martes, 4 de octubre de 2011

AMORES DIFÍCILES

AMORES DIFÍCILES

Pocos años antes de la Primera Guerra Mundial, una joven pareja disfruta de su amor en una mansión británica, ella como hija que es de los dueños, él como uno de los criados. La joven tiene una hermana pequeña de trece años Briony, que apunta maneras de escritora, y de hecho ha escrito alguna obra de teatro que pretende representar en esa temporada. Pero, y aquí empieza lo que no puede explicarse el lector, acusa al novio de su hermana de la violación y muerte de una adolescente amiga de la familia que ha venido a pasar unos días. Por supuesto, él, Robbie, que es una persona de clase baja frente a todos los demás, es arrestado y acaba en la cárcel. Andando el tiempo luchará en la Gran Guerra mientras su novia Cecilia lo hace en el servicio de enfermeras del ejército en Londres hasta que, terminada la contienda, buscan una casa apartada de la ciudad que pueda ser un hogar para su amor. Por desgracia, faltan muchas páginas para el final, y lo que había empezado como un entrevista a una vieja escritora en la televisión acaba en esa misma conversación, en la que no sólo descubrimos que tiene un cáncer terminal, sino también que ella es aquella niña que causó tanto dolor y que, finalmente, reconoce que nunca hubo final feliz para esa pareja, dado que él murió en el frente y su hermana también falleció en el metro de Balham al estallar una bomba. El remordimiento que la corroía la llevó a idear una posible sublimación de aquel amor desdichado, a una vía feliz que sólo era posible en la literatura, la misma literatura que probablemente la llevó a mentir y a impedir que el amor triunfara en la vida real. Y así termina una de las mejores novelas de los últimos años, Expiación (Ian McEwan, 2001).

En una Edad Media hecha a la medida de Hollywood el capitán Navarre y su dama Isabeau sufren un hechizo por parte del obispo de Aquila, enfurecido por no lograr el amor de ésta última, de manera que durante el día ella toma la forma de un halcón y al llegar la noche él se transforma en lobo. En otras palabras, sólo hay un segundo al día en el que ambos pueden verse tal y como realmente son: es el momento en el que el día deja paso a la noche. Tan cruel destino no podía ser eterno, porque la naturaleza de los relatos no lo soportaría, de modo que logran rompen el hechizo con la ayuda de un joven llamado Philippe Gaston, apodado El Rata y, a la postre, los enamorados podrán ya disfrutar de su amor. Ese es el argumento de Lady Halcón (Richard Donner, 1986). La historia era hermosa, la película vulgar.

En la Edad Media, pero esta vez en la de verdad, se sitúa una de las parejas de amantes más célebres de la historia de la literatura, aunque hay quien sólo la conoce por mediación de una ópera de Wagner. Hablo de la leyenda de Tristán e Iseo. En realidad todo se inicia con un error: cuando va a recogerla para llevársela al rey Marcos de Cornualles, con quien se va a casar, ambos toman sin saberlo un bebedizo mágico que hace que ambos se amen mientras viven. El número de peripecias que les sucede es casi interminable, no pocas de las cuales provienen de la novelística griega y bizantina, pero lo que no ofrece dudas es que todos cuantos les conocen no pueden sino sentir pena por ese destino. Ella se casa con el rey, él con una dama cuyo nombre no importa; y el final tiene reminiscencias del retorno de Teseo a su hogar con su padre el rey Egeo esperándolo: Tristán ha mandado llamar a Iseo porque ha sido herido por una espada envenenada, y le pide a su mujer que le avise –él está postrado en la cama- cuando llegue el barco; si éste tiene las velas blancas es que en él viene su amor, si son negras es que no viajan en él. Su esposa enfurecida por todo el amor que no se dirige a ella, le dice que son negras y Tristán muere en ese instante. Iseo fallece al verlo a él muerto y ambos son enterrados juntos, después de tantas penalidades.

Mucho más acá, tanto como es la mitad del siglo pasado en una ciudad italiana, un matrimonio apenas se ve a lo largo del día porque trabajan a distintos turnos y únicamente coinciden a la hora en la que ella desayuna antes de ir a trabajar y él regresa de su faena para irse a dormir. Y aprovechando esos minutos de los que ni siquiera disponían los amantes de Lady Halcón, ese es el momento que comparten ante la mesa de la cocina, conversando a pesar del sueño de una y del tremendo cansancio del otro. Es uno de los relatos que componen un libro en verdad entrañable de Ítalo Calvino, y cuyo título, por cierto, es el que utilizo para nombrar este artículo: Los amores difíciles (1970, aunque los cuentos están escritos entre 1949 y 1967).

Un problema mayor que la simple no coincidencia de lugar y tiempo le ocurre a Morel, el extraño protagonista y narrador de una de las mejores novelas de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel (1940). En efecto, un fugitivo ha llegado a una isla y como si de un nuevo Robinsón Crusoe se tratara, se encuentra solo en una isla aparentemente desierta. Y digo aparentemente porque empieza a ver a una serie de personas a las que en un primer momento trata de evitar, temiendo algún mal por su parte. Poco a poco sin embargo, intenta hablar y ser escuchado por ellos, como le sucedía al personaje de Daniel Defoe al sentir en su alma la enorme soledad de su vida, especialmente por una joven de la que empieza a enamorarse el protagonista. La historia avanza paulatinamente mientras el lector va dudando –como lo hace el propio narrador –de si esos seres, que no sólo es que ignoren al narrador, sino que incluso parecen no verlo ni oírlo, son reales o proyecciones de la imaginación de Morel, puesto que se llega a insinuar que tal vez todo sea producto de su paranoia al haberse intoxicado con la comida.

