jueves, 26 de septiembre de 2013



ENTRE TELAS


                                                    
           El cine no se ha dedicado mucho al noble oficio de la costura –sea alta, baja o media -, y la literatura no mucho más, pero si hay una persona que merece figurar en letras de molde en los pocos casos que conservamos  qué duda cabe que ese nombre es el de Jacques Becker. En Falbalas (1945) nos cuenta una de esas historias que una vez sabida es imposible de olvidar. El célebre modisto Philippe Clarence es no sólo una referencia en la alta costura parisina, sino que también un impenitente don Juan que trata de seducir a cuanta joven se pone a su alcance, y el final de cuyas breves relaciones va apuntando en una libreta, del mismo modo que en otra elabora los maravillosos diseños de sus vestidos, chaquetas, faldas y todo tipo de ropa. Todo parece entrar en erupción, como si de un volcán que despierta se tratase, cuando conoce a la bellísima Micheline, la prometida de su amigo Daniel. Para ella crea un vestido de novia increíble, fruto del amor que ha surgido nada más conocerla, y en el que ha volcado todo su conocimiento y toda su pasión por la moda. Nunca las imágenes de la prueba de un vestido habían destilado semejante sensualidad, pocas veces se ha rodado tan hermosamente los interiores de un taller de costura, se ha visto tan de cerca los dibujos, las tijeras, los dedales y los acericos…
         Becker, hijo de una mujer que trabajó en un taller de costura, sabía muy bien de qué hablaba, y de hecho, años después rodaría Rue de l´Estrapade (1953), una película sobre una cierta bohemia de París entre la que no podía faltar un diseñador de moda llamado Christian y su ayudante, personajes tratados brevemente, pero con un halo de misterio que hubieran podido haberse constituido en protagonistas de una historia por sí solos. Pero volvamos a la anterior. Sospechamos que esa seducción puede terminar como las anteriores, con brevedad y amargura para ella, y, sin embargo, nos gustaría creer que ese amor será capaz de ennoblecer el alma de Philippe y tener la continuidad de la que han carecido las anteriores. Pues bien, la imagen inicial nos había dado una pista, con un velo nupcial volando por la calle, que enlaza con la escena final, en la que sabemos que él se ha tirado por la ventana del piso donde tiene su centro de trabajo, agarrado al maniquí que lleva puesto el vestido de novia que con tanto amor había creado para Micheline.
  
         Distinta es la perspectiva que de ese mundo de la alta costura ofrece una película inspirada a su vez en una novela de gran éxito, El diablo viste de Prada. La historia de la joven becaria que va poco a poco haciéndose con un puesto en una gran empresa y que alcanza el lugar de máxima confianza con su jefe ya había sido tratada varias veces en el mundo de la abogacía y de los tiburones financieros, pero creo que esta es la primera vez que se situaba en el mundo de la moda, de forma que la joven protagonista, al igual que sus predecesores, va escalando puestos hasta que, llegado un momento, se tiene que plantear muy seriamente si dar un paso más en esa dirección supone traicionar sus creencias éticas, lo que por lo general los conduce a salirse de ese ambiente malsano y detestable. La novela, con todo, es mucho más dura en la relación entre la modista pagada de sí misma y la becaria, pero el resultado es el mismo: antes que trabajar en un lugar y con una persona sin criterios morales, más vale cerrar la puerta y buscar otro camino laboral.
       ¡Qué más hubiera querido Marge Simpson que poder contar con los servicios de Philippe Constance o con los de la diseñadora que interpreta Meryl Streep en esta última obra!  Sobre todo en ese episodio donde gracias a un traje de Channel que ha encontrado en una tienda de saldos ha trabado relación con un grupo de mujeres de la jet. Ellas le tirarán indirectas cuando Marge recicla ese vestido en otro más o menos diferente, pero ya no puede hacer nada más cuando acabo destrozado bajo la aguja de la máquina de coser cuando intentaba darle un nuevo aspecto. Finalmente, y sin que su familia lo sepa, se gasta novecientos dólares en otro traje de marca, para asistir a la fiesta que el club da en su honor al aceptar su ingreso como nueva socia –bien es verdad que con la mediación de M. Burns, que lo hace porque Homer ha descubierto que lo ganaba al golf porque Smithers hacía trampas-. Pero cuando están a punto de llegar, una frase de su marido la desarma (“Agradeced a vuestra madre que nos haya descubierto lo horribles que somos”) y se vuelve a casa con su familia, al darse cuenta de qué es lo que realmente quiere ser. Ese momento, como ocurre en otros episodios, es un punto de inflexión en el afán por ser admitida y verse como una mujer que es capaz de ser algo más que un ama de casa, y termina en el aldabonazo a la conciencia que la lleva a desistir de su intento, a abrazar y besar a su familia y a llevársela de allí. Como les pasa a los becarios de los  que antes hablábamos, una respuesta moral acaba en unos interrogantes previos sobre la necesidad de conducirse en la vida con unos principios éticos mínimos.

