Parece lógico que el arranque de un tema como
es el hecho religioso se ocupe de los diversos acercamientos de un buen número
de disciplinas (antropología, mitología, paleohistoria, etc.) al mismo, pero
eso no quita para constatar un hecho más que evidente: mucho antes de que
existieran incluso esas mismas disciplinas o de que se instalasen los adelantos
técnico–científicos en una era donde lo cerebral iba a ser tan predominante
sobre cualquier otra consideración, lo transcendente era percibido
sensorialmente a través de un número considerable de formas. Por una parte, y
ya desde el principio, la música siempre ha constituido un factor asociado de
múltiples formas a lo divino en general, y a celebraciones de todo tipo,
incluidas, cómo no, las escatológicas; de ello hablaremos enseguida. De otro
lado, ya hace tiempo que, por ejemplo, Marc Fumaroli comparó las vidrieras
góticas con una suerte de televisión de la época, donde los fieles podían
recibir enseñanzas apologéticas y que servían como un buen apoyo visual de la
prédica dominical en los templos. Claro que ya previamente, aunque de manera
menos espectacular claro, las figuras de los canecillos y los capiteles
románicos tenían una función similar, por no hablar de las pinturas de ese mismo
período o del hecho, que a veces parecemos olvidar, que esas iglesias estaban
pintadas de colores, y de colores llamativos, por más que hoy nos resulte un
tanto difícil de imaginar.
No hay forma teatral que, en su origen,
no derive de una manera u otra de una ceremonia relacionada con lo divino. Tenemos
bastantes pruebas en lo que a la tragedia griega se refiere, empezando por
aquella luminosa obra del joven Nietzsche sobre, precisamente, El nacimiento de la tragedia. Pero eso
mismo es rastreable en representaciones del mundo americano, de culturas
africanas o de la Polinesia. Importa no pasar por alto que hasta bien entrada
la Edad Moderna la presencia de lo sobrenatural no era algo especialmente
asombroso para las mentes humanas, de forma que entraba dentro de lo normal
tanto una aparición mariana en la Edad Media como algunas de las ceremonias de
Nueva Guinea y Papúa en las que, mediante una serie de ritos y siempre al ritmo
de tambores, se hacía una ofrenda de comida y bebida a los dioses para que
fueran propicios en la vida de cada tribu. Una especie de figuras divinas
aparecían, todo su cuerpo pintado de blanco, y bailando en el círculo hecho
para la ocasión y tras comer y beber volvían a desaparecer dejando a los
nativos satisfechos por haber aplacado la ira divina y contar con su protección
durante un año.
De todas formas, tiempo tendremos en las
siguientes páginas de aportar muestras de esa fundamental presencia de la
música y su relación con lo divino. Y lo haremos porque no sólo estamos
convencidos de esa particular facilidad que posee para provocar en nosotros un
serie de sentimientos casi infinita, sino también porque un punto no menor de
las innumerables manifestaciones musicales compuestas para celebrar la
Natividad, la Pasión y otros momentos de la liturgia cristiana –nos vamos a
centrar en ella, porque intentar abordar igualmente el resto de las religiones
sería una tarea imposible - son las letras que se cantan junto a los diferentes
melodías, de las que pondremos algunos ejemplos que consideramos
suficientemente ilustrativos. Por último, y para cerrar esta introducción, no
es casual que precisamente las muestras que tenemos de los primeros ejemplos
teatrales en nuestro país estén asociados, en lo sagrado, con los momentos más
dramáticos y, por tanto, más fáciles de llevar a una representación, de la vida
de Cristo, como son el nacimiento, la Adoración de los Magos y, sobre todo, la
Pasión. En todo caso, para profundizar en ese apartado remitimos a los tres
libros dedicados al teatro medieval editados por la Editorial Crítica a finales
de los noventa.
Por empezar por un caso concreto,
recordemos cómo, entre los siglos XII y XIII se produce un impulso decisivo en
revitalizar la figura de la Virgen María, aunque tal vez fuera más apropiado
decir en ponerla como un ser digno de admiración, respeto y adoración casi,
dado que hasta ese momento era una personaje que, aun sin ser totalmente
secundario en la liturgia en particular y en el mundo eclesial en general, no
gozaba del predicamento que tendría a partir de ese punto. Todo ello se puede
documentar muy bien a partir del libro de Sylvie Barnay El cielo en la tierra, cuyo título creo que ya es suficientemente
esclarecedor, Las apariciones de la
Virgen en la Edad Media (Encuentro, 1999), donde además se puede hallar una
cantidad de ilustraciones realmente formidable. De esa corriente forman parte,
como cabía esperar, tanto las obras marianas de Gonzalo de Berceo, y muy en
especial su célebre Milagros de la
Nuestra Señora, como algunos de los fragmentos a ella dedicados por, un
siglo después, el genial Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su inmortal Libro del buen amor.
