sábado, 20 de septiembre de 2014

LOBOS


LOBOS
                                                       
        Como todos los cuentos de Saki, por distinto que sea su tema –fantástico, humorístico, de crítica de costumbres… -, en su inicio nos coloca en una situación trivial, anodina de puro cotidiana, pero a partir de los primeros compases de ese aparente arranque de seres y lugares conocidos, el desarrollo oscila entre la ruptura con las expectativas de los lectores o, cuando en apariencia las sigue, el final es un ruptura con todo cuanto esperábamos a raíz de la trama. En este sentido poco tiene que ver con, pongamos por caso, Chéjov, siempre atento a los meandros de los sentimientos del ser humano; en Saki prima la ironía, el humor y hasta la crueldad más refinada. Nada tiene de extraño, por tanto, que en un cuento como Gabriel Ernst no sepamos muy bien a qué atenernos.  ¿Se trata de una serie de coincidencias o realmente ese joven que ha aparecido de la nada y que, acogido por la familia del protagonista, va sembrando el pánico en éste una vez que descubre que ha metido en su hogar nada menos que a un hombre lobo? Y lo más llamativo del caso es que, siendo ese el argumento principal, junto con los remordimientos por ser el causante de la muerte de un niño, el narrador tiene ganas de dar a todo ello un toque casi brutal, toda vez que la madre del huésped, que es quien ha escogido el nombre que da título al cuento para el joven – y que ya vemos que no puede ser menos apropiado para esa criatura -, no sólo no llega a enterarse de su verdadera naturaleza, sino que de vez en cuando lo añora con nostalgia y no puede menos que preocuparse por qué la habrá pasado para haberse ido sin despedirse, con la bondad que ella  le había dispensado desde el primer momento.
     También de manera indirecta se nos cuenta una historia de licántropos en Sombras en el agua, mujeres de cuadros antiguos, de José Ferrer Bermejo. La diferencia es que, al estar contada en primera persona precisamente por quien está sometido a esa suerte de maldición, nosotros como lectores no vamos a deducir la particularidad de ese hombre joven hasta el final. Pese a su brevedad, el hilo que nos lleva tiene un cierto regusto borgiano, desde el momento que se habla de alguien que alimenta al monstruo, sin que éste sea consciente de su condición, como le ocurre a la particular versión del escritor argentino del mito del Minotauro; no obstante, aquí el maldito no muere, aunque sí quien lo tiene encerrado y lo alimenta, que parece ser su propia madre, la misma que lo tiene encerrado desde su nacimiento, de modo que lo que conoce del mundo es lo que está en los libros que se alojan en la biblioteca. Y ver y leer las maravillas que pueden disfrutar los demás sin ni siquiera poder acercarse a ellas es un motivo de angustia para el narrador y protagonista: "Podía recorrer los estantes y las sensaciones a voluntad: quiero volar en aeroplano, quiero cazar un elefante, quiero beber ginebra en la taberna de un puerto entre humo y canciones, quiero amar a una mujer. Todo estaba en mis manos y no podía hacer nada". A la postre deja entrever que también es él quien ha matado a esa mujer y madre que lo ha traído a este mundo para ser infeliz.
         A pesar de lo dicho hasta ahora, lo cierto es que las primeras imágenes que se le vienen a uno a la cabeza al leer un título como ese van más bien hacia cuentos tradicionales, del tipo Caperucita Roja, pongo por caso. Y aprovechando esa asociación no conviene pasar por alto algunos detalles de ese cuento. Primero, en la versión de Perrault la historia acaba con el animal descansando y haciendo la digestión después del banquete que ha supuesto poder zampar en una sola jornada nada menos que a una niña y a su abuela. Con el tiempo ese final se fue dulcificando, hasta las versiones que conocemos del siglo XIX, donde el pobre lobo o bien acaba ahogado en el río después de que un cazador le haya metido en la barriga unas piedras, tras haber sacado a la abuela y a Caperucita, o bien tiene que salir corriendo por los disparos de otro cazador, que previamente ha sacado de su tripa como si tal cosa al menú principal del día, sin que naturalmente hayan sufrido ningún percance en semejante operación y vuelvan a ver la luz como si tal cosa.
