martes, 8 de julio de 2014

LA LETRA Y LA MÚSICA


LA LETRA Y LA MÚSICA 
(Ocho siglos de música cristiana)
                                                                     
          Parece lógico que el arranque de un tema como es el hecho religioso se ocupe de los diversos acercamientos de un buen número de disciplinas (antropología, mitología, paleohistoria, etc.) al mismo, pero eso no quita para constatar un hecho más que evidente: mucho antes de que existieran incluso esas mismas disciplinas o de que se instalasen los adelantos técnico–científicos en una era donde lo cerebral iba a ser tan predominante sobre cualquier otra consideración, lo transcendente era percibido sensorialmente a través de un número considerable de formas. Por una parte, y ya desde el principio, la música siempre ha constituido un factor asociado de múltiples formas a lo divino en general, y a celebraciones de todo tipo, incluidas, cómo no, las escatológicas; de ello hablaremos enseguida. De otro lado, ya hace tiempo que, por ejemplo, Marc Fumaroli comparó las vidrieras góticas con una suerte de televisión de la época, donde los fieles podían recibir enseñanzas apologéticas y que servían como un buen apoyo visual de la prédica dominical en los templos. Claro que ya previamente, aunque de manera menos espectacular claro, las figuras de los canecillos y los capiteles románicos tenían una función similar, por no hablar de las pinturas de ese mismo período o del hecho, que a veces parecemos olvidar, que esas iglesias estaban pintadas de colores, y de colores llamativos, por más que hoy nos resulte un tanto difícil de imaginar.   
         No hay forma teatral que, en su origen, no derive de una manera u otra de una ceremonia relacionada con lo divino. Tenemos bastantes pruebas en lo que a la tragedia griega se refiere, empezando por aquella luminosa obra del joven Nietzsche sobre, precisamente, El nacimiento de la tragedia. Pero eso mismo es rastreable en representaciones del mundo americano, de culturas africanas o de la Polinesia. Importa no pasar por alto que hasta bien entrada la Edad Moderna la presencia de lo sobrenatural no era algo especialmente asombroso para las mentes humanas, de forma que entraba dentro de lo normal tanto una aparición mariana en la Edad Media como algunas de las ceremonias de Nueva Guinea y Papúa en las que, mediante una serie de ritos y siempre al ritmo de tambores, se hacía una ofrenda de comida y bebida a los dioses para que fueran propicios en la vida de cada tribu. Una especie de figuras divinas aparecían, todo su cuerpo pintado de blanco, y bailando en el círculo hecho para la ocasión y tras comer y beber volvían a desaparecer dejando a los nativos satisfechos por haber aplacado la ira divina y contar con su protección durante un año.
       De todas formas, tiempo tendremos en las siguientes páginas de aportar muestras de esa fundamental presencia de la música y su relación con lo divino. Y lo haremos porque no sólo estamos convencidos de esa particular facilidad que posee para provocar en nosotros un serie de sentimientos casi infinita, sino también porque un punto no menor de las innumerables manifestaciones musicales compuestas para celebrar la Natividad, la Pasión y otros momentos de la liturgia cristiana –nos vamos a centrar en ella, porque intentar abordar igualmente el resto de las religiones sería una tarea imposible - son las letras que se cantan junto a los diferentes melodías, de las que pondremos algunos ejemplos que consideramos suficientemente ilustrativos. Por último, y para cerrar esta introducción, no es casual que precisamente las muestras que tenemos de los primeros ejemplos teatrales en nuestro país estén asociados, en lo sagrado, con los momentos más dramáticos y, por tanto, más fáciles de llevar a una representación, de la vida de Cristo, como son el nacimiento, la Adoración de los Magos y, sobre todo, la Pasión. En todo caso, para profundizar en ese apartado remitimos a los tres libros dedicados al teatro medieval editados por la Editorial Crítica a finales de los noventa.
        Por empezar por un caso concreto, recordemos cómo, entre los siglos XII y XIII se produce un impulso decisivo en revitalizar la figura de la Virgen María, aunque tal vez fuera más apropiado decir en ponerla como un ser digno de admiración, respeto y adoración casi, dado que hasta ese momento era una personaje que, aun sin ser totalmente secundario en la liturgia en particular y en el mundo eclesial en general, no gozaba del predicamento que tendría a partir de ese punto. Todo ello se puede documentar muy bien a partir del libro de Sylvie Barnay El cielo en la tierra, cuyo título creo que ya es suficientemente esclarecedor, Las apariciones de la Virgen en la Edad Media (Encuentro, 1999), donde además se puede hallar una cantidad de ilustraciones realmente formidable. De esa corriente forman parte, como cabía esperar, tanto las obras marianas de Gonzalo de Berceo, y muy en especial su célebre Milagros de la Nuestra Señora, como algunos de los fragmentos a ella dedicados por, un siglo después, el genial Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su inmortal Libro del buen amor.