Un abogado tan prestigioso como cínico defiende a los secuaces del temible jefe mafioso Lee J. Cobb cuando están en problemas, hasta que conoce a una chica de las que se contratan para las fiestas de esos mismos tipos y se enamora de ella. A ella la desprecian quienes alquilan sus servicios, precisamente aquellos que son unos asesinos sin escrúpulos, pero a raíz de iniciar las relaciones con ella también el abogado empieza a ser mirado con recelo por parte de los hombres del capo, que es un amigo de su infancia. Éste no sólo llega a amenazar a su amigo con romperle las dos piernas –una de las cuales, por cierto, le obliga a andar cojeando por un accidente infantil- si deja de cumplir sus órdenes, sino que también está a punto de verter sobre el rostro de la bailarina un frasco de ácido para desfigurarla, aunque al final se le cae en su propia cara al ser alcanzado por al balas de la policía. Esa muerte deja paso, en último término, a que la pareja pueda afrontar su futuro con esperanza y unidos, en uno de los mejores trabajos de quien fue tal vez el más romántico de los realizadores cinematográficos, Nicholas Ray (que en agosto de 2011 hubiera cumplido los cien años), Chicago, años 30 (Party Girl, 1958).

El género negro ha dado igualmente muestras extraordinarias de amores difíciles. Pensemos en la novela que adaptó Raoul Walsh y que terminó llamándose Su último refugio (High Sierra, 1941). Allí un delincuente sale de la cárcel y planea su último golpe, con la esperanza de que ello le permitirá poderse retirar. Por el camino conoce a una joven coja a cuya familia no duda en ayudar, por más que luego no encuentre sino desprecio por parte de ellos. Sólo una mujer lo quiere de verdad, Ida Lupino, que al enterarse de que está atrapado por la policía en las montañas, acude allí con su perro y, una vez abatido por los agentes de la ley, ella lo abraza con fuerza mientras dice unas palabras que no pueden ser más significativas: “Libre, por fin libre”.

Y lo que son las cosas, en una adaptación de la misma novela y dirigida por el mismo realizador, ocho años después, eso sí, se rueda Colorado Territory (1949), pero esta vez la historia se traspasa del mundo del cine negro al western. Joel McCrea prepara el atraco a un tren, pero la cuadrilla de ayudantes son tan nefastos como los que tenía Humphrey Bogart en la anterior –para eso es la misma trama, claro -. Aquí Ida Lupino es sustituida por Virginia Mayo, pero al contrario que en la otra, la escena final tiene lugar en un impresionante paisaje desértico en el que un tirador profesional del ejército de los Estados Unidos abate a los dos enamorados, que mueren románticamente son sus manos unidas bajo un sol tan implacable como lo es el destino del que no puede escapar la pareja.
Y otro western memorable merece la pena recordarse aquí: Perla es la joven mestiza de la que están enamorados los dos hijos del más rico terrateniente de la región. El mayor pretende tener en ella una esposa formal y hacer de ella la madre de sus hijos. El menor la utiliza a su antojo, sin usar una palabra que aluda a un proyecto de vida en común. Nada tiene de extraño que el mayor abandone la posibilidad de una relación y que el salvaje y chulesco Lewton (un excelente Gregory Peck) y Perla –hija de una india que también causa la muerte de su esposo al inicio de la película, al ver que ella tontea y algo más con todo el mundo, razón por la cual uno de sus amantes lo asesina - acaben matándose a tiros en una montaña bajo otro sol implacable, en el duelo que dará nombre a uno de los títulos más famosas de la historia del western, Duelo al sol (King Vidor, 1946).

En otro género no muy dado precisamente a las historias de amor como es el bélico, un soldado alemán es enviado a casa con un permiso de tres semanas, después de luchar en el frente ruso. En esas tres semanas no sólo descubre su ciudad en ruinas, sino que también se enamora y se casa con una joven que está sobreviviendo como puede a todos los inconvenientes de la situación de guerra. Lo malo es que pasan los días y nuestro hombre ha de volver a combatir en un lugar terrible. Allí, transcurrido un tiempo, recibe carta de su esposa en la que ella le comunica que está esperando un hijo. Con la alegría de la noticia, libera a varios prisioneros rusos de los que estaba encargado; pero claro, éstos no saben de sentimentalismos y al marcharse, uno de ellos consigue un arma y lo mata. El rostro del soldado se refleja en el río que gana agua con el deshielo de la primavera y en esa cara llegamos a ver una interrogación, una pregunta que ya para siempre carecerá de respuesta: “¿Por qué?”. Estamos ante uno de los más hermosos melodramas del cine, Tiempo de amar, tiempo de morir (Douglas Sirk, 1958).