        Conforme más atrás en el tiempo nos movemos, la crueldad en los cuentos y en los mitos es más evidente, y si no que se lo pregunten al lobo que acaba siendo el plato fuerte de la comida de los tres cerditos, tal y como podemos leer en los Cuentos tradicionales ingleses de Flora Annie Steel, en lo que supone toda una sorpresa respecto al conocimiento que uno buenamente tenía de ese tipo de relatos. Pero, claro, no siempre ese cánido lleva las de perder, y eso nos sitúa de nuevo en la estela de Saki, dado que en El contador de historias, un joven al que molestan varios niños que son hermanos en el vagón de tren donde viajan,  sin que su tía sea incapaz de calmarlos, se ofrece a tenerlos tranquilos durante un tiempo. Para ello cuenta con un arma infalible: su destreza como narrador. Y, en efecto, la historia dentro de la historia es de cómo una niña es tan buena que logra varias medallas de oro por su bondad, pero esos mismos trofeos son los que permiten localizarla entre los setos a un lobo hambriento que se la come bien a gusto. Como no podía ser de otra manera, la relamida y malencarada señora –como todas la tías de sus relatos, no en vano Saki odiaba a las suyas, con las que vivió durante su infancia – está horrorizada de semejante historia, por más que los niños aseguran que es la mejor que han escuchado en toda su vida.
       De todas formas, podríamos decir que hay lobos y lobos, porque no es lo mismo un animal de ojos inyectados en sangre y dientes afilados esperándote a la vuelta de la esquina, que la célebre loba que amamantó, ahí es nada, a Rómulo y Remo, es decir, a los dos míticos fundadores de Roma, razón por la cual en el Senado de esa ciudad había una escultura en la que se mostraba a esa madre adoptiva dando el pecho a dos chiquillos. Y otro tanto cabe decir del no menos famoso Mowgli, el muchacho que es adoptado por un grupo de lobos en las montañas de la India, y algunas de cuyas historias nos contó Rudyard Kipling, en lo que luego se conocería como El libro de la selva, por más que el escritor británico nunca lo llamó así. En realidad, la culpa la tiene Disney, que le puso ese nombre y desde entonces casi todo el mundo lo reconoce como el texto de Mowgli; sabido es que Disney se ha ido cargando sistemáticamente las razones profundas de las historias de las que se ha servido para sus películas, hasta el extremo de desvirtuar completamente, por decir sólo una muestra, La Sirenita de H. C. Andersen, poniendo un final feliz donde ni lo había ni el personaje de Ariel tenía un consuelo en esta vida y en este mundo, como tantos otros del autor danés, cuya vida no pudo ser más desdichada y eso se nota en el tipo de narraciones que escribía. Pero eso ya se escapa de los límites del mundo lobuno que nos hemos marcado.
       Y no podemos olvidar que es a veces el propio lobo la víctima de un relato, por más que éste provenga de uno de los poemas más conocidos de Rubén Darío, de quien no tardando se conmemora el centenario, por cierto. Pues bien, en ese extenso poema, San Francisco de Asís apacigua a un terrible lobo que está asolando la región de Gubbia, y logra que baje a la ciudad y viva en paz con los hombres. Sin embargo, conforme pasa el tiempo ellos dejan de tratarlo como se habían comprometido con el santo, lo apalean y él tiene además la posibilidad de ver cuán malvado el hombre puede llegar a ser, de modo que opta por regresar a la montaña y reanudar su vida salvaje anterior. Cuando San Francisco retorna y se entera, se dirige a reprender a la alimaña, pero al escuchar los motivos del lobo (título del poema, todo sea dicho de paso), el santo no puede sino entristecerse por lo que oye, se siente incapaz de acusarlo por sus actos y no puede más que volverse por su camino con lágrimas en los ojos y rezando el Padre nuestro.
 Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.