        Pues bien, se podría hacer un recorrido a través de la historia de la música con las obras dedicadas a María, cosa que está fuera del propósito de estas páginas por motivos evidentes. En consecuencia, haremos sólo unas pocas calas. Y la primera se detiene en el Carmina Burana, esa amplísima colección musical que recoge piezas de entre el siglo XI al XIII; como es sabido, entre ellas hay canciones morales, de bebedores y comedores, etc., y un grupo se dedica a la, digámoslo así “música religiosa”, dentro del cual nos topamos con algunas canciones dedicadas a la Virgen María entre las que podemos destacar, Ave Maria, gratia plena, Ave, domina mundi y Sanctissima et gloriossisima. Por otra parte, en el siglo XIV podemos toparnos con una de las más famosas conservadas en España: O Virgo Splendens, recogido en el manuscrito anónimo conocido como Llibre Vermell (“Libro rojo”).
         El siglo siguiente nos ofrece una canción admirable, como suya, del magistral músico de la corte de los Reyes Católicos Juan del Enzina, que no se limitaba a componer la música de sus creaciones, sino también ideaba las palabras que lo acompañan. Y qué palabras: “Pues que tú, reina del cielo, / tanto vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que reinas con el Rey / de aquel reino celestial, / tú, lumbre de nuestra ley, / ley del linaje humanal: / pues para quitar el mal / tanto vales / da remedio a nuestros males. / Tú, Virgen que mereciste / ser madre de tal Señor, / tú que cuando le pariste / le pariste con dolor, / pues con Nuestro Salvador / tanto vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que eres flor de las flores, / tú que del cielo eres puerta, / tú que eres olor de olores, /tú que das gloria muy cierta: /si de la muerte muy muerta / no nos vales , / no hay remedio en nuestros males”.
           Entre las obras más notables del siglo y medio posterior escojo las Vísperas de la Beata Virgen, una de las obras maestras de la historia, como por otra parte era de esperar viniendo de quien viene, puesto que Claudio Monteverdi es el primer compositor de ópera tal y como concebimos ese género en la actualidad. No obstante, si hay una pieza musical que triunfó en toda la regla a lo largo de varios siglos, con un tema que tiene a María como gran protagonista esa es el Stabat Mater. El texto, en realidad, proviene de una plegaria de la Edad Media, pero algunas de sus más afortunadas versiones musicales hay que situarlas en manos de nada menos que Antonio Vivaldi, Giovanni Pergolesi y ya más acá en el tiempo, en alguien que a priori podía llamar la atención, como es Gioachino Rossini. Pero la explicación viene al saber que fue un encargo al músico de Pésaro realizado por el archidiácono Manuel Varela, un influyente clérigo que aprovechó el paso por Madrid en 1831 de Rossini para pedirle una obra que rivalizase con la celebérrima versión de Pergolesi.
       Si de este tema nos trasladamos a los que tienen que ver con el nacimiento de Jesús y la Adoración de los Reyes Magos, el número de obras del universo musical tiende también al infinito. Entre las que prefiero, ignoro si famosa o no, pero eso no tiene importancia, está un bellísimo villancico de Mateo Romero, también conocido como “Maestro Capitán” (1575 – 1647): “Soberana María, / con vuestro canto/ arrullad a mi niño, / no llore tanto.  Nocturnas estrellas / que en dulce descanso / reposáis los cuerpos / del largo cansancio, / ¿cómo a Dios eterno / lo dejáis llorando? Templad las escarchas / del invierno helado, / que el infante tierno / es Rey delicado; / abrigad la Virgen /entre vuestros brazos. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto.  Coged el alfójar / de los ojos claros, / mirad que es tesoro / de precio tan alto, / que una gota suelda / todos nuestros daños. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto”. 