También en el terreno del thriller podemos encontrar historias de amores imposibles. Dos hermanos gemelos y ginecólogos tienen una vida que transcurre con la misma frialdad que se siente en la ciudad canadiense en la que viven e idéntica asepsia en sus trabajos y hogar. Todo cambia cuando conocen a una mujer con una matriz doble, que al principio es un reto profesional para luego serlo sentimental, hasta el punto que no les importa una relación a tres bandas. Pocas veces en una película las batas de los médicos, las salas de un hospital, el equipo quirúrgico y hasta las luces de una sala de espera han sido más inquietantes, han dado más temor. Por supuesto, al final la relación termina de la única manera posible, a la vista de las pulsiones autodestructivas de los gemelos, es decir, con la muerte trágica de los hermanos y de la paciente y amante, porque en este caso es Thánatos quien vence a Eros. Hablamos de Inseparables (Dead Ringers, David Cronenberg, 1988).

Las historias de venganza rara vez pueden albergar una historia de amor, fácil o difícil. Y si está en manos de Samuel Fuller, mucho menos. El punto de partida es que un adolescente que ya es casi un delincuente ve cómo matan a su padre y se pasa los años viendo la manera de averiguar quiénes fueron los asesinos para tomar cumplida venganza. Lo que llama la atención es que, una vez que ha terminado con uno de ellos en la cárcel y anda tras la pista de los otros tres, salva la vida a la hermosa joven gracias a la cual cree poder seguir su propósito en esta vida. A un tipo como Tolly Devlin la idea del amor le es ajena, por lo que hace oídos sordos a la idea de ella de casarse y vivir una vida normal con hijos. Al final de la trama, cuando él acepta ambas cosas, sabemos que ha llegado su hora, toda vez que además ya ha matado a los otros tres asesinos. Y, en efecto, al matar al jefe de todos ellos uno de sus guardaespaldas le mete una bala en el cuerpo. Tolly sale huyendo y herido corre por las calles sombrías para acabar muriendo en un callejón tan oscuro y miserable como lo era aquel en el que mataron a su padre. La diferencia, eso sí, es que a él lo han seguido la única mujer que lo amó como tal, que lo abraza tras morir, y todo ello ante la mirada de otra mujer que fue la única como lo trató como un hijo. Sin aliento nos deja ese clásico del cine negro, Underworld U. S. A. (1960).

Las razones por las que los amores son difíciles, cuando no simplemente imposibles, pueden ser de lo más variado. En el caso de Esmeralda la gitana y Cuasimodo (en la inolvidable novela de Víctor Hugo Las torres de la catedral de París, 1831), de todos es sabido, no es otra que el hecho de que ella es una mujer sensual y bella por la que bebe los vientos el pérfido obispo de París y un capitán del ejército que sí responde a los cánones de belleza al modo decimonónico. Ante semejantes rivales, poco tiene que hacer la figura contrahecha y deforme del más célebre jorobado de la literatura, por más que ese mismo cuerpo alberga un corazón noble y hermoso. Pero es que, en ocasiones, la imposibilidad del amor otorga a la obra que lo describe una fuerza dramática que merece la pena destacarse. Y en esta variante del tema de la Bella y la Bestia –como lo es también otra joya como es King–Kong- ese tema es memorable. Y qué decir de Freaks (Tod Browning, 1932), donde casi la única persona norma es Ilsa, y la mayoría son los extrañísimos personajes que pueblan esta obra sin parangón. Dado que ella se casa con Franz sólo por su dinero, y que para conseguirlo no dudará incluso en ir envenenándolo poco a poco, el amor de él, que sí es sincero, no puede tener éxito. En consecuencia, cuando el intento de asesinato es descubierto, ella tiene que pagar por ello y lo hará según las terribles leyes de esos llamados “monstruos”, que a la postre se nos revelan como mucho más humanos que aquellos que utilizaban ese término despectivo para insultarlos.

A nadie le extrañará que unos jóvenes románticos que sobreviven a duras penas en el París de mediados del siglo XIX tengan muy cuesta arriba canalizar su amor y que éste pueda llegar a buen puerto. Que se lo pregunten a la entrañable pareja formada por la enfermiza Mimí y el poeta Rodolfo. La novela se escoraba al melodrama y la cumbre de su éxito lo alcanzará con la adaptación operística de Puccini (La Bohème, 1896), que concluye con el nombre femenino de la protagonista y que es, a la vez, un grito de incredulidad a la par que de desesperación ante la muerte de la amable y cariñosa joven. Merece la pena, no obstante, recordar dos intensas adaptaciones al cine, la segunda de las cuales está hecha a partir de la novela, que no de la ópera. En el período mudo la primera es de King Vidor y lleva el mismo título que la ópera (1926); la segunda, sesenta y cinco años más tarde, retoma el título original de la novela, Escenas de la vida bohemia (1992), a cargo del inclasificable pero siempre sensible realizador finlandés Aki Kaurismaki.

Entre las páginas de la única novela romana que conservamos completa, El asno de oro de Apuleyo (siglo I d. c.) descubrimos una verdadera joya del cuento amoroso: la relación entre Eros (= Amor) y Psique (= Alma). Ella es una de las más bellas ninfas sobre la tierra, él el dios del amor, que incumple la orden de su madre Venus y se enamora de ella, llevándosela a su palacio, donde se unen amorosamente, siempre con la condición de que ella no vea su rostro. Ni que decir tiene que semejante prohibición sólo sirve para ser incumplida, por lo que, una noche en la que ha cuidado hasta el último detalle para que él se durmiera, enciende una vela y al calor y al amor de esa lumbre puede contemplar a su amado a placer… y quemar con una gota de aceite a su amado. Para recuperarlo de nuevo tendrá que pasar una serie de pruebas, que ni que decir tiene que logrará. Digamos, a modo de curiosidad, que en pleno siglo XX, el escritor italiano Alberto Savinio escribió un relato con esta trama bajo el título de Nuestra alma (1944), con evidente intención paródica, desde el momento que ella tiene el aspecto de un ser mezcla de mujer y de pelícano y él de rapaz con un solo ojo, como se puede comprobar además en los dibujos que acompañan el texto y que hizo el propio Savinio. Pero, la verdad, prefiero la primera versión del mito.

