miércoles, 20 de noviembre de 2013


SEGUNDA OPORTUNIDAD

                No ha tenido suerte ni educación en la vida: no sabemos nada de sus padres, el juez no lo envía a prisión por una agresión gratuita en la calle contra otro joven porque va a tener un bebé, pero lo condena a trabajos para la comunidad. El padre de su chica le propone darle cinco mil libras si desaparece y la deja y, por si esto fuera poco, unos matones van buscándolo para matarlo por haberlos atacado. Con una historia así de base, nada bueno hace presagiar la vida de Robbie, el joven delgado, nervioso, brusco y cuyo único enlace emocional es su novia y, poco después, su hijo.  Y, sin embargo, el tipo que se encarga de los condenados es un hombre afable, que sabe ver lo bueno que yace bajo años de violencia y odio, y le enseña a distinguir whiskies, hasta el punto Robbie  descubre que tiene una gran facilidad para ello. No vamos a detenernos en las mil y una peripecias de esta trama, pero sí merece la pena hablar aquí de la redención que se deriva de esa segunda oportunidad, y hay que reconocer que pocas veces se ha dado una que se haya aprovechado mejor que el protagonista de La parte de los ángeles (The Angels´ share, 2012), una película de contagioso optimismo y cargada de una esperanza cada vez más ausente en el mundo que nos rodea, pero que aquí sí es consecuente con la muy interesante carrera del realizador británico Ken Loach.
       Por desgracia, otros no van a tener la misma fortuna que Robbie, y si no que se lo pregunten a ese músico legendario capaz de cualquier cosa con su lira y su canto. En efecto, Orfeo, como ya hemos dicho en otra ocasión, perdió a su jovencísima esposa poco después de los esponsales, mordida por una serpiente. Él no se resignó a no volver a tener a Eurídice a su lado y se fue al Hades, ese lugar al que iban los muertos en la mitología griega. Con su música detuvo los tormentos eternos de algunos condenados (Ixión, Tántalo, etc.) y logró que el dios Plutón y su esposa Deméter consintieran en satisfacer sus deseos, con una sola condición: no podría volver la mirada a su esposa hasta que hubieran salido del reino de los muertos. El final es sabido: la impaciencia de Orfeo pudo más que todo y un poquito antes de llegar al límite del Hades, donde llegaba ya incluso la luz del mundo de los vivos, se volvió a mirarla. En mala hora, Eurídice regresó al lugar de donde había salido, y Orfeo perdió su segunda oportunidad, que a nadie se le había concedido anteriormente.   
 
       Como trasunto que es de esa hermosa historia mitológica, el detective John “Scottie” Ferguson encuentra sin saberlo a la Madeleine de la que se había enamorado, y que no cesa de añorar tras haber sido incapaz de impedirle que se tirase desde el campanario de una misión de los jesuitas en California. La vulgar Judy –él no lo sabe, pero es la que él creía auténtica Madeleine -, y poco a poco intenta reconstruirla tal y como era: sus vestidos, su peinado, su forma de caminar… No obstante, y al igual que le sucede a su sosias Orfeo, al final vuelve a perderla, por no haberse resignado a disfrutar una vida normal con una mujer que lo amaba. Y lo peor es que ello ocurre en la misma torre de la misma misión, adonde ha arrastrado a Judy al descubrir que ambas mujeres son la misma. Cae al vacío ella y él se queda atónito, poco menos que enloquecido, con los brazos abierto y la mirada hacia el suelo… dejándonos, de paso, el final de una de las mejores películas de la historia del cine, Vértigo (Alfred Hitchcock, 1956).
 

AL SALIR DE LA CÁRCEL
         En ocasiones, la segunda oportunidad está asociada a un último golpe, y pocas veces el último golpe acaba bien en el cine o la literatura. Mencionamos en otra entrada la vida del gánster Roy Earle, que sale de la cárcel y prepara el robo que hará que pueda retirarse para siempre. Nada parece salir como planeó Roy, entre otras cosas porque sus ayudantes son una panda de incompetentes, él ayuda a una familia que le paga con la ingratitud y suma y sigue. Su muerte a manos de la policía en una montaña –no en vano la película se titula High Sierra, 1941- frustrará esa ilusión. Y ocho años después, el mismo director adapta esa estupenda historia a un extraordinario western que se llamará Colorado Territory (Raoul Walsh, 1949). Ahora el forajido que sale de la prisión es Wes McQueen (Joel McCrea), intenta un golpe que lo pueda jubilar para, finamente, acabar abatido por las fuerzas del orden; el consuelo es que esta vez, al menos, muere también la mujer que ama, unidos ambos de la mano en la muerte, en otro memorable final.
          ¿Y si esa oportunidad no fuera exactamente ni abandonar la cárcel ni dar el último golpe? Eso es lo que podría pensar un ser humano tan peculiar como el recluso de El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, John Frankenheimer, 1962), condenado a cadena perpetua y que, con el paciente estudio de libros y de lo que ve a diario – tiempo le sobra, obviamente, y aunque no pueda hacer un trabajo de campo propiamente dicho, aprovecha muy bien lo que observa-  elabora libros y artículos sobre los pájaros, hasta el punto de convertirse en poco menos que una autoridad en la materia. No cabe duda que el Burt Lancaster actor era un tipo de mil y un registros, desde la comedia hasta el género aventurero o el cine negro, pero lo que cada vez se nos antoja más evidente es que su olfato como productor lo condujo a emprender una serie de películas en los años cincuenta que hoy son admiradas por todos los espectadores, como por ejemplo, El dulce sabor del éxito de Alexander Mackendrick, Veracruz de Robert Aldrich, Los que no perdonan de John Huston o esta misma de la que estamos hablando.
       
          Claro que al menos a ese ornitólogo le queda, digámoslo así, la satisfacción de llegar a ser alguien, de hacer con su vida hasta cierto punto lo que quiere -dentro de una cárcel, no lo olvidemos - y que, con el tiempo, su nombre será reconocido por la sociedad. No tiene esa misma suerte, ni de lejos, Eddie Taylor, entre otras cosas porque no tiene ni una salida de la prisión con los planos característicos de, por ejemplo, las películas de Raoul Walsh. Sí, entró allí por un robo, y él sabe que mereció esa pena. Confía, sin embargo, que al salir tendrá alguna oportunidad; nada más lejos de la realidad. Su jefe lo echa del trabajo sin darle explicaciones, los dueños del motel en el que pasa su luna de miel llaman a la policía para cobrar la recompensa, volverá a robar... Sólo los minutos del nacimiento de su hijo, en una cabaña abandonada, parecen ser un respiro en su huida hacia ninguna parte. De nuevo la policía lo está esperando, y esta vez no le queda ni el consuelo de morir atravesado por la balas de la policía como a Roy Earle o a Wes McQueen, puesto que muere en la silla eléctrica, un poco antes de que llegue la comunicación por teletipo de su inocencia, cosa que desde el primer momento ya sabía el espectador. Pocas veces el cine de Fritz Lang fue tan intenso, tan negro, tan desgarrador como en Sólo se vive una vez (1937). 