          Me refería líneas atrás a un caso de licantropía, y de ello ha dado muchísimas muestras el cine. El inconveniente desde mi punto de vista es que, en la mayoría de las ocasiones, se ha centrado tanto en la metamorfosis del hombre lobo, así como en las escenas de ataque, sangre y terror, que por el camino se ha olvidado de que la mitad de su denominación genérica es “hombre”. Tal vez el mejor acercamiento a este tema que haya dado el cine sea el de Terence Fisher, que no en vano hizo una revisión de todos los mitos del cine de terror, con unos resultados extraordinarios. El que nos interesa aquí se llama La maldición del hombre lobo, es de 1961 y no se estrenó en España en su momento porque ¡la acción se desarrollaba en un lugar del norte de nuestro país!, cosa que a la censura no le debió de hacer mucha gracia; de ahí que lo nombres de los personajes y de los lugares sean todos españoles.
        Al igual que ocurría con una de sus películas de Drácula, Fisher no muestra la primera transformación hasta casi la mitad del metraje, porque se ha detenido en una historia de maldad, la del duque Siniestro (así se llama el villano, por si alguien dudaba de quién es aquí uno de los seres más crueles de la historia del cine), que encarcela de por vida a un mendigo y que pretende satisfacer su lujuria con la bella hija del carcelero, una chica sordomuda a la que, no plegándose a sus libidinosos deseos, mete en la misma mazmorra que el mendigo, quien, tras años allí ha perdido su condición humana,  la viola. De ese acto nace un bebé maldito, como vemos ya desde su mismo bautismo, pero lo importante es que los escasísimos ataques y transformaciones están plenamente justificados por el guión, y esa vida que siente latir,esa felicidad en su alma cuando el amor lo toca y rodea lo hace humano y resguarda de su lado bestial, mientras que la ira, el rencor y el dolor que padece por otros seres lo lleva a desear la muerte, que vendrá de la mano de su propio padrastro, a quien ha dado una bala de plata para que lo libre de esos sufrimientos y no volver a matar. En un campanario tiene lugar la escena final, a la vez que tañen las campanas, como lo hacían al comienzo de la película; pero lo que entonces indicaba una boda ahora señala la liberación de un corazón noble cuya ansia de felicidad choca con la maldad de los hombres. Diríamos que estamos ante uno de los grandes personajes que el cine ha creado como epítome de un ser romántico, entendiendo como tal los que vivían y morían en la época del Romanticismo, claro está, no muy lejos de la criatura creada por el doctor Frankenstein …  
         De todas formas, no digamos que no hay más lobos que los de las películas de licántropos, obviamente  - por no hablar de las desdichadas versiones paródicas, que son muchas-, incluso hay una española con José Luis López Vázquez haciendo de buhonero epiléptico, y a quien los vecinos creen un hombre lobo; entre otras cosas porque, por un lado, tenemos muy singulares versiones de Caperucita Roja, como En compañía de lobos (1984), donde Neil Jordan llevaba a cabo una suerte de revisión del famoso cuento, con la diferencia de que aquí el lobo parece ser un hombre lobo y, de que  las connotaciones sexuales que ya latían en Perrault y los hermanos Grimm son más claras. Por otra parte, conviene no olvidar la singular versión de hace unos años, en la que la peculiar jovencita que hacía las veces de Caperucita no es no que no fuera la víctima, sino que era quien secuestraba al hombre que simbólicamente representaba al lobo, en un intento de rizar el rizo en la medida de lo posible.
       Pero es que además habría que contar con las películas de dibujos animados que con dispar éxito han tenido cabida en las pantallas de los cines. Entre las más recientes estaría Alfa y Omega, una pareja de lobos que tienen que enfrentarse a una serie de problemas de lo más dispares. En el campo del humor, que también ha acogido a ese animal con cariño, podemos recordar un episodio en el que se recrea el conocido cuento popular en el que un niño que cuida el ganado del pueblo, aburrido en el campo y sin pensar antes sus acciones, va al pueblo gritando que está allí el lobo comiendo sus ovejas. Los hombres acuden raudos pero era mentira. Cuando repite la broma ellos se enfadan de verdad y al tercer intento simplemente no acuden al socorrer al ganado…justo cuando era verdad que estaba allí. Pues bien, en un episodio de Los Simpsons Bart ha hecho lo mismo, de manera que cuando un lobo lo deja maltrecho y va a clase, la profesora le pide explicaciones por el retraso, y al ir a contestar la verdad, él mismo se para a pensar y sólo responde. “Va, da igual”.