No es raro que los amores difíciles se conviertan en amores imposibles. Por una parte tenemos un ejemplo de este último caso en una obra emblemática del Romanticismo europeo como es Las penas del joven Werther (1774), de Goethe. El joven protagonista – obsérvese cuantas veces la pareja en cuestión está en plena juventud- se enamora perdidamente de una mujer casada que, al contrario de lo que sucedería a lo largo de todo el siglo XIX, en cuya literatura las relaciones extramatrimoniales están a la orden del día, no accede a sus ruegos amorosos, motivo por el cual Werther opta por suicidarse ( lo que, por increíble que hoy nos parezca, instauró una breve moda entre los jóvenes despechados de la época, todo hay que decirlo). En cambio, los personajes de otra obra de ese autor alemán, Las afinidades electivas (1809) están en una onda bastante diferente, aunque el final es similar, desde el momento en el que una de ellas se deja morir al comprobar que no puede vivir de acuerdo a sus sentimientos.

Difícil, muy difícil es el amor que siente la mujer que da título a una película no muy conocida, La usurpadora (Back Street, John M. Stahl, 1932). La razón de ello es que ama a un hombre casado, que no renuncia a su esposa ni a sus hijos, como suele ocurrir en casi todos los hombres infieles de la ficción, pero lo más llamativo del caso es que tampoco la deja a ella en la estacada, porque la verdad es que también la ama. Muchísimo tiempo después, él muere y uno de sus hijos, sabedor de las relaciones de su padre, le permite acudir a dar su último adiós a su amado, en un final realmente insólito. ¡Cuánto pesan en esas despedida las Navidades, las Pascuas, los cumpleaños y tantas y tantas fechas que no han podido ser pasadas en compañía del ser amado!

No muy lejana en el tiempo de la anterior, pero esta vez mucho más conocida, se rodó Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931), una de las grandes obras del genio inglés. El simpático vagabundo que había obtenido un éxito sin comparación aparece por penúltima vez en la pantalla. La florista ciega de la que se ha enamorado cree que él es un millonario excéntrico, por un genial malentendido chapliano, y que ha sido él quien ha pagado la operación de sus ojos para poder devolverla la vista. Nada tiene de raro, por consiguiente, que ella esté a la espera de verlo de nuevo, pero es incapaz de verlo en esa figura pequeña y malvestida que un día tiene delante de su floristería –es que ahora también tiene su propia tienda, no como cuando tenía que vender su género en la calle; otra cosa que tiene que agradecer a su desconocido benefactor-. Finalmente, al contacto de su mano se produce el reconocimiento que tanto llevamos esperando y el final de la película que no puede ser sino un final feliz.


No podemos menos que, ya que nos venimos ocupando de un tema que tan ampliamente ha sido tratado por el cine, mencionar otra obra, muda también (¡cuántas joyas nos aguardan en esa época del séptimo arte!). Se debe a Franz Borzage, otro de esos nombres que merecen ser más conocidos y admirados y se filmó en 1927, con el título de El séptimo cielo. No se puede olvidar una vez vista la historia de ese limpiador de alcantarillas ascendido a barrendero, Chico Robas, gracias al cual la joven prostituta Diane es redimida de su trabajo. Ambos viven en una mísera habitación en el piso séptimo de un edificio parisino, piso al que llaman “el cielo”. Por desgracia, la Gran Guerra europea trastorna la felicidad de la pareja. Diane cree que él ha muerto, pero en realidad vive, pese a haber perdido la vista a causa de una explosión. Chico regresa tras el armisticio y ella le promete que será sus ojos.

En otras latitudes, una chica en un Japón intemporal es enviada a la ciudad para recibir la enseñanza que en cinco años hará de ella una mujer con la educación necesaria para ser una buena esposa. Como era de prever, tal idea no seduce precisamente a Naoko, que lo que quiere es estudiar letras, matemáticas y continuar escribiendo haikus. Con la complicidad de su sirvienta es lo que hace y, ya en la ciudad, conoce a un estudiante de nombre Kamo que será su compañero inseparable (detalle importante, ella se ha disfrazado de hombre, porque esos estudios les están vedados a las mujeres). El tiempo pasa y recibe un mensaje de su casa para que vuelva, pues su padre la ha comprometido con un desconocido. Con la pena por perderla, Kamo muere y, al enterarse, la víspera de la boda, Naoko obtiene permiso para visitar la tumba de su amigo –bajo la supervisión y compañía de su padre y criada, precisión necesaria-. Ella cae en la lápida que cubre el cuerpo amado, con el dolor que haberlo perdido. De pronto, un rayo rasga el cielo, rompe la lápida y hace que ella se precipite a la última morada de Kamo. La losa se cierra de nuevo y el sol vuelve a brillar, esta vez para alumbrar los rostros petrificados de padre y criada. A continuación, por entre las grietas de la tumba salen dos mariposas que vuelan juntas y felices para siempre. Esta es la leyenda japonesa que recrea Benjamin Lacombe en su corto pero emocionante -y bellísimamente ilustrado – libro Los amantes mariposa (2007).