        En el nuestro Siglo de Oro hay verdaderas obras maestras, pues no en vano la música de nuestro país iba pareja en calidad con sus obras literarias, escultóricas, pictóricas y arquitectónicas. Sólo citaré un par de muestras, de dos de los grandes de nuestro Renacimiento. Francisco Guerrero tiene una obra con la Adoración como núcleo, esa que comienza – ya sabemos que los títulos de la canciones suelen ser, para hacerlo de un modo pedagógico, el primer verso de cada composición – Los Reyes siguen la estrella. Por su parte, el sublime Cristóbal de Morales se fija en los pastores, con regalos menos suntuosos, pero no cargados con menos amor hacia el recién nacido, y de ahí se genera Pastores, dicite, quidnam vidistis? 
          No obstante lo dicho, la verdad es que el campo no profano es muy extenso, y en él caben también, de una forma más o menos convencional, los santos. Me detengo únicamente en dos pares de ejemplos. El primero español: Al humillado, villancico de Andrea Falconiero a San Agustín. A San Francisco Javier está dedicado Molinero divino, de José Conejos Ortella. Los otros dos extraídos del rico patrimonio peruano de la época virreinal. La otra pareja de ejemplos es El más Augusto campeón, de compositor anónimo del siglo XVII y que se presenta como Batalla a cuatro coros, a Nuestro Padre San Antonio. La segunda lleva por título Alarma valientes, y es una jácara de Juan de Araujo (1648 – 1712), músico de la corte peruana, aunque nacido en España. Más concretamente se trata, en cuanto a su composición literaria, de un romance escrito en honor de San Ignacio de Loyola, como lo prueba el estribillo, que dice lo siguiente: “Vítor resuene Pamplona /pues merece un Marte / como lo es Loyola. / Vítor en quien los aceros / son de tanta monta /que retira escuadras / con una sola hoja). Y un apunte más: el aprovechamiento pastoral y catequético de la música y el drama no es ajeno a la labor de evangelización llevada a cabo en toda América por los clérigos hispanos. Y se llega al punto de que incluso para favorecerla se traduce un auto sacramental de Calderón de la Barca al náhuatl, a fin de que la población nativa pueda comprender el misterio eucarístico que subyace tras cualquier auto sacramental que se precie de serlo.
        Y antes de pasar a la Pasión, detengámonos si quiera un momento en un campo de tanto éxito como el oratorio, es decir, esa especie de “ópera sacra”. Y no es que la cantata no fuera un subgénero de éxito, especialmente en el Barroco, pero, por decirlo así, el primero era de una dimensiones mucho mayores, de la misma forma que también estaba compuesto para escenarios de mayor porte, con una dimensiones y una orquesta que no eran para celebrar en una sala de baile o una salón de música donde recibir a los invitados, tal y como era el caso de las cantatas, que las hay sacras, también, lógicamente. Los temas que podrían nutrir el argumento de uno y otras eran, como cabía esperar, sacados de las Sagradas Escrituras, hasta el punto que podíamos toparnos con Adán y Eva (B. Galuppi), con Caín (o el primer homicidio, que de las dos maneras se llama una obra maestra de A. Scarlatti) hasta la misma Pasión de Cristo (Magdalena a los pies de Cristo en un muestra sensacional de A. Caldara), pasando por personajes sin cuento del Viejo Testamento, dentro de los cuales hallamos al genial Haendel – que compuso más de veinte, en cuanto vio que la ópera tal y como él la concebía no generaba ingresos en los teatros que él gestionaba.-. Después llegarían los de Haydn, y por qué no decirlo, Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, un encargo recibido por el músico desde Cádiz. Ya en el Romanticismo, las incursiones de Mendelssohn, Liszt y varios más serían dignas de pararse un poco en ellas, pero eso haría, como vengo insistiendo, inabarcable un tema del que sólo pretendo esbozar algunas ideas generales, a la par que indicar muestras magistrales desde mi punto de vista.
        Tampoco hubiera estado de más habernos detenido un poco en las numerosas composiciones al Santísimo Sacramento, pero aunque sea sólo de forma testimonial quede mi admiración por A mirar, un villancico al Santísimo Sacramento de Andrea Falconiero (1585 – 1656). Pero terminaremos en la Pasión de Cristo, con una coda final. Tratándose como se trata de uno de los puntos culminantes de la vida de Jesús, y siendo por ende de una fuerza dramática colosal, nada tiene de sorprendente, como afirmábamos líneas atrás, que todo un torrente de músicos entrara en esta veta a fin de poder extraer de esa trama brillantes resultados musicales. Cómo no mencionar al hilo de este tema las dos famosas pasiones de J. S. Bach, es decir, la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo. O The Brockes Passion de Haendel, la única incursión del alemán en ese particular subgénero, sobre un libreto de B. Brockes y que utilizarían también Keiser y Telemann, entre otros muchos.
