martes, 4 de octubre de 2011

APARIENCIAS

APARIENCIAS

Un joven norteamericano viaja a Italia para ver a un antiguo conocido que se ha ido a vivir allí. El viaje y los gastos los paga el padre de éste, preocupado porque su retoño no da señales de vida y eso no sólo le preocupa, sino que agrava una dolencia que tiene su esposa y que puede ser fatal. Tom se hace amigo de Dickie Greenleaf y poco a poco va conociendo sus costumbres, su vestuario y cuanto le concierne, incluida una especie de medio novia que tiene, Marge. En medio del mar, sobre una barca, Tom lo asesina y lo hunde en las aguas del Mediterráneo. A partir de ese momento comienza a hacerse pasar por su amigo, vistiendo, caminando y haciéndolo todo igual que él, de tal forma que nadie nota su ausencia, hasta que unos meses más tarde las pesquisas de la policía precisamente buscándolo a él le obligan a dar por terminado su juego. El problema se agrava cuando mata a un amigo de Dick e incluso hay un momento en el que parece que Marge va a ser la próxima víctima, pero no. Cuando la novela llega a su fin y todo apunta a que la policía lo va a atrapar, Tom puede seguir su vida como si nada hubiera pasado. Es la aparición en la literatura de un personaje tan admirablemente construido como brutalmente criminal, y la obra que puso en el mapa el nombre de su creadora: El talento de Mr. Ripley (Patricia Highsmith, 1950).

No cabe duda de que las apariencias desempeñan un papel muy importante en numerosas obras de ficción, pero en el caso de lo que de manera muy amplia –y no siempre con la precisión necesaria –se ha venido llamando novela negra ese papel puede ser en no pocos casos fundamental. Recordemos, sin ir más lejos, la asombrosa capacidad que nada menos que Sherlock Holmes tiene para disfrazarse e incluso cambiar el acento a la hora de hablar. Tanto es así que, en una de las obras cortas que Arthur Conan Doyle escribió sobre el más famoso de los investigadores de la historia de la literatura (Las aventuras del hombre del labio retorcido), el inquilino de la calle Baker Street se disfraza y actúa con tanta perfección que ni siquiera su gran amigo y escritor de sus investigaciones, el doctor Watson, es capaz de descubrirlo. Pero esa habilidad podemos verla igualmente en obras mayores como, por poner un solo ejemplo, El perro de los Baskerville (1888).

Sin embargo, en las aventuras de otra no menos famosa criatura de la novela de misterio, policíaca o como quiera denominársela, de otro no menos notable narrador compatriota de Doyle, ocurre tres cuartos de lo mismo, mas en estos casos no es el protagonista el que se transforma para no ser descubierto e investigar así sin levantar sospechas, sino que es un entrañable personaje francés que –siendo en un primer momento un ladrón que siempre se topa con el pequeño sacerdote dando al traste con sus ingeniosísimos planes, gracias por lo general a su perfecto dominio del disfraz – acaba siendo un amigo generoso y leal de avispado clérigo. Estoy hablando, como no podía ser de otra manera, del inolvidable grupo de casos que Gilbert Kenneth Chesterton agrupó bajo el título de El candor del padre Brown (1920), y que en España tuvimos la inmensa suerte de poder leer traducidos nada más y nada menos que por Alfonso Reyes, ese hombre de una cultura tan grande como su bonhomía.

Si cruzamos el Canal de la Mancha nos encontramos con otro tipo curioso, aunque esta vez de alguien que está al otro lado de la ley y que tiene por nombre Arsenio Lupin, a quien Maurice Leblanc convierte en el más fascinante ladrón de Francia, por más que para mí, personalmente, me parezca un tanto inferior a sus modelos anglosajones. En alguno de sus casos, gracias a sus dotes para vestirse, moverse y caminar de forma totalmente distinta a como lo hace él en su vida normal, logra sus objetivos, que no suelen ser otros que obtener algún cuantioso botín. Como dato anecdótico diré que, en el último de sus casos agrupados en Arsenio Lupin, caballero ladrón (1930), se las tiene que ver nada menos que con un célebre investigador llamado Herlock Sholmes, que no es sino un guiño al inmortal detective británico y que, para no desmerecer de él, digamos que el duelo entre ambos cerebros privilegiados acaba en tablas, pues éste no puede atrapar a Lupin al final del relato, lo que le lleva a reconocer que se halla ante un oponente digno de su ingenio.