Y vamos a terminar con un amor que empieza pareciéndonos imposible, pero que conforme avanza los minutos se nos presenta más bien como difícil para, en último término, sentirlo como real. En El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947), la joven viuda Lucy Muir se traslada con su pequeña hija a una casa barata, la única que ha podido permitirse, en un lugar de la costa verdaderamente hermoso, con fantasma incluido. Ella se va sintiendo atrapada por la atractiva y hasta huraña personalidad del capitán Gregg, antiguo dueño de la morada, quien le va dictando sus memorias para ayudar a la viuda a obtener unos recursos que la permitan vivir. Por más que estemos en una obra de ficción, nos resistimos a pensar que sea un amor imposible. A final, en uno de esos momentos mágicos que únicamente el cine puede transmitir, ansiamos que ella deje este mundo para poder así unirse a su amado, en un amor que correspondido que ha de ser eterno. Y es que como dijo otro personaje maravilloso, “Amor omnia vincit”, o lo que es lo mismo, “el amor lo puede todo”.

                                                                                José María García Pérez

APARIENCIAS

APARIENCIAS

Un joven norteamericano viaja a Italia para ver a un antiguo conocido que se ha ido a vivir allí. El viaje y los gastos los paga el padre de éste, preocupado porque su retoño no da señales de vida y eso no sólo le preocupa, sino que agrava una dolencia que tiene su esposa y que puede ser fatal. Tom se hace amigo de Dickie Greenleaf y poco a poco va conociendo sus costumbres, su vestuario y cuanto le concierne, incluida una especie de medio novia que tiene, Marge. En medio del mar, sobre una barca, Tom lo asesina y lo hunde en las aguas del Mediterráneo. A partir de ese momento comienza a hacerse pasar por su amigo, vistiendo, caminando y haciéndolo todo igual que él, de tal forma que nadie nota su ausencia, hasta que unos meses más tarde las pesquisas de la policía precisamente buscándolo a él le obligan a dar por terminado su juego. El problema se agrava cuando mata a un amigo de Dick e incluso hay un momento en el que parece que Marge va a ser la próxima víctima, pero no. Cuando la novela llega a su fin y todo apunta a que la policía lo va a atrapar, Tom puede seguir su vida como si nada hubiera pasado. Es la aparición en la literatura de un personaje tan admirablemente construido como brutalmente criminal, y la obra que puso en el mapa el nombre de su creadora: El talento de Mr. Ripley (Patricia Highsmith, 1950).

No cabe duda de que las apariencias desempeñan un papel muy importante en numerosas obras de ficción, pero en el caso de lo que de manera muy amplia –y no siempre con la precisión necesaria –se ha venido llamando novela negra ese papel puede ser en no pocos casos fundamental. Recordemos, sin ir más lejos, la asombrosa capacidad que nada menos que Sherlock Holmes tiene para disfrazarse e incluso cambiar el acento a la hora de hablar. Tanto es así que, en una de las obras cortas que Arthur Conan Doyle escribió sobre el más famoso de los investigadores de la historia de la literatura (Las aventuras del hombre del labio retorcido), el inquilino de la calle Baker Street se disfraza y actúa con tanta perfección que ni siquiera su gran amigo y escritor de sus investigaciones, el doctor Watson, es capaz de descubrirlo. Pero esa habilidad podemos verla igualmente en obras mayores como, por poner un solo ejemplo, El perro de los Baskerville (1888).

Sin embargo, en las aventuras de otra no menos famosa criatura de la novela de misterio, policíaca o como quiera denominársela, de otro no menos notable narrador compatriota de Doyle, ocurre tres cuartos de lo mismo, mas en estos casos no es el protagonista el que se transforma para no ser descubierto e investigar así sin levantar sospechas, sino que es un entrañable personaje francés que –siendo en un primer momento un ladrón que siempre se topa con el pequeño sacerdote dando al traste con sus ingeniosísimos planes, gracias por lo general a su perfecto dominio del disfraz – acaba siendo un amigo generoso y leal de avispado clérigo. Estoy hablando, como no podía ser de otra manera, del inolvidable grupo de casos que Gilbert Kenneth Chesterton agrupó bajo el título de El candor del padre Brown (1920), y que en España tuvimos la inmensa suerte de poder leer traducidos nada más y nada menos que por Alfonso Reyes, ese hombre de una cultura tan grande como su bonhomía.

Si cruzamos el Canal de la Mancha nos encontramos con otro tipo curioso, aunque esta vez de alguien que está al otro lado de la ley y que tiene por nombre Arsenio Lupin, a quien Maurice Leblanc convierte en el más fascinante ladrón de Francia, por más que para mí, personalmente, me parezca un tanto inferior a sus modelos anglosajones. En alguno de sus casos, gracias a sus dotes para vestirse, moverse y caminar de forma totalmente distinta a como lo hace él en su vida normal, logra sus objetivos, que no suelen ser otros que obtener algún cuantioso botín. Como dato anecdótico diré que, en el último de sus casos agrupados en Arsenio Lupin, caballero ladrón (1930), se las tiene que ver nada menos que con un célebre investigador llamado Herlock Sholmes, que no es sino un guiño al inmortal detective británico y que, para no desmerecer de él, digamos que el duelo entre ambos cerebros privilegiados acaba en tablas, pues éste no puede atrapar a Lupin al final del relato, lo que le lleva a reconocer que se halla ante un oponente digno de su ingenio.