          No son precisamente modistos de moda, sino dos jóvenes chinos que han sido enviados como castigo a las montañas a trabajar duramente por su desafección con el régimen de Mao Se Tung los que protagonizan Balzac y la costurera china (Dai Sijei, 2001). De dos familias de intelectuales, en esa lejanas tierras la vida es muy dura, el trabajo agotador y no parece haber nada que merezca la pena hasta que, por azar, descubren una maleta con libros de literatura occidental (Stendhal, Balzac, etc.) y desde ese momento la vida empieza a cobrar sentido, al leer las vidas de los inolvidables personajes creados por esas obras maestras. Y más cobrará con el tiempo cuando conozcan a la joven hija del costurero de la zona, a la que ambos irán contando las historias que van leyendo en los libros y, como era de esperar, de la fascinación de los relatos ajenos se pasará al cortejo de ambos por la chica, en lo que ya pasa a ser un relato propio. De nuevo el poder de la palabra, del que ya hemos hablado más veces en este blog, redime del sinsentido de algunas vidas y las preña de significado, sea a través del arte, sea a través del amor, sea por ambos medios.

TRAJES CURIOSOS
            Cómo iban a faltar en este mundo los pícaros que pretenden ganar dinero con la ignorancia y las creencias de la gente. Ya Cervantes, en su El retablo de las maravillas, los dibujó como dos caraduras que sacan el dinero a otro, so pretexto de que van a confeccionarle un vestido de oro y con la mágica propiedad de que quienes no lo vean no son cristianos viejos, es decir, que descienden de judíos, lo que era una cosa muy seria en aquellos tiempos. Esa misma idea es al que vertebra el famosísimo cuento de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador. En este caso es el todopoderoso jefe de un país el que encarga ese trajo de supuestas virtudes maravillosas, que puede servir para identificar a quienes si no lo ven, no son hijos de los que creen sus padres. Evidentemente, todos alaban el tejido, las costuras, el ingenio de los costureros por miedo a quedar como hijos ilegítimos, hasta que un niño, con su mirada inocente y libre de las convenciones sociales que atenazan a los adultos, dice en voz alta lo que ellos se niegan a admitir, esto es, que el emperador está desnudo.
          También podríamos hablar de ingenio, pero esta vez con un objetivo noble, es la tarea de Penélope, la esposa de Ulises, que después de veinte años de ausencia de su hogar en Ítaca, sigue cosiendo una tela, acabada la cual ha prometido escoger de entre sus muchos pretendientes, a aquel que ocupará el puesto de su marido, en el reino y en el lecho. Como es sabido, por la noche desteje todo aquello que tejía durante el día, de modo que la tela no termina nunca de estar acabada. En Homero y durante muchos siglos, esa era una muestra y un ejemplo de fidelidad conyugal, y, sin embargo, conforme llegamos al siglo XX, algunos escritores empiezan a dudar. Y así, por ejemplo, Antonio Buero Vallejo, en su obra de teatro La tejedora de sueños, sugiere que ella estaba enamorada de un joven y apuesto y de corazón noble pretendiente, y que le duele tremendamente el castigo de Ulises matando a flechazos a todos eso aspirantes a sucederlo. Y uno de nuestros grandes poetas, Ángel González, descree de la fidelidad de la que fue ejemplo durante siglos Penélope en sus poema Ilusos los Ulises:

Siempre, después de un viaje,
una mirada terca se aferra a lo que busca,
y es un hueco sombrío, una luz pavorosa,
tan sólo lo que tocan los ojos del que vuelve.