También es verdad que hay personajes que, al contrario que los anteriores, no les gusta lo que se dice nada transformar su apariencia, hasta el punto de que uno de los muchos delincuentes que pululan por una novela como La máscara de Dimitrios (Eric Ambler, 1945) reconoce ante el narrador, que en este caso concreto es además aprendiz de detective, “Nunca he podido soportar los disfraces”, y hace esa afirmación para dar un ejemplo de que no cayó en la tentación de salvaguardar su identidad bajo algún disfraz ni cuando era perseguido por la policía por alguno de los delitos que había cometido a lo largo de su vida.

De todas las maneras hay quien no se conforma con variar su aspecto físico, sino que, como le sucede al agente del F. B. I. Sean Archer, literalmente muda su rostro por el del peligroso terrorista Castor Troy, a fin de poder persuadir al hermano del tipejo (que para más inri se llama Pollux Troy, estos guionistas no respetan nada, ¡maldita sea!) para que le desvele dónde está la terrorífica bomba que tenían ya preparada para explotar. Lástima que, para rizar el rizo, Castor obliga a los médicos a que le implanten la cara de Archer, con lo que tenemos una trama paralela, desde el momento que éste se presenta en casa del modélico agente y no tiene ningún pudor en intentar aprovecharse de la esposa y de la joven hija de Archer. Ambas rebuscadísimas líneas argumentales confluyen, al final de esta excesivamente larga y bastante disparatada película (Face-off, John Woo, 1997), en el inevitable enfrentamiento de héroe y villano que, como no podía ser de otra manera, acaba con el triunfo del bien sobre el mal; nada nuevo bajo el sol, claro está, pero una vuelta de tuerca sobre las distintas variaciones que el tema de las apariencias puede llegar a adoptar.

Hasta ahora veníamos hablando de seres de ficción, obviamente, pero no es menos cierto que cuanto llevamos dicho es perfectamente traspasable a la vida real. Y de muestra un ejemplo más que ilustrativo, a mi modo de ver. Jaime Jiménez Arbe estuvo asaltando bancos tanto en España con en Portugal durante trece años, hasta que fue capturado en el país vecino en julio de 2007. Alguien podría preguntarse cómo es que no fue detenido antes, en una época que hay imágenes de todo aquel que pase por la calle, así que no digamos de un atracador de bancos. La respuesta es sencilla: ejecutaba sus robos disfrazado con una peluca, barba postiza y hasta con un relleno en el estómago para aparentar un volumen que no tenía. La policía y los medios de comunicación lo apodaron “El Solitario”, puesto que todos sus delitos los cometía sin la ayuda de otras personas.

DOBLES

En ocasiones, las semejanzas nos llevan más lejos que el puro y simple disfraz. Sería el caso, por empezar por alguna parte, del tema del doble, profusamente utilizado durante el Romanticismo y buena parte del siglo XIX. Como es lógico en un tema que da tanto juego como es éste, los motivos para la aparición del doble son tan diferentes como lo son las propias obras en las que aparecen. Por ejemplo, en un clásico de la novela de aventuras – y del que hay una buena adaptación cinematográfica a cargo de Richard Torpe con Stewart Granger y James Mason como protagonistas - como es El prisionero de Zenda (Anthony Hope), la semejanza entre un caballero inglés y el rey de un pequeño y revolucionado país centroeuropeo, justo en el momento en el que el soberano ha sido hecho prisionero y pretenden tomar el poder varios nobles malvados, da lugar a que un grupo de nobles fieles al monarca hagan pasar por él al hijo de Albión, que de paso se enamora de la prima de rey, lo que ocasiona no pocas dudas en ella al encontrarlo ahora más valiente, con más sentido del humor y de quien no tarda en enamorarse a su vez. Como pasa tantas veces, el personaje más atractivo de la novela, no obstante, es el villano, de tal forma que nada tiene de extraño que el autor lo aprovechara para hacer una continuación que, como es de justicia, lleva por título su nombre: Rupert de Hentzau.

