LOBOS
Como todos los cuentos de Saki, por
distinto que sea su tema –fantástico, humorístico, de crítica de costumbres… -,
en su inicio nos coloca en una situación trivial, anodina de puro cotidiana,
pero a partir de los primeros compases de ese aparente arranque de seres y
lugares conocidos, el desarrollo oscila entre la ruptura con las expectativas
de los lectores o, cuando en apariencia las sigue, el final es un ruptura con
todo cuanto esperábamos a raíz de la trama. En este sentido poco tiene que ver
con, pongamos por caso, Chéjov, siempre atento a los meandros de los
sentimientos del ser humano; en Saki prima la ironía, el humor y hasta la
crueldad más refinada. Nada tiene de extraño, por tanto, que en un cuento como
Gabriel Ernst no sepamos muy bien a qué atenernos. ¿Se trata de una serie de coincidencias o
realmente ese joven que ha aparecido de la nada y que, acogido por la familia
del protagonista, va sembrando el pánico en éste una vez que descubre que ha metido
en su hogar nada menos que a un hombre lobo? Y lo más llamativo del caso es
que, siendo ese el argumento principal, junto con los remordimientos por ser el
causante de la muerte de un niño, el narrador tiene ganas de dar a todo ello un
toque casi brutal, toda vez que la madre del huésped, que es quien ha escogido
el nombre que da título al cuento para el joven – y que ya vemos que no puede
ser menos apropiado para esa criatura -, no sólo no llega a enterarse de su
verdadera naturaleza, sino que de vez en cuando lo añora con nostalgia y no puede
menos que preocuparse por qué la habrá pasado para haberse ido sin despedirse,
con la bondad que ella le había
dispensado desde el primer momento.
También de manera indirecta se nos cuenta
una historia de licántropos en Sombras en el agua, mujeres de cuadros antiguos, de José Ferrer Bermejo. La diferencia es
que, al estar contada en primera persona precisamente por quien está sometido a
esa suerte de maldición, nosotros como lectores no vamos a deducir la
particularidad de ese hombre joven hasta el final. Pese a su brevedad, el hilo
que nos lleva tiene un cierto regusto borgiano, desde el momento que se habla
de alguien que alimenta al monstruo, sin que éste sea consciente de su
condición, como le ocurre a la particular versión del escritor argentino del
mito del Minotauro; no obstante, aquí el maldito no muere, aunque sí quien lo
tiene encerrado y lo alimenta, que parece ser su propia madre, la misma que lo tiene encerrado desde su nacimiento, de modo que lo que conoce del mundo es lo que está en los libros que se alojan en la biblioteca. Y ver y leer las maravillas que pueden disfrutar los demás sin ni siquiera poder acercarse a ellas es un motivo de angustia para el narrador y protagonista: "Podía recorrer los estantes y las sensaciones a voluntad: quiero volar en aeroplano, quiero cazar un elefante, quiero beber ginebra en la taberna de un puerto entre humo y canciones, quiero amar a una mujer. Todo estaba en mis manos y no podía hacer nada". A la postre deja entrever que también es él quien ha matado a esa mujer y madre que lo ha traído a este mundo para ser infeliz.
A pesar de lo dicho hasta ahora, lo
cierto es que las primeras imágenes que se le vienen a uno a la cabeza al leer
un título como ese van más bien hacia cuentos tradicionales, del tipo
Caperucita Roja, pongo por caso. Y aprovechando esa asociación no conviene
pasar por alto algunos detalles de ese cuento. Primero, en la versión de
Perrault la historia acaba con el animal descansando y haciendo la digestión después
del banquete que ha supuesto poder zampar en una sola jornada nada menos que a
una niña y a su abuela. Con el tiempo ese final se fue dulcificando, hasta las
versiones que conocemos del siglo XIX, donde el pobre lobo o bien acaba ahogado
en el río después de que un cazador le haya metido en la barriga unas piedras,
tras haber sacado a la abuela y a Caperucita, o bien tiene que salir corriendo
por los disparos de otro cazador, que previamente ha sacado de su tripa como si
tal cosa al menú principal del día, sin que naturalmente hayan sufrido ningún
percance en semejante operación y vuelvan a ver la luz como si tal cosa.