      El siglo pasado dio origen a una de las historias más conocidas que tienen como uno de sus personajes a un lobo, y esta vez en el campo nada más y nada menos que musical. Y es que Pedro y el lobo de Serguei Prokófiev es una de las no muchas composiciones para niños que la música clásica ha creado en los dos últimos siglos, junto con obras de Bizet, Johannes Brahms y el delicioso El niño y el sortilegio de Claude Debussy. El argumento de esa pieza de encargo es que un niño tiene como amigos a un pájaro a un pato y a un gato, que andan por ahí jugando y disfrutando de su libertad y su vida. Hasta que el abuelo de Pedro le pide que no salga de casa porque se ha visto por los alrededores un feroz lobo. No obstante, y como suele ser habitual en ese tipo de advertencias familiares, lo primero que hace el interesado es no seguirla, de forma que cuando se encuentra con la fiera tiene que subirse a un árbol y ponerse lejos de sus alcance, mientras sus amigos también son perseguidos por ella. Uno de ellos logra avisar al abuelo y éste, que ha dado la voz de alarma, acude con unos cazadores que darán caza al bicho. Si esta obra ha tenido tanto éxito, pues hasta un versión de los personajes de Barrio Sésamo existe, es, entre factores, porque cada uno de los personajes del relato se asocian a un determinado instrumento, de modo que cada vez que interviene uno suena el que lo representa: Pedro por instrumentos de cuerda, abuelo, por el fagot, el pájaro la flauta travesera…


        Era inevitable que, en un momento u otro, alguien diera la vuelta a todos los tópicos de los licántropos y ese fue Boris Vian, que escribió un divertido cuento llamado El lobo hombre – que muchos conocen únicamente por ser la base de una popular canción de los ochenta -. Denis es un lobo que viene tranquilamente en una cueva, vegetariano y sin meterse con nadie hasta que un día tiene la desgracia de cruzarse con el Mago de Siam y como consecuencia de ello se transforma en hombre. Como es bastante inteligente y comprende bien el comportamiento humano, al vivir cerca de una carretera llena de accidentes de coche ha visto a muchas parejas en el bosque entregadas al amor, decide aprovechar el plenilunio para ir a conocer París. Se hospeda en un hotel, conoce a una prostituta, tiene que reducir a sus tres chulos, lo detienen en la carretera de vuelta a la cueva un policía –que le acusa de no poner la luz de la bici en la que se desplaza, pero como le responde Denis: “Veo perfectamente” – y al final retorna a su primitiva forma, satisfecho en el fondo de haber pasado por toda esas experiencias.
        A miles de kilómetros de París, en Alaska, un francés llamado Leclère ha comprado un cachorro de padre lobo y de madre husky al que pone el nombre de Bâtard. El cachorro se cría mamando el odio hacia el dueño que lo maltrata, con sus puños, su látigo y con lo que tiene a mano. Convertido ya en un animal formidable, temido por sus propios compañeros de trineo –a los que roba la comida que le niega el francés-y por los seres humanos, el odio entre esas dos criaturas no deja de crecer: está a punto de matarlo al morder su garganta, pero Leclère consigue zafarse, partiéndole las patas traseras. Milagrosamente se recuperan ambos, y ante la sorpresa de todos sigue sin matarlo, porque no ha llegado su hora, dice el explorador. Por fin, es acusado de asesinato y cuando está ya con la soga al cuello llegan de fuera para testificar que es inocente. El grupo va a colgar al indio que es el verdadero asesino, pero deja a Leclère sobre la caja que suponía el lugar donde apoyarse antes de dejarlo morir colgado. Él contempla a Bâtard, que se lanza contra la caja y a la vuelta del grupo se encuentran al francés balanceándose en el aire y el perro moviéndolo justamente para que no parase. Una bala en la cabeza del animal cierra el telón de esta historia de odio y venganza. Sólo Jack London podía escribir así, ese cuento que se llama como el perro lobo en cuestión.
