lunes, 5 de diciembre de 2011

ISAK DINESEN

ISAK DINESEN



        Hace ya veinticinco años que leí un libro de cuentos de Isak Dinesen titulado Anécdotas del destino. No lo había vuelto a leer desde entones y el pasado domingo tuve la oportunidad de terminarlo, pues había empezado a releerlo unos días antes. Pues bien, una vez pasada la última página, la sensación que me invade, como ocurre en contadas ocasiones, es la de felicidad. Y es que la baronesa Karen von Blixen-Finecke tiene la rara cualidad de dar con un tono en su literatura que no se puede comparar con ninguna otra. Es cierto que la mayor parte de la gente que la conoce la admira muy justamente por esa obra espléndida que es Lejos de África, pero conforme uno se acerca a sus otros libros se abre ante los ojos un mundo inolvidable. Lo mismo da que sea la historia que continúa donde se detenía esa novela que la hizo famosa, en un pequeño libro titulado Sombras en la hierba, cuya lectura debía ser obligatoria –bueno, ya sabemos que la lectura nunca ha de serlo, sólo ha de participar del entusiasmo de las recomendaciones- para cuantos aspiran a escribir, de forma literaria o simplemente de una forma atractiva y con un capacidad de absorción del lector como pocas veces se dan en la historia literaria.

     Y lo mismo ocurre en, por ejemplo, los cuentos agrupados en Siete cuentos góticos, donde podemos encontrar una historias, unos personajes y una forma de narración que, en su aparente facilidad, no están precisamente al alcance de cualquiera. Y qué decir de esa última novela corta o relato largo que es Ehrengard, mezcla de cuento infantil, relato oral centroeuropeo y perfecto corolario de una vida dedicada a disfrutar de la vida siempre con intensidad, con una vitalidad que muchos de sus colegas han envidiado a menudo. Las técnicas que emplea la narradora danesa no son lo que se dice vanguardistas, como tampoco tomaríamos como tales sus historias, pobladas por jóvenes muchachas dispuestas a enfrentarse con enemigos sin cuento para dar cuenta de su fortaleza, madurez y sensibilidad –a ratos recuerdan, al menos a mí, a las mujeres de los cuentos de James Joyce en Dublineses -.

       Por otra parte, hay un profundo poso de las tradiciones orales, de las nórdicas, como no podía ser de otra manera tratándose de su patria y los lugares en los que vivió durante años, pero también de las que fue empapándose en los casi veinte años que vivió en Kenia, en aquella granja que tan magistralmente describe en su novela más célebre, como lo prueban algunas de las historias que aparecen en Sombras en la hierba. Y no deja de ser hermoso que, tal y como le sucedía al gran Robert Louis Stevenson en las islas del Pacífico, a quien no en vano llamaban Tusitala (es decir, El que cuenta historias), los propios nativos africanos la requerían como narradora para que les contase las muchas historias que ella conocía por su afición por las mismas, como oyente y como escritora. Esa confluencia de tradiciones de dos continentes tan ricos en ellas hará de Isak Dinesen un paradigma de lo que en el mundo anglosajón se denomina storyteller (es más, el título de una de las biografías a ella dedicada se titula, precisamente: Isak Dinesen: The life of a Story Teller). Nada tiene de sorprendente, por tanto, que fueran muchos los que aspirasen a poder escuchar sus historias de sus propios labios. De hecho, en un viaje a EEUU, donde sus libros cosecharon un enorme éxito, leyó algunos de sus cuentos ante los diferentes públicos que aguardaban ese momento mágico como algo tremendamente valioso.

     Como muestra de su capacidad me gustaría poner un ejemplo. En Sombras en la hierba (por cierto, un título bien hermoso) hay un episodio que ilustra a la perfección la asombrosa capacidad narradora de Isak Dinesen - cuyo pseudónimo masculino nos deja bastante que pensar, puesto que parece que incluso en pleno siglo XX una mujer considerase que para una mejor venta y/o recepción de sus libros tuviera que escoger por nombre uno masculino -. Pues bien, la intrépida mujer que tiene su plantación en Kenia ha recibido una carta del rey de Dinamarca dándole las gracias por haber sido su cicerone en su viaje a África. Con el cuidado y respeto digno de semejante corresponsal, ella guarda esa carta en su chaqueta. Con un reducido arsenal de medicinas y sus escasos conocimientos médicos, Karen Blixen iba mal que bien curando en lo posible a los nativos enfermos, o, en su caso, haciendo cuanto estaba en su mano por llevarlos al hospital más cercano, que distaba muchísimos kilómetros. Un día traen a su casa a un hombre con fiebre muy alta, ella no puede hacer nada porque ya no quedan más medicinas. No obstante, se le ocurre ofrecerle la carta real para que lo alivie durante la noche que se avecina, insistiendo en que se trata nada menos que de un papel que contiene las palabras de un rey.

      A la mañana siguiente el enfermo parece haber mejorado un poco. Y, de hecho, en los días posteriores se acabará por restablecer completamente. Desde ese momento, cada vez que alguien caía enfermo lo acercaban a la casa de la baronesa para solicitar la carta con tan poderosos poderes terapéuticos. Ahora bien, entre los propios indígenas se iba estableciendo una especie de clasificación que, a la postre, determinaba quién estaba lo bastante enfermo como para tener prioridad a la hora de poder utilizar el sobre que contenía aquel tesoro. Con el tiempo y como era de suponer tras tantos usos, a la hacedora de tales beneficios sólo le quedó un trozo de papel sucio de sangre, sudor y pus; pero también la prueba de la inmensa fe que los africanos tenían en el poder curativo de la palabra, estuviera ésta en una forma u otra. De igual manera, las palabras con la que Karen Blixen enhebraba sus relatos, novelas o ensayos (no olvidemos sus Ensayos completos, publicados por Losada hace ya unos años) no diré que tenían el mismo efecto con los males ajenos, pero sí son un artefacto que conducen, a poco que uno se deje llevar por su prosa incomparable, a algo muy parecido a la felicidad. Este episodio es una anécdota sacada de la realidad, es evidente, pero su forma de narrarla la convierte por derecho propio en una sobresaliente muestra de literatura.


La anterior historia se cuenta a lo largo de varias páginas, como era esperable, pero hay que añadir a continuación que nuestra escritora era una verdadera maestra en la técnica que se ha dado en llamar de “las cajas chinas”, esto es, en insertar un pequeño cuento o relato dentro de otro más extenso. Un ejemplo admirable de ello lo podemos encontrar en Carnaval. Sería demasiado largo explicar de qué trata la trama de ese texto, toda vez que son numerosos los personajes y no menos abundantes las historias que se cruzan entre unos y otros, pero creo que con una sola muestra de una de ellas podemos hacernos una idea más que cabal de la prodigiosa facilidad con la que Isak Dinesen era capaz de crear y evocar una maravillosa historia. La transcribo completa:

“Recordó una noche, dieciséis años antes, que pasó en un burdel de Singapur. Fue allí con los marineros de uno de los barcos de su padre, y estuvo sentado charlando con una anciana china que le mostró su colección de pájaros. Uno era un loro, que según sus propias palabras, se lo había regalado en su juventud un amante inglés de alta alcurnia. Al muchacho le pareció que el loro tenía cientos de años. Hablaba varios idiomas, aprendidos en la atmósfera cosmopolita de la casa. Pero la única frase que le había enseñado el hombre que se lo regaló, resultaba incomprensible para la mujer. Al enterarse que venía de un país remoto, ella le preguntó si no podría traducírsela. Se sintió extrañamente conmovido pensando escuchar palabras danesas salidas de aquel terrible y viejo pico. Pero resultó ser griego clásico. Había estudiado lo suficiente como para reconocer un poema de Safo. Se lo tradujo: “La luna ha desaparecido y también las Pléyades, es pasada la medianoche. Las horas transcurren mientras yo continúo en mi lecho sola”. La anciana hizo sonar los labios y revolvió sus ojos rasgados mientras él recitaba.
-Murió ahogado –dijo.
Le pidió que lo repitiera y de tanto en tanto asentía con movimientos de cabeza.”

     El factor llamémoslo educativo es relevante en su obra. Así, la archifamosa diva de la ópera europea que acaba poco menos que perdida en unas montañas donde, por azar, halla a un muchacho cuya voz le encandila y la ve como la perfecta continuación de la suya propia en el mundo; y no puede por menos que ofrecerse a darle lecciones de canto para llevar a la perfección a esa voz sublime. Sin embargo, todo proceso educativo, en las manos de nuestra narradora, tiene elementos dolorosos. En el caso de Ecos, que es como se titula el relato del que estamos hablando, la cordial relación entre maestra y discípula acaba dramáticamente, puesto que el chico cree que ella es una suerte de vampiresa que únicamente quiere su sangre y, en consecuencia, acaba por tirarle una piedra a la cabeza, con la consiguiente perplejidad y dolor no sólo físico sino también moral ante la ingratitud del chaval.

     Por su parte, el no menos célebre actor danés Herr Soerensen ha encontrado una joven pupila a la que llegado el tiempo le ofrece el papel de Ariel en la obra postrera y genial de Shakespeare, La tempestad. Pero no estaba de Dios que dicha obra se llevara a cabo, dado que el barco en el que viaja la compañía teatral naufraga a causa de una tempestad y la joven es proclamada heroína en el pequeño pueblo donde vive el armador del barco, porque ha rescatado a un marinero. Y la tercera tempestad tiene lugar en el corazón del hijo de ese mismo armador, al conocer y enamorarse de la bellísima mujer. La conclusión, desde el punto de vista de la función que iban a ofrecer es que ella no participará en la misma, pues ha decidido dedicarse en cuerpo y alma al amor que siente por el no menos atractivo joven (los jóvenes siempre lo son en los relatos de la autora danesa), pese a que ello supone no demostrar lo mucho que había aprendido en el arte del actor con su maestro. Consecuentemente con la trama, ese relato se llama Tempestades, y está incluido en ese soberbio libro que es Anécdotas del destino (otro título verdaderamente afortunado).