PROFESIONALES
         A miles de millas de esa famosa isla que fue presidio y dio inspiración para algunas muy buenas películas, un grupo de pilotos se juega la vida para llevar el correo en un lugar inhóspito de Suramérica, rodeados de peligrosos desfiladeros, con un tiempo terrible y con aviones que no son precisamente los de hoy. Uno de esos pilotos, Bart Kilgallen (Richard Barthelmess) tuvo un accidente y motivó la muerte de su compañero, hermano de Kid Dabb. Ese comportamiento nada profesional es siempre muy mal visto en el cine de Howard Hawks, donde prima sobre todas las cosas la profesionalidad, pero esta vez Bart va a disponer de otra oportunidad. Se ofrece a hacer un vuelo casi suicida para llevar el correo en medio de una tormenta, y en ese vuelo morirá también Kid, si bien la diferencia es que en este caso Bart sí hizo todo lo posible por salvarlo, de modo que se gana el respeto y el afecto de sus compañeros. Sólo los ángeles tienen alas es una formidable incursión en el cine de aventuras de ese maestro que es Hawks, y en su cine no será la única vez que un personaje puede redimirse, por ejemplo, de su afición por el alcohol, como es el caso de Dean Martin en Río Bravo y Robert Mitchum en Eldorado, que en realidad es casi, casi la misma historia, con muy pocas modificaciones, algo bastante habitual en el cine del realizador americano. Por cierto que en ese último western de 1967 Cole Thornton (John Wayne) dispara a Nelse McLeod (Christopher George) antes de que éste pueda desenfundar, ante lo cual, el pistolero le reprocha a Wayne: "No me has dado ninguna oportunidad", a lo que el otro apostilla: "Eres demasiado bueno".
        Un guardaespaldas que no pudo evitar el asesinato de John F. Kennedy en Dallas va a tratar de que no se repita la historia con el presidente al que ahora le toca proteger, seguramente no mucho antes de jubilarse, porque la edad es algo evidente respecto a sus compañeros, mucho más jóvenes en general, que no pierden ocasión para tomarle el pelo a propósito de sus años. El problema es que así como él está seguro de que habrá un intento de asesinato –es el único en considerar como amenaza real uno de los muchos anónimos que llegan a la Casa Blanca -, nadie en el cuerpo de seguridad parece compartir su certeza. Finalmente no sólo demostrará que tenía razón en sus sospechas en lo que refiere al magnicidio, sino también acabará él sólo con el asesino, interpretado por ese hombre tan inquietante como es John Malkovich. El guardaespaldas es ni más ni menos que Clint Eastwood, en uno de sus últimos papeles en una película ni dirigida por él, y la obra se titula En la línea de fuego (In the line of fire, Wolfgang Petersen, 1993).        
         Las segundas oportunidades suelen ser una forma de redención de un error, de un pecado, de un paso en falso dado anteriormente. No obstante, ese paso también puede demostrar que sí, que podrá acertarse a hacer algo mejor, incluso a ser el mejor en algo, pero el precio que se ha pagado por ello es demasiado alto. Estoy pensando en esa maravilla que es El buscavidas (The hustler, Robert Rossen, 1961), en la que Eddie Nelson, el jugador de billar sobresaliente, logra ser el mejor, siguiendo los consejos de Bert Gordon. Lo malo es que para llegar a esa punto de su vida ha tenido que perder a la mujer que lo amaba, que le aconsejó lo que tenía que hacer, que sólo le pedía que la quisiera como ella a él…y no siguió ninguno de sus consejos.  La consecuencia: ha triunfado, qué duda cabe, pero a costa de estar solo, de no tener quien lo quiera ni a quien querer. Nunca una segunda oportunidad había sido más dolorosa, más amarga, nunca había dejado semejante sabor a derrota.
           El equipo Dédalo nunca pudo viajar al espacio en los años setenta porque el programa en el que trabajaban fue clausurado. Treinta años después, esos cuatro astronautas se unen de nuevo para tripular una nave que los lleve fuera de la tierra para solucionar los problemas de un satélite soviético y que no caiga a nuestro planeta. Poder emprender ese viaje postergado – para siempre, parecía – es un reto y un motivo de orgullo para los cuatro jubilados. Claro que nada es tan fácil en esta vida: una vez en el espacio descubren que el satélite tiene en su interior varios misiles nucleares, de forma que tienen que conducirlo a la luna para que no suponga una amenaza para la tierra. Será Hawk Hawkins (Tommy Lee  Jones) quien se proponga como voluntario para llevarlo allí, pues  a fin de cuentas sabe que tiene un cáncer terminal; de esa forma no sólo salvará a sus compañeros de un viaje sin retorno, sino que cumplirá su mayor sueño: pisar la luna (Space Cowboys, Clint Eastwood, 2000). 
EN EL AMOR
            Como es lógico, también se puede empezar de cero en una nueva relación sentimental, o lo que es lo mismo, tener esa segunda oportunidad de la que venimos hablando. Es lo que le ocurre a Miles (Paul Giamatti), profesor de literatura en secundaria en un anónimo instituto, como lo es él, a su pesar, ya que ha escrito una voluminosa y ambiciosa novela que nadie quiere publicar. Pues bien, un año después de un divorcio que no parece haber superado aún, se aproxima la boda de su mejor amigo, con el que se va una semana a hacer catas de vino, jugar al golf y, en definitiva, a relajarse. El objetivo no era muy difícil de alcanzar, sino fuera porque su amigo se empeña en acostarse con todo aquello que se mueve, en tanto Miles se va dando cuenta de que una camarera a la que ya conocía llamada Maya es un ser especial, entrañable, de buen corazón, a quien le interesa leer su novela y que, para colmo, entiende tanto de vinos como él mismo, que es lo más importante para un tipo como Miles. Tras muchos vaivenes en la historia, y no menos malentendidos, todo acaba en el momento que él llama a la puerta de Maya, quien lo ha perdonado y a quien le encanta su novela. No vemos abrirse esa puerta porque hay un fundido a negro, pero de lo que no cabe duda es que estamos ante una película amena y más profunda de lo que aparentemente puede parecer, Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2004).

         También espera tener una segunda oportunidad en la relación con su esposa el psicólogo Malcom Crowe (Bruce Willis), tras recuperarse –aparentemente - de un tiro que le ha pegado uno de sus pacientes -tras lo cual el joven se suicida- y, de hecho, así se lo dice en un restaurante. Lo que él ignora, y nosotros con él, es que la verdadera segunda oportunidad surge al poder ayudar a Cole Sear (Haley Joel Osment), un niño que parece tener extrañas visiones, y ya que no pudo ayudar al anterior paciente, al menos lograrlo con él. La verdad es que logra ambos objetivos, puesto que el muchacho asume su “rareza” y al final Malcom se reconcilia con su mujer, pero no de la forma que esperaba, puesto que lejos estaba de saber, y eso constituye una de las grandes sorpresas de la película, que el chico sí ve a muertos, que acuden a él en busca de ayuda para poder descansar en paz y que, en último término, el psicólogo es uno más de ellos, y gracias a la ayuda del niño él puede descansar en paz y lograr que su mujer pueda superar esa pérdida terrible (El sexto sentido, The sixth sense, M. Night Nyamalan, 1999).

      Del amor y del desamor trata el viaje que emprenden por la Riviera Francesa el matrimonio compuesto por Mark (Albert Finney) y Joana (Audrey Hepburn), en el que reviven sus románticos inicios como pareja, los primeros años de su matrimonio y sus respectivas infidelidades. Con el paso del tiempo los dos han cambiado tanto que no sólo les cuesta reconocer al otro, sino incluso reconocerse a sí mismos. Y las preguntas tanto para ellos como para el espectador no puede ser más que: ¿tendrán tiempo de solucionar sus desavenencias, tendrán el valor de seguir juntos después de tantas experiencias, positivas y negativas, compartidas o, por el contrario, optarán por reunir el coraje suficiente para acabar con una relación que ya parecía haber acabado mucho tiempo atrás (Dos en la carretera, Two for the road, Stanley Donen, 1967).