       Y de nuevo volvemos a Saki. En Los lobos de Cernogratz la baronesa de un castillo narra a un visitante la leyenda que dice que cuando está a punto de morir alguien de su familia, todos los lobos de los contornos se ponen a aullar y se cae un árbol del parque cuando tiene lugar esa muerte. Pero ella y su esposo no lo creen, puesto que hicieron la prueba el año pasado al morir su suegra y no ocurrió nada de eso. Sin embargo, la institutriz replica que es porque no era propiamente una Cernogratz, como sí es ella, aunque hasta ahora lo había ocultado. Nadie cree semejante afirmación, pero lo cierto es que poco después se pone enferma y, para sorpresa de todos, la región se llena de aullidos de lobo, con las correspondientes respuestas de los perros de todas las casas y, por fin, se oye el ruido de un árbol desplomarse en el parque del castillo. Horas después es enterrada en el panteón familiar, con su auténtico apellido identificándola: Amalie von Cernogratz.
       Pero entre la crueldad y el misterio, también hay espacio en Saki para el humor de buenos quilates, y con lobos por si fuera poco. En La loba, un tipo gris que no tiene el más mínimo éxito social trata de hacer creer a sus amistades, que se reúnen de fiesta en fiesta, como personajes casi de Wilde, que tiene el poder de transformar objetos e incluso personas. Todo ello no tendría mayores consecuencias si no fuera porque en una de ellas está Clovis Sangrail –protagonista de otro libro de cuentos de Saki, Crónicas de Clovis – y le persuade a que convierta a la anfitriona en loba. Él objeta que ciertas cosas no son para tomárselas a broma, pero lo que ignora es que Clovis se la apaña para conseguir una loba y hacerla pasar por la señora Hampton, para desconcierto de propio y ajenos. Ni que decir tiene Leonard Bilsiter casi pierde el sentido, sobre todo porque cuantos allí se encuentran le insisten en que la devuelva a su ser.  Ella reaparece y Clovis afirma que ha sido él el autor de la metamorfosis, porque él sí tiene esos poderes de magia siberiana, no como otros advenedizos. El fin es digno del narrador británico: “Si Leonard Bilsiter hubiera sido capaz de transformar a Clovis en ese momento en una cucaracha, para después pisotearla, de buen grado hubiera realizado ambas operaciones”.
        En el territorio de los montes y las cacerías hay siempre un hueco para lo inexplicable y hasta para la locura, como sucede en el relato de Guy de Maupassant El lobo. Y de nuevo una historia se cuela en otra, por lo que el marqués de Arville narra por qué ni él, ni su padre ni su hijo tienen afición por la caza. La razón estriba en que su abuelo tuvo por padre a un temible cazador, como era así mismo su hermano. En aquella zona hay un sanguinario lobo gris, que caza y mata con total impunidad, desde el momento que parece imposible darle alcance. Ese suena como un reto para los hermanos, que salen a caballo con ese objetivo; el lobo aparece, ellos le siguen pero el hermano se cae del caballo y se mata. Francisco recoge el cuerpo de su hermano Juan y con él en el caballo sigue a la fiera hasta un valle cerrado por enormes rocas. Allí lo estrangula con sus propias manos, mientras grita como un loco al cadáver próximo: “Mira Juan, mira eso”. Y luego lleva el cadáver junto al cuerpo de su hermano: “Toma, Juan, tómalo, ahí lo tienes”.
        Mucho más cuesta explicar la trama de La marca de la bestia de Rudyard Kipling. Fleete, un británico que vive en la India, volviendo ebrio a su casa la madrugada de año nuevo con dos amigos, se cuela en el templo del dios Hanuman, el dios mono, golpeando a varios fieles que allí oraban y apagando su pitillo en la cabeza de la figura que lo representa. De detrás de esa imagen sale un leproso que golpea con su cabeza el pecho del borracho. A partir de ese momento una serie de cambios se van produciendo en él, empezando por una hambre desaforada de carne cruda, una mancha que le va creciendo donde recibió el cabezazo, pasando por el miedo que produce en todos los caballos a los que se acerca… Sus amigos sospechan lo peor y, una escena que no se describe pero que se sugiere, torturan al leproso sin rostro hasta que obtienen de él el fin de la maldición de su amigo por su conducta sacrílega en el templo.