Fidelidad, afán inútil.
¿Quién tuvo la arrogancia de intentarte?
Nadie ha sido capaz
—ni aun los que han muerto—
de destejer la trama
de los días.

           Ingenio y traje se dan la mano en una de las más divertidas comedias del realizador Alexander Mackendrick para la productora británica Ealing, El hombre del traje blanco (1951). El inventor que interpreta Alec Guinness ha descubierto una tela que no se rompe, no se mancha y parece que puede durar eternamente, tela con la que ha confeccionado un traje blanco, que es el que lleva a lo largo de la película. Pues bien, frente al altruismo de ese hombre, feliz porque ahora los pobres podrán vestirse con un traje imperecedero y que no tendrán que comprar más que uno que le durará toda la vida,  la visión de los directivos de las empresas textiles es que el negocio entonces se arruinaría. Esa la razón por la que lo van a perseguir por toda la ciudad, no hace falta que decir que con aviesas intenciones, y al final, cuando lo tienen entre sus manos y realmente todo hace pensar que lo van despedazar o poco menos, resulta que el tejido del traje se deshace, de modo que los feroces perseguidores se quedan con jirones de tela en sus manos, sí, pero también con grandes sonrisas por haberse terminado con un problema que iba a poner en jaque a toda la industria. No vamos a meternos con las implicaciones, paralelismos y metáforas que de una historia así se podrían hacer en la actualidad, pero lo que sí es cierto es que se trata de una obra mayor dentro del género de la comedia, de la mano de un hombre que sólo podría hacer diez películas en su carrera y que, visto el fracaso de las últimas ya en Hollywood, tuvo que dar clases el resto de su vida para ganarse la vida.

CAPAS, CAPOTES Y REBECAS
           Por los celos, que tanto dolor han producido a lo largo de la historia, Deyanira, la mujer de Hércules, ha conseguido una capa por medio del centauro Neso, -poco antes de morir por una flecha envenenada lanzada por Hércules, que así salva a su esposa de ser raptada por Neso-  que, según le ha asegurado éste, recuperará el amor de su esposo, demasiado proclive a amoríos con unas y otras, como buen hijo de su padre Júpiter. Lo que desconoce la sufrida esposa es que, en realidad, la capa que le ha proporcionado no tiene el poder de enamorar a alguien de por vida de la persona que se la ofrece, sino que el centauro desea vengarse del héroe y para ello ha vertido su propia sangre antes de morir, y mediante ese líquido quien se la ponga morirá entre terribles sufrimientos, ya que la tela actúa como si de un ácido se tratase, de manera que va corroyendo los tejidos del cuerpo humano y hasta sus mismos huesos. Triste final para tan noble guerrero, y no menos penoso para ella, que pierde irremediablemente a su marido de una forma atroz.
            Por otra parte, otro de los héroes salidos de la mitología grecorromana, Perseo, utiliza una capa ofrecida por una diosa que le permite adquirir la invisibilidad, que junto a la cabeza de Medusa la Gorgona, que petrifica a quienes la ven, lo convierte en un guerrero temible. De todas formas, ya sabemos que las capas son desaconsejables para los superhéroes, como le dice muy seria la diseñadora precisamente de trajes para todos ellos a Mr. Increíble, y lo ilustra con una lista de héroes que pierden la vida justo por la dichosa capa, en un momento bastante divertido del relato, que es lo que ocurrirá al final con el villano de la película, Síndrome, en la admirable película del siempre estupendo Brad Bird (Los increíbles, 2005).