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
        Puede darse el caso, todo hay que decirlo, de que nos encontremos con una persona que haya tenido varias oportunidades y las haya aprovechado todas, como es el caso de la carrera política de Frank Skeffington (Spencer Tracy), puesto que ha sido elegido alcalde de una ciudad de Nueva Inglaterra  en varias ocasiones. Justamente por eso, el presente nos hace temer que la que vamos a presenciar será la última –por edad, dado que ya es un hombre muy mayor – y la única en la que será derrotado. Nada de tiene de extraño ese fracaso cuando pensamos en que la integridad y los valores que ha defendido siempre Skeffington representan algo ya pasado de moda para los adversarios políticos; por otro lado, se ve también su fracaso como padre, dado que su hijo no sólo es un inútil que no es capaz de hacer nada, sino que ni siquiera acude a votar por su propio padre el día de las elecciones. Acaso El último hurra (The last hurrah, 1958) sea la última película de John Ford situada en la sociedad presente y que toca abiertamente temas e inquietudes sociales y políticas, que de una forma u otra siempre habían estado latentes en su cine. Bien es verdad que cuatro años después nos ofrecería El hombre que mató a Liberty Valance, una negrísima reflexión sobre los mitos fundacionales sobre los que se asienta una sociedad y un país entero, pero el descrédito de la clase política y el pesimismo sobre los caminos por los que avanzaba su nación ya estaba muy presente en la obra que mencionamos.
        También en el mundo de la literatura se puede empezar tocando el cielo y acabar después despeñándose al infierno. Algo similar le sucede al narrador que vehicula el cuento de Augusto Monterroso: su primer libro es un éxito rotundo y el segundo supera si cabe al segundo. Los problemas para él dan comienzo cuando todo el mundo espera el tercero –editorial, crítica, lectores, medios de comunicación… - y no acaba de salir. Esa presión hace que el escritor se agobie, dude de su propia valía, tema la recepción de su obra, independientemente de que él crea que es superior a sus dos obras anteriores. A ratos podríamos pensar en un escritor de carne y hueso que podría encarnar a la perfección ese relato, Juan Rulfo, el narrador mejicano que pasó a la historia de la literatura con doscientas cincuenta páginas, y que ya nunca se atrevió a publicar más, autor que el mismo Monterroso conoció, como no podía ser menos al residir ambos en la ciudad de México durante décadas y estar metidos en el mundo literario de una forma u otra.  
           Max Klein es un arquitecto que sobrevive a un terrible accidente aéreo, a partir de lo cual cree poco menos que es inmortal: anda por cornisas, atraviesa carreteras atestadas de coches y hasta come alimentos a los que era alérgico. Sin embargo, cada vez se va separando más de su esposa e hijo, mientras ayuda a otros supervivientes del accidente, sobre todo a una joven llamada Carla que perdió a su hijo en él. Finalmente, todo se resuelve en una escena absolutamente impactante, a la que tan habituados nos tiene el australiano Peter Weir: al comer una fresa le da un shock anafiláctico y mientras todo parece indicar que morirá vemos el desarrollo del accidente ya comentado. Por suerte para él, su mujer llega en el momento justo para evitar que muera. La visión de Sin miedo a la vida (Fearless, 1993) es de una intensidad poco común, algo que comparte con la mayoría de las obras filmadas por ese director afincado en los EE. UU. hace ya treinta años.
        En un breve cuento de Cesare Pavese titulado El ídolo, un joven llamado Guido descubre en un casa de citas  a un antiguo amor, Mina. Él trabaja de representante y se empeña en casarse con ella y retirarla de ese oficio -una constante en varios relatos de los últimos dos siglos, todo sea dicho de paso -, pero ella no está por la labor, por más que tampoco acabe de explicar muy bien cuáles sean las razones de su negativa, aunque es muy probable que no quiere mezclar a un amor adolescente que supone un recuerdo maravilloso con su vida actual. Quedan en alguna ocasión, pero siempre esas citas destilan un sabor dulcemargo, y aunque se muda Mina de ciudad él la sigue, a pesar de que para entonces ya ha dejado su trabajo y no parece tener más obsesión en la vida que su amor por ella; que tampoco acaba de saber concretar, materializar de alguna manera... Como no podía ser menos en una tela cosida con semejantes hilos, el final aboca a Guido a la incomprensión y la perplejidad cuando ella le confiesa que ha conocido a otro hombre y que se va a casar con él. No deja de repetirse, como se ha puesto de relieve ya varias veces en estas líneas, en lo que al amor se refiere, que en la literatura y en el cine las segunda oportunidades se saldan la más de las ocasiones con el fracaso - gracias a Dios, en la vida real no-. Y el cuento que Pavese desarrolla en el norte de Italia no es una excepción, para desconsuelo de Guido... de Mark y de Joana, de Malcom Crowe y su esposa, de Eddie Taylor y Joan...

jueves, 26 de septiembre de 2013



ENTRE TELAS


                                                    
           El cine no se ha dedicado mucho al noble oficio de la costura –sea alta, baja o media -, y la literatura no mucho más, pero si hay una persona que merece figurar en letras de molde en los pocos casos que conservamos  qué duda cabe que ese nombre es el de Jacques Becker. En Falbalas (1945) nos cuenta una de esas historias que una vez sabida es imposible de olvidar. El célebre modisto Philippe Clarence es no sólo una referencia en la alta costura parisina, sino que también un impenitente don Juan que trata de seducir a cuanta joven se pone a su alcance, y el final de cuyas breves relaciones va apuntando en una libreta, del mismo modo que en otra elabora los maravillosos diseños de sus vestidos, chaquetas, faldas y todo tipo de ropa. Todo parece entrar en erupción, como si de un volcán que despierta se tratase, cuando conoce a la bellísima Micheline, la prometida de su amigo Daniel. Para ella crea un vestido de novia increíble, fruto del amor que ha surgido nada más conocerla, y en el que ha volcado todo su conocimiento y toda su pasión por la moda. Nunca las imágenes de la prueba de un vestido habían destilado semejante sensualidad, pocas veces se ha rodado tan hermosamente los interiores de un taller de costura, se ha visto tan de cerca los dibujos, las tijeras, los dedales y los acericos…
         Becker, hijo de una mujer que trabajó en un taller de costura, sabía muy bien de qué hablaba, y de hecho, años después rodaría Rue de l´Estrapade (1953), una película sobre una cierta bohemia de París entre la que no podía faltar un diseñador de moda llamado Christian y su ayudante, personajes tratados brevemente, pero con un halo de misterio que hubieran podido haberse constituido en protagonistas de una historia por sí solos. Pero volvamos a la anterior. Sospechamos que esa seducción puede terminar como las anteriores, con brevedad y amargura para ella, y, sin embargo, nos gustaría creer que ese amor será capaz de ennoblecer el alma de Philippe y tener la continuidad de la que han carecido las anteriores. Pues bien, la imagen inicial nos había dado una pista, con un velo nupcial volando por la calle, que enlaza con la escena final, en la que sabemos que él se ha tirado por la ventana del piso donde tiene su centro de trabajo, agarrado al maniquí que lleva puesto el vestido de novia que con tanto amor había creado para Micheline.
  
         Distinta es la perspectiva que de ese mundo de la alta costura ofrece una película inspirada a su vez en una novela de gran éxito, El diablo viste de Prada. La historia de la joven becaria que va poco a poco haciéndose con un puesto en una gran empresa y que alcanza el lugar de máxima confianza con su jefe ya había sido tratada varias veces en el mundo de la abogacía y de los tiburones financieros, pero creo que esta es la primera vez que se situaba en el mundo de la moda, de forma que la joven protagonista, al igual que sus predecesores, va escalando puestos hasta que, llegado un momento, se tiene que plantear muy seriamente si dar un paso más en esa dirección supone traicionar sus creencias éticas, lo que por lo general los conduce a salirse de ese ambiente malsano y detestable. La novela, con todo, es mucho más dura en la relación entre la modista pagada de sí misma y la becaria, pero el resultado es el mismo: antes que trabajar en un lugar y con una persona sin criterios morales, más vale cerrar la puerta y buscar otro camino laboral.
       ¡Qué más hubiera querido Marge Simpson que poder contar con los servicios de Philippe Constance o con los de la diseñadora que interpreta Meryl Streep en esta última obra!  Sobre todo en ese episodio donde gracias a un traje de Channel que ha encontrado en una tienda de saldos ha trabado relación con un grupo de mujeres de la jet. Ellas le tirarán indirectas cuando Marge recicla ese vestido en otro más o menos diferente, pero ya no puede hacer nada más cuando acabo destrozado bajo la aguja de la máquina de coser cuando intentaba darle un nuevo aspecto. Finalmente, y sin que su familia lo sepa, se gasta novecientos dólares en otro traje de marca, para asistir a la fiesta que el club da en su honor al aceptar su ingreso como nueva socia –bien es verdad que con la mediación de M. Burns, que lo hace porque Homer ha descubierto que lo ganaba al golf porque Smithers hacía trampas-. Pero cuando están a punto de llegar, una frase de su marido la desarma (“Agradeced a vuestra madre que nos haya descubierto lo horribles que somos”) y se vuelve a casa con su familia, al darse cuenta de qué es lo que realmente quiere ser. Ese momento, como ocurre en otros episodios, es un punto de inflexión en el afán por ser admitida y verse como una mujer que es capaz de ser algo más que un ama de casa, y termina en el aldabonazo a la conciencia que la lleva a desistir de su intento, a abrazar y besar a su familia y a llevársela de allí. Como les pasa a los becarios de los  que antes hablábamos, una respuesta moral acaba en unos interrogantes previos sobre la necesidad de conducirse en la vida con unos principios éticos mínimos.

          No son precisamente modistos de moda, sino dos jóvenes chinos que han sido enviados como castigo a las montañas a trabajar duramente por su desafección con el régimen de Mao Se Tung los que protagonizan Balzac y la costurera china (Dai Sijei, 2001). De dos familias de intelectuales, en esa lejanas tierras la vida es muy dura, el trabajo agotador y no parece haber nada que merezca la pena hasta que, por azar, descubren una maleta con libros de literatura occidental (Stendhal, Balzac, etc.) y desde ese momento la vida empieza a cobrar sentido, al leer las vidas de los inolvidables personajes creados por esas obras maestras. Y más cobrará con el tiempo cuando conozcan a la joven hija del costurero de la zona, a la que ambos irán contando las historias que van leyendo en los libros y, como era de esperar, de la fascinación de los relatos ajenos se pasará al cortejo de ambos por la chica, en lo que ya pasa a ser un relato propio. De nuevo el poder de la palabra, del que ya hemos hablado más veces en este blog, redime del sinsentido de algunas vidas y las preña de significado, sea a través del arte, sea a través del amor, sea por ambos medios.