          Sin embargo, no quisiera terminar estas páginas sin referirme a dos puntos que considero relevantes. Primero, el hecho de que son justamente los autores de óperas los que mejores resultados han tenido a la hora de afrontar música sacra, lo que entra dentro de lo razonable. De hecho, se puede olvidar una pieza de “ambientación religiosa” como es la breve ópera de Giacomo Puccini Suor Angélica, en la que, al igual que ocurre en la mayorías de las suyas, con nombre femenino ya desde el mismo título, al final la protagonista muere - siendo una víctima inocente de la sociedad que la ha recluido en un convento - mientras ve el rostro de la Virgen en ese tránsito. Y, por último, la muerte no es vista como algo temible, atroz, antes al contrario: inspira paz y confianza a quienes esperan alegres la vida en el más allá, porque tienen en su corazón la promesa divina; de ahí el primer verso de la maravillosa cantata  153 de J. S. Bach: “Parto en paz, parto con alegría porque así lo quiere Dios”.
     Releído de nuevo estas páginas no puedo sustraerme a añadir un par de detalles más sobre cuanto va dicho. En primer lugar, que en el hermoso oratorio de Scarlatti que mencionaba antes (Caín o el primer homicidio) somos testigos de uno de los escasos testimonios en los que la voz del mismo Dios se hace presente, y lo hace por boca de René Jacobs, contratenor, maestro de canto y uno de los mejores directores de orquesta desde hace más de veinte años –me refiero, lógicamente, a la versión que de esa obra dirigió el brillante regidor belga y que editó Harmonia Mundi, hace unos quince años; existe otra versión a cargo de Fabio Biondi y su orquesta Europa Galante para la discográfica Opus 111, pero esta no la conozco - . Esto es de agradecer, porque en la mayoría de las ocasiones en las que el cine ha presentado la figura de Dios siempre ha sido desde la comedia, y normalmente con sal gruesa; no es de extrañar, habida cuenta que si lo pensamos un poco, ¿cómo lo haríamos nosotros, más allá de una voz?
        Y la segunda consideración que me resisto a dejar pasar es que, una vez que se leen las páginas anteriores pudiera dar la impresión de que a partir del siglo XX ya la música no se ha ocupado de lo sagrado, y nada más lejos de la realidad. Sólo los temas de góspel agotarían todo el espacio del que disponemos, de forma que, pasando a otros estilos musicales, no voy a traer a colación aquí más que un par de canciones sensacionales: Turn, turn, turn es una joya del pop de The Byrds, el grupo americano de los sesenta, cuya letra está inspirada en unas líneas nada menos que del Génesis. La otra no se origina mucho más lejos, pues El hombre puso nombre a los animales es como llamó Bob Dylan a su canción sobre, precisamente, otro momento significativo de ese mismo libro bíblico.
        Eso supone una parte minúscula de la influencia de lo religioso en la música del siglo XX, como es lógico. Ahora bien, entre los músicos de lo que viene en llamarse la “música culta” (denominación un tanto despectiva para la otra, pero esa es otra historia), podríamos referirnos a nombres como el polaco Krzysztof Penderecki (1933) o el estonio Arvo Pärt (1935), pero muy especialmente sobresale un nombre con brillo propio en el tema que nos ocupa. Me estoy refiriendo al francés Olivier Messiaen (1908–1992), en quien encontramos un músico que bien puede considerarse el epítome del acercamiento de la música a lo sagrado del último siglo. Sólo con un repaso somero de los títulos de sus obras, y no digamos ya de los nombres de cada uno de los movimientos que las conforman, podríamos hallar todo el espectro temático que hemos venido analizando en las cuatro páginas anteriores, en lo que él mismo denominó “los aspectos maravillosos de la fe”, además de utilizar para ello todo tipo de subgéneros musicales de los que también hemos citado ya más arriba: ópera, sinfonías, cantatas, etcétera. Sólo unos títulos suficientemente ilustrativos de lo que acabo de indicar: Himno al Santísimo Sacramento, Banquete eucarístico, La Ascensión, La natividad de Nuestro Señor, Tres pequeñas liturgias de la presencia divina, San Francisco de Asís… Y creo que no puede haber mejor cierre que este punto y final después de un repaso a los siempre fecundos senderos entrecruzados por los que caminan de la mano la música y lo religioso.