Pues bien, se podría hacer un recorrido
a través de la historia de la música con las obras dedicadas a María, cosa que
está fuera del propósito de estas páginas por motivos evidentes. En
consecuencia, haremos sólo unas pocas calas. Y la primera se detiene en el Carmina Burana, esa amplísima colección
musical que recoge piezas de entre el siglo XI al XIII; como es sabido, entre
ellas hay canciones morales, de bebedores y comedores, etc., y un grupo se
dedica a la, digámoslo así “música religiosa”, dentro del cual nos topamos con
algunas canciones dedicadas a la Virgen María entre las que podemos destacar, Ave Maria, gratia plena, Ave, domina mundi y Sanctissima et gloriossisima. Por otra parte, en el siglo XIV
podemos toparnos con una de las más famosas conservadas en España: O Virgo Splendens, recogido en el manuscrito anónimo conocido como Llibre Vermell (“Libro rojo”).
El siglo siguiente nos ofrece una
canción admirable, como suya, del magistral músico de la corte de los Reyes
Católicos Juan del Enzina, que no se limitaba a componer la música de sus creaciones,
sino también ideaba las palabras que lo acompañan. Y qué palabras: “Pues que
tú, reina del cielo, / tanto vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que
reinas con el Rey / de aquel reino celestial, / tú, lumbre de nuestra ley, /
ley del linaje humanal: / pues para quitar el mal / tanto vales / da remedio a
nuestros males. / Tú, Virgen que mereciste / ser madre de tal Señor, / tú que
cuando le pariste / le pariste con dolor, / pues con Nuestro Salvador / tanto
vales, / da remedio a nuestros males. / Tú que eres flor de las flores, / tú
que del cielo eres puerta, / tú que eres olor de olores, /tú que das gloria muy
cierta: /si de la muerte muy muerta / no nos vales , / no hay remedio en
nuestros males”.
Entre las obras más notables del siglo y medio
posterior escojo las Vísperas de la
Beata Virgen, una de las obras maestras de la historia, como por otra parte
era de esperar viniendo de quien viene, puesto que Claudio Monteverdi es el
primer compositor de ópera tal y como concebimos ese género en la actualidad.
No obstante, si hay una pieza musical que triunfó en toda la regla a lo largo
de varios siglos, con un tema que tiene a María como gran protagonista esa es
el Stabat Mater. El texto, en
realidad, proviene de una plegaria de la Edad Media, pero algunas de sus más
afortunadas versiones musicales hay que situarlas en manos de nada menos que
Antonio Vivaldi, Giovanni Pergolesi y ya más acá en el tiempo, en alguien que a
priori podía llamar la atención, como es Gioachino Rossini. Pero la explicación
viene al saber que fue un encargo al músico de Pésaro realizado por el
archidiácono Manuel Varela, un influyente clérigo que aprovechó el paso por Madrid
en 1831 de Rossini para pedirle una obra que rivalizase con la celebérrima
versión de Pergolesi.
Si de este tema nos trasladamos a los
que tienen que ver con el nacimiento de Jesús y la Adoración de los Reyes
Magos, el número de obras del universo musical tiende también al infinito.
Entre las que prefiero, ignoro si famosa o no, pero eso no tiene importancia,
está un bellísimo villancico de Mateo Romero, también conocido como “Maestro
Capitán” (1575 – 1647): “Soberana María, / con vuestro canto/ arrullad a mi
niño, / no llore tanto. Nocturnas
estrellas / que en dulce descanso / reposáis los cuerpos / del largo cansancio,
/ ¿cómo a Dios eterno / lo dejáis llorando? Templad las escarchas / del
invierno helado, / que el infante tierno / es Rey delicado; / abrigad la Virgen
/entre vuestros brazos. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto. Coged el alfójar / de los ojos claros, /
mirad que es tesoro / de precio tan alto, / que una gota suelda / todos
nuestros daños. / Arrullad a mi niño, / no llore tanto”.