      Karen Blixen no ha tenido suerte, reconozcámoslo abiertamente, en lo que a las adaptaciones cinematográficas de sus obras se refiere. Por una parte, la versión de Sidney Pollack de Lejos de África (1985, estrenada en España como Memorias de África, me temo que no respetando el título original, donde estaba presente la nostalgia y el recuerdo de un mundo al que era consciente que nunca iba a poder regresar) tuvo un gran éxito, hasta el punto de que se llevo varios Óscars –digo esto para quienes este premio suponga un punto de valor para una película, que no es mi caso, lo confieso abiertamente desde ahora-, aunque me temo que hoy en día lo único que la gente recuerda es una banda sonora de John Barry muy lograda. En realidad la película adaptaba algunos episodios de la novela, pero otros estaban extraídos de la vida real de la mismísima Karen Blixen.

        El banquete de Babette fue llevado a la pantalla por Gabriel Axel en 1987, quien dirigió y escribió la adaptación cinematográfica, pero aunque el material de partida de ese cuento es soberbio, Axel se centró únicamente en una sola línea argumental, dejando de lado elementos que configuraban la forma de ser de los personajes, de manera que el lector echaba de menos esas más que notables pérdidas, de cara a la riqueza de los mismos. Y lo que resulta más extraño, en nuestro país Orson Welles rodó su particular visión de Una historia inmortal, con unos resultados a mi modo de ver profundamente decepcionantes; y ello era más raro aún cuando se piensa en los muchos puntos en común que tenía ese relato con otras obras del cineasta americano. En efecto, a la importancia de la relaciones de poder de unas personas sobre otras, el modo en que la riqueza pervierte la inocencia, o la no menor importancia que tiene la palabra en las relaciones humanas son algunos temas que aparecen en este cuento y que son, como es sabido, nucleares en la filmografía wellesiana. Y, sin embargo, sorprendentemente, la plasmación cinematográfica no posee ni de lejos la riqueza de matices de la obra literaria de la que parte.

La lectura de la obra de Isak Dinesen, y con esto ponemos el punto y final, sea en forma de cuentos, de novelas, de relaciones autobiográficas o de ensayos, es siempre una fuente de satisfacción para el lector. Independientemente de la calidad de cada uno de sus trabajos, lo que no se puede negar es que al final nos quedamos con un regusto tan extraordinario, como el que sienten los comensales de la cena más que exquisita preparada por Babette o el de otra cena, aquella con la que concluye El tío Hónore. Y es que si de algo se puede enorgullecer la baronesa Blixen es de haber conseguido que de sus creaciones se desprenda una forma de felicidad, como ocurre con las óperas de Mozart o con los cuadros de Johannes Vermeer. Y tal resultado no está lo que se dice al alcance de muchos creadores. Tal vez a alguno pueda parecerle el triunfo de la sencillez, pero que no nos engañemos por sus palabras (“En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver”): tras sus obras sí que se oculta un misterio, el de la creación literaria y el de unos seres humanos que, en general, persiguen la felicidad y, lo que puede parecer más sorprendente en nuestros días, la consiguen.

                                                                                 José María García Pérez

miércoles, 2 de noviembre de 2011

PINTORES Y PINTURAS



PINTORES Y PINTURAS

      Un hombre joven, con recursos pero sin ilusión en la vida descubre, gracias al famoso pintor Wang-Fô, los colores de su propia casa y de cuanto le rodea, y eso le lleva a hacer de modelo para el maestro; es más, ofrece a su joven esposa para que pose también para él. Ella languidece y muere al ver que si antes no le interesaba a su marido, Ling, ahora sólo lo hace en la medida que pueda verla en los cuadros de Fô, con una belleza inalcanzable. Ling lo acompañará como ayudante y andando el tiempo son detenidos por el emperador de China. Durante años éste se vio obligado a ver la gran colección de cuadros de Fô que había en palacio, y ello originó que, al enfrentarse después al verdadero aspecto de la vida y a sus colores, todo le pareció horrible por comparación. Antes de ordenar que le quemen los ojos y le corten las manos por el dolor que ha provocado en el Hijo de las Estrellas, le obliga a terminar una obra inacabada de su juventud, no sin antes hacer decapitar a Ling, para que no queden dudas de sus intenciones.

     Pero cuando Wang-Fô se pone manos a la obra, en un giro hacia lo fantástico memorable, en la inmensidad del cuadro el anciano logra ponerse a salvo del poder del emperador, tanto a sí mismo como a Ling, a quien ha vuelto a encontrar. El monarca chino, por su parte, se ve encerrado en esa misma tela portentosa que estaba pintando su prisionero y de allí no podrá escapar ya nunca. Marguerite Yourcenar escribió Cómo se salvó Wang-Fô, uno de los relatos que se incluyen en Cuentos orientales (1938), y su secreta belleza, capaz de aunar a la perfección poesía y pintura, se mantiene viva como un cuadro recién pintado, resplandeciente ante la mirada sin condicionantes del lector y del espectador.

       No ha tenido nunca el reconocimiento de Wang-Fô, pero aún así, el pintor Yegor Savich es conocido, pero sólo en unos ambientes que tampoco saben mucho de pintura, porque lo cierto es que incluso sus propios colegas no creen que haya hecho nada que merezca la pena. Una joven campesina está enamorada de él, pero él no quiere ningún tipo de compromiso, bajo la excusa de que se debe al arte; aunque lo que debe en realidad es la mensualidad de la casa en la que vive, propiedad de la familia de la joven, que no ve nada bien los sentimientos de ella hacia un tipo que no parece vaya a llegar a ninguna parte. Los dos compañeros de Yegor vienen a verlo y a beber su vodka, pero lo que no acaban de ser capaces de reconocerse a sí mismos es que han echado a perder sus mejores años y que los frutos de su trabajo con los pinceles no están a la altura de lo que un día soñaron. Para más inri, todo ello se cuenta en un relato cuyo título no puede menos que sonar un tanto irónico, El talento (Antón Chéjov).


LA PINTURA Y EL AMOR

      En otro relato del autor ruso, aparece también un pintor, aunque no deja de ser curioso el hecho de que, excepto en un par de líneas, en ningún momento se le vea pintar ni hablar de sus aspiraciones o de los maestros a los que admira, o de… Habría que incluirlo en la larga nómina de personajes chejovianos que, inspirados por el amor, pretende cambiar un mundo que considera egoísta, frío y gris. Pero esas ideas casi revolucionarias para quienes lo rodean se terminan cuando la mujer a la que pretende como esposa huye de él, por consejo de su familia, y no vuelve a verla. Vuelve, en consecuencia, el tedio a su vida - y a su arte, probablemente-, y se va él de allí también. Tiempo después, un recuerdo de aquella última noche con la joven vuelve a su mente, y se ilusiona pensando que tal vez ella también se acuerda de él, y quién sabe si no se encontrarán algún día. Y todo acaba con algo parecido a un grito silencioso de un hombre solo: “Misius, ¿dónde estás? (Ese es el nombre cariñoso con el que se refieren a la joven Zhenia sus más allegados y por la que suspiraba el pintor del que ni siquiera sabemos su nombre, en ese hermoso relato que se llama Casa con desván, 1896).

      Y es que el amor es un elemento importante en la vida de los pintores. Uno de ellos, extravagante y bohemio como pocos, vive con una joven ayudante, atractiva y aspirante a pintora. Pero el problema no es que, en ocasiones como ésta, el amor suele ser un estímulo para la creación, sino otro factor no menos efectivo de cara a la trama de la historia: ella quiere dejarlo por otro, pero él se consume de celos y le pide que no lo abandone; y al hacerlo él empieza un proceso de creación de una fuerza enorme, aunque eso no hace que su amor posesivo y casi destructor aminore. Como no podría ser de otra manera, al final cada uno de ellos tendrá que tomar su propio camino, y sus caminos no pueden volver a coincidir como lo han hecho una vez (Apuntes al natural, se llamó en nuestro país, aunque su título original es mucho más preciso, Life Lessons, episodio incluido en Trilogía de Nueva York y dirigido por Martin Scorsese, 1989).

       Pero no sólo el amor carnal puede poner en marcha el argumento de un relato, como lo prueba el cuento de Leopoldo Alas, Clarín, El grabado. Allí, un catedrático de Filosofía y mente privilegiada para analizar las ideas y los razonamientos, explica a uno de sus admiradores su más íntimo secreto: si defiende la existencia de Dios es porque, tras quedarse viudo y pasar a encargarse de sus dos hijos, vio un grabado de no precisamente muy buena calidad, pero en la que se reflejaba la atroz estampa de unos niños huérfanos; desde ese momento, sus esfuerzos han ido siempre dirigidos a no dejar a sus descendientes sin el único progenitor que le queda. Y es que, en realidad, ese miedo a dejar huérfanos, y sobre todo, el de perder a los propios hijos, es un leiv-motiv que se repite no pocas veces en novelas, cuentos y cartas del destacable narrador asturiano –y, en le fondo, sabemos que era un miedo que hería al propio escritor- , y ese sentimiento se vive en su obra siempre de forma dolorosa.

AL FINAL DE DOS VIDAS

      La última novela de Isak Dinesen no podía apartarse de ese aspecto literario que tienen otras muchas de sus obras, y así, el peso de lo oral predomina de una forma ya muy poco habitual para los usos de los escritores de los años sesenta del siglo pasado. Una de las voces narradoras de Erhengard (1962) es la de un pintor de corte, que en sus cartas a la antepasada de la que parece narradora principal (el juego de las diversas voces narrativas es encomiable) va explicando retazos de la historia principal, la de una pareja de príncipes de cuento de hadas y la de su primogénito. Aparte de agente de la acción, el pintor aprovecha para pensar en un dibujo de la joven que da nombre a la novela, a la que imagina en el lienzo como una Venus contemporánea, y a quien no en vano desearía tener en sus brazos, pero como un triunfo del Arte, más que como una victoria de lo sensual. De todas formas, al final ese cuadro no se llega a pintar, porque no sólo triunfa la literatura, sino también la vida.

