que al principio simplemente es nombrado como el Chevalier – los treinta mil francos, siempre y cuando él acceda a irse con ella a Madrid, a donde pretende trasladarse para disfrutar de la vida y de su fortuna. El don Juan se niega de muy malos modos y ya sólo piensa en la manera más rápida de huir de París antes de que se den cuenta del dinero que ha sustraído. Lo curioso del caso es que, y con eso acabo, que ella es pintora, sí, pero lo sabemos por dos rápidas menciones de la narradora, sin que en ningún momento se nos presente su actividad ni se den pistas de la misma, de modo que perfectamente hubiera podido ser modista, modelo y cocinera (El Chevalier de la Place Blanche, 1976).
 FÁBULAS Y DIBUJOS
          En uno de sus escritos humorísticos, Leonardo Da Vinci cuenta cómo un sacerdote va con el hisopo por todas partes bendiciendo todo cuanto se le pone a tiro. Es más, se encuentra con un pintor y allá que te va con el agua bendita: rocía los cuadros como si de una nueva empresa se tratara. Y por si eso fuera poco, le explica al enojado pintor que el hacer buenas obras tiene buen pago por parte de Dios, y no  precisamente cualquier bagatela, sino el céntuplo de lo realizado. Cuando el cura se va de su casa, el pintor sube al piso superior y sin perder tiempo le tira encima un jarrón de agua: “Ahí tienes la recompensa del ciento por uno que te viene del cielo, como tú has dicho, por el agua bendita con que tú has rociado mis cuadros y has estropeado la mitad de ellos”. Llama la atención, o por lo menos a mí, que una figura tan asombrosa como Leonardo Da Vinci no haya sido aprovechada en películas, series de televisión o en novelas históricas; no es que no las haya, obviamente, pero tal vez un artista, pensador, arquitecto, filósofo y tantas otras cosas no pueda ser comprimido en los límites de una obra de ficción, entre otras razones porque ya su vida y sus creaciones son tan fabulosas que me da la impresión de que parecen ser la obra de un ser poco menos que sobrehumano.
        En más de una ocasión hemos visto o leído que alguien dibuja el rostro de una persona, y ello puede tener diversos fines: el más clásico es la faz de un acusado en el juicio que se sigue contra él. De esto tenemos ejemplos tanto en la ficción, como es el caso de Testigo de cargo (Witness for the prosecution, Billy Wilder, 1957), en donde vemos cómo se perfila esa imagen y cómo se cambia el letrero que lo acompaña de “culpable” a “no culpable”( que es la forma inglesa de denominar a nuestro “inocente”), como en la vida real, como lo prueba el famoso caso de O. J. Simpson. De otro lado, esos dibujos pueden ser, llegado el caso, determinantes para reconocer a personajes relevantes de la trama, como ocurre con el dibujo que Loudon Dodd ha hecho de dos de los supervivientes del Nube Volante, el carguero que ha naufragado y del que Loudon y Jim Pinkerton pretenden recuperar las mercancías que portaba (Los traficantes de naufragios, The Wecker, Robert Louis Stevenson).
DE LA PINTURA Y LA MÚSICA
       No son pocas las canciones cuyo argumento trata sobre un pintor, una pintura o la relación entre todo ello. Es el caso, sin ir más lejos, de El último de la fila, quien en Lápiz, tinta, incluido en Astronomía razonable (1993), se podía apreciar una letra en la que no era difícil adivinar las preocupaciones que asaltan al pintor ante su obra, y en este caso no podemos olvidar que el autor de la letra, Manolo García es también pintor. De ahí ese ansia por pintar un color, un paisaje que el tiempo marchitará en breve, ese dejarse llevar por la pasión y que el corazón dicte a la mano el color, el movimiento y las líneas que tiene que seguir.
     En otras ocasiones lo que se observa tras unas sencillas líneas es pura y simplemente una historia de amor, la que van sintiendo el pintor que en primera persona describe la llegada de su modelo y el hecho de que surja un sentimiento entre los dos que ninguno puede ocultar. “Me pongo a pintarte y no lo consigo, después de estudiarte termino pensando, que faltan sobre mi paleta colores intensos que reflejen tu rara belleza. No puedo captar tu sonrisa, plasmar tu mirada, pero poco a poco sólo pienso en ti. Sólo pienso en ti (se repite ocho veces como estribillo). Tú sigues viniendo y sigues posando, con mucha paciencia porque mi lienzo siempre está en blanco. Las horas se pasan volando y hay poco trabajo adelantado para tu retrato. Sospecho que no tienes prisa y que te complace ver que poco a poco sólo pienso en ti, sólo pienso en ti…” En mi opinión, una de las más hermosas canciones que ha dado la música en nuestro país, que conforme pasa el tiempo más honda y bella parece, pese a tener ya casi cuarenta años. Es una lástima que el grupo formado por Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán no tuviera en su momento éxito, cosa sorpredente con un disco tan extraordinario como era ese Señora Azul (1974).