TRAJES CURIOSOS
            Cómo iban a faltar en este mundo los pícaros que pretenden ganar dinero con la ignorancia y las creencias de la gente. Ya Cervantes, en su El retablo de las maravillas, los dibujó como dos caraduras que sacan el dinero a otro, so pretexto de que van a confeccionarle un vestido de oro y con la mágica propiedad de que quienes no lo vean no son cristianos viejos, es decir, que descienden de judíos, lo que era una cosa muy seria en aquellos tiempos. Esa misma idea es al que vertebra el famosísimo cuento de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador. En este caso es el todopoderoso jefe de un país el que encarga ese trajo de supuestas virtudes maravillosas, que puede servir para identificar a quienes si no lo ven, no son hijos de los que creen sus padres. Evidentemente, todos alaban el tejido, las costuras, el ingenio de los costureros por miedo a quedar como hijos ilegítimos, hasta que un niño, con su mirada inocente y libre de las convenciones sociales que atenazan a los adultos, dice en voz alta lo que ellos se niegan a admitir, esto es, que el emperador está desnudo.
          También podríamos hablar de ingenio, pero esta vez con un objetivo noble, es la tarea de Penélope, la esposa de Ulises, que después de veinte años de ausencia de su hogar en Ítaca, sigue cosiendo una tela, acabada la cual ha prometido escoger de entre sus muchos pretendientes, a aquel que ocupará el puesto de su marido, en el reino y en el lecho. Como es sabido, por la noche desteje todo aquello que tejía durante el día, de modo que la tela no termina nunca de estar acabada. En Homero y durante muchos siglos, esa era una muestra y un ejemplo de fidelidad conyugal, y, sin embargo, conforme llegamos al siglo XX, algunos escritores empiezan a dudar. Y así, por ejemplo, Antonio Buero Vallejo, en su obra de teatro La tejedora de sueños, sugiere que ella estaba enamorada de un joven y apuesto y de corazón noble pretendiente, y que le duele tremendamente el castigo de Ulises matando a flechazos a todos eso aspirantes a sucederlo. Y uno de nuestros grandes poetas, Ángel González, descree de la fidelidad de la que fue ejemplo durante siglos Penélope en sus poema Ilusos los Ulises:

Siempre, después de un viaje,
una mirada terca se aferra a lo que busca,
y es un hueco sombrío, una luz pavorosa,
tan sólo lo que tocan los ojos del que vuelve.

Fidelidad, afán inútil.
¿Quién tuvo la arrogancia de intentarte?
Nadie ha sido capaz
—ni aun los que han muerto—
de destejer la trama
de los días.

           Ingenio y traje se dan la mano en una de las más divertidas comedias del realizador Alexander Mackendrick para la productora británica Ealing, El hombre del traje blanco (1951). El inventor que interpreta Alec Guinness ha descubierto una tela que no se rompe, no se mancha y parece que puede durar eternamente, tela con la que ha confeccionado un traje blanco, que es el que lleva a lo largo de la película. Pues bien, frente al altruismo de ese hombre, feliz porque ahora los pobres podrán vestirse con un traje imperecedero y que no tendrán que comprar más que uno que le durará toda la vida,  la visión de los directivos de las empresas textiles es que el negocio entonces se arruinaría. Esa la razón por la que lo van a perseguir por toda la ciudad, no hace falta que decir que con aviesas intenciones, y al final, cuando lo tienen entre sus manos y realmente todo hace pensar que lo van despedazar o poco menos, resulta que el tejido del traje se deshace, de modo que los feroces perseguidores se quedan con jirones de tela en sus manos, sí, pero también con grandes sonrisas por haberse terminado con un problema que iba a poner en jaque a toda la industria. No vamos a meternos con las implicaciones, paralelismos y metáforas que de una historia así se podrían hacer en la actualidad, pero lo que sí es cierto es que se trata de una obra mayor dentro del género de la comedia, de la mano de un hombre que sólo podría hacer diez películas en su carrera y que, visto el fracaso de las últimas ya en Hollywood, tuvo que dar clases el resto de su vida para ganarse la vida.

CAPAS, CAPOTES Y REBECAS
           Por los celos, que tanto dolor han producido a lo largo de la historia, Deyanira, la mujer de Hércules, ha conseguido una capa por medio del centauro Neso, -poco antes de morir por una flecha envenenada lanzada por Hércules, que así salva a su esposa de ser raptada por Neso-  que, según le ha asegurado éste, recuperará el amor de su esposo, demasiado proclive a amoríos con unas y otras, como buen hijo de su padre Júpiter. Lo que desconoce la sufrida esposa es que, en realidad, la capa que le ha proporcionado no tiene el poder de enamorar a alguien de por vida de la persona que se la ofrece, sino que el centauro desea vengarse del héroe y para ello ha vertido su propia sangre antes de morir, y mediante ese líquido quien se la ponga morirá entre terribles sufrimientos, ya que la tela actúa como si de un ácido se tratase, de manera que va corroyendo los tejidos del cuerpo humano y hasta sus mismos huesos. Triste final para tan noble guerrero, y no menos penoso para ella, que pierde irremediablemente a su marido de una forma atroz.
            Por otra parte, otro de los héroes salidos de la mitología grecorromana, Perseo, utiliza una capa ofrecida por una diosa que le permite adquirir la invisibilidad, que junto a la cabeza de Medusa la Gorgona, que petrifica a quienes la ven, lo convierte en un guerrero temible. De todas formas, ya sabemos que las capas son desaconsejables para los superhéroes, como le dice muy seria la diseñadora precisamente de trajes para todos ellos a Mr. Increíble, y lo ilustra con una lista de héroes que pierden la vida justo por la dichosa capa, en un momento bastante divertido del relato, que es lo que ocurrirá al final con el villano de la película, Síndrome, en la admirable película del siempre estupendo Brad Bird (Los increíbles, 2005).

           El abrigo es un relato de Nikolai Gógol - que también se conoce como El capote  - en el que un funcionario ruso, sin más miras en la vida que trabajar y no morirse, necesita un nuevo abrigo para combatir el gélido invierno de San Petersburgo. A duras penas consigue el dinero que cuesta, y cuando no cabe en sí de su compra, admirado por los otros oficinistas que trabajan con él -y que se han burlado de su anterior abrigo, poco menos que una tela a punto de desintegrarse - se lo roban una noche a la vuelta de una fiesta. Intenta poner una denuncia para lograr recuperarlo, pero se topa con una administración inoperante y absurda, para la que también trabaja él en realidad. Agarra una pulmonía y se muere, pero en forma de fantasma se aparece por la noches en la ciudad y arrebata los abrigos de quienes se ponen a tiro, incluido el funcionario principal sobre el que recaía la búsqueda del abrigo, en un suerte de justicia poética del relato, que, la verdad sea dicha, de poco le sirvió en la vida al bueno del protagonista. La descripción tanto del abrigo viejo como del nuevo no tienen desperdicio y hacen de esas prenda, a la postre, un personaje más de la historia.


              Por otra parte, un capote militar es lo que trae Ethan Edwards puesto después de mucho tiempo a la casa de su hermano, y por la manera en que lo dobla y acaricia más tarde su cuñada sabemos que ella siente algo muy íntimo por él, de la misma manera que él siente lo mismo por ella, por más que ninguno esté dispuesto a romper las relaciones actuales. Ya teníamos pistas de ese amor desde el arranque mismo, puesto que ella es la primera en salir de la casa a esperarlo y la que lo invita a pasar al hogar familiar, entre otras muchas. Pues bien, ese mismo capote del ejército sudista será la prenda que use Ethan para enterrar a su sobrina Lucy, capturada y asesinada por los comanches. Pero semejante escena no se nos muestra, como casi ninguna de las más importantes de The Searchers (John Ford, 1956): sólo lo sabremos por una narración tremenda del interesado, que lo cuenta a su sobrino y al novio de Lucy, mientras que limpia en la arena del desierto en el que se encuentran su cuchillo frenéticamente, tras haberlo usado precisamente para cavar la improvisada tumba de su sobrina. La misma prenda que indicaba sutilmente un amor sirve después como mortaja, en una suerte de variante del velo del traje de novia de Micheline, pues el velo que iba a ser un elemento metafórico de la felicidad que esperaba a esa joven se convierte, finalmente, en un sudario del modisto Philippe Clarence.