En el nuestro Siglo de Oro hay
verdaderas obras maestras, pues no en vano la música de nuestro país iba pareja
en calidad con sus obras literarias, escultóricas, pictóricas y
arquitectónicas. Sólo citaré un par de muestras, de dos de los grandes de
nuestro Renacimiento. Francisco Guerrero tiene una obra con la Adoración como
núcleo, esa que comienza – ya sabemos que los títulos de la canciones suelen
ser, para hacerlo de un modo pedagógico, el primer verso de cada composición – Los Reyes siguen la estrella. Por su
parte, el sublime Cristóbal de Morales se fija en los pastores, con regalos
menos suntuosos, pero no cargados con menos amor hacia el recién nacido, y de
ahí se genera Pastores, dicite, quidnam
vidistis?
No obstante lo dicho, la verdad es que el
campo no profano es muy extenso, y en él caben también, de una forma más o
menos convencional, los santos. Me detengo únicamente en dos pares de ejemplos.
El primero español: Al humillado,
villancico de Andrea Falconiero a San Agustín. A San Francisco Javier está
dedicado Molinero divino, de José
Conejos Ortella. Los otros dos extraídos del rico patrimonio peruano de la
época virreinal. La otra pareja de ejemplos es El más Augusto campeón, de compositor anónimo del siglo XVII y que
se presenta como Batalla a cuatro coros,
a Nuestro Padre San Antonio. La segunda lleva por título Alarma valientes, y es una jácara de
Juan de Araujo (1648 – 1712), músico de la corte peruana, aunque nacido en
España. Más concretamente se trata, en cuanto a su composición literaria, de un
romance escrito en honor de San Ignacio de Loyola, como lo prueba el
estribillo, que dice lo siguiente: “Vítor resuene Pamplona /pues merece un
Marte / como lo es Loyola. / Vítor en quien los aceros / son de tanta monta
/que retira escuadras / con una sola hoja). Y un apunte más: el aprovechamiento
pastoral y catequético de la música y el drama no es ajeno a la labor de
evangelización llevada a cabo en toda América por los clérigos hispanos. Y se
llega al punto de que incluso para favorecerla se traduce un auto sacramental
de Calderón de la Barca al náhuatl, a fin de que la población nativa pueda
comprender el misterio eucarístico que subyace tras cualquier auto sacramental
que se precie de serlo.
Y antes de pasar a la Pasión,
detengámonos si quiera un momento en un campo de tanto éxito como el oratorio,
es decir, esa especie de “ópera sacra”. Y no es que la cantata no fuera un
subgénero de éxito, especialmente en el Barroco, pero, por decirlo así, el
primero era de una dimensiones mucho mayores, de la misma forma que también
estaba compuesto para escenarios de mayor porte, con una dimensiones y una
orquesta que no eran para celebrar en una sala de baile o una salón de música
donde recibir a los invitados, tal y como era el caso de las cantatas, que las
hay sacras, también, lógicamente. Los temas que podrían nutrir el argumento de
uno y otras eran, como cabía esperar, sacados de las Sagradas Escrituras, hasta
el punto que podíamos toparnos con Adán
y Eva (B. Galuppi), con Caín (o el primer homicidio, que de las dos
maneras se llama una obra maestra de A. Scarlatti) hasta la misma Pasión de
Cristo (Magdalena a los pies de Cristo
en un muestra sensacional de A. Caldara), pasando por personajes sin cuento del
Viejo Testamento, dentro de los cuales hallamos al genial Haendel – que compuso
más de veinte, en cuanto vio que la ópera tal y como él la concebía no generaba
ingresos en los teatros que él gestionaba.-. Después llegarían los de Haydn, y
por qué no decirlo, Las siete últimas
palabras de Cristo en la cruz, un encargo recibido por el músico desde
Cádiz. Ya en el Romanticismo, las incursiones de Mendelssohn, Liszt y varios
más serían dignas de pararse un poco en ellas, pero eso haría, como vengo
insistiendo, inabarcable un tema del que sólo pretendo esbozar algunas ideas
generales, a la par que indicar muestras magistrales desde mi punto de vista.
Tampoco hubiera estado de más habernos detenido
un poco en las numerosas composiciones al Santísimo Sacramento, pero aunque sea
sólo de forma testimonial quede mi admiración por A mirar, un villancico al Santísimo Sacramento de Andrea Falconiero
(1585 – 1656). Pero terminaremos en la Pasión de Cristo, con una coda final. Tratándose
como se trata de uno de los puntos culminantes de la vida de Jesús, y siendo
por ende de una fuerza dramática colosal, nada tiene de sorprendente, como
afirmábamos líneas atrás, que todo un torrente de músicos entrara en esta veta
a fin de poder extraer de esa trama brillantes resultados musicales. Cómo no
mencionar al hilo de este tema las dos famosas pasiones de J. S. Bach, es
decir, la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo. O The Brockes Passion de Haendel, la
única incursión del alemán en ese particular subgénero, sobre un libreto de B.