Conforme más atrás en el tiempo nos movemos,
la crueldad en los cuentos y en los mitos es más evidente, y si no que se lo pregunten
al lobo que acaba siendo el plato fuerte de la comida de los tres cerditos, tal
y como podemos leer en los Cuentos
tradicionales ingleses de Flora Annie Steel, en lo que supone toda una
sorpresa respecto al conocimiento que uno buenamente tenía de ese tipo de
relatos. Pero, claro, no siempre ese cánido lleva las de perder, y eso nos
sitúa de nuevo en la estela de Saki, dado que en El contador de historias, un joven al que molestan varios niños que
son hermanos en el vagón de tren donde viajan,
sin que su tía sea incapaz de calmarlos, se ofrece a tenerlos tranquilos
durante un tiempo. Para ello cuenta con un arma infalible: su destreza como
narrador. Y, en efecto, la historia dentro de la historia es de cómo una niña
es tan buena que logra varias medallas de oro por su bondad, pero esos mismos
trofeos son los que permiten localizarla entre los setos a un lobo hambriento
que se la come bien a gusto. Como no podía ser de otra manera, la relamida y
malencarada señora –como todas la tías de sus relatos, no en vano Saki odiaba a
las suyas, con las que vivió durante su infancia – está horrorizada de
semejante historia, por más que los niños aseguran que es la mejor que han
escuchado en toda su vida.
De todas formas, podríamos decir que hay
lobos y lobos, porque no es lo mismo un animal de ojos inyectados en sangre y
dientes afilados esperándote a la vuelta de la esquina, que la célebre loba que
amamantó, ahí es nada, a Rómulo y Remo, es decir, a los dos míticos fundadores
de Roma, razón por la cual en el Senado de esa ciudad había una escultura en la
que se mostraba a esa madre adoptiva dando el pecho a dos chiquillos. Y otro
tanto cabe decir del no menos famoso Mowgli, el muchacho que es adoptado por un
grupo de lobos en las montañas de la India, y algunas de cuyas historias nos
contó Rudyard Kipling, en lo que luego se conocería como El libro de la selva, por más que el escritor británico nunca lo
llamó así. En realidad, la culpa la tiene Disney, que le puso ese nombre y
desde entonces casi todo el mundo lo reconoce como el texto de Mowgli; sabido
es que Disney se ha ido cargando sistemáticamente las razones profundas de las
historias de las que se ha servido para sus películas, hasta el extremo de
desvirtuar completamente, por decir sólo una muestra, La Sirenita de H. C. Andersen, poniendo un final feliz donde ni lo
había ni el personaje de Ariel tenía un consuelo en esta vida y en este mundo,
como tantos otros del autor danés, cuya vida no pudo ser más desdichada y eso
se nota en el tipo de narraciones que escribía. Pero eso ya se escapa de los
límites del mundo lobuno que nos hemos marcado.
Y no podemos olvidar que es a veces el
propio lobo la víctima de un relato, por más que éste provenga de uno de los
poemas más conocidos de Rubén Darío, de quien no tardando se conmemora el
centenario, por cierto. Pues bien, en ese extenso poema, San Francisco de Asís
apacigua a un terrible lobo que está asolando la región de Gubbia, y logra que
baje a la ciudad y viva en paz con los hombres. Sin embargo, conforme pasa el
tiempo ellos dejan de tratarlo como se habían comprometido con el santo, lo
apalean y él tiene además la posibilidad de ver cuán malvado el hombre puede
llegar a ser, de modo que opta por regresar a la montaña y reanudar su vida
salvaje anterior. Cuando San Francisco retorna y se entera, se dirige a
reprender a la alimaña, pero al escuchar los
motivos del lobo (título del poema, todo sea dicho de paso), el santo no
puede sino entristecerse por lo que oye, se siente incapaz de acusarlo por sus
actos y no puede más que volverse por su camino con lágrimas en los ojos y
rezando el Padre nuestro.