 
              Tal vez la capa no, pero lo que tuvo un éxito indudable fue la rebeca, aquella chaqueta fina del vestuario de mujer que se llevó con profusión en nuestro país en los años cuarenta. Pues bien, el nombre de dicha prenda proviene, como es sabido, del título de la primera película de Alfred Hitchcock en Hollywood, Rebecca (1939). Lo curioso del caso es que Joan Fontaine, la protagonista de la misma y portadora de la prenda en cuestión, no se llama así, sino que ese es el nombre de la difunta esposa del señor De Winter, a la que él mismo asesinó  al saber que estaba embarazada de otro hombre, tras lo cual la puso en una barca y la hundió en el mar, para ocultar su crimen y, en último término, su deshonra.
             De todas formas, la ropa no es únicamente algo que usamos para cubrir nuestra desnudez, no, es claro que puede estar cargada de sentimientos. Es el caso, por poner un ejemplo sobresaliente, de la escena final de una de las grandes historias de amor de los últimos diez años, Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005). Cuando el vaquero Ennis del Mar va a la casa de los padres de su ex compañero de trabajo y ex amante, en el armario de su amigo –brutalmente asesinado por ser homosexual- sólo encuentra su camisa que creía perdida, y que ahora descubre que su amigo se la había llevado al separase, y una chaqueta vaquera, que en otro contexto estaría desprovista del más mínimo contenido emocional, pero que aquí origina que le invada la tristeza y el dolor, porque era la que llevaba cuando se enamoraron, porque lleva aún el olor de su amigo (y del amor tristemente perdido), y por eso la huele y no puede más que salir de allí cuanto antes, aplastado por la pena y la vergüenza - ya que él no lo ayudó cuando el otro pidió su ayuda ni lo reconocía siquiera como amigo cuando estaban delante de otras personas-. Y se da cuenta de que fue el gran amor que pudo haber tenido en su vida y dejó pasar aquella oportunidad.
        Entre los cuentos tradicionales la ropa también desempeña un papel muy importante. Pensemos, sin ir más lejos, en La Cenicienta, cuento que recibimos de Charles Perrault, pero que ya pertenecía a la tradición popular. Precisamente hay una deliberada oposición entre los andrajos que viste la chica en la vida cotidiana y el precioso vestido de baile que le ofrece el hada madrina. Es más, una parte de su atuendo es el zapato de cristal que perderá en la escalera del castillo, huyendo del lugar antes de que suenen las doce campanadas y desaparezca el hechizo. No vamos a detenernos  aquí en lo insólito de un zapato de esas características, entre otras cosas porque parece que se trata de un error de transcripción, ya que la palabra con la que se designaba al material era “cuero”, pero algún escribiente se equivocó y leyó “cristal”, que en francés de aquella época eran parecidos; lo importante es que eso condujo al acierto de verlo casi como un zapato mágico. Lo importante en este caso es que, tal y como le sucedía a Marge Simpson, el traje le da un estatus superior socialmente que, finalmente, le permite acceder a un lugar vedado para alguien de sus estrato social.

                                                                    NAVAJOS Y PIJAMAS
       En otro orden de cosas, en algunos de los mal llamados pueblos primitivos tienen entre sus costumbres, a la hora de confeccionar una tela, una alfombra o un tapiz, el colgar en los últimos flecos algunos adornos como conchas, piedras agujereadas, etc. El objetivo no es otro que el dar remate a un objeto hecho con paciencia, cariño y que va a tener una utilidad en el día a día, e  incluso embellecerlo de alguna manera. Sin embargo, entre los navajos –esa tribu india de los EE. UU. – lo usual es otra cosa bien distinta: al finalizar su alfombra, tela o similares, dejan un hilo suelto. La pregunta que no surge a continuación es: ¿por qué? Porque por ahí se podría tirar y deshacer lo hecho, de manera que se evita la, digámoslo así, perfección de la pieza, y con ello la ira de los dioses, algo que todas las culturas tratar de evitar a toda costa, como los espanta el mal de ojo en cualquiera de sus variantes.
         Si nos trasladamos del lejano oeste a unos grandes almacenes podemos contemplar una escena curiosa, arranque cinematográfico como hay pocos, no en vano estaba detrás uno de los directores y guionistas más sobresalientes de la historia, Ernst Lubitsch. Un hombre quiere comprar los pantalones de un pijama, mientras el dependiente intenta convencerlo de que se venden las dos piezas conjuntamente. El cliente no da su brazo a torcer, y la cara del vendedor es un poema, hasta que trata de hacerle ver que si le vende esa pieza, a quién va a vender la camisa del pijama. Y como respuesta a esa pregunta que ha quedado en el aire, una voz femenina afirma: “Yo me llevaré esa camisa”. A raíz de ese precioso punto de partida, no cuesta mucho adivinar que las dos partes de ese pijama no van a estar separadas por mucho tiempo, como así será (La octava mujer de Barba Azul, 1938).

GALICIA, MADRID, TETUÁN
           Supongo que puede ser  una costumbre de la época, el caso es que algunas novelas del siglo XIX y también del XX, en nuestro país, pero también en otros de nuestro continente, una mujer joven, soltera y sin posibles, y normalmente en relaciones extramatrimoniales con un hombre adinerado, acaba regentando una tienda de ropa, que ha sido financiada, como bien sabemos, por éste último. Podemos verlo en Fortunata y Jacinta, la extraordinaria novela de Galdós, en Madrid; igualmente en la trilogía Los gozos y las sombras de Torrente Ballester, en Galicia. De todas formas, estamos hablando de una época donde quien puede adquirir esas prendas es la burguesía urbana que se establece en las ciudades del siglo XIX en nuestro país, porque en el ámbito rural la gente sigue adquiriendo la poca ropa que puede permitirse en mercadillos o haciéndosela ellos mismos.
       Después de haber seguido a un amor desde el Madrid previo al inicio de la Guerra Civil hasta África, Sira Quiroga tiene que buscarse la vida en Tetuán, ya sin él. Pone en marcha un taller de costura y allí llevará una vida singular, mientras transcurre la Segunda Guerra Mundial y el norte de Marruecos se convierte en un lugar neutral por el que se pasean personas de todas las nacionalidades y formas de ser. El tiempo entre costuras (María Dueñas, 2010) ha sido una de los grandes éxitos de venta en España y fuera de aquí, y aunque la novela trata de muchas cosas, las escenas que se desarrollan en el taller, el trabajo que allí se desarrolla, las relaciones que se establecen, etc. son muy interesantes.

PINTURAS Y ACCESORIOS
              Si hubiera que decidirse a poner dos muestras magistrales, dentro del mundo del arte, en relación con el tema que estamos tratando, me inclinaría por dos muy distintas entre sí. La primera sería una pintura italiana del siglo XVI, El sastre, de Giovanni Battista Moroni (1520 1578). La segunda, como habrá adivinado más de uno, La encajera de J. Vermeer, esa obra sublime de la historia del arte, que tanto llegó a obsesionar a Salvador Dalí como para empujarlo a pintar su cuadro Estudio paranoico crítico de “La encajera” de Vermeer. Me temo, no obstante, que era imposible aproximarse siquiera a un cuadro como el del pintor holandés, tan pequeño en tamaño como inmenso en su genio, por más que tampoco creo que Dalí pretendiese competir con él, a pesar de poseer ese ego tan enorme; simplemente era una suerte de homenaje.
        No es la primera vez que hemos visto cómo se resolvía un caso policiaco gracias a alguno de los accesorios que llevamos encima. Desde Wyatt Earp, el audaz sheriff del oeste, que observa el collar que lleva Chihuahua, al que no le cuesta reconocer como el que colgaba del cuello de su hermano pequeño hasta que lo mataron, lo que le lleva a encontrar al asesino entre los hermanos Clayton, poderosos terratenientes de la zona que no tienen escrúpulos con acabar con quienes estorban sus planes (My Darling Clementine, John Ford, 1946); hasta los singulares pendientes que lleva otra mujer en otro relato y que, tras ser también asesinada, sirven a la policía para detener al responsable del crimen. En otros casos, no lo olvidemos, es el propio accesorio el arma homicida, como en el caso de un episodio de la serie televisiva El comisario, en el que una rica estrella de cine colecciona zapatos de precios desorbitados, pares únicos en algún caso, entre los cuales se encuentra uno de altísimos tacones acabados en punta de titanio. Como aparece una esquirla de ese material en la cabeza de la fallecida, esa es la pista definitiva que conducirá a los agentes a dar con el asesino.
           Trajes de novias, capas de superhéroes, rebecas… Los tipos de prendas que empleamos no son infinitos, obviamente, aunque podrían parecerlo si a todas ellas les añadimos el color como elemento adicional, lo que multiplica la variedad casi hasta el infinito. En todo caso, y para terminar estar páginas, nos hemos detenido en hablar de la ropa en muchas de sus variantes, pero de ropa para ponerse, no para quitarse. Más que nada porque este último infinitivo nos iba a trasladar a otras variables –en las que el amor y el crimen también aparecerían, lógicamente -, pero eso nos situaría en una perspectiva ya diferente de la que aquí hemos escogido, y “eso es otra historia”, como diría el personaje de Billy Wilder. Quién sabe, tal vez en un artículo futuro aborde ese tema, que sería el perfecto complemento para éste que aquí se acaba.