        Ese inolvidable inicio de un amor se transforma trece años después en un experiencia amarga para el protagonista de Una calle de París de Duncan Dhu (apareció en el disco El grito del tiempo, 1987). En efecto, en una habitación vacía sólo hay restos de lo que fue una relación (un colchón, un cuadro y cortinas cerradas para que no entre el sol), ya que “La noche se llevó los cuadros, la cordura y la fe, y nunca más se vio salir ningún color de mi pincel”. En otras palabras, el fin de esa relación ha supuesto también el fin de la dedicación a la pintura, y de ahí que sólo quede un cuadro, el último: “El cuadro que pinté con tu sonrisa y nunca acabé,  quedó en la habitación y nunca más se vio”.  Cuando una relación termina, el fruto artístico ya no tiene sentido para el creador, aunque se tratase de una obra maestra.
          Como ya hemos señalado en alguno de los textos dedicados con anterioridad al tema de la pintura, hay ocasiones en las que una tela ejerce una atracción irresistible a los ojos que la contemplan. Y eso es lo que sucede a quien canta en primera persona en El cuadro II, un tema del segundo disco de Héroes del silencio, que se tituló Senderos de traición y que apareció en 1990. La visión del cuadro hace que “en su interior las figuras danzan, me miran y se agrandan”. Hay un mención explícita de las pistolas de Warhol (supongo que refiriéndose a la famosa obra con Elvis Presley disparando en una de sus películas, que Warhol pintó con su particular estilo). Al final parece como si hubiera un intento de penetrar en el lienzo, en el sentido más literal de la palabra, para formar parte de él: “Rodeado por miradas algo difuminadas y admito los colores de su interior, y sufre mi figura la transformación”. Todo aparece en una descripción un tanto vaga, muy a tono con las letras habituales de Enrique Bunbury, el cantante y letrista de la mayoría de las canciones de ese grupo.
           Apasionado por la música, para la que tenía indudables dotes, pero también para la escritura, la ilustración, maestro y humanista, fue finalmente la pintura lo que le llevó a la fama ya desde muy temprano en su vida, Oskar Kokoschka (1886 - 1979) se enamoró perdidamente de Alma Mahler, una de las mujeres más interesantes de su época (1879 -1964), viuda por aquel entonces del músico Gustav Mahler, futura esposa del arquitecto Walter Gropius y del escritor Franz Werfel.  La relación no pudo ser más tormentosa, pues él pasaba noches enteras caminando ante la casa de Alma, le propuso un matrimonio que ella no llegó a aceptar y, finalmente, ella abortó el hijo que esperaba de él. Indudablemente nunca sabremos cómo hubiera terminado una relación como esa si matrimonio e hijo hubieran llegado a buen fin, pero lo cierto es que nos quedan varias obra maestras de la pintura del siglo XX como muestra de ese gran amor, tanto en óleo, dibujo y acuarela, entre ellas esa creación extraordinaria - y en la que aparecen los dos protagonistas de esa relación que vino a durar unos tres años - que es Die Windsbraut La novia del viento).
         Y terminamos con Benito Pérez Galdós, un hombre que nunca dejó el pincel - y que de hecho tiene cuadros, acuarelas y dibujos de valor nada desdeñable- por más que su fama venga de sus escritos y quien a lo largo de su extensísima obra nunca dejó de tratar, de una forma u otra, el tema del doble. En una creación de 1870, que puede ser considerada por tanto de juventud, La sombra, Anselmo es un hombre ya mayor que cuenta su vida al narrador de la historia. Y su vida la recrea no como fue en realidad, sino como la vida de un ser en el que se desdobla, el Paris de la mitología griega, el príncipe troyano que sedujo a la bella Helena –no es casual que la esposa de Anselmo se llame precisamente así, ni que a ratos ese anciano se haga pasar por otro hombre, Alejandro, nombre con el que a su vez también se conoce a Paris, amén de recordar inevitablemente al gran conquistador griego -. Nada tiene de ajeno a toda esa trama el hecho de que en el salón de la casa de Anselmo hay un tapiz en el que aparece una escena entre Paris y Helena. Una vez más, una imagen –tanto da en este caso que sea un tapiz o que sea un cuadro – en segundo plano sirve para conectar las líneas por las que discurre un relato, como pasa siempre en las películas de Alfred Hitchcock o de Carl Theodor Dreyer, pero eso ya sería materia de otro artículo.
                                                                          José María García Pérez