También es verdad que hay personajes que, al contrario que los anteriores, no les gusta lo que se dice nada transformar su apariencia, hasta el punto de que uno de los muchos delincuentes que pululan por una novela como La máscara de Dimitrios (Eric Ambler, 1945) reconoce ante el narrador, que en este caso concreto es además aprendiz de detective, “Nunca he podido soportar los disfraces”, y hace esa afirmación para dar un ejemplo de que no cayó en la tentación de salvaguardar su identidad bajo algún disfraz ni cuando era perseguido por la policía por alguno de los delitos que había cometido a lo largo de su vida.

De todas las maneras hay quien no se conforma con variar su aspecto físico, sino que, como le sucede al agente del F. B. I. Sean Archer, literalmente muda su rostro por el del peligroso terrorista Castor Troy, a fin de poder persuadir al hermano del tipejo (que para más inri se llama Pollux Troy, estos guionistas no respetan nada, ¡maldita sea!) para que le desvele dónde está la terrorífica bomba que tenían ya preparada para explotar. Lástima que, para rizar el rizo, Castor obliga a los médicos a que le implanten la cara de Archer, con lo que tenemos una trama paralela, desde el momento que éste se presenta en casa del modélico agente y no tiene ningún pudor en intentar aprovecharse de la esposa y de la joven hija de Archer. Ambas rebuscadísimas líneas argumentales confluyen, al final de esta excesivamente larga y bastante disparatada película (Face-off, John Woo, 1997), en el inevitable enfrentamiento de héroe y villano que, como no podía ser de otra manera, acaba con el triunfo del bien sobre el mal; nada nuevo bajo el sol, claro está, pero una vuelta de tuerca sobre las distintas variaciones que el tema de las apariencias puede llegar a adoptar.

Hasta ahora veníamos hablando de seres de ficción, obviamente, pero no es menos cierto que cuanto llevamos dicho es perfectamente traspasable a la vida real. Y de muestra un ejemplo más que ilustrativo, a mi modo de ver. Jaime Jiménez Arbe estuvo asaltando bancos tanto en España con en Portugal durante trece años, hasta que fue capturado en el país vecino en julio de 2007. Alguien podría preguntarse cómo es que no fue detenido antes, en una época que hay imágenes de todo aquel que pase por la calle, así que no digamos de un atracador de bancos. La respuesta es sencilla: ejecutaba sus robos disfrazado con una peluca, barba postiza y hasta con un relleno en el estómago para aparentar un volumen que no tenía. La policía y los medios de comunicación lo apodaron “El Solitario”, puesto que todos sus delitos los cometía sin la ayuda de otras personas.

DOBLES

En ocasiones, las semejanzas nos llevan más lejos que el puro y simple disfraz. Sería el caso, por empezar por alguna parte, del tema del doble, profusamente utilizado durante el Romanticismo y buena parte del siglo XIX. Como es lógico en un tema que da tanto juego como es éste, los motivos para la aparición del doble son tan diferentes como lo son las propias obras en las que aparecen. Por ejemplo, en un clásico de la novela de aventuras – y del que hay una buena adaptación cinematográfica a cargo de Richard Torpe con Stewart Granger y James Mason como protagonistas - como es El prisionero de Zenda (Anthony Hope), la semejanza entre un caballero inglés y el rey de un pequeño y revolucionado país centroeuropeo, justo en el momento en el que el soberano ha sido hecho prisionero y pretenden tomar el poder varios nobles malvados, da lugar a que un grupo de nobles fieles al monarca hagan pasar por él al hijo de Albión, que de paso se enamora de la prima de rey, lo que ocasiona no pocas dudas en ella al encontrarlo ahora más valiente, con más sentido del humor y de quien no tarda en enamorarse a su vez. Como pasa tantas veces, el personaje más atractivo de la novela, no obstante, es el villano, de tal forma que nada tiene de extraño que el autor lo aprovechara para hacer una continuación que, como es de justicia, lleva por título su nombre: Rupert de Hentzau.

El tema es el mismo, pero ahora lo que se produce es todo lo contrario de una apariencia similar: el virtuoso y querido por todos doctor Jeckyll es un individuo que responde a la perfección a los cánones de lo que ha de ser un auténtico caballero inglés. Y está creado así precisamente para que destaque más su radical diferencia de carácter y de, sobre todo, aspecto físico. Como dijo en una ocasión Jorge Luis Borges, en el cine siempre los dos papeles los ha interpretado el mismo actor, cuando lo ideal es que los hubieran encarnado dos actores diferentes. Sin embargo, pese a las diferencias entre el lado amable y el malvado de Jeckyll y de Hyde, no cabe duda que ya en el primero creíamos adivinar un lado oscuro que no hacía presagiar nada bueno, la verdad. Además de la inolvidable novela de R. L. Stevenson, creo que hay que hacer mención en este caso a la mejor de las películas basadas en ese libro, y que sorprende porque se encuentra en los albores del cine sonoro y corrió a cargo de siempre interesante Rouben Mamoulian en 1931.