PS. Escrito ya esto hace unos días, doy por casualidad con un dato que no recordaba: en la película El asesino poeta (Lured, Douglas Sirk, 1947), una gran muestra de cine negro americano con un fotografía extraordinaria y unos intérpretes magníficos, hay un breve episodio humorístico que resulta curioso en una obra en la que se trata de encontrar al asesino de siete chicas jóvenes (el título español alude a que el criminal deja poesías en los lugares de los homicidios; aunque sigo prefiriendo el título original). En esos pocos minutos la chica, que se ha ofrecido como señuelo al asesino para la policía, es conducida por uno de los sospechosos -el gran Boris Karloff -  a su estudio, y allí le hace probarse un vestido que ha confeccionado, puesto que dice ser un famosos modisto, y quiere que desfile ante un selecto grupo de clientes. Pero cuando se corren las cortinas los únicos espectadores  son unas sillas vacías, un perro sentado en un gran sillón y un maniquí vestido para la ocasión. Ya veníamos sospechando algo raro en la conducta de ese caballero, pero lo veíamos como el posible homicida, no como un pobre modisto que ha perdido la razón a raíz de haber sido cancelado el pedido de un traje hermosísimo que diseñó para una princesa... o eso dice al menos la mujer que hace las labores de ayudante y criada.

Quiero agradecer muy sinceramente el permiso concedido por la ilustradora argentina Irene Singer para reproducir en este texto algunos de sus estupendos dibujos para la edición de El traje nuevo del emperador, publicado en abril de 2012 por la editorial  Calibroscopio y cuya historia ha sido narrada por Mariana Fernández. 




lunes, 1 de abril de 2013


IN PRINCIPIO MUSICA
                                                                                    
            Un estudioso guatemalteco descubre por azar los dos últimos movimientos de la Sinfonía inacabada de Franz Schubert. Naturalmente, le falta tiempo para comunicar su descubrimiento a las autoridades de su país, pero ya no es que no le crean, sino que a nadie parece importarle semejante hallazgo. Nuestro hombre no se desanima y emprende un viaje a Europa, donde piensa que allí le escucharán y darán a conocer a todo el mundo una música tan hermosa como esa. Cuál no será su desilusión al toparse con la incomprensión de todos aquellos con quienes va hablando: unos recelan de un latino, otros de que una partitura nada menos que de Schubert aparezca nada menos que en un país como Guatemala. Finalmente, apenado por el ningún eco que ha tenido lo que él considera digno de ser conocido por todos los amantes de la música, retorna a su patria, y en el barco que lo lleva acepta la reflexión de uno de los viajeros, tras haber reconocido a todas luces el manuscrito como original: la gente es consciente de la maravilla que suponen los dos primeros movimientos de esa sinfonía, y les parece que ninguno que los continuasen serían suficientemente hermosos como para igualarse con los anteriores. De ahí que, en las últimas líneas, el desengañado melómano opte por tirar al océano las partituras de aquella obra maestra (Sinfonía concluida, incluido en la colección de relatos Obra maestra, Augusto Monterroso).

             En otro cuento de ese mismo libro del autor guatemalteco, que vivió en realidad casi toda vida en Méjico, un personaje importante ha organizado un concierto de piano para ser interpretado por una jovencita que es su hija. Ese hombre es un ser poderoso, y de hecho ha dado instrucciones a todo el mundo de cómo tiene que comportarse y de aplaudir y ¡ay de quien no se muestre lo bastante entusiasta de esa interpretación! Sin embargo, aun cuando hasta los periodistas y críticos suelen mencionar esas conciertos con palabras elogiosas, el hombre que ha construido un imperio y cuyo nombre nunca sabremos, reconoce no sólo que la música no le interesa ni le dice nada, sino que lamenta la afición de su hija por el piano y acaba confesándose a sí mismo que ha llegado a odiarla porque eso le coloca en una posición de debilidad ante los demás, algo por lo que no parece dispuesto a pasar (El concierto).
JAMES JOYCE
           A lo largo de toda su vida y de su obra, el irlandés James Joyce estuvo siempre muy interesado por la música. No vamos a hacer un repaso pormenorizado de la presencia de ésta en toda su producción, pero si me gustaría detenerme en ese primer libro de cuentos, tan hermosos por otra parte es decir, Dublineses. En él podemos encontrar formas muy diversas en las que aparece de una manera u otra la música. Al igual que ocurría en el relato de Monterroso, hay un cuento en el que se han preparado cuatro conciertos en Dublín, y una madre ha logrado que una organización musical incluya a su hija como pianista en todos ellos. Lo malo es que conforme se acerca la fecha de los conciertos, parece cada vez más claro que no van a ser precisamente un éxito, y mucho menos de ingresos económicos. Por esa razón, los responsables de los conciertos intentan por todos los medios cancelar alguno, y contra esas medidas se opone con todas sus fuerzas la madre de la joven, hasta el punto de que cuando llega el último y más esperado de esos conciertos se opone a que su hija toque hasta que no se le paguen las ocho guineas convenidas. Ni que decir tiene que semejante comportamiento es duramente criticado por todos (cantantes, organizadores...), por más que el marido no se atreva a decir nada, dominado como está por Mrs. Kearney, que es como se llama la buena señora, y que la hija asista a todo esos tejemanejes maternos sintiéndose en el fondo avergonzada (Una madre).

               Otra historia dentro del libro, concretamente el cuento con el que concluye el libro, es la titulada Los muertos. Tras una fiesta navideña que ha tenido lugar en una familia de buena posición, Greta, la esposa abnegada e infeliz, rompe a llorar al oír una canción popular, que tiempo atrás cantaba un joven pretendiente que no dudó nunca en no anteponer nada al amor que sentía por Greta y que, lamentablemente, murió en plena juventud. Su marido le interroga por esas lágrimas, con un cierto enfado, y cuando sabe la respuesta no puede dejar de sentir una no disimulada envidia, pero él es tan egoísta que es incapaz de comprender el sentimiento que desborda su mujer en ese llanto, precisamente porque él no ha amado a su esposa nunca así.
DE RUSIA A FRANCIA
           En otro rincón del planeta, una familia rusa intenta a toda costa que su hijo estudie violín, pensando, como tantos padres a lo largo de la historia de la literatura, que tal vez acabe por llegar a ser un niño prodigio y ellos tener el futuro resuelto. Todo tiene un regusto autobiográfico: la historia transcurre en Odessa, el chico de trece años lee a todas horas y empieza a escribir... Lo malo de ese plan, como suele ocurrir cuando se no cuenta para nada con el principal interesado, es que el chico tiene bastante más interés en escaquearse de las clases para poder jugar con sus amigos, ir al muelle a pescar o ver pasar los barcos, a las mil y una actividades típicas de los muchachos de esa edad. Como no puede ser de otra manera, el cuento termina al descubrir los padres, tres meses después, que su hijo no sólo hace novillos sino que además se gasta los rublos que le da su familia con los que tendría que pagar las clases de música, lo que ocasiona que su padre le quiera dar una buena paliza. (El despertar, Isaac Bábel).

          Por otra parte, y en un lugar muy diferente, un grupo especializado en tocar el reportorio de madrigales italianos del Renacimiento y Barroco, se dedican a dar giras por toda Europa mostrando ese delicioso repertorio. Sin embargo, en los últimos conciertos se nota la tensión entre dos de los integrantes del conjunto, que son pareja y están atravesando un momento muy delicado en su relación. Y todo ello tiene lugar justamente cuando están ensayando y llevando por los teatros y salas de conciertos madrigales de Carlo Gesualdo da Venosa, uno de los grandes nombres de ese género, autor que mató a su esposa y al amante de ésta de una forma brutal, de la misma manera a como uno de los miembros de la pareja muere a manos del otro, en paralelo a lo ocurrido al propio compositor al que interpretan (Clone, incluído en el libro de Julio Cortázar Queremos tanto a Glenda, 1980).
           En una escuela francesa empieza su último curso el profesor de música Simon, que se jubilará al llegar junio. Ha sido objeto de burlas entre sus alumnos durante años, sí, incluso entre sus compañeros, porque se muestra tímido y débil, pero eso ya parece no importar mucho ante la llegada de la jubilación. No obstante, entre sus alumnos hay un chico árabe en el que descubre asombrosas cualidades para tocar el violín. Se ofrece a darle clases particulares gratuitas, pero tiene que vencer las reticencias de la familia del muchacho. Y, pese a todo, contará con el respaldo de la madre, que le confiesa que su padre fue violinista la mayor parte de su vida, y que tuvo que dejarlo para ganarse duramente la vida y sacar adelante a su mujer y a sus numerosos hijos. La música lo era todo para él y murió creyendo que ninguno de sus descendientes tocaría su violín. En otra línea argumental, vamos enterándonos de que el profesor lleva años sin tocar su violín, porque tuvo que tocarlo obligado por los nazis que lo tenían preso como judío. Al final, todo el colegio organiza un gran festival en el que no sólo asombrará la maestría del chico árabe, sino que también su profesor, ahora que ha podido superar sus traumas, toca de nuevo su violín. Todo ello ocurre en El profesor de música, de Yael Hassán, 2004).