        Pero volvemos al mundo de los cuentos. No es posible pasar por este tema sin recordar a los hermanos Grimm, a quien debemos, entre otros, el cuento de Los siete cabritillos y el lobo, que tiene indudables puntos en común con la historia de Caperucita, a qué negarlo, si bien aquí el lobo es un tipo inteligente para lograr que le abran la puerta de la casa los cabritillos y podérselos comer a todos, menos al menor, que es quien le pondrá a su madre al día de lo ocurrido y ésta es quien le abre la tripa al lobo para que salgan sus hijitos y le pone piedras en su lugar, cosiéndosela de nuevo y lo que le lleva, a la postre, a ahogarse en el río. Y ya que sale otra vez la niña de la caperuza roja, bueno será hacer una tercera mención a ese mito tan fructífero. Para trasladarlo nada menos que a Nueva York, en esa buena novela que es Caperucita en Manhattan, de Carmen García Gaite. Sara Allen es la niña decidida y sin miedo, al contrario que su madre, con quien lleva todos los fines de semana una tarta de fresa a su abuela, cuyo carácter es similar al de su querida nieta. Conocerá más tarde a Míster Wolf (“lobo”, en inglés), pastelero que busca obtener la receta de la tarta de fresa, pero, al contrario que en el cuento tradicional, la novela acaba con Wolf bailando con la abuela, de la que era gran admirador en sus tiempos de actriz, en tanto Sara acaba en la Estatua de la Libertad, donde la esperan seguramente nuevas y divertidas aventuras.
       Y para terminar podríamos hacernos una pregunta: ¿qué pasaría si fuera un lobo el verdadero héroe de un relato, y no el hijo de rey o emperador de turno? Pues es lo que ocurre en uno de los cuentos populares rusos reunido por el escritor Alexander Afanásiev, el titulado El zarévich Iván y el lobo gris. Es extenso y da la impresión de ser el resultado de la mezcla de varias historias diferentes, desde el momento que los tres hijos del zar tienen que ir tras un Pájaro de Fuego para su padre. Como pasa siempre en este tipo de aventuras, es el menor quien logra al animal, pero gracias a la intervención de un lobo gris. Iván mete la pata y ha de ir a buscar un Caballo de Crines de Oro para poder obtener el Pájaro, y de nuevo es el lobo gris quien le aconseja la manera más segura de lograrlo. De nuevo el joven no sigue al pie de la letra las recomendaciones del lobo, y es éste quien se ocupa de conseguir a la infanta Elena la Bella. Ahí podría haber acabado, pero al regreso a su reino, los dos hermanos lo matan y despedazan, para a continuación llevarse a la hermosa joven y presentarse ante su padre el zar con el Pájaro de fuego y el Caballo de Crines de Oro, de forma que a uno le da la mano de la joven y al otro el gobierno de su reino a cambio del corcel y del ave. La presencia del lobo gris en el lugar del crimen antes de que las alimañas devoren sus restos consigue que mediante el agua de la vida y de la muerte Iván resucite y llegue a tiempo de deshacer las mentiras, casarse con la princesa y que sus hermanos sean desterrados. El final no deja de tener un cierto regusto amargo, puesto que, a pesar de todo cuanto ha hecho por los protagonistas, las últimas palabras del texto son: “¡Al lobo gris nadie le volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!”
      Evidentemente, muchas otras historias de lobos podrían traerse aquí, bien del mundo de la literatura, del cine o de otras artes (hay varias esculturas de San Francisco de Asís y el lobo gubbio, digamos de paso), pero baste estas muestras para ilustrar este tema. Sobre todo ahora que, si alguien quisiera ve a un lobo de verdad, más allá del infinito campo de la ficción, no lo tendría lo que se dice fácil, siendo como es un animal cada vez más escaso en toda Europa. En buena medida esa mala fama acarreada a lo largo de los siglos en cuentos e historias al calor de fuego del hogar puede haberse debido a sus incursiones para conseguir comida en poblados y hasta villas. Mas eso ya forma parte de un pasado bien lejano. Hoy, en cambio, es seguro que mucho más tiene que temer el lobo del hombre que viceversa. Y bastante tendrá con sobrevivir al ser humano, cuando tantas otras especies ya no pueden  decir lo mismo.