Si nos trasladamos de los oscuros callejones del brumoso Londres victoriano a esa Edad Media mítica que tuvo una de sus mejores leyendas en la de Camelot y los caballeros de la mesa redonda, podemos encontrar un curioso ejemplo más de cuanto decimos. Aunque hay muchas versiones del nacimiento del rey Arturo, una de las más famosas es aquella que lo hace hijo de Uther Pendragón (Uther el pequeño dragón, nombre que ya denota estar destinado a grandes hazañas, como los de todos los héroes de la antigüedad). El rey deseaba a la reina Igraise, esposa de Gorlois, duque de Tintagel (¡qué curioso!, porque esa pasa por ser la patria de Tristán, el amante de Iseo). Uther obtiene de Merlín un embrujo mediante el cual, cuando él entra el aposento de Igraise, ella lo ve bajo la figura de sus esposo, de manera que lo acepta en su lecho. De esa unión ilícita nacerá Arturo y, cómo no, como suele suceder en estos casos, un mal comienzo origina un mal final, puesto que, con el tiempo, la esposa de Arturo, la reina Ginebra le será infiel con Lancelot, y a raíz de ese hecho se vendrá abajo el reino de Camelot y todos los caballeros de la mesa redonda.


DIOSES Y MORTALES

Se ve que lo de tomar un cuerpo diferente al propio estaba a la orden del día, dado que son numerosas las transformaciones de todo un dios de dioses como es Zeus, famoso por encima de todo por su capacidad de metamorfosearse en las más variopintas formas para conseguir sus objetivos eróticos. Sin ánimo de ser exhaustivos, recordemos cómo se presenta ante Dánae en forma de lluvia de oro, cómo se lleva por los aires a Ganímedes con el cuerpo de un águila o que gracias a haberse convertido en un ternero puede poseer a la bella e ingenua Ío. Pero, si echamos la vista con detenimiento, incluso nos encontramos con un caso muy similar al del padre del rey Arturo. En efecto, Zeus adoptó el cuerpo de Anfitrión para poder tener relaciones con Alcmena, la esposa de éste, episodio que originó, por cierto, una graciosísima comedia de Plauto, el dramaturgo romano del que más obras nos han llegado hasta el presente, cuyo título es el nombre de marido burlado. No deja de ser curioso que, en nuestra lengua, la palabra “anfitrión” pasara a ser algo positivo cuando su origen es más bien todo lo contrario.

En el siglo I a. c. encontramos un caso real de ese particular gusto por cambiar la apariencia con una clara intención amorosa. Se trata de Clodio, un jovencito que agrada a Pompeya, esposa de Julio César, a la sazón importante militar romano –aún no ha llegado a ser emperador -, que aprovechando una de las fiestas exclusivamente femeninas que de vez en cuando se daban en domicilios privados en Roma, se cuela en el de su poderosa amante disfrazado de mujer. El intento es abortado al ser descubierto fortuitamente y cuando desde el senado se busca para él una condena a muerte, el propio César está en contra. Eso sí, poco después repudia a Pompeya, “Porque – afirma, con una de esas frases que han pasado al acervo colectivo más o menos fielmente – quiero que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha”, según nos informa Plutarco en sus famosas Vidas paralelas. De todas formas, el disfrazarse no era solo para encuentros amorosos, como podemos apreciar en un caso que señala este mismo biógrafo que vivió entre los siglos I y II después de Cristo. Entre las múltiples luchas por el poder que César entabló con el Senado, hubo una en la que varios senadores abandonaron la ciudad de Roma en carros alquilados con un disfraz de esclavos, por miedo a las represalias que temían tanto del poderoso militar como de la cada vez más creciente plebe que lo iba apoyando.

Un nombre para el que la apariencia tiene un valor decisivo es Alfred Hitchcock. No en balde, en la mayoría de sus películas hay equívocos y falsos culpables merced a una serie de apariencias que no se corresponden con la realidad. Soberano ejemplo es el arranque de Marnie (1961), en el que la ladrona que da título a la película, vestida con gabardina oscura, grandes gafas de sol y una larga cabellera morena se transformará, en una de esas imágenes tan caras a realizador inglés, en una preciosa joven rubia que no usa gafas y que suele vestir vestidos sin abrigo ninguno. No muy diferente es el proceso de disimulo físico que tiene Karen Black en su última obra, La trama (Family Plot, 1976). El grado máximo, si es posible hablar así, de la importancia dada a las apariencias en todo el cine de Hitch es Con la muerte en los talones (1959), donde ni siquiera existe el tal Kaplan al que persigue el grupo capitaneado por James Mason para eliminarlo, y sólo por un malentendido ellos creen que el Kaplan al que buscan es el publicista que interpreta un alocado Gary Grant, con las consecuencias que todos sabemos.