      El último cuento que aparece en el libro que antes mencionaba de Marguerite Yourcenar, Cornelius Berg, trata curiosamente también de un pintor en su vejez, pero ¡qué distinta y distante la trayectoria de Wang-Fô con la de Cornelius Berg, el compañero en su juventud del ya famoso entonces Rembrandt!. El anciano pintor holandés que tras haber pasado una vida dedicada a sus dos grandes pasiones, la pintura y los viajes, ha llegado a un punto de su vida en el que no puede esperar, por desgracia, gran cosa: sus manos temblorosas le impiden pintar con la gracia y el encanto que un día fueron sus señas de identidad y, por si eso fuera poco, la narración de sus grandes y peligrosos viajes a lo largo del mundo ya no despiertan el interés y la diversión que despertaban en sus oyentes en otro tiempo. En conclusión, lo que queda tras la lectura de esas más bien pocas páginas es tanto el paso del tiempo, que ha ido desgastando lo que, no obstante, hay que reconocer como una vida plena, como la situación de desamparo en la que se encuentra Cornelius, al que apenas quedan ya personas que sepan quién es y lo que un día fue. Y, a pesar de ello, tampoco podemos decir que él sienta rencor o sea alguien que se regodee en la amargura. No, simplemente parece aceptar que así es la vida, con sus cosas buenas y sus cosas malas, y así que hay que aceptarla.


LA POSIBILIDAD DE LO LÚDICO

      Otro autor francés, no tan famoso quizás durante años como Yourcenar, pero que está volviendo a ser muy –justamente- reivindicado es Georges Perec (1936-1982), y de él nos interesa en este momento una novelita titulada El gabinete de un aficionado (1979). En esa obra, tan ingeniosa al menos como muchas de las suyas, en la que el lado lúdico no sólo no está ausente de su escritura, sino que constituye un elemento indispensable, se nos relata la singular historia de un cervecero rico y de uno de los cuadros que atesora, titulado como la novela. Lo curioso del caso es que en el cuadro se ve a su dueño contemplando sus mejores cuadros, entre los que los que está ese en el que se le ve observar sus cuadros y uno de ellos es el cuadro que acabamos de comentar … y así sucesivamente, en una clara puesta en abismo. Por si eso fuera poco, los cuadros no permanecen siempre iguales, sino que cada ver que se habla de ellos o alguien los contempla, han sufrido algún cambio en su interior. Estamos, en consecuencia, ante un auténtico tour de force literario. Esta claro que la Oulipo (Taller literario potencial, en francés), al que pertenecía Perec, no era ajeno a ese concepto lúdico e innovador que puede verse en esa singular novela.

      En un libro cuya unidad es el juego sobre alfabetos, un personaje descubre en la habitación del hotel en el que se hospeda “un cuadro entre gris y azul, una marina”. Cierra los ojos y poco a poco su pensamiento lo lleva a crear una conexión –un tanto inconexa, cierto, pero ingeniosa- en la que va enlazando personas, objetos, lugares, etcétera.; unidos todos ellos por el único vínculo firme de dar pie a la posibilidad de citar todas y cada una de la letras del alfabeto de nuestra lengua. Y es que, de la misma manera que Perec ironizaba en su novela con una serie de cuadro es que él mismo se había inventado, ¿por qué no iba Bernardo Atxaga a imaginarse un mundo fantástico como el que se puede observar en este cuento (si es que puede denominarse así, porque en el escritor vasco los límites genéricos se difuminan con facilidad). Es lo que ocurre en Alfabeto sobre una marina (1998).

LA PINTURA O LA MUERTE

         “El arte nos salva de la vida”, dijo en alguna ocasión Carmen Martín Gaite, a menos de que esté equivocado y la cita real fuera “El arte nos salva la vida”. A Doña Berta, la ridícula heroína del cuento homónimo de Clarín no diremos que le salva la vida, pero sí que se la justifica. El cuadro que ha descubierto en Madrid, a donde se ha mudado tras vender todas sus posesiones en un lugar paradisiaco, cree que representa al hijo que casi no llegó a conocer, puesto que al poco de nacer sus hermanos se lo arrebataron, al verlo como el fruto de la deshonra de su casa, habida cuenta que el padre del bebé había sido un militar de paso en su hogar. Ese hombre falleció en combate y, según parece, al hijo le sucedió otro tanto, y en el rostro de ese hermoso joven que por una parte recuerda al de su padre –al menos a ojos de Doña Berta -, pero que por otra tiene una fuerza y un ímpetu todavía mayor que el de militar seductor, en ese cuadro de un hermoso Marte de cuerpo entero que constituye una obsesión para ella–por más que Clarín no asegura en ningún momento la legitimidad de esa figura heroica en la tela ni lo emparenta con el teórico progenitor, lo que la deja a la más que madura solterona asturiana en un terreno casi ridículo, si no fuera por lo patético y tremendamente triste de toda la historia. En la lógica interna del relato, y de la crueldad para con su criatura por parte de Leopoldo Alas, la muerte le llega a Doña Berta bajo las ruedas de un carruaje en esas calles extrañas y tan distintas del campo donde pasó la mayor parte de su vida, justo cuando iba a ver por última vez el cuadro, pues no pudo comprarlo y al hacerlo otra persona, esta se lo va a llevar a otra ciudad, dejando a la protagonista sin la posibilidad de volver a verlo nunca más.

        El arte es también más importante que la vida para el pintor Frenhofer, quien en la presentación de ese soberbio relato de Balzac que es La obra maestra desconocida aparece como un formidable artista capaz de enmendar una gran obra de Forbus, que ha sido pintor del rey Enrique IV y para María de Médicis sin apenas esfuerzo. Y todo ello ante la atónita mirada de un testigo de excepción, un joven que es nada menos que Nicolás Poussin, uno de los nombres imprescindibles de la pintura francesa del barroco. Cuando los dos pintores, el veterano y el joven que ya apunta maneras prometedoras oyen al anciano hablar de una obra maestra en la que lleva invertidos diez años, ambos ansían poder verla, pero la negativa de éste no puede ser más tajante. Se trata de un desnudo como pocas veces se ha visto en el mundo, donde cada detalle es de una belleza y de un realismo tal que parece como si se pudiera escuchar el latido de la modelo allí pintada y de sentir el calor que desprende su bellísimo cuerpo. “Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión!”, llegará a decir, a pesar de lo cual aún la considera inacabada.

       Poussin persuade a su joven amante a que pose para el viejo Frenhofer, y aunque ésta recela de que ello pueda acabar con su relación amorosa, finalmente accede. En la lujosa casa de Frenhofer se presentan los tres, Gillette, Poussin y Forbus y el propietario consiente en mostrar su obra para que la primera pose para él, pues se trata de una joven de una belleza perfecta. La tela que recubre el cuadro es retirada y el pintor comienza a explicar cada detalle, cada pincelada, cada color empleado, fruto todo ello de un sinfín de pruebas y de estudios durante una década. Sin embargo, lo que ante sus ojos tienen los tres testigos no es sino un cuadro lleno de manchas, de combinaciones cromáticas sin la vida que tanto persigue el maestro. Al darse cuenta por los comentarios y el rostro de sus invitados de la realidad, esa misma noche el hombre que soñó con superar al gran Rafael enferma y muere, no sin antes haber quemado todos sus cuadros. Se diría, por un momento, que al igual que les sucedía a Bouvard y Pécuchet, la pareja de amigos de la última novela de Flaubert, que iban leyendo y leyendo libros de todo tipo de materias para llegar a la mayor sabiduría posible de cada tema pero que, al final, el resultado no se traducía en una obra que sintetizara el conocimiento anterior y avanzara el saber venidero sino en algo infructuoso, otro tanto le sucede a Frenhofer, que incluso anuncia el riesgo en estas palabras:”Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación”.

NICOLAI GÓGOL

      Se puede ser pintor de muchas maneras, aunque sea difícil igualar al maestro Frenhofer, y mucho menos un joven pintor de Petersburgo llamado Peskarev, que recuerda un tanto al otro joven que antes citábamos en el cuento de Chéjov. Y es que en ese particular homenaje a una famosa avenida que Gógol dedicó en su La Perspectiva Nevski, ese pintor podía haber sido cualquier otra cosa, ya que su enamoramiento y su no mucho posterior muerte por esa loca pasión apenas apunta nada que pudiera llevarnos a encontrar en él a un artista en el que latiera “la chispa del talento, que quién sabe si algún día se hubiera transformado en brillante llama”, por más que con esas palabras se refiera el autor ruso a su personaje en la hora de su muerte, en la que “nadie lo lloró, nadie estuvo junto a su cadáver en aquella hora”.

     Pero el mismo Gógol, que durante su vida abrazó la idea de dedicarse a la pintura –y de hecho se conservan no pocas obras suyas –y que se casó además con la hija de un pintor, presenta a otros pintores en un relato mucho más contundente que el anterior, llamado muy adecuadamente El retrato. Divido en dos partes, en la primera otro joven sin recursos descubre una obra sublime entre cuadros sin interés en la tienda de un prestamista y, por muy poco dinero –eso sí, el único que le quedaba para comer, pues ni para pagar el alquiler tiene- lo adquiere. Lo que no sabía es que su vida iba a cambiar radicalmente desde ese mismo momento, puesto que ese cuadro no sólo le provoca una serie de extrañas visiones, sino que además supone el origen de su riqueza. A partir de ese momento se dedica a retratar a los adinerados nobles de la ciudad, lo que hace que su cotización suba como la espuma y, paralelamente, también sus ingresos. Hasta ahí todo iba bien, pero la visión de una obra maestra pintada por un antiguo compañero, que lo ha sacrificado todo al Arte hace que, por un momento, pretenda volver a pintar con el alma, a dar vida a los lienzos. Esfuerzo inútil: al ser consciente de su incapacidad pierde la razón y dedica toda su gran fortuna a comprar pinturas extraordinarias para poder destruirlas. Ni que decir tiene que en un espacio breve de tiempo muere, para gran consuelo de quienes lo conocían pues ya sólo estar a su lado infundía terror, y de los verdaderos amantes de la pintura.