El tema es el mismo, pero ahora lo que se produce es todo lo contrario de una apariencia similar: el virtuoso y querido por todos doctor Jeckyll es un individuo que responde a la perfección a los cánones de lo que ha de ser un auténtico caballero inglés. Y está creado así precisamente para que destaque más su radical diferencia de carácter y de, sobre todo, aspecto físico. Como dijo en una ocasión Jorge Luis Borges, en el cine siempre los dos papeles los ha interpretado el mismo actor, cuando lo ideal es que los hubieran encarnado dos actores diferentes. Sin embargo, pese a las diferencias entre el lado amable y el malvado de Jeckyll y de Hyde, no cabe duda que ya en el primero creíamos adivinar un lado oscuro que no hacía presagiar nada bueno, la verdad. Además de la inolvidable novela de R. L. Stevenson, creo que hay que hacer mención en este caso a la mejor de las películas basadas en ese libro, y que sorprende porque se encuentra en los albores del cine sonoro y corrió a cargo de siempre interesante Rouben Mamoulian en 1931.

Si nos trasladamos de los oscuros callejones del brumoso Londres victoriano a esa Edad Media mítica que tuvo una de sus mejores leyendas en la de Camelot y los caballeros de la mesa redonda, podemos encontrar un curioso ejemplo más de cuanto decimos. Aunque hay muchas versiones del nacimiento del rey Arturo, una de las más famosas es aquella que lo hace hijo de Uther Pendragón (Uther el pequeño dragón, nombre que ya denota estar destinado a grandes hazañas, como los de todos los héroes de la antigüedad). El rey deseaba a la reina Igraise, esposa de Gorlois, duque de Tintagel (¡qué curioso!, porque esa pasa por ser la patria de Tristán, el amante de Iseo). Uther obtiene de Merlín un embrujo mediante el cual, cuando él entra el aposento de Igraise, ella lo ve bajo la figura de sus esposo, de manera que lo acepta en su lecho. De esa unión ilícita nacerá Arturo y, cómo no, como suele suceder en estos casos, un mal comienzo origina un mal final, puesto que, con el tiempo, la esposa de Arturo, la reina Ginebra le será infiel con Lancelot, y a raíz de ese hecho se vendrá abajo el reino de Camelot y todos los caballeros de la mesa redonda.


DIOSES Y MORTALES

Se ve que lo de tomar un cuerpo diferente al propio estaba a la orden del día, dado que son numerosas las transformaciones de todo un dios de dioses como es Zeus, famoso por encima de todo por su capacidad de metamorfosearse en las más variopintas formas para conseguir sus objetivos eróticos. Sin ánimo de ser exhaustivos, recordemos cómo se presenta ante Dánae en forma de lluvia de oro, cómo se lleva por los aires a Ganímedes con el cuerpo de un águila o que gracias a haberse convertido en un ternero puede poseer a la bella e ingenua Ío. Pero, si echamos la vista con detenimiento, incluso nos encontramos con un caso muy similar al del padre del rey Arturo. En efecto, Zeus adoptó el cuerpo de Anfitrión para poder tener relaciones con Alcmena, la esposa de éste, episodio que originó, por cierto, una graciosísima comedia de Plauto, el dramaturgo romano del que más obras nos han llegado hasta el presente, cuyo título es el nombre de marido burlado. No deja de ser curioso que, en nuestra lengua, la palabra “anfitrión” pasara a ser algo positivo cuando su origen es más bien todo lo contrario.

En el siglo I a. c. encontramos un caso real de ese particular gusto por cambiar la apariencia con una clara intención amorosa. Se trata de Clodio, un jovencito que agrada a Pompeya, esposa de Julio César, a la sazón importante militar romano –aún no ha llegado a ser emperador -, que aprovechando una de las fiestas exclusivamente femeninas que de vez en cuando se daban en domicilios privados en Roma, se cuela en el de su poderosa amante disfrazado de mujer. El intento es abortado al ser descubierto fortuitamente y cuando desde el senado se busca para él una condena a muerte, el propio César está en contra. Eso sí, poco después repudia a Pompeya, “Porque – afirma, con una de esas frases que han pasado al acervo colectivo más o menos fielmente – quiero que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha”, según nos informa Plutarco en sus famosas Vidas paralelas. De todas formas, el disfrazarse no era solo para encuentros amorosos, como podemos apreciar en un caso que señala este mismo biógrafo que vivió entre los siglos I y II después de Cristo. Entre las múltiples luchas por el poder que César entabló con el Senado, hubo una en la que varios senadores abandonaron la ciudad de Roma en carros alquilados con un disfraz de esclavos, por miedo a las represalias que temían tanto del poderoso militar como de la cada vez más creciente plebe que lo iba apoyando.