            Otro niño cogió su afición por la música con las canciones populares que le cantaba su tía. Y mucho años después, escribiendo sus memorias, lo narraba así: "Seguro estoy de que a ella debo el gusto, o mejor, la pasión por la música[...]. Poseía un prodigioso caudal de tonadas y canciones que cantaba con una voz dulcísima. La paz del alma de esta excelente mujer disipaba toda tristeza, [...] Tanto sus canciones me cautivaban, que no sólo he conservado en la memoria muchas de ellas, sino que aún hoy día, que casi la he perdido, algunas que tenía desde la infancia completamente olvidadas, reaparecen a medida que voy siendo viejo, con un encanto que trataría en vano de explicar. ¿Quién diriá que yo, caduco, viejo, roído por los cuidados y sufrimientos, me he encontrado algunas veces llorando como un chiquillo, al murmurar aquellos cantos con voz ya trémula y cascada?"(Confesiones, Jean-Jacques Rousseau).
LEOPOLDO ALAS, CLARÍN.
           Marcela Vidal es una modestísima cantante lírica que pertenece casi sin querer a una compañía –su madre era también cantante y su padre músico de orquesta- pero ni su facultades ni su belleza la van a llevar nunca a destacar en ningún papel, por más que una vez casi hasta gustó al respetable público interpretando a la Reina Margarita. Como espectadora de una función de ópera conoce a Feliciano Candonga, tenor con tan pocas cualidades como tiene ella, pese a lo cual ambos se enamoran y forman una familia, no sin antes haber dejado el mundo de la ópera, que no les daba más que sinsabores, pues los dos tenían al público y en su timidez no dejaban de sufrir con su reacción ante las actuaciones de ambos. En una especie de epílogo, sabremos que él ha llegado a convertirse en un importante mercader de harina en Grijota y sólo una vez más, para celebrar el nombramiento de su tío Romualdo diputado provincia,l acceden a subirse a un escenario y cantar para los vecinos de su pueblo.  Esta es la trama de uno de los escasísimos cuentos de Leopoldo Alas Clarín que tratan de un amor afortunado con un final feliz, La reina Margarita).  


           Con más talento, el poeta milanés Orazio Formi es el autor de los libretos de las óperas que triunfan en toda Italia, a las que pone música su amigo no muy dotado para la misma Brunetti. La tiple y actriz  que encarna los personajes de esas creaciones es  Gaité Provenze, de quien se va enamorando poco a poco el poeta. Brunetti le pide a ella, que es su esposa, aunque Orazio no lo sabe, que lo seduzca y consienta en lo que sea, puesto que necesitan que siga escribiendo libretos para él, pues es muy consciente de que su talento musical es muy limitado y si lo pierde perderá su trabajo e ingresos.  (Amor´ è furbo, escrito también por Leopoldo Alas, a quien le apasionaba la ópera, como lo prueba que en sus dos únicas novelas aparezcan numerosas alusiones y versos de diversas óperas, especialmente en Su único hijo, cuyo protagonista se enamora de la soprano de una compañía operística y con la que tendrá un hijo, a pesar de estar él casado previamente a esa relación y a que parece claro que, según confiesa la cantante, el niño que espera es de un tenor, no de su amante).
DE KIPLING A CHÉJOV
              En sus memorias tituladas Algo de mí mismo, Rudyard Kipling nos refiere cómo fueron sus primeros años de vida en la India, donde en las tardes calurosas el aya les cantaba a él y a sus hermanos nanas de ese país o les contaban cuentos que no olvidaron nunca. Después eran vestidos convenientemente y enviados al comedor con la advertencia de que tenían que hablar en inglés con papá y mamá. “Hablábamos, pues, en inglés, traduciendo, no sin titubeos, el idioma vernáculo de nuestras meditaciones y ensueños. Mi madre entonaba maravillosas canciones, sentada ante un piano negro, y solía asistir a cenas de gran ceremonia”. Y es que la música, las canciones y los cuentos forman una parte sustancial de los seres humanos, lo que no debe de extrañarnos que conduzca a que en países donde se prohíbe la música y hasta está penado el tener instrumentos musicales, muchas personas haya optado por enterrar su violines, heredados de padres a hijos en muchas ocasiones, en espera de tiempos mejores que permitan volver a recuperar esos tesoros que son para ellos los instrumentos musicales.


           La música sirve para proporcionar felicidad al hombre, para hacerle llorar o sonreír con el recuerdo de una melodía, para evocar un amigo o una situación, pero también puede ser usada, tangencialmente, para provocar la risa. Por una parte, tenemos el ejemplo de El amor a un contrabajo, un cuento de Antón Chéjov, en el que un músico baja al río a bañarse y al volver a la orilla se da cuenta de que le han robado la ropa. La trama se complica cuando debajo del puente en el que se ha refugiado llega una joven a la que también han robado sus ropas. El contrabajista le propone que se meta en la una de su instrumento, cosa que ella hace. Pero en el camino él cree ver a los ladrones y mientras los persigue dos músicos compañeros suyos se llevan la funda del contrabajo, pensando que se le ha extraviado. Y al volver sin haber podido recuperar sus ropas se encuentra que tampoco está la funda. En la sala donde iba a ser el concierto la sorpresa es mayúscula cuando abren la caja y al final del cuento se habla de cómo en el puente se oye por la noche música de contrabajo y que a veces se ve a un extraño tipo peludo y en cueros. Hay que disculpar al auto ruso que el relato se agote en su mismo final, pero es preciso añadir que se trata de una historia de las primeras que iba escribiendo todavía con el pseudónimo Antosha Chejonte,  antes de encontrar ese estilo inimitable y certero que lo lleva a ser uno de los grandes narradores de la literatura.
MECENAS TACAÑOS
           Por otro lado baste pensar en dos ejemplos sacados en esta ocasión de la propia historia de la música. El más conocido es el de Joseph Haydn, el célebre compositor austriaco que ideó una pieza (La sinfonía de los adioses, la número 45 de su catálogo, para ser exacto) en la que para protestar porque los músicos fueran traídos de sus vacaciones de forma inesperada para tocar ante el noble que los pagaba, Haydn creó una obra en la que al final de la misma iban yéndose los músicos apagando su vela y recogiendo su partitura, hasta no quedar ninguno. Para ser que el príncipe Nikolaus Esterházy entendió el mensaje y les permitió regresar junto a sus familias a disfrutar de sus vacaciones.  
        Y con un propósito no muy diferente tenemos el caso de los músicos del Renacimiento.  No son pocos los que se tienen que buscar un mecenas más serio a la hora de pagar. El cardenal Arsenio Sforza - que olvida pagar a sus músicos pero no pagar una fortuna por un papagayo que supiera recitar el Credo-  es uno de ellos, para el que Josquin Desprez compone  la misa La sol fa re mi, en la que parece utilizar un fragmento del Kyrie Cunctipotens, pero que en realidad repite una y otra vez las transmutación solfística de Lascia fare a me (Déjame hacer a mí), frase con la que el cardenal acostumbraba a despedir a los pedigüeños. en parecida circusntancia otro señor decía "Mírese", y un músico ya cansado le aconsejó: "No entone tanto el mi, Cante el fa: Fágase". 
      El rey Luis XII no debía ser mucho más puntual con la paga y Josquin le dedicó un exquisito arreglo de una conocida canción popular, Adieu mes amours, retocando su texto. "Adiós, amor mío. Adiós hasta la primavera. No sé de qué viviré. ¿Viviré del viento, si el dinero del Rey no llega a menudo?" Y con otra sencilla canción atendió los ruegos del monarca que insistía en querer cantar con sus músicos, aun teniendo escasas facultades para ello. Guillaume se va chauffer es el título de una canción, que tiene el tenor marcado como vox regis y formado por una sola nota repetida machaconamente con todo el texto.
        