Brockes y que utilizarían también Keiser y Telemann, entre otros muchos.
Sin embargo, no quisiera terminar
estas páginas sin referirme a dos puntos que considero relevantes. Primero, el
hecho de que son justamente los autores de óperas los que mejores resultados
han tenido a la hora de afrontar música sacra, lo que entra dentro de lo
razonable. De hecho, se puede olvidar una pieza de “ambientación religiosa”
como es la breve ópera de Giacomo Puccini Suor
Angélica, en la que, al igual que ocurre en la mayorías de las suyas, con
nombre femenino ya desde el mismo título, al final la protagonista muere - siendo
una víctima inocente de la sociedad que la ha recluido en un convento -
mientras ve el rostro de la Virgen en ese tránsito. Y, por último, la muerte no
es vista como algo temible, atroz, antes al contrario: inspira paz y confianza
a quienes esperan alegres la vida en el más allá, porque tienen en su corazón
la promesa divina; de ahí el primer verso de la maravillosa cantata 153 de J. S. Bach: “Parto en paz, parto con
alegría porque así lo quiere Dios”.
Releído de nuevo estas páginas no puedo
sustraerme a añadir un par de detalles más sobre cuanto va dicho. En primer
lugar, que en el hermoso oratorio de Scarlatti que mencionaba antes (Caín o el primer homicidio) somos
testigos de uno de los escasos testimonios en los que la voz del mismo Dios se
hace presente, y lo hace por boca de René Jacobs, contratenor, maestro de canto
y uno de los mejores directores de orquesta desde hace más de veinte años –me
refiero, lógicamente, a la versión que de esa obra dirigió el brillante regidor
belga y que editó Harmonia Mundi, hace unos quince años; existe otra versión a
cargo de Fabio Biondi y su orquesta Europa Galante para la discográfica Opus
111, pero esta no la conozco - . Esto es de agradecer, porque en la mayoría de
las ocasiones en las que el cine ha presentado la figura de Dios siempre ha
sido desde la comedia, y normalmente con sal gruesa; no es de extrañar, habida
cuenta que si lo pensamos un poco, ¿cómo lo haríamos nosotros, más allá de una
voz?
Y la segunda consideración que me
resisto a dejar pasar es que, una vez que se leen las páginas anteriores pudiera
dar la impresión de que a partir del siglo XX ya la música no se ha ocupado de
lo sagrado, y nada más lejos de la realidad. Sólo los temas de góspel agotarían
todo el espacio del que disponemos, de forma que, pasando a otros estilos
musicales, no voy a traer a colación aquí más que un par de canciones
sensacionales: Turn, turn, turn es
una joya del pop de The Byrds, el grupo americano de los sesenta, cuya letra
está inspirada en unas líneas nada menos que del Génesis. La otra no se origina mucho más lejos, pues El hombre puso nombre a los animales es
como llamó Bob Dylan a su canción sobre, precisamente, otro momento
significativo de ese mismo libro bíblico.
Eso supone una parte minúscula de la
influencia de lo religioso en la música del siglo XX, como es lógico. Ahora
bien, entre los músicos de lo que viene en llamarse la “música culta” (denominación
un tanto despectiva para la otra, pero esa es otra historia), podríamos
referirnos a nombres como el polaco Krzysztof Penderecki (1933) o el estonio
Arvo Pärt (1935), pero muy especialmente sobresale un nombre con brillo propio
en el tema que nos ocupa. Me estoy refiriendo al francés Olivier Messiaen (1908–1992), en quien encontramos un músico que bien puede considerarse el epítome
del acercamiento de la música a lo sagrado del último siglo. Sólo con un repaso
somero de los títulos de sus obras, y no digamos ya de los nombres de cada uno
de los movimientos que las conforman, podríamos hallar todo el espectro
temático que hemos venido analizando en las cuatro páginas anteriores, en lo
que él mismo denominó “los aspectos maravillosos de la fe”, además de utilizar
para ello todo tipo de subgéneros musicales de los que también hemos citado ya
más arriba: ópera, sinfonías, cantatas, etcétera. Sólo unos títulos
suficientemente ilustrativos de lo que acabo de indicar: Himno al Santísimo Sacramento, Banquete eucarístico, La Ascensión, La
natividad de Nuestro Señor, Tres
pequeñas liturgias de la presencia divina, San Francisco de Asís… Y creo que no puede haber mejor cierre que
este punto y final después de un repaso a los siempre fecundos senderos
entrecruzados por los que caminan de la mano la música y lo religioso.