Un nombre para el que la apariencia tiene un valor decisivo es Alfred Hitchcock. No en balde, en la mayoría de sus películas hay equívocos y falsos culpables merced a una serie de apariencias que no se corresponden con la realidad. Soberano ejemplo es el arranque de Marnie (1961), en el que la ladrona que da título a la película, vestida con gabardina oscura, grandes gafas de sol y una larga cabellera morena se transformará, en una de esas imágenes tan caras a realizador inglés, en una preciosa joven rubia que no usa gafas y que suele vestir vestidos sin abrigo ninguno. No muy diferente es el proceso de disimulo físico que tiene Karen Black en su última obra, La trama (Family Plot, 1976). El grado máximo, si es posible hablar así, de la importancia dada a las apariencias en todo el cine de Hitch es Con la muerte en los talones (1959), donde ni siquiera existe el tal Kaplan al que persigue el grupo capitaneado por James Mason para eliminarlo, y sólo por un malentendido ellos creen que el Kaplan al que buscan es el publicista que interpreta un alocado Gary Grant, con las consecuencias que todos sabemos.

MUJERES

En el teatro siempre fue habitual el que un personaje se disfrazara con la ropa de alguien del otro sexo. Ello se convirtió en un elemento casi habitual de las comedias (esta palabra designa en nuestro Siglo de Oro a toda obra teatral, tengámoslo en cuenta) españolas del siglo XVII. Por una parte como un mecanismo cómico en sí mismo, pues ese juego se presta muy bien a las burlas y la parodia, pero por otra también nos evidencia la falta de movilidad y de autonomía, entre otras muchas cosas, de las mujeres de esa época. Pero también es verdad que, en ocasiones, las mujeres han de transvertirse y comportarse como hombres para, por ejemplo, poder acudir a la llamada del emperador y defender así a China salvaguardando el honor de la familia (Mulán), o acceder de este modo a una educación que les es vedada, como ocurre con Naoko en la leyenda japonesa de Los amantes mariposa o a Yentl para poder seguir los estudios hebreos en la película homónima (Barbra Streisand, 1983). Si alguien cree que la asunto de la educación femenina se había solucionado ya en el siglo XIX o tal vez a comienzos del XX, sólo tiene que leer el ensayo Tres guineas de Virginia Woolf para darse cuenta que nada más lejos de la realidad. Ciertas cosas, por desgracia, se han ido paliando muy recientemente.

Y no nos apartemos del teatro: hace dos mil quinientos años Aristófanes creó una comedia en la que las mujeres, disfrazadas de hombres, tomaban el control de la asamblea ateniense encargada de la “res publica”, viendo la incapacidad de los hombres para hacerlo sin acabar liados en una nueva guerra. Como era de esperar, se comportan como mujeres según los tópicos de la época (preocupadas por su aspecto físico, hablan con los juramentos femeninos, etcétera) y, al final, no consiguen su objetivo, aunque sí merecer el título de la obra: Asamblea de mujeres. Dos mil años después, otra mujer se sube al escenario teatral, pero esta vez lo hace por dos razones bien distintas a las de Aristófanes: porque lleva el veneno de las tablas en sus venas y porque está enamorada del autor de la obra que ensayan, William Shakespeare; amor compartido, ciertamente, aunque en la Inglaterra isabelina las mujeres no podían actuar en el teatro. En cualquier caso la obra y lo ilícito de su actuación tienen un final feliz, como no podía ser menos en una película que lleva por título Shakespeare enamorado (John Madden, 1998).

En un Inglaterra marcada por la visión victoriana de la vida, que tan poco margen dejaba al estúpidamente llamado sexo débil, y ya no digamos en un género literario con rasgos tan marcados como es el de la novela de detectives, Conan Doyle nos sorprende en una ocasión (Las aventuras de un escándalo en Bohemia) en la que una dama llamada Irene Adler, consigue averiguar que quien ha sido capaz de hacer que ella misma descubriera dónde está escondida una fotografía comprometedora para el príncipe de Bohemia es el famoso Sherlock Holmes, y lo hace siguiéndolo disfrazada justamente cuando él estaba disfrazado como un afable sacerdote. Gracias a esa habilidad, ella puede huir del país con su reciente marido y dejar una carta al habitante de Baker Street, en la que le explica todas las peripecias que llevaron a Irene a descubrirlo. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que el doctor Watson, el no menos famoso amigo y narrador de los casos más importante de Holmes, reconozca que fue la única mujer por la que éste sintió respeto y admiración.