Yo estaba tranquilo
allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me refería líneas atrás a un caso de
licantropía, y de ello ha dado muchísimas muestras el cine. El inconveniente
desde mi punto de vista es que, en la mayoría de las ocasiones, se ha centrado
tanto en la metamorfosis del hombre lobo, así como en las escenas de ataque,
sangre y terror, que por el camino se ha olvidado de que la mitad de su
denominación genérica es “hombre”. Tal vez el mejor acercamiento a este tema
que haya dado el cine sea el de Terence Fisher, que no en vano hizo una
revisión de todos los mitos del cine de terror, con unos resultados
extraordinarios. El que nos interesa aquí se llama La maldición del hombre lobo, es de 1961 y no se estrenó en España
en su momento porque ¡la acción se desarrollaba en un lugar del norte de
nuestro país!, cosa que a la censura no le debió de hacer mucha gracia; de ahí
que lo nombres de los personajes y de los lugares sean todos españoles.
Al igual que ocurría con una de sus
películas de Drácula, Fisher no muestra la primera transformación hasta casi la
mitad del metraje, porque se ha detenido en una historia de maldad, la del duque
Siniestro (así se llama el villano, por si alguien dudaba de quién es aquí uno
de los seres más crueles de la historia del cine), que encarcela de por vida a
un mendigo y que pretende satisfacer su lujuria con la bella hija del
carcelero, una chica sordomuda a la que, no plegándose a sus libidinosos
deseos, mete en la misma mazmorra que el mendigo, quien, tras años allí ha
perdido su condición humana, la viola.
De ese acto nace un bebé maldito, como vemos ya desde su mismo bautismo, pero
lo importante es que los escasísimos ataques y transformaciones están
plenamente justificados por el guión, y esa vida que siente latir,esa felicidad
en su alma cuando el amor lo toca y rodea lo hace humano y resguarda de su lado
bestial, mientras que la ira, el rencor y el dolor que padece por otros seres
lo lleva a desear la muerte, que vendrá de la mano de su propio padrastro, a
quien ha dado una bala de plata para que lo libre de esos sufrimientos y no volver
a matar. En un campanario tiene lugar la escena final, a la vez que tañen las
campanas, como lo hacían al comienzo de la película; pero lo que entonces
indicaba una boda ahora señala la liberación de un corazón noble cuya ansia de
felicidad choca con la maldad de los hombres. Diríamos que estamos ante uno de
los grandes personajes que el cine ha creado como epítome de un ser romántico,
entendiendo como tal los que vivían y morían en la época del Romanticismo,
claro está, no muy lejos de la criatura creada por el doctor Frankenstein …
De todas formas, no digamos que no hay
más lobos que los de las películas de licántropos, obviamente - por no hablar de las desdichadas versiones
paródicas, que son muchas-, incluso hay una española con José Luis López
Vázquez haciendo de buhonero epiléptico, y a quien los vecinos creen un hombre
lobo; entre otras cosas porque, por un lado, tenemos muy singulares versiones
de Caperucita Roja, como En compañía de
lobos (1984), donde Neil Jordan llevaba a cabo una suerte de revisión del
famoso cuento, con la diferencia de que aquí el lobo parece ser un hombre lobo
y, de que las connotaciones sexuales que
ya latían en Perrault y los hermanos Grimm son más claras. Por otra parte,
conviene no olvidar la singular versión de hace unos años, en la que la
peculiar jovencita que hacía las veces de Caperucita no es no que no fuera la
víctima, sino que era quien secuestraba al hombre que simbólicamente representaba
al lobo, en un intento de rizar el rizo en la medida de lo posible.
Pero es que además habría que contar con
las películas de dibujos animados que con dispar éxito han tenido cabida en las
pantallas de los cines. Entre las más recientes estaría Alfa y Omega, una
pareja de lobos que tienen que enfrentarse a una serie de problemas de lo más
dispares. En el campo del humor, que también ha acogido a ese animal con
cariño, podemos recordar un episodio en el que se recrea el conocido cuento
popular en el que un niño que cuida el ganado del pueblo, aburrido en el campo
y sin pensar antes sus acciones, va al pueblo gritando que está allí el lobo
comiendo sus ovejas. Los hombres acuden raudos pero era mentira. Cuando repite
la broma ellos se enfadan de verdad y al tercer intento simplemente no acuden
al socorrer al ganado…justo cuando era verdad que estaba allí. Pues bien, en un
episodio de Los Simpsons Bart ha
hecho lo mismo, de manera que cuando un lobo lo deja maltrecho y va a clase, la
profesora le pide explicaciones por el retraso, y al ir a contestar la verdad,
él mismo se para a pensar y sólo responde. “Va, da igual”.