DOS VIOLINISTAS
         Vikram Seth es un escritor indio que no ofreció  una hermosa novela titulada Una música constante, cuyo protagonista es el segundo violín de un conjunto de cámara. Uno de los nudos narrativos más importantes es el intento de recuperar un viejo amor, en la piel de una mujer que está empezando a perder la vista, y que asiste horrorizada a sus conciertos para clave de Bach al temer que el público noto esa pérdida. Sin embargo, a mí me gusta también la relación que el músico tiene con una mujer ya mayor que le ha prestado su violín del siglo XVIII, nada menos que un Amati, y que al final de la novela, en un rasgo de generosidad, le regala en su testamento, ante la perplejidad de sus herederos. En todo caso, las escenas de los ensayos, de los sentimientos que produce tocar la música o escucharla tocada por otros o ver cómo los demás reaccionan ante la interpretación de una determinada melodía muy pocas veces han sido tratadas con tanta hermosura, profundidad y emoción.
        En una curiosa novela de Enrique Vila Matas - y no sé si existen o no las dos creaciones que en ella se citan, aunque eso poco importa, la verdad - , se habla de una película de un tal Jacquot adaptando un relato incompleto de Dostoievski: la historia de un joven violinista de provincias que convencido de tener un don excepcional como músico deja su ciudad natal para conquistar la capital, pero no encaja en ninguna de ellas, lo que le lleva a no querer trabajar con ninguna para no tener que compartir su talento ni con las mejores orquestas del país. Se considera el mejor violinista del mundo y pasea por las calles de París – supongo que el narrador ruso situaría a ese joven en Moscú o en San Petersburgo-  mirando con engreimiento y envidia los carteles que anuncian conciertos musicales en la ciudad y acaba no teniendo más remedio que chulear a una pobre criada (Anna Karina). Ella lo ha acogido en su habitación porque se ha enamorado de él, no del arrogante músico provinciano sin trabajo sino del patético y pobre diablo que ha encontrado dando tumbos por la ciudad diciendo que es el mejor violinista del mundo (París no se acaba nunca, 2003).   
MÚSICA EMBRIAGADORA
      No pocas veces la música produce un efecto casi hipnótico en quien a escucha. Así, por ejemplo, Sapo y Ratón, dos de los protagonistas de esa joya que es El viento en los sauces (Kenneth Grahame, 1908) buscan a un cachorro de nutria que se ha perdido y su madre está buscándolo desesperadamente por todo el bosque. En un punto recóndito de éste, los dos amigos empiezan a escuchar una música que los atrae sin remedio. Y en un recoveco se encuentran con que el pequeño animal está dormido, acunado por la embriagadoras notas que salen de la flauta de Pan, que está junto al cachorro. Cuando se lo llevan a la madre, ni Sapo ni Ratón son capaces de recordar con exactitud lo sucedido en aquel espacio, lo único que tienen claro es que había algo superior a sus fuerzas que los condujo a ese lugar sin poder evitarlo.
        Otro tanto ocurre en Canto de amor triunfante de Iván Turguéniev. A la joven esposa le han suministrado una especie de bebedizo que, cuando llega la noche, al dar comienzo una singular melodía que se extrae de un extraño violín traído de lejanas tierras, ella acude como sonámbula al jardín de su mansión a encontrarse con el amigo de su esposo que ha venido desde Asia tras varios años ausentes, en un viaje que hizo una vez que no pudo casarse con ella. Pero también él acude a esa peculiar cita en una suerte de estado hipnótico. No sabremos lo que hubiera ocurrido si esos encuentros se hubieran repetido más veces, porque lo cierto es que el marido descubre esa salida y  al ver que desde ese momento su mujer pierde la alegría, averigua la raíz de ese estado y, finalmente, clava su hermoso puñal en el costado del que años atrás fue su mejor amigo. Que pese a todo se irá de la mansión encima de un caballo, pálido y sin fuerzas sí, pero aparentemente vivo, seguramente por mediación de un sospechoso criado que trajo de sus viajes y que tal vez fuera también quien tocase el violín.

          Y lo mismo pasa en Leyenda de las dos discreta estatuas, de Washington Irving, relato incluido en su Cuentos de la Alhambra. Sanchita es la hija de un pobre mercader y buen guitarrista y cantante de canciones populares. Descubre un amuleto y esa noche, mientras la vida y el tiempo se ha paralizado, ella puede hablar con una princesa cristiana secuestrada por los árabes de Granada. Lo curioso del caso es que esa joven hermosa tiene una lira mediante la cual logra tener dormido a su gurdián, de modo que puede conversar con Sanchica y darle las indicaciones de dónde se encuentra un valioso tesoro y pedirle que dedique parte de él, una vez que su padre lo saque sin darle cuenta a nadie, a decir misas por la salvación de la princesa cristiana.


SCHUBERT Y BEETHOVEN COMO INSPIRACIÓN
           La muerte y la doncella es un célebre cuarteto de Franz Schubert cuyo título usa igualmente el dramaturgo chileno Arel Dorfman para uno de sus dramas, que unos años después adaptaría al cine nada menos que Roman Polanski. Pues bien, la historia se centra en la vida de una mujer, Paulina, que intenta llevar una vida normal, pero desde el primer momento intuimos que algo en su pasado la tiene inquieta, algo que no está muy claro que su pareja Gerardo sepa. Ese algo es nada más y nada menos que tiempo atrás fue torturada por Roberto,  torturas que se llevaban a cabo con la música del cuarteto de Schubert como acompañamiento. Y aquella música maravillosa creada para el disfrute del ser humano y que también recogía las angustias del joven músico vienés, pasa aquí a convertirse en un sonido asociado al miedo, al dolor, a lo peor del ser humano.  Sabíamos que los nazis apreciaban las bellas composiciones de Mozart, Bach y tantos otros, lo que no les impidió cometer crímenes atroces. Pues otro tanto le pasa a Roberto, de manera que a todos cuantos amamos la música nos preguntamos por qué esos sonidos que nos elevan a lo más alto no fueron suficientes para evitar que algunas personas se convirtieran en verdaderos monstruos. ¿Y qué haríamos si pasado el tiempo nos encontráramos con la voz de quien nos torturaba - y cuyo rostro nunca pudimos ver -  o cómo afrontar la vida cada vez que sonara la sublime música de Schubert?

      Pero a veces es que los músicos tampoco son lo que se dice un buen ejemplo. Basta pensar en el caso de Richard Strauss, figura clave en la música operística de las primeras décadas del siglo XX, por no hablar de sus poemas sinfónicos o sus inolvidables canciones. Para empezar, en el caso que nos ocupa, firmó un manifiesto contra Thomas Mann, el futuro ganador del premio Nobel de literatura, lo que motivó que éste y su numerosa prole tuviera que escapar de Alemania con el ascenso de los nazis al poder. Años después, uno de sus hijos, Klaus Mann, también escritor, acude a Europa como corresponsal de guerra y recién acabada ésta visita el castillo del Führer y está presente en la única entrevista con Hermann Göring. En Munich se pone en contacto con Strauss y éste accede a una entrevista. El anciano compositor se queja del trato de las autoridades, que pretendían llenar su casa de refugiados, aunque había vivido a cuerpo de rey.  Strauss añade que su nuera fue la única judía libre de toda Alemania. Por si eso fuera poco, se queja de que no le habían dejado cazar y que le prohibieron sus paseos a caballo. Klaus Mann, rechaza la invitación para quedarse a comer con el siguiente comentario: “Un hombre tan grande, ¡y sin grandeza!”.
        En una asombrosa novela corta Lev Tolstoi describe en primera persona la vida, creencias y evolución mental de un hombre adinerado que va a narrar las causas que le llevaron a matar a su esposa. Sería muy largo explicar las minuciosas lucubraciones y los meandros por los que se mueve  el pensamiento de ese hombre. Lo que nos interesa en este caso es la interpretación que hace su esposa y un notable violinista de La Sonata a Kreutzer de Ludwig van Beethoven, que de paso da título a toda la narración. Él sospecha que está surgiendo un idilio entre los dos, por más que tampoco parece que haya nada objetivo que pueda llevarnos a pensarlo, pero la mente del protagonista es, no lo olvidemos, una mente enferma. Y, sin embargo, la ejecución de la sublime partitura le conduce a una suerte de euforia, inesperada en una situación que él describe como tensa al buscar las señales que evidencien las relaciones del violinista profesional y su mujer al piano. Y, como conclusión de ese sentimiento, y que puede ser una perfecta clausura de estas líneas, afirma lo siguiente: “¡Y qué cosa tan terrible la música en general! ¿Qué es? No comprendo. ¿Qué es la música? ¿Qué hace? ¿Por qué hace lo que hace? Se dice que la música influye en el alma para elevarla. ¡Tontería! ¡Mentira! Influye, sí, influye espantosamente (hablo por mi cuenta), pero no de una manera ennoblecedora. ... ni ennoblecedora ni envilecedora, sino de una manera irritante. ¿Cómo diría yo? La música me hace olvidar mi situación verdadera; me transporta a un estado que no es el mío, bajo su influjo me parece que siento lo que en realidad no siento, que comprendo lo que no comprendo, que puedo lo que no puedo”.
                                                                            José María García Pérez