MUJERES

En el teatro siempre fue habitual el que un personaje se disfrazara con la ropa de alguien del otro sexo. Ello se convirtió en un elemento casi habitual de las comedias (esta palabra designa en nuestro Siglo de Oro a toda obra teatral, tengámoslo en cuenta) españolas del siglo XVII. Por una parte como un mecanismo cómico en sí mismo, pues ese juego se presta muy bien a las burlas y la parodia, pero por otra también nos evidencia la falta de movilidad y de autonomía, entre otras muchas cosas, de las mujeres de esa época. Pero también es verdad que, en ocasiones, las mujeres han de transvertirse y comportarse como hombres para, por ejemplo, poder acudir a la llamada del emperador y defender así a China salvaguardando el honor de la familia (Mulán), o acceder de este modo a una educación que les es vedada, como ocurre con Naoko en la leyenda japonesa de Los amantes mariposa o a Yentl para poder seguir los estudios hebreos en la película homónima (Barbra Streisand, 1983). Si alguien cree que la asunto de la educación femenina se había solucionado ya en el siglo XIX o tal vez a comienzos del XX, sólo tiene que leer el ensayo Tres guineas de Virginia Woolf para darse cuenta que nada más lejos de la realidad. Ciertas cosas, por desgracia, se han ido paliando muy recientemente.

Y no nos apartemos del teatro: hace dos mil quinientos años Aristófanes creó una comedia en la que las mujeres, disfrazadas de hombres, tomaban el control de la asamblea ateniense encargada de la “res publica”, viendo la incapacidad de los hombres para hacerlo sin acabar liados en una nueva guerra. Como era de esperar, se comportan como mujeres según los tópicos de la época (preocupadas por su aspecto físico, hablan con los juramentos femeninos, etcétera) y, al final, no consiguen su objetivo, aunque sí merecer el título de la obra: Asamblea de mujeres. Dos mil años después, otra mujer se sube al escenario teatral, pero esta vez lo hace por dos razones bien distintas a las de Aristófanes: porque lleva el veneno de las tablas en sus venas y porque está enamorada del autor de la obra que ensayan, William Shakespeare; amor compartido, ciertamente, aunque en la Inglaterra isabelina las mujeres no podían actuar en el teatro. En cualquier caso la obra y lo ilícito de su actuación tienen un final feliz, como no podía ser menos en una película que lleva por título Shakespeare enamorado (John Madden, 1998).

En un Inglaterra marcada por la visión victoriana de la vida, que tan poco margen dejaba al estúpidamente llamado sexo débil, y ya no digamos en un género literario con rasgos tan marcados como es el de la novela de detectives, Conan Doyle nos sorprende en una ocasión (Las aventuras de un escándalo en Bohemia) en la que una dama llamada Irene Adler, consigue averiguar que quien ha sido capaz de hacer que ella misma descubriera dónde está escondida una fotografía comprometedora para el príncipe de Bohemia es el famoso Sherlock Holmes, y lo hace siguiéndolo disfrazada justamente cuando él estaba disfrazado como un afable sacerdote. Gracias a esa habilidad, ella puede huir del país con su reciente marido y dejar una carta al habitante de Baker Street, en la que le explica todas las peripecias que llevaron a Irene a descubrirlo. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que el doctor Watson, el no menos famoso amigo y narrador de los casos más importante de Holmes, reconozca que fue la única mujer por la que éste sintió respeto y admiración.

En ese mismo siglo XIX, pero en una Francia donde se podían contar los románticos por cientos, uno de los más reputados de ellos, Teófilo Gautier, escribió una curiosa historia fantástica, La muerta viva(1836). El protagonista es un sacerdote que siente una pasión enfermiza por una mujer que, aunque no llega a describírsenos muy detalladamente, sí parece un ser muy especial; tanto, que él va iniciando sus relaciones en un llamativo estado casi de duermevela, pero que en las que siempre se nos describe a esa etérea y extraña mujer como vestida elegantemente, con unos exquisitos modales y sembrando admiración por donde quiera que pasa. Por desgracia, la realidad es mucho más terrible: ella es una mujer vampiro que murió tiempo atrás y cuyo auténtico aspecto, cuando logra verla tal cual es, y no bajo los hechizos de su poder de ultratumba, es el de un esqueleto pútrido y horroroso.

CAMBIOS CASI PERMANENTES

Y terminamos estas páginas volviendo al séptimo arte y a uno de los personajes más curiosos y entrañables que el cine nos ha dado en los últimos treinta años. Hablamos de Zelig (Woody Allen, 1983), un ser que nada tiene que envidiar a cuantos hemos ido mencionando hasta ahora, puesto que se trata de un hombre que, ante la inseguridad que le producen las relaciones con otras personas, adopta el aspecto (vestuario, formas de hablar y de comportarse, etc.) de aquellos con los que se está relacionando en cada momento, lo que ocasiona que a lo largo de la película se le apode como “el camaleón humano”. Así las cosas, lo vemos vestido de rabino en una escena en la que está hablando en una sinagoga con otros rabinos, con la bata y el estetoscopio en un hospital con varios médicos a su alrededor e, incluso, en una convención del partido nazi en la Alemania de los años 30, de manera que lo vemos junto a algunos de los más importantes cargos de ese partido. Por suerte para Zelig, y para nosotros como espectadores un poco agobiados del final que pueda tener un ser de semejante fragilidad, la historia termina cuando gracias a la doctora que lo atiende, es capaz de superar esa “enfermedad” y, por si eso fuera poco, ha empezado ya una relación con ella. Para ser sinceros, ese hombre se merecía que la vida le diera una segunda oportunidad. Lástima que, en la vida real, muchas personas no siempre tienen esa posibilidad, aunque muten su aspecto y disfracen su voz para poderlo conseguir.


                                                             José María García Pérez