El siglo pasado dio origen a una de las
historias más conocidas que tienen como uno de sus personajes a un lobo, y esta
vez en el campo nada más y nada menos que musical. Y es que Pedro y el lobo de Serguei Prokófiev es
una de las no muchas composiciones para niños que la música clásica ha creado
en los dos últimos siglos, junto con obras de Bizet, Johannes Brahms y el
delicioso El niño y el sortilegio de
Claude Debussy. El argumento de esa pieza de encargo es que un niño tiene como
amigos a un pájaro a un pato y a un gato, que andan por ahí jugando y
disfrutando de su libertad y su vida. Hasta que el abuelo de Pedro le pide que
no salga de casa porque se ha visto por los alrededores un feroz lobo. No
obstante, y como suele ser habitual en ese tipo de advertencias familiares, lo
primero que hace el interesado es no seguirla, de forma que cuando se encuentra
con la fiera tiene que subirse a un árbol y ponerse lejos de sus alcance,
mientras sus amigos también son perseguidos por ella. Uno de ellos logra avisar
al abuelo y éste, que ha dado la voz de alarma, acude con unos cazadores que
darán caza al bicho. Si esta obra ha tenido tanto éxito, pues hasta un versión
de los personajes de Barrio Sésamo existe, es, entre factores, porque cada uno
de los personajes del relato se asocian a un determinado instrumento, de modo
que cada vez que interviene uno suena el que lo representa: Pedro por
instrumentos de cuerda, abuelo, por el fagot, el pájaro la flauta travesera…
Era inevitable que, en un momento u
otro, alguien diera la vuelta a todos los tópicos de los licántropos y ese fue
Boris Vian, que escribió un divertido cuento llamado El lobo hombre – que muchos conocen únicamente por ser la base de
una popular canción de los ochenta -. Denis es un lobo que viene tranquilamente
en una cueva, vegetariano y sin meterse con nadie hasta que un día tiene la
desgracia de cruzarse con el Mago de Siam y como consecuencia de ello se
transforma en hombre. Como es bastante inteligente y comprende bien el
comportamiento humano, al vivir cerca de una carretera llena de accidentes de
coche ha visto a muchas parejas en el bosque entregadas al amor, decide
aprovechar el plenilunio para ir a conocer París. Se hospeda en un hotel,
conoce a una prostituta, tiene que reducir a sus tres chulos, lo detienen en la
carretera de vuelta a la cueva un policía –que le acusa de no poner la luz de
la bici en la que se desplaza, pero como le responde Denis: “Veo perfectamente”
– y al final retorna a su primitiva forma, satisfecho en el fondo de haber
pasado por toda esas experiencias.
A
miles de kilómetros de París, en Alaska, un francés llamado Leclère ha comprado
un cachorro de padre lobo y de madre husky al que pone el nombre de Bâtard. El
cachorro se cría mamando el odio hacia el dueño que lo maltrata, con sus puños,
su látigo y con lo que tiene a mano. Convertido ya en un animal formidable,
temido por sus propios compañeros de trineo –a los que roba la comida que le
niega el francés-y por los seres humanos, el odio entre esas dos criaturas no
deja de crecer: está a punto de matarlo al morder su garganta, pero Leclère
consigue zafarse, partiéndole las patas traseras. Milagrosamente se recuperan
ambos, y ante la sorpresa de todos sigue sin matarlo, porque no ha llegado su
hora, dice el explorador. Por fin, es acusado de asesinato y cuando está ya con
la soga al cuello llegan de fuera para testificar que es inocente. El grupo va
a colgar al indio que es el verdadero asesino, pero deja a Leclère sobre la
caja que suponía el lugar donde apoyarse antes de dejarlo morir colgado. Él
contempla a Bâtard, que se lanza contra la caja y a la vuelta del grupo se encuentran
al francés balanceándose en el aire y el perro moviéndolo justamente para que
no parase. Una bala en la cabeza del animal cierra el telón de esta historia de
odio y venganza. Sólo Jack London podía escribir así, ese cuento que se llama
como el perro lobo en cuestión.
Y de nuevo volvemos a Saki. En Los lobos de Cernogratz la baronesa de un castillo narra a un visitante
la leyenda que dice que cuando está a punto de morir alguien de su familia,
todos los lobos de los contornos se ponen a aullar y se cae un árbol del parque
cuando tiene lugar esa muerte. Pero ella y su esposo no lo creen, puesto que
hicieron la prueba el año pasado al morir su suegra y no ocurrió nada de eso.