        En la segunda parte, el mismo retrato que causó la perdición de Chartkov está siendo subastado en un momento en el que ha llegado a una cifra disparatada. Un joven pintor al que sólo se le denomina como B. explica a todos los presentes que ese retrato lo pintó su padre, muchos años atrás, y que algo que únicamente puede calificarse de diabólico puso en los ojos del retratado, que no era otro que un prestamista malvado de quien se sabe que quienes entraban en tratos con él acababan por encontrar una muerte prematura. Pero ese fuego de la mirada maligna atrae y repele con la misma potencia, de modo que no son pocos los pintores que lo van comprando, y todos con la desdichada muerte que no puede ser evitada. Al final, el rastro de esa tela se pierde, y lo más que parece saberse de ella es que lo adquirió un joven pintor en una galería de arte; es decir, la escena con la que prácticamente se abría el relato. De todos modos, en una suerte de epílogo, Gógol hace que el joven narrador de esta segunda parte señale al retrato después de su larga historia, y cuando todas las miradas se dirigen hacia el cuadro, la sorpresa no puede ser mayor: alguien ha aprovechado la narración del pintor B. y la atención que cuantos allí estaban presentes le dirigían para sustraerlo y llevárselo sin que nadie se diera cuenta.

EL ESTALLIDO DE LO FANTÁSTICO

       Una suerte de presencia sobrehumana aparece también en el relato del escritor holandés Hubert Lampo, que lleva por título La Virgen de Nedermunster. Se trata, en realidad, de una historia contada en primera persona de un especialista en arte que ha de viajar a una pequeña ciudad holandesa llamada Nedermunster, en cuya iglesia se conserva el cuadro que da título al cuento. Hasta aquí poco de novedoso tiene ese arranque de la trama, lo que ya se sale de los caminos trillados es que, al llegar a la parroquia, el sacerdote encargado de la iglesia le va explicando cómo descubrió el origen de una especie de mascarada que acaban de ver en las calles de la ciudad, que por cierto ha dejado muy mal cuerpo a nuestro protagonista, de apellido Scheepmaker. Y ese acostumbre proviene de la quema en la hoguera de una bruja quinientos años atrás.

     Como no quiere aceptar la invitación del deán Vinderhoute, Scheepmaker coge su coche y se retira, pero una tormenta de nieve, junto con el viento, los fallos del automóvil y un extraño bosque hacen que llegue a un albergue de nombre El peregrino de Galicia. Allí conoce a la bella anfitriona del lugar, pero le sorprende los muebles que tan perfectamente parecen de época, al igual que el vestuario y hasta la iluminación sólo de velas, y se extraña de que los ancianos y las jóvenes que le acompañan le parecen como si no estuvieran vivos, a pesar de verlos moviéndose, en actitudes amorosas y sin dejar de hacerse arrumacos. Esa noche la mujer de perfecta hermosura y cuerpo poco menos que divino se presenta en su dormitorio y pasa la noche con él. Al regresar y contar lo del albergue –no se atreve a contar su encuentro amoroso al sacerdote – éste le mira muy sorprendido, puesto que ese era el auténtico nombre de la casa licenciosa que regentaba la bruja, que no sólo confesó serlo sin que le obligaran mediante tortura, sino que fue la amante de Petrus van Dornezele, el pintor del cuadro que viene a buscar Scheepmaker, y, por si fuera poco, quien sirvió de modelo en esa misma tela.
       En realidad, lo mismo que pasaba con el relato de Gógol, en éste lo más interesante no deja de ser sino el viraje hacia lo fantástico que se experimenta en ambos. En aquél, la primera noche que pasa en su destartalado apartamento tras adquirir el cuadro del prestamista, en las visiones que lo asaltan no sólo descubre o intuye cuanto de maléfico hay en el retratado, sino que éste mismo se sale literalmente del lienzo para acercarse a él, con el pavor que es de suponerse en el corazón del joven pintor sin fortuna por el momento. Y, por si eso fuera poco, en él descubre las mil monedas de oro que supondrán el inicio de su carrera meteórica al éxito y, de paso, su fracaso como artista, el cual, una vez que es consciente de él, lo llevará a la muerte. Por su parte, lo más notable del cuento de Lampo es la escena que transcurre en la posada, puesto que el narrador muy sutilmente va dejando entrever detalles de que ha tenido lugar una especie de transmutación cronológica que ha llevado al protagonista a un lugar y un tiempo quinientos años atrás.

      Roza también lo sobrenatural, lo que no puede sorprender viniendo de quien viene, el famoso cuento El retrato oval de Edgar Allan Poe, que con la clásica técnica de las cajas chinas nos presenta a un pintor más enamorado del Arte que de su esposa, como ya le ocurría al bueno de Ling. Su mujer teme, como le ocurría a la de éste joven y rico el ser retratada, pues presiente que la tarea pictórica de alguna manera le arrebatará a su amado y, en último término, la vida misma. Y, en efecto, paulatinamente, con ese paso inexorable que poseen sus relatos, Poe nos lleva a un punto en el que vemos cómo el artista extrae la belleza de las mejillas de su esposa para traspasarla al lienzo. Inevitablemente, con un hado contra el que nada puede hacerse, la proximidad del fin del retrato lo es también de la muerte de la dama y, en ese instante postrero de la última pincelada, ante el éxtasis arrebatado del pintor ante su obra, su mirada no se va a encontrar ante él sino el cuerpo exánime de su esposa.
      Y qué mejor cosa que terminar con el principio. Entre las múltiples anécdotas que nos ha legado la antigüedad sobre la pintura, aparte de la famosa del pájaro que venía junto a un cuadro de Apeles pensando que la uvas allí pintadas eran de verdad, está la del lienzo que representa a Friné. Esta era la más famosa hetaira de la antigua Grecia, de una hermosura insuperable, hasta el punto de que sus representaciones tanto en escultura o en pintura eran vistas como lo más parecido a la imagen que un simple mortal podía tener de una diosa como Afrodita. De hecho, fue la modelo en varias ocasiones –según se cuenta- para representar a la diosa del amor tanto para Praxíteles, el más famoso de los escultores griegos, como para el no menos famoso pintor Apeles.
      Pues bien, en una ocasión, que según las fuentes pudo ser por una escultura o por un cuadro, aunque esta segunda opción ha tenido una larga tradición en la historia de la pintura, como puede verse en el número diecisiete de la revista de arte FMR (vigésimo quinto año) –donde aparecen unos bellísimos cuadros sobre el tema que nos ocupa-, Friné fue acusada de inmoralidad y de pervertir a la juventud, cargos que no eran ninguna broma en Atenas, como bien sabemos por la muerte de uno de los más notables pensadores griegos, Sócrates. El caso es que (y esto le traerá a la mente a más de uno los problemas con la censura de las fotos de Richard Mapplethorpe o de tantos otros) es que al abogado de la inigualable mujer, viendo que el resultado pendía de un hilo, no se le ocurrió más que dar un golpe de efecto, que eran bastante habituales en ese momento, y junto al lienzo en cuestión colocó a la bella hetaira y la despojó de su vestimenta. Ni que decir tiene que los miembros del senado que se encargaban de dirimir el caso no dudaron ni un momento y proclamaron su inocencia, puesto que todo el mundo tenía derecho a disfrutar de una hermosura como la de Friné. A poco que uno se esfuerce, la verdad es que parece que nos halláramos ante la primera muestra de un tableau vivant de la historia.

        De todos modos, y a modo de conclusión, los pintores siempre han estado a vueltas con la posibilidad de que la belleza sea alcanzable o, tal vez, sólo una aspiración imposible de conseguir. No importa, en todo caso, porque lo importante es que los resultados conmuevan a quienes van a contemplar esas pinturas. Y con esa eterna búsqueda han sabido pelear también los escritores, que, además, han usado como materia prima de sus tramas en ocasiones a aquellos y a éstas. Y de todo ello hemos querido dejar una pequeña muestra en estas líneas.

                                                                            José María García Pérez






martes, 4 de octubre de 2011

AMORES DIFÍCILES

AMORES DIFÍCILES

Pocos años antes de la Primera Guerra Mundial, una joven pareja disfruta de su amor en una mansión británica, ella como hija que es de los dueños, él como uno de los criados. La joven tiene una hermana pequeña de trece años Briony, que apunta maneras de escritora, y de hecho ha escrito alguna obra de teatro que pretende representar en esa temporada. Pero, y aquí empieza lo que no puede explicarse el lector, acusa al novio de su hermana de la violación y muerte de una adolescente amiga de la familia que ha venido a pasar unos días. Por supuesto, él, Robbie, que es una persona de clase baja frente a todos los demás, es arrestado y acaba en la cárcel. Andando el tiempo luchará en la Gran Guerra mientras su novia Cecilia lo hace en el servicio de enfermeras del ejército en Londres hasta que, terminada la contienda, buscan una casa apartada de la ciudad que pueda ser un hogar para su amor. Por desgracia, faltan muchas páginas para el final, y lo que había empezado como un entrevista a una vieja escritora en la televisión acaba en esa misma conversación, en la que no sólo descubrimos que tiene un cáncer terminal, sino también que ella es aquella niña que causó tanto dolor y que, finalmente, reconoce que nunca hubo final feliz para esa pareja, dado que él murió en el frente y su hermana también falleció en el metro de Balham al estallar una bomba. El remordimiento que la corroía la llevó a idear una posible sublimación de aquel amor desdichado, a una vía feliz que sólo era posible en la literatura, la misma literatura que probablemente la llevó a mentir y a impedir que el amor triunfara en la vida real. Y así termina una de las mejores novelas de los últimos años, Expiación (Ian McEwan, 2001).