En ese mismo siglo XIX, pero en una Francia donde se podían contar los románticos por cientos, uno de los más reputados de ellos, Teófilo Gautier, escribió una curiosa historia fantástica, La muerta viva(1836). El protagonista es un sacerdote que siente una pasión enfermiza por una mujer que, aunque no llega a describírsenos muy detalladamente, sí parece un ser muy especial; tanto, que él va iniciando sus relaciones en un llamativo estado casi de duermevela, pero que en las que siempre se nos describe a esa etérea y extraña mujer como vestida elegantemente, con unos exquisitos modales y sembrando admiración por donde quiera que pasa. Por desgracia, la realidad es mucho más terrible: ella es una mujer vampiro que murió tiempo atrás y cuyo auténtico aspecto, cuando logra verla tal cual es, y no bajo los hechizos de su poder de ultratumba, es el de un esqueleto pútrido y horroroso.

CAMBIOS CASI PERMANENTES

Y terminamos estas páginas volviendo al séptimo arte y a uno de los personajes más curiosos y entrañables que el cine nos ha dado en los últimos treinta años. Hablamos de Zelig (Woody Allen, 1983), un ser que nada tiene que envidiar a cuantos hemos ido mencionando hasta ahora, puesto que se trata de un hombre que, ante la inseguridad que le producen las relaciones con otras personas, adopta el aspecto (vestuario, formas de hablar y de comportarse, etc.) de aquellos con los que se está relacionando en cada momento, lo que ocasiona que a lo largo de la película se le apode como “el camaleón humano”. Así las cosas, lo vemos vestido de rabino en una escena en la que está hablando en una sinagoga con otros rabinos, con la bata y el estetoscopio en un hospital con varios médicos a su alrededor e, incluso, en una convención del partido nazi en la Alemania de los años 30, de manera que lo vemos junto a algunos de los más importantes cargos de ese partido. Por suerte para Zelig, y para nosotros como espectadores un poco agobiados del final que pueda tener un ser de semejante fragilidad, la historia termina cuando gracias a la doctora que lo atiende, es capaz de superar esa “enfermedad” y, por si eso fuera poco, ha empezado ya una relación con ella. Para ser sinceros, ese hombre se merecía que la vida le diera una segunda oportunidad. Lástima que, en la vida real, muchas personas no siempre tienen esa posibilidad, aunque muten su aspecto y disfracen su voz para poderlo conseguir.


                                                             José María García Pérez



2 comentarios:

  1. Pues por añadir un poco más, no nos olvidemos del agente Smith en la saga Matrix, que, puesto que todas las personas de Matrix son en realidad software, aquellos conscientes su condición (como el agente Smith) cambian de apariencia en un segundo :-)

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  2. Bueno,es que el tema en sí mismo es interminable, como lo demuestra un ejemplo que dejé fuera del artículo para no alargarlo hasta el infinito: durante la mayor parte de la novela Tarzán, el rey de los monos (Edgar Rice Burroughs) el protagonista vive en la selva africana con un taparrabos como todo vestuario.Además no habla ni una palabra, aunque entiende inglés (la lengua original de la novela)por haberlo aprendido en los libros que tenían sus padres en la cabaña en la que encontraron la muerte (lo que es imposible en la realidad, pero estamos en una ficción, no lo olvidemos). Pero en la última quinta parte más o menos de esa primera novela -porque debido al éxito posterior del personaje iba a haber muchas novelas después- se viste como un occidental y ¡habla francés!, porque el noble que se ocupa de enseñarle a hablar considera que es de mejor tono hacerlo en esa lengua, pese a que, de esa manera, le costará dios y ayuda al personaje principal poderse entender con la mayoría de los demás personajes, incluida la bella joven de la que está enamorado. Esa transformación en su aspecto físico y en su forma de ser tiene gran importancia en la trama de la novela.

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