Sin embargo, la institutriz replica que es porque no era propiamente una
Cernogratz, como sí es ella, aunque hasta ahora lo había ocultado. Nadie cree
semejante afirmación, pero lo cierto es que poco después se pone enferma y,
para sorpresa de todos, la región se llena de aullidos de lobo, con las
correspondientes respuestas de los perros de todas las casas y, por fin, se oye
el ruido de un árbol desplomarse en el parque del castillo. Horas después es
enterrada en el panteón familiar, con su auténtico apellido identificándola:
Amalie von Cernogratz.
Pero entre la crueldad y el misterio,
también hay espacio en Saki para el humor de buenos quilates, y con lobos por
si fuera poco. En La loba, un tipo
gris que no tiene el más mínimo éxito social trata de hacer creer a sus
amistades, que se reúnen de fiesta en fiesta, como personajes casi de Wilde,
que tiene el poder de transformar objetos e incluso personas. Todo ello no
tendría mayores consecuencias si no fuera porque en una de ellas está Clovis
Sangrail –protagonista de otro libro de cuentos de Saki, Crónicas de Clovis – y le persuade a que convierta a la anfitriona
en loba. Él objeta que ciertas cosas no son para tomárselas a broma, pero lo
que ignora es que Clovis se la apaña para conseguir una loba y hacerla pasar
por la señora Hampton, para desconcierto de propio y ajenos. Ni que decir tiene
Leonard Bilsiter casi pierde el sentido, sobre todo porque cuantos allí se
encuentran le insisten en que la devuelva a su ser. Ella reaparece y Clovis afirma que ha sido él
el autor de la metamorfosis, porque él sí tiene esos poderes de magia
siberiana, no como otros advenedizos. El fin es digno del narrador británico:
“Si Leonard Bilsiter hubiera sido capaz de transformar a Clovis en ese momento
en una cucaracha, para después pisotearla, de buen grado hubiera realizado
ambas operaciones”.
En
el territorio de los montes y las cacerías hay siempre un hueco para lo
inexplicable y hasta para la locura, como sucede en el relato de Guy de
Maupassant El lobo. Y de nuevo una
historia se cuela en otra, por lo que el marqués de Arville narra por qué ni él,
ni su padre ni su hijo tienen afición por la caza. La razón estriba en que su
abuelo tuvo por padre a un temible cazador, como era así mismo su hermano. En
aquella zona hay un sanguinario lobo gris, que caza y mata con total impunidad,
desde el momento que parece imposible darle alcance. Ese suena como un reto para
los hermanos, que salen a caballo con ese objetivo; el lobo aparece, ellos le
siguen pero el hermano se cae del caballo y se mata. Francisco recoge el cuerpo
de su hermano Juan y con él en el caballo sigue a la fiera hasta un valle
cerrado por enormes rocas. Allí lo estrangula con sus propias manos, mientras
grita como un loco al cadáver próximo: “Mira Juan, mira eso”. Y luego lleva el
cadáver junto al cuerpo de su hermano: “Toma, Juan, tómalo, ahí lo tienes”.
Mucho más cuesta explicar la trama de La marca
de la bestia de Rudyard Kipling. Fleete, un británico que vive en la India,
volviendo ebrio a su casa la madrugada de año nuevo con dos amigos, se cuela en
el templo del dios Hanuman, el dios mono, golpeando a varios fieles que allí
oraban y apagando su pitillo en la cabeza de la figura que lo representa. De
detrás de esa imagen sale un leproso que golpea con su cabeza el pecho del
borracho. A partir de ese momento una serie de cambios se van produciendo en
él, empezando por una hambre desaforada de carne cruda, una mancha que le va
creciendo donde recibió el cabezazo, pasando por el miedo que produce en todos
los caballos a los que se acerca… Sus amigos sospechan lo peor y, una escena
que no se describe pero que se sugiere, torturan al leproso sin rostro hasta
que obtienen de él el fin de la maldición de su amigo por su conducta sacrílega
en el templo.