En una Edad Media hecha a la medida de Hollywood el capitán Navarre y su dama Isabeau sufren un hechizo por parte del obispo de Aquila, enfurecido por no lograr el amor de ésta última, de manera que durante el día ella toma la forma de un halcón y al llegar la noche él se transforma en lobo. En otras palabras, sólo hay un segundo al día en el que ambos pueden verse tal y como realmente son: es el momento en el que el día deja paso a la noche. Tan cruel destino no podía ser eterno, porque la naturaleza de los relatos no lo soportaría, de modo que logran rompen el hechizo con la ayuda de un joven llamado Philippe Gaston, apodado El Rata y, a la postre, los enamorados podrán ya disfrutar de su amor. Ese es el argumento de Lady Halcón (Richard Donner, 1986). La historia era hermosa, la película vulgar.

En la Edad Media, pero esta vez en la de verdad, se sitúa una de las parejas de amantes más célebres de la historia de la literatura, aunque hay quien sólo la conoce por mediación de una ópera de Wagner. Hablo de la leyenda de Tristán e Iseo. En realidad todo se inicia con un error: cuando va a recogerla para llevársela al rey Marcos de Cornualles, con quien se va a casar, ambos toman sin saberlo un bebedizo mágico que hace que ambos se amen mientras viven. El número de peripecias que les sucede es casi interminable, no pocas de las cuales provienen de la novelística griega y bizantina, pero lo que no ofrece dudas es que todos cuantos les conocen no pueden sino sentir pena por ese destino. Ella se casa con el rey, él con una dama cuyo nombre no importa; y el final tiene reminiscencias del retorno de Teseo a su hogar con su padre el rey Egeo esperándolo: Tristán ha mandado llamar a Iseo porque ha sido herido por una espada envenenada, y le pide a su mujer que le avise –él está postrado en la cama- cuando llegue el barco; si éste tiene las velas blancas es que en él viene su amor, si son negras es que no viajan en él. Su esposa enfurecida por todo el amor que no se dirige a ella, le dice que son negras y Tristán muere en ese instante. Iseo fallece al verlo a él muerto y ambos son enterrados juntos, después de tantas penalidades.

Mucho más acá, tanto como es la mitad del siglo pasado en una ciudad italiana, un matrimonio apenas se ve a lo largo del día porque trabajan a distintos turnos y únicamente coinciden a la hora en la que ella desayuna antes de ir a trabajar y él regresa de su faena para irse a dormir. Y aprovechando esos minutos de los que ni siquiera disponían los amantes de Lady Halcón, ese es el momento que comparten ante la mesa de la cocina, conversando a pesar del sueño de una y del tremendo cansancio del otro. Es uno de los relatos que componen un libro en verdad entrañable de Ítalo Calvino, y cuyo título, por cierto, es el que utilizo para nombrar este artículo: Los amores difíciles (1970, aunque los cuentos están escritos entre 1949 y 1967).

Un problema mayor que la simple no coincidencia de lugar y tiempo le ocurre a Morel, el extraño protagonista y narrador de una de las mejores novelas de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel (1940). En efecto, un fugitivo ha llegado a una isla y como si de un nuevo Robinsón Crusoe se tratara, se encuentra solo en una isla aparentemente desierta. Y digo aparentemente porque empieza a ver a una serie de personas a las que en un primer momento trata de evitar, temiendo algún mal por su parte. Poco a poco sin embargo, intenta hablar y ser escuchado por ellos, como le sucedía al personaje de Daniel Defoe al sentir en su alma la enorme soledad de su vida, especialmente por una joven de la que empieza a enamorarse el protagonista. La historia avanza paulatinamente mientras el lector va dudando –como lo hace el propio narrador –de si esos seres, que no sólo es que ignoren al narrador, sino que incluso parecen no verlo ni oírlo, son reales o proyecciones de la imaginación de Morel, puesto que se llega a insinuar que tal vez todo sea producto de su paranoia al haberse intoxicado con la comida.

Un abogado tan prestigioso como cínico defiende a los secuaces del temible jefe mafioso Lee J. Cobb cuando están en problemas, hasta que conoce a una chica de las que se contratan para las fiestas de esos mismos tipos y se enamora de ella. A ella la desprecian quienes alquilan sus servicios, precisamente aquellos que son unos asesinos sin escrúpulos, pero a raíz de iniciar las relaciones con ella también el abogado empieza a ser mirado con recelo por parte de los hombres del capo, que es un amigo de su infancia. Éste no sólo llega a amenazar a su amigo con romperle las dos piernas –una de las cuales, por cierto, le obliga a andar cojeando por un accidente infantil- si deja de cumplir sus órdenes, sino que también está a punto de verter sobre el rostro de la bailarina un frasco de ácido para desfigurarla, aunque al final se le cae en su propia cara al ser alcanzado por al balas de la policía. Esa muerte deja paso, en último término, a que la pareja pueda afrontar su futuro con esperanza y unidos, en uno de los mejores trabajos de quien fue tal vez el más romántico de los realizadores cinematográficos, Nicholas Ray (que en agosto de 2011 hubiera cumplido los cien años), Chicago, años 30 (Party Girl, 1958).

El género negro ha dado igualmente muestras extraordinarias de amores difíciles. Pensemos en la novela que adaptó Raoul Walsh y que terminó llamándose Su último refugio (High Sierra, 1941). Allí un delincuente sale de la cárcel y planea su último golpe, con la esperanza de que ello le permitirá poderse retirar. Por el camino conoce a una joven coja a cuya familia no duda en ayudar, por más que luego no encuentre sino desprecio por parte de ellos. Sólo una mujer lo quiere de verdad, Ida Lupino, que al enterarse de que está atrapado por la policía en las montañas, acude allí con su perro y, una vez abatido por los agentes de la ley, ella lo abraza con fuerza mientras dice unas palabras que no pueden ser más significativas: “Libre, por fin libre”.

Y lo que son las cosas, en una adaptación de la misma novela y dirigida por el mismo realizador, ocho años después, eso sí, se rueda Colorado Territory (1949), pero esta vez la historia se traspasa del mundo del cine negro al western. Joel McCrea prepara el atraco a un tren, pero la cuadrilla de ayudantes son tan nefastos como los que tenía Humphrey Bogart en la anterior –para eso es la misma trama, claro -. Aquí Ida Lupino es sustituida por Virginia Mayo, pero al contrario que en la otra, la escena final tiene lugar en un impresionante paisaje desértico en el que un tirador profesional del ejército de los Estados Unidos abate a los dos enamorados, que mueren románticamente son sus manos unidas bajo un sol tan implacable como lo es el destino del que no puede escapar la pareja.
Y otro western memorable merece la pena recordarse aquí: Perla es la joven mestiza de la que están enamorados los dos hijos del más rico terrateniente de la región. El mayor pretende tener en ella una esposa formal y hacer de ella la madre de sus hijos. El menor la utiliza a su antojo, sin usar una palabra que aluda a un proyecto de vida en común. Nada tiene de extraño que el mayor abandone la posibilidad de una relación y que el salvaje y chulesco Lewton (un excelente Gregory Peck) y Perla –hija de una india que también causa la muerte de su esposo al inicio de la película, al ver que ella tontea y algo más con todo el mundo, razón por la cual uno de sus amantes lo asesina - acaben matándose a tiros en una montaña bajo otro sol implacable, en el duelo que dará nombre a uno de los títulos más famosas de la historia del western, Duelo al sol (King Vidor, 1946).

En otro género no muy dado precisamente a las historias de amor como es el bélico, un soldado alemán es enviado a casa con un permiso de tres semanas, después de luchar en el frente ruso. En esas tres semanas no sólo descubre su ciudad en ruinas, sino que también se enamora y se casa con una joven que está sobreviviendo como puede a todos los inconvenientes de la situación de guerra. Lo malo es que pasan los días y nuestro hombre ha de volver a combatir en un lugar terrible. Allí, transcurrido un tiempo, recibe carta de su esposa en la que ella le comunica que está esperando un hijo. Con la alegría de la noticia, libera a varios prisioneros rusos de los que estaba encargado; pero claro, éstos no saben de sentimentalismos y al marcharse, uno de ellos consigue un arma y lo mata. El rostro del soldado se refleja en el río que gana agua con el deshielo de la primavera y en esa cara llegamos a ver una interrogación, una pregunta que ya para siempre carecerá de respuesta: “¿Por qué?”. Estamos ante uno de los más hermosos melodramas del cine, Tiempo de amar, tiempo de morir (Douglas Sirk, 1958).

También en el terreno del thriller podemos encontrar historias de amores imposibles. Dos hermanos gemelos y ginecólogos tienen una vida que transcurre con la misma frialdad que se siente en la ciudad canadiense en la que viven e idéntica asepsia en sus trabajos y hogar. Todo cambia cuando conocen a una mujer con una matriz doble, que al principio es un reto profesional para luego serlo sentimental, hasta el punto que no les importa una relación a tres bandas. Pocas veces en una película las batas de los médicos, las salas de un hospital, el equipo quirúrgico y hasta las luces de una sala de espera han sido más inquietantes, han dado más temor. Por supuesto, al final la relación termina de la única manera posible, a la vista de las pulsiones autodestructivas de los gemelos, es decir, con la muerte trágica de los hermanos y de la paciente y amante, porque en este caso es Thánatos quien vence a Eros. Hablamos de Inseparables (Dead Ringers, David Cronenberg, 1988).

Las historias de venganza rara vez pueden albergar una historia de amor, fácil o difícil. Y si está en manos de Samuel Fuller, mucho menos. El punto de partida es que un adolescente que ya es casi un delincuente ve cómo matan a su padre y se pasa los años viendo la manera de averiguar quiénes fueron los asesinos para tomar cumplida venganza. Lo que llama la atención es que, una vez que ha terminado con uno de ellos en la cárcel y anda tras la pista de los otros tres, salva la vida a la hermosa joven gracias a la cual cree poder seguir su propósito en esta vida. A un tipo como Tolly Devlin la idea del amor le es ajena, por lo que hace oídos sordos a la idea de ella de casarse y vivir una vida normal con hijos. Al final de la trama, cuando él acepta ambas cosas, sabemos que ha llegado su hora, toda vez que además ya ha matado a los otros tres asesinos. Y, en efecto, al matar al jefe de todos ellos uno de sus guardaespaldas le mete una bala en el cuerpo. Tolly sale huyendo y herido corre por las calles sombrías para acabar muriendo en un callejón tan oscuro y miserable como lo era aquel en el que mataron a su padre. La diferencia, eso sí, es que a él lo han seguido la única mujer que lo amó como tal, que lo abraza tras morir, y todo ello ante la mirada de otra mujer que fue la única como lo trató como un hijo. Sin aliento nos deja ese clásico del cine negro, Underworld U. S. A. (1960).