Pero volvemos al mundo de los cuentos. No es posible pasar por este
tema sin recordar a los hermanos Grimm, a quien debemos, entre otros, el cuento
de Los siete cabritillos y el lobo, que tiene indudables puntos en común con la
historia de Caperucita, a qué negarlo, si bien aquí el lobo es un tipo
inteligente para lograr que le abran la puerta de la casa los cabritillos y
podérselos comer a todos, menos al menor, que es quien le pondrá a su madre al
día de lo ocurrido y ésta es quien le abre la tripa al lobo para que salgan sus
hijitos y le pone piedras en su lugar, cosiéndosela de nuevo y lo que le lleva,
a la postre, a ahogarse en el río. Y ya que sale otra vez la niña de la
caperuza roja, bueno será hacer una tercera mención a ese mito tan fructífero.
Para trasladarlo nada menos que a Nueva York, en esa buena novela que es
Caperucita en Manhattan, de Carmen García Gaite. Sara Allen es la niña decidida
y sin miedo, al contrario que su madre, con quien lleva todos los fines de
semana una tarta de fresa a su abuela, cuyo carácter es similar al de su querida
nieta. Conocerá más tarde a Míster Wolf (“lobo”, en inglés), pastelero que
busca obtener la receta de la tarta de fresa, pero, al contrario que en el
cuento tradicional, la novela acaba con Wolf bailando con la abuela, de la que
era gran admirador en sus tiempos de actriz, en tanto Sara acaba en la Estatua
de la Libertad, donde la esperan seguramente nuevas y divertidas aventuras.
Y para terminar podríamos hacernos una pregunta: ¿qué pasaría si fuera
un lobo el verdadero héroe de un relato, y no el hijo de rey o emperador de
turno? Pues es lo que ocurre en uno de los cuentos populares rusos reunido por
el escritor Alexander Afanásiev, el titulado El zarévich Iván y el lobo gris. Es extenso y da la impresión de
ser el resultado de la mezcla de varias historias diferentes, desde el momento
que los tres hijos del zar tienen que ir tras un Pájaro de Fuego para su padre.
Como pasa siempre en este tipo de aventuras, es el menor quien logra al animal,
pero gracias a la intervención de un lobo gris. Iván mete la pata y ha de ir a
buscar un Caballo de Crines de Oro para poder obtener el Pájaro, y de nuevo es
el lobo gris quien le aconseja la manera más segura de lograrlo. De nuevo el
joven no sigue al pie de la letra las recomendaciones del lobo, y es éste quien
se ocupa de conseguir a la infanta Elena la Bella. Ahí podría haber acabado,
pero al regreso a su reino, los dos hermanos lo matan y despedazan, para a
continuación llevarse a la hermosa joven y presentarse ante su padre el zar con
el Pájaro de fuego y el Caballo de Crines de Oro, de forma que a uno le da la
mano de la joven y al otro el gobierno de su reino a cambio del corcel y del
ave. La presencia del lobo gris en el lugar del crimen antes de que las
alimañas devoren sus restos consigue que mediante el agua de la vida y de la
muerte Iván resucite y llegue a tiempo de deshacer las mentiras, casarse con la
princesa y que sus hermanos sean desterrados. El final no deja de tener un cierto
regusto amargo, puesto que, a pesar de todo cuanto ha hecho por los
protagonistas, las últimas palabras del texto son: “¡Al lobo gris nadie le
volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!”
Evidentemente, muchas otras historias de
lobos podrían traerse aquí, bien del mundo de la literatura, del cine o de
otras artes (hay varias esculturas de San Francisco de Asís y el lobo gubbio, digamos de paso), pero baste estas muestras para ilustrar este tema. Sobre todo
ahora que, si alguien quisiera ve a un lobo de verdad, más allá del infinito
campo de la ficción, no lo tendría lo que se dice fácil, siendo como es un
animal cada vez más escaso en toda Europa. En buena medida esa mala fama
acarreada a lo largo de los siglos en cuentos e historias al calor de fuego del
hogar puede haberse debido a sus incursiones para conseguir comida en poblados
y hasta villas. Mas eso ya forma parte de un pasado bien lejano. Hoy, en
cambio, es seguro que mucho más tiene que temer el lobo del hombre que
viceversa. Y bastante tendrá con sobrevivir al ser humano, cuando tantas otras
especies ya no pueden decir lo mismo.