Las razones por las que los amores son difíciles, cuando no simplemente imposibles, pueden ser de lo más variado. En el caso de Esmeralda la gitana y Cuasimodo (en la inolvidable novela de Víctor Hugo Las torres de la catedral de París, 1831), de todos es sabido, no es otra que el hecho de que ella es una mujer sensual y bella por la que bebe los vientos el pérfido obispo de París y un capitán del ejército que sí responde a los cánones de belleza al modo decimonónico. Ante semejantes rivales, poco tiene que hacer la figura contrahecha y deforme del más célebre jorobado de la literatura, por más que ese mismo cuerpo alberga un corazón noble y hermoso. Pero es que, en ocasiones, la imposibilidad del amor otorga a la obra que lo describe una fuerza dramática que merece la pena destacarse. Y en esta variante del tema de la Bella y la Bestia –como lo es también otra joya como es King–Kong- ese tema es memorable. Y qué decir de Freaks (Tod Browning, 1932), donde casi la única persona norma es Ilsa, y la mayoría son los extrañísimos personajes que pueblan esta obra sin parangón. Dado que ella se casa con Franz sólo por su dinero, y que para conseguirlo no dudará incluso en ir envenenándolo poco a poco, el amor de él, que sí es sincero, no puede tener éxito. En consecuencia, cuando el intento de asesinato es descubierto, ella tiene que pagar por ello y lo hará según las terribles leyes de esos llamados “monstruos”, que a la postre se nos revelan como mucho más humanos que aquellos que utilizaban ese término despectivo para insultarlos.

A nadie le extrañará que unos jóvenes románticos que sobreviven a duras penas en el París de mediados del siglo XIX tengan muy cuesta arriba canalizar su amor y que éste pueda llegar a buen puerto. Que se lo pregunten a la entrañable pareja formada por la enfermiza Mimí y el poeta Rodolfo. La novela se escoraba al melodrama y la cumbre de su éxito lo alcanzará con la adaptación operística de Puccini (La Bohème, 1896), que concluye con el nombre femenino de la protagonista y que es, a la vez, un grito de incredulidad a la par que de desesperación ante la muerte de la amable y cariñosa joven. Merece la pena, no obstante, recordar dos intensas adaptaciones al cine, la segunda de las cuales está hecha a partir de la novela, que no de la ópera. En el período mudo la primera es de King Vidor y lleva el mismo título que la ópera (1926); la segunda, sesenta y cinco años más tarde, retoma el título original de la novela, Escenas de la vida bohemia (1992), a cargo del inclasificable pero siempre sensible realizador finlandés Aki Kaurismaki.

Entre las páginas de la única novela romana que conservamos completa, El asno de oro de Apuleyo (siglo I d. c.) descubrimos una verdadera joya del cuento amoroso: la relación entre Eros (= Amor) y Psique (= Alma). Ella es una de las más bellas ninfas sobre la tierra, él el dios del amor, que incumple la orden de su madre Venus y se enamora de ella, llevándosela a su palacio, donde se unen amorosamente, siempre con la condición de que ella no vea su rostro. Ni que decir tiene que semejante prohibición sólo sirve para ser incumplida, por lo que, una noche en la que ha cuidado hasta el último detalle para que él se durmiera, enciende una vela y al calor y al amor de esa lumbre puede contemplar a su amado a placer… y quemar con una gota de aceite a su amado. Para recuperarlo de nuevo tendrá que pasar una serie de pruebas, que ni que decir tiene que logrará. Digamos, a modo de curiosidad, que en pleno siglo XX, el escritor italiano Alberto Savinio escribió un relato con esta trama bajo el título de Nuestra alma (1944), con evidente intención paródica, desde el momento que ella tiene el aspecto de un ser mezcla de mujer y de pelícano y él de rapaz con un solo ojo, como se puede comprobar además en los dibujos que acompañan el texto y que hizo el propio Savinio. Pero, la verdad, prefiero la primera versión del mito.

No es raro que los amores difíciles se conviertan en amores imposibles. Por una parte tenemos un ejemplo de este último caso en una obra emblemática del Romanticismo europeo como es Las penas del joven Werther (1774), de Goethe. El joven protagonista – obsérvese cuantas veces la pareja en cuestión está en plena juventud- se enamora perdidamente de una mujer casada que, al contrario de lo que sucedería a lo largo de todo el siglo XIX, en cuya literatura las relaciones extramatrimoniales están a la orden del día, no accede a sus ruegos amorosos, motivo por el cual Werther opta por suicidarse ( lo que, por increíble que hoy nos parezca, instauró una breve moda entre los jóvenes despechados de la época, todo hay que decirlo). En cambio, los personajes de otra obra de ese autor alemán, Las afinidades electivas (1809) están en una onda bastante diferente, aunque el final es similar, desde el momento en el que una de ellas se deja morir al comprobar que no puede vivir de acuerdo a sus sentimientos.

Difícil, muy difícil es el amor que siente la mujer que da título a una película no muy conocida, La usurpadora (Back Street, John M. Stahl, 1932). La razón de ello es que ama a un hombre casado, que no renuncia a su esposa ni a sus hijos, como suele ocurrir en casi todos los hombres infieles de la ficción, pero lo más llamativo del caso es que tampoco la deja a ella en la estacada, porque la verdad es que también la ama. Muchísimo tiempo después, él muere y uno de sus hijos, sabedor de las relaciones de su padre, le permite acudir a dar su último adiós a su amado, en un final realmente insólito. ¡Cuánto pesan en esas despedida las Navidades, las Pascuas, los cumpleaños y tantas y tantas fechas que no han podido ser pasadas en compañía del ser amado!

No muy lejana en el tiempo de la anterior, pero esta vez mucho más conocida, se rodó Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931), una de las grandes obras del genio inglés. El simpático vagabundo que había obtenido un éxito sin comparación aparece por penúltima vez en la pantalla. La florista ciega de la que se ha enamorado cree que él es un millonario excéntrico, por un genial malentendido chapliano, y que ha sido él quien ha pagado la operación de sus ojos para poder devolverla la vista. Nada tiene de raro, por consiguiente, que ella esté a la espera de verlo de nuevo, pero es incapaz de verlo en esa figura pequeña y malvestida que un día tiene delante de su floristería –es que ahora también tiene su propia tienda, no como cuando tenía que vender su género en la calle; otra cosa que tiene que agradecer a su desconocido benefactor-. Finalmente, al contacto de su mano se produce el reconocimiento que tanto llevamos esperando y el final de la película que no puede ser sino un final feliz.


No podemos menos que, ya que nos venimos ocupando de un tema que tan ampliamente ha sido tratado por el cine, mencionar otra obra, muda también (¡cuántas joyas nos aguardan en esa época del séptimo arte!). Se debe a Franz Borzage, otro de esos nombres que merecen ser más conocidos y admirados y se filmó en 1927, con el título de El séptimo cielo. No se puede olvidar una vez vista la historia de ese limpiador de alcantarillas ascendido a barrendero, Chico Robas, gracias al cual la joven prostituta Diane es redimida de su trabajo. Ambos viven en una mísera habitación en el piso séptimo de un edificio parisino, piso al que llaman “el cielo”. Por desgracia, la Gran Guerra europea trastorna la felicidad de la pareja. Diane cree que él ha muerto, pero en realidad vive, pese a haber perdido la vista a causa de una explosión. Chico regresa tras el armisticio y ella le promete que será sus ojos.

En otras latitudes, una chica en un Japón intemporal es enviada a la ciudad para recibir la enseñanza que en cinco años hará de ella una mujer con la educación necesaria para ser una buena esposa. Como era de prever, tal idea no seduce precisamente a Naoko, que lo que quiere es estudiar letras, matemáticas y continuar escribiendo haikus. Con la complicidad de su sirvienta es lo que hace y, ya en la ciudad, conoce a un estudiante de nombre Kamo que será su compañero inseparable (detalle importante, ella se ha disfrazado de hombre, porque esos estudios les están vedados a las mujeres). El tiempo pasa y recibe un mensaje de su casa para que vuelva, pues su padre la ha comprometido con un desconocido. Con la pena por perderla, Kamo muere y, al enterarse, la víspera de la boda, Naoko obtiene permiso para visitar la tumba de su amigo –bajo la supervisión y compañía de su padre y criada, precisión necesaria-. Ella cae en la lápida que cubre el cuerpo amado, con el dolor que haberlo perdido. De pronto, un rayo rasga el cielo, rompe la lápida y hace que ella se precipite a la última morada de Kamo. La losa se cierra de nuevo y el sol vuelve a brillar, esta vez para alumbrar los rostros petrificados de padre y criada. A continuación, por entre las grietas de la tumba salen dos mariposas que vuelan juntas y felices para siempre. Esta es la leyenda japonesa que recrea Benjamin Lacombe en su corto pero emocionante -y bellísimamente ilustrado – libro Los amantes mariposa (2007).

Y vamos a terminar con un amor que empieza pareciéndonos imposible, pero que conforme avanza los minutos se nos presenta más bien como difícil para, en último término, sentirlo como real. En El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947), la joven viuda Lucy Muir se traslada con su pequeña hija a una casa barata, la única que ha podido permitirse, en un lugar de la costa verdaderamente hermoso, con fantasma incluido. Ella se va sintiendo atrapada por la atractiva y hasta huraña personalidad del capitán Gregg, antiguo dueño de la morada, quien le va dictando sus memorias para ayudar a la viuda a obtener unos recursos que la permitan vivir. Por más que estemos en una obra de ficción, nos resistimos a pensar que sea un amor imposible. A final, en uno de esos momentos mágicos que únicamente el cine puede transmitir, ansiamos que ella deje este mundo para poder así unirse a su amado, en un amor que correspondido que ha de ser eterno. Y es que como dijo otro personaje maravilloso, “Amor omnia vincit”, o lo que es lo mismo, “el amor lo puede todo”.

                                                                                José María García Pérez

APARIENCIAS

APARIENCIAS

Un joven norteamericano viaja a Italia para ver a un antiguo conocido que se ha ido a vivir allí. El viaje y los gastos los paga el padre de éste, preocupado porque su retoño no da señales de vida y eso no sólo le preocupa, sino que agrava una dolencia que tiene su esposa y que puede ser fatal. Tom se hace amigo de Dickie Greenleaf y poco a poco va conociendo sus costumbres, su vestuario y cuanto le concierne, incluida una especie de medio novia que tiene, Marge. En medio del mar, sobre una barca, Tom lo asesina y lo hunde en las aguas del Mediterráneo. A partir de ese momento comienza a hacerse pasar por su amigo, vistiendo, caminando y haciéndolo todo igual que él, de tal forma que nadie nota su ausencia, hasta que unos meses más tarde las pesquisas de la policía precisamente buscándolo a él le obligan a dar por terminado su juego. El problema se agrava cuando mata a un amigo de Dick e incluso hay un momento en el que parece que Marge va a ser la próxima víctima, pero no. Cuando la novela llega a su fin y todo apunta a que la policía lo va a atrapar, Tom puede seguir su vida como si nada hubiera pasado. Es la aparición en la literatura de un personaje tan admirablemente construido como brutalmente criminal, y la obra que puso en el mapa el nombre de su creadora: El talento de Mr. Ripley (Patricia Highsmith, 1950).

No cabe duda de que las apariencias desempeñan un papel muy importante en numerosas obras de ficción, pero en el caso de lo que de manera muy amplia –y no siempre con la precisión necesaria –se ha venido llamando novela negra ese papel puede ser en no pocos casos fundamental. Recordemos, sin ir más lejos, la asombrosa capacidad que nada menos que Sherlock Holmes tiene para disfrazarse e incluso cambiar el acento a la hora de hablar. Tanto es así que, en una de las obras cortas que Arthur Conan Doyle escribió sobre el más famoso de los investigadores de la historia de la literatura (Las aventuras del hombre del labio retorcido), el inquilino de la calle Baker Street se disfraza y actúa con tanta perfección que ni siquiera su gran amigo y escritor de sus investigaciones, el doctor Watson, es capaz de descubrirlo. Pero esa habilidad podemos verla igualmente en obras mayores como, por poner un solo ejemplo, El perro de los Baskerville (1888).

Sin embargo, en las aventuras de otra no menos famosa criatura de la novela de misterio, policíaca o como quiera denominársela, de otro no menos notable narrador compatriota de Doyle, ocurre tres cuartos de lo mismo, mas en estos casos no es el protagonista el que se transforma para no ser descubierto e investigar así sin levantar sospechas, sino que es un entrañable personaje francés que –siendo en un primer momento un ladrón que siempre se topa con el pequeño sacerdote dando al traste con sus ingeniosísimos planes, gracias por lo general a su perfecto dominio del disfraz – acaba siendo un amigo generoso y leal de avispado clérigo. Estoy hablando, como no podía ser de otra manera, del inolvidable grupo de casos que Gilbert Kenneth Chesterton agrupó bajo el título de El candor del padre Brown (1920), y que en España tuvimos la inmensa suerte de poder leer traducidos nada más y nada menos que por Alfonso Reyes, ese hombre de una cultura tan grande como su bonhomía.

Si cruzamos el Canal de la Mancha nos encontramos con otro tipo curioso, aunque esta vez de alguien que está al otro lado de la ley y que tiene por nombre Arsenio Lupin, a quien Maurice Leblanc convierte en el más fascinante ladrón de Francia, por más que para mí, personalmente, me parezca un tanto inferior a sus modelos anglosajones. En alguno de sus casos, gracias a sus dotes para vestirse, moverse y caminar de forma totalmente distinta a como lo hace él en su vida normal, logra sus objetivos, que no suelen ser otros que obtener algún cuantioso botín. Como dato anecdótico diré que, en el último de sus casos agrupados en Arsenio Lupin, caballero ladrón (1930), se las tiene que ver nada menos que con un célebre investigador llamado Herlock Sholmes, que no es sino un guiño al inmortal detective británico y que, para no desmerecer de él, digamos que el duelo entre ambos cerebros privilegiados acaba en tablas, pues éste no puede atrapar a Lupin al final del relato, lo que le lleva a reconocer que se halla ante un oponente digno de su ingenio.

También es verdad que hay personajes que, al contrario que los anteriores, no les gusta lo que se dice nada transformar su apariencia, hasta el punto de que uno de los muchos delincuentes que pululan por una novela como La máscara de Dimitrios (Eric Ambler, 1945) reconoce ante el narrador, que en este caso concreto es además aprendiz de detective, “Nunca he podido soportar los disfraces”, y hace esa afirmación para dar un ejemplo de que no cayó en la tentación de salvaguardar su identidad bajo algún disfraz ni cuando era perseguido por la policía por alguno de los delitos que había cometido a lo largo de su vida.

De todas las maneras hay quien no se conforma con variar su aspecto físico, sino que, como le sucede al agente del F. B. I. Sean Archer, literalmente muda su rostro por el del peligroso terrorista Castor Troy, a fin de poder persuadir al hermano del tipejo (que para más inri se llama Pollux Troy, estos guionistas no respetan nada, ¡maldita sea!) para que le desvele dónde está la terrorífica bomba que tenían ya preparada para explotar. Lástima que, para rizar el rizo, Castor obliga a los médicos a que le implanten la cara de Archer, con lo que tenemos una trama paralela, desde el momento que éste se presenta en casa del modélico agente y no tiene ningún pudor en intentar aprovecharse de la esposa y de la joven hija de Archer. Ambas rebuscadísimas líneas argumentales confluyen, al final de esta excesivamente larga y bastante disparatada película (Face-off, John Woo, 1997), en el inevitable enfrentamiento de héroe y villano que, como no podía ser de otra manera, acaba con el triunfo del bien sobre el mal; nada nuevo bajo el sol, claro está, pero una vuelta de tuerca sobre las distintas variaciones que el tema de las apariencias puede llegar a adoptar.

Hasta ahora veníamos hablando de seres de ficción, obviamente, pero no es menos cierto que cuanto llevamos dicho es perfectamente traspasable a la vida real. Y de muestra un ejemplo más que ilustrativo, a mi modo de ver. Jaime Jiménez Arbe estuvo asaltando bancos tanto en España con en Portugal durante trece años, hasta que fue capturado en el país vecino en julio de 2007. Alguien podría preguntarse cómo es que no fue detenido antes, en una época que hay imágenes de todo aquel que pase por la calle, así que no digamos de un atracador de bancos. La respuesta es sencilla: ejecutaba sus robos disfrazado con una peluca, barba postiza y hasta con un relleno en el estómago para aparentar un volumen que no tenía. La policía y los medios de comunicación lo apodaron “El Solitario”, puesto que todos sus delitos los cometía sin la ayuda de otras personas.

DOBLES

En ocasiones, las semejanzas nos llevan más lejos que el puro y simple disfraz. Sería el caso, por empezar por alguna parte, del tema del doble, profusamente utilizado durante el Romanticismo y buena parte del siglo XIX. Como es lógico en un tema que da tanto juego como es éste, los motivos para la aparición del doble son tan diferentes como lo son las propias obras en las que aparecen. Por ejemplo, en un clásico de la novela de aventuras – y del que hay una buena adaptación cinematográfica a cargo de Richard Torpe con Stewart Granger y James Mason como protagonistas - como es El prisionero de Zenda (Anthony Hope), la semejanza entre un caballero inglés y el rey de un pequeño y revolucionado país centroeuropeo, justo en el momento en el que el soberano ha sido hecho prisionero y pretenden tomar el poder varios nobles malvados, da lugar a que un grupo de nobles fieles al monarca hagan pasar por él al hijo de Albión, que de paso se enamora de la prima de rey, lo que ocasiona no pocas dudas en ella al encontrarlo ahora más valiente, con más sentido del humor y de quien no tarda en enamorarse a su vez. Como pasa tantas veces, el personaje más atractivo de la novela, no obstante, es el villano, de tal forma que nada tiene de extraño que el autor lo aprovechara para hacer una continuación que, como es de justicia, lleva por título su nombre: Rupert de Hentzau.

El tema es el mismo, pero ahora lo que se produce es todo lo contrario de una apariencia similar: el virtuoso y querido por todos doctor Jeckyll es un individuo que responde a la perfección a los cánones de lo que ha de ser un auténtico caballero inglés. Y está creado así precisamente para que destaque más su radical diferencia de carácter y de, sobre todo, aspecto físico. Como dijo en una ocasión Jorge Luis Borges, en el cine siempre los dos papeles los ha interpretado el mismo actor, cuando lo ideal es que los hubieran encarnado dos actores diferentes. Sin embargo, pese a las diferencias entre el lado amable y el malvado de Jeckyll y de Hyde, no cabe duda que ya en el primero creíamos adivinar un lado oscuro que no hacía presagiar nada bueno, la verdad. Además de la inolvidable novela de R. L. Stevenson, creo que hay que hacer mención en este caso a la mejor de las películas basadas en ese libro, y que sorprende porque se encuentra en los albores del cine sonoro y corrió a cargo de siempre interesante Rouben Mamoulian en 1931.

Si nos trasladamos de los oscuros callejones del brumoso Londres victoriano a esa Edad Media mítica que tuvo una de sus mejores leyendas en la de Camelot y los caballeros de la mesa redonda, podemos encontrar un curioso ejemplo más de cuanto decimos. Aunque hay muchas versiones del nacimiento del rey Arturo, una de las más famosas es aquella que lo hace hijo de Uther Pendragón (Uther el pequeño dragón, nombre que ya denota estar destinado a grandes hazañas, como los de todos los héroes de la antigüedad). El rey deseaba a la reina Igraise, esposa de Gorlois, duque de Tintagel (¡qué curioso!, porque esa pasa por ser la patria de Tristán, el amante de Iseo). Uther obtiene de Merlín un embrujo mediante el cual, cuando él entra el aposento de Igraise, ella lo ve bajo la figura de sus esposo, de manera que lo acepta en su lecho. De esa unión ilícita nacerá Arturo y, cómo no, como suele suceder en estos casos, un mal comienzo origina un mal final, puesto que, con el tiempo, la esposa de Arturo, la reina Ginebra le será infiel con Lancelot, y a raíz de ese hecho se vendrá abajo el reino de Camelot y todos los caballeros de la mesa redonda.


DIOSES Y MORTALES

Se ve que lo de tomar un cuerpo diferente al propio estaba a la orden del día, dado que son numerosas las transformaciones de todo un dios de dioses como es Zeus, famoso por encima de todo por su capacidad de metamorfosearse en las más variopintas formas para conseguir sus objetivos eróticos. Sin ánimo de ser exhaustivos, recordemos cómo se presenta ante Dánae en forma de lluvia de oro, cómo se lleva por los aires a Ganímedes con el cuerpo de un águila o que gracias a haberse convertido en un ternero puede poseer a la bella e ingenua Ío. Pero, si echamos la vista con detenimiento, incluso nos encontramos con un caso muy similar al del padre del rey Arturo. En efecto, Zeus adoptó el cuerpo de Anfitrión para poder tener relaciones con Alcmena, la esposa de éste, episodio que originó, por cierto, una graciosísima comedia de Plauto, el dramaturgo romano del que más obras nos han llegado hasta el presente, cuyo título es el nombre de marido burlado. No deja de ser curioso que, en nuestra lengua, la palabra “anfitrión” pasara a ser algo positivo cuando su origen es más bien todo lo contrario.

En el siglo I a. c. encontramos un caso real de ese particular gusto por cambiar la apariencia con una clara intención amorosa. Se trata de Clodio, un jovencito que agrada a Pompeya, esposa de Julio César, a la sazón importante militar romano –aún no ha llegado a ser emperador -, que aprovechando una de las fiestas exclusivamente femeninas que de vez en cuando se daban en domicilios privados en Roma, se cuela en el de su poderosa amante disfrazado de mujer. El intento es abortado al ser descubierto fortuitamente y cuando desde el senado se busca para él una condena a muerte, el propio César está en contra. Eso sí, poco después repudia a Pompeya, “Porque – afirma, con una de esas frases que han pasado al acervo colectivo más o menos fielmente – quiero que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha”, según nos informa Plutarco en sus famosas Vidas paralelas. De todas formas, el disfrazarse no era solo para encuentros amorosos, como podemos apreciar en un caso que señala este mismo biógrafo que vivió entre los siglos I y II después de Cristo. Entre las múltiples luchas por el poder que César entabló con el Senado, hubo una en la que varios senadores abandonaron la ciudad de Roma en carros alquilados con un disfraz de esclavos, por miedo a las represalias que temían tanto del poderoso militar como de la cada vez más creciente plebe que lo iba apoyando.

Un nombre para el que la apariencia tiene un valor decisivo es Alfred Hitchcock. No en balde, en la mayoría de sus películas hay equívocos y falsos culpables merced a una serie de apariencias que no se corresponden con la realidad. Soberano ejemplo es el arranque de Marnie (1961), en el que la ladrona que da título a la película, vestida con gabardina oscura, grandes gafas de sol y una larga cabellera morena se transformará, en una de esas imágenes tan caras a realizador inglés, en una preciosa joven rubia que no usa gafas y que suele vestir vestidos sin abrigo ninguno. No muy diferente es el proceso de disimulo físico que tiene Karen Black en su última obra, La trama (Family Plot, 1976). El grado máximo, si es posible hablar así, de la importancia dada a las apariencias en todo el cine de Hitch es Con la muerte en los talones (1959), donde ni siquiera existe el tal Kaplan al que persigue el grupo capitaneado por James Mason para eliminarlo, y sólo por un malentendido ellos creen que el Kaplan al que buscan es el publicista que interpreta un alocado Gary Grant, con las consecuencias que todos sabemos.

MUJERES

En el teatro siempre fue habitual el que un personaje se disfrazara con la ropa de alguien del otro sexo. Ello se convirtió en un elemento casi habitual de las comedias (esta palabra designa en nuestro Siglo de Oro a toda obra teatral, tengámoslo en cuenta) españolas del siglo XVII. Por una parte como un mecanismo cómico en sí mismo, pues ese juego se presta muy bien a las burlas y la parodia, pero por otra también nos evidencia la falta de movilidad y de autonomía, entre otras muchas cosas, de las mujeres de esa época. Pero también es verdad que, en ocasiones, las mujeres han de transvertirse y comportarse como hombres para, por ejemplo, poder acudir a la llamada del emperador y defender así a China salvaguardando el honor de la familia (Mulán), o acceder de este modo a una educación que les es vedada, como ocurre con Naoko en la leyenda japonesa de Los amantes mariposa o a Yentl para poder seguir los estudios hebreos en la película homónima (Barbra Streisand, 1983). Si alguien cree que la asunto de la educación femenina se había solucionado ya en el siglo XIX o tal vez a comienzos del XX, sólo tiene que leer el ensayo Tres guineas de Virginia Woolf para darse cuenta que nada más lejos de la realidad. Ciertas cosas, por desgracia, se han ido paliando muy recientemente.

Y no nos apartemos del teatro: hace dos mil quinientos años Aristófanes creó una comedia en la que las mujeres, disfrazadas de hombres, tomaban el control de la asamblea ateniense encargada de la “res publica”, viendo la incapacidad de los hombres para hacerlo sin acabar liados en una nueva guerra. Como era de esperar, se comportan como mujeres según los tópicos de la época (preocupadas por su aspecto físico, hablan con los juramentos femeninos, etcétera) y, al final, no consiguen su objetivo, aunque sí merecer el título de la obra: Asamblea de mujeres. Dos mil años después, otra mujer se sube al escenario teatral, pero esta vez lo hace por dos razones bien distintas a las de Aristófanes: porque lleva el veneno de las tablas en sus venas y porque está enamorada del autor de la obra que ensayan, William Shakespeare; amor compartido, ciertamente, aunque en la Inglaterra isabelina las mujeres no podían actuar en el teatro. En cualquier caso la obra y lo ilícito de su actuación tienen un final feliz, como no podía ser menos en una película que lleva por título Shakespeare enamorado (John Madden, 1998).

En un Inglaterra marcada por la visión victoriana de la vida, que tan poco margen dejaba al estúpidamente llamado sexo débil, y ya no digamos en un género literario con rasgos tan marcados como es el de la novela de detectives, Conan Doyle nos sorprende en una ocasión (Las aventuras de un escándalo en Bohemia) en la que una dama llamada Irene Adler, consigue averiguar que quien ha sido capaz de hacer que ella misma descubriera dónde está escondida una fotografía comprometedora para el príncipe de Bohemia es el famoso Sherlock Holmes, y lo hace siguiéndolo disfrazada justamente cuando él estaba disfrazado como un afable sacerdote. Gracias a esa habilidad, ella puede huir del país con su reciente marido y dejar una carta al habitante de Baker Street, en la que le explica todas las peripecias que llevaron a Irene a descubrirlo. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que el doctor Watson, el no menos famoso amigo y narrador de los casos más importante de Holmes, reconozca que fue la única mujer por la que éste sintió respeto y admiración.

En ese mismo siglo XIX, pero en una Francia donde se podían contar los románticos por cientos, uno de los más reputados de ellos, Teófilo Gautier, escribió una curiosa historia fantástica, La muerta viva(1836). El protagonista es un sacerdote que siente una pasión enfermiza por una mujer que, aunque no llega a describírsenos muy detalladamente, sí parece un ser muy especial; tanto, que él va iniciando sus relaciones en un llamativo estado casi de duermevela, pero que en las que siempre se nos describe a esa etérea y extraña mujer como vestida elegantemente, con unos exquisitos modales y sembrando admiración por donde quiera que pasa. Por desgracia, la realidad es mucho más terrible: ella es una mujer vampiro que murió tiempo atrás y cuyo auténtico aspecto, cuando logra verla tal cual es, y no bajo los hechizos de su poder de ultratumba, es el de un esqueleto pútrido y horroroso.

CAMBIOS CASI PERMANENTES

Y terminamos estas páginas volviendo al séptimo arte y a uno de los personajes más curiosos y entrañables que el cine nos ha dado en los últimos treinta años. Hablamos de Zelig (Woody Allen, 1983), un ser que nada tiene que envidiar a cuantos hemos ido mencionando hasta ahora, puesto que se trata de un hombre que, ante la inseguridad que le producen las relaciones con otras personas, adopta el aspecto (vestuario, formas de hablar y de comportarse, etc.) de aquellos con los que se está relacionando en cada momento, lo que ocasiona que a lo largo de la película se le apode como “el camaleón humano”. Así las cosas, lo vemos vestido de rabino en una escena en la que está hablando en una sinagoga con otros rabinos, con la bata y el estetoscopio en un hospital con varios médicos a su alrededor e, incluso, en una convención del partido nazi en la Alemania de los años 30, de manera que lo vemos junto a algunos de los más importantes cargos de ese partido. Por suerte para Zelig, y para nosotros como espectadores un poco agobiados del final que pueda tener un ser de semejante fragilidad, la historia termina cuando gracias a la doctora que lo atiende, es capaz de superar esa “enfermedad” y, por si eso fuera poco, ha empezado ya una relación con ella. Para ser sinceros, ese hombre se merecía que la vida le diera una segunda oportunidad. Lástima que, en la vida real, muchas personas no siempre tienen esa posibilidad, aunque muten su aspecto y disfracen su voz para poderlo conseguir.


                                                             José María García Pérez