           El abrigo es un relato de Nikolai Gógol - que también se conoce como El capote  - en el que un funcionario ruso, sin más miras en la vida que trabajar y no morirse, necesita un nuevo abrigo para combatir el gélido invierno de San Petersburgo. A duras penas consigue el dinero que cuesta, y cuando no cabe en sí de su compra, admirado por los otros oficinistas que trabajan con él -y que se han burlado de su anterior abrigo, poco menos que una tela a punto de desintegrarse - se lo roban una noche a la vuelta de una fiesta. Intenta poner una denuncia para lograr recuperarlo, pero se topa con una administración inoperante y absurda, para la que también trabaja él en realidad. Agarra una pulmonía y se muere, pero en forma de fantasma se aparece por la noches en la ciudad y arrebata los abrigos de quienes se ponen a tiro, incluido el funcionario principal sobre el que recaía la búsqueda del abrigo, en un suerte de justicia poética del relato, que, la verdad sea dicha, de poco le sirvió en la vida al bueno del protagonista. La descripción tanto del abrigo viejo como del nuevo no tienen desperdicio y hacen de esas prenda, a la postre, un personaje más de la historia.


              Por otra parte, un capote militar es lo que trae Ethan Edwards puesto después de mucho tiempo a la casa de su hermano, y por la manera en que lo dobla y acaricia más tarde su cuñada sabemos que ella siente algo muy íntimo por él, de la misma manera que él siente lo mismo por ella, por más que ninguno esté dispuesto a romper las relaciones actuales. Ya teníamos pistas de ese amor desde el arranque mismo, puesto que ella es la primera en salir de la casa a esperarlo y la que lo invita a pasar al hogar familiar, entre otras muchas. Pues bien, ese mismo capote del ejército sudista será la prenda que use Ethan para enterrar a su sobrina Lucy, capturada y asesinada por los comanches. Pero semejante escena no se nos muestra, como casi ninguna de las más importantes de The Searchers (John Ford, 1956): sólo lo sabremos por una narración tremenda del interesado, que lo cuenta a su sobrino y al novio de Lucy, mientras que limpia en la arena del desierto en el que se encuentran su cuchillo frenéticamente, tras haberlo usado precisamente para cavar la improvisada tumba de su sobrina. La misma prenda que indicaba sutilmente un amor sirve después como mortaja, en una suerte de variante del velo del traje de novia de Micheline, pues el velo que iba a ser un elemento metafórico de la felicidad que esperaba a esa joven se convierte, finalmente, en un sudario del modisto Philippe Clarence.

 
              Tal vez la capa no, pero lo que tuvo un éxito indudable fue la rebeca, aquella chaqueta fina del vestuario de mujer que se llevó con profusión en nuestro país en los años cuarenta. Pues bien, el nombre de dicha prenda proviene, como es sabido, del título de la primera película de Alfred Hitchcock en Hollywood, Rebecca (1939). Lo curioso del caso es que Joan Fontaine, la protagonista de la misma y portadora de la prenda en cuestión, no se llama así, sino que ese es el nombre de la difunta esposa del señor De Winter, a la que él mismo asesinó  al saber que estaba embarazada de otro hombre, tras lo cual la puso en una barca y la hundió en el mar, para ocultar su crimen y, en último término, su deshonra.
             De todas formas, la ropa no es únicamente algo que usamos para cubrir nuestra desnudez, no, es claro que puede estar cargada de sentimientos. Es el caso, por poner un ejemplo sobresaliente, de la escena final de una de las grandes historias de amor de los últimos diez años, Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005). Cuando el vaquero Ennis del Mar va a la casa de los padres de su ex compañero de trabajo y ex amante, en el armario de su amigo –brutalmente asesinado por ser homosexual- sólo encuentra su camisa que creía perdida, y que ahora descubre que su amigo se la había llevado al separase, y una chaqueta vaquera, que en otro contexto estaría desprovista del más mínimo contenido emocional, pero que aquí origina que le invada la tristeza y el dolor, porque era la que llevaba cuando se enamoraron, porque lleva aún el olor de su amigo (y del amor tristemente perdido), y por eso la huele y no puede más que salir de allí cuanto antes, aplastado por la pena y la vergüenza - ya que él no lo ayudó cuando el otro pidió su ayuda ni lo reconocía siquiera como amigo cuando estaban delante de otras personas-. Y se da cuenta de que fue el gran amor que pudo haber tenido en su vida y dejó pasar aquella oportunidad.
        Entre los cuentos tradicionales la ropa también desempeña un papel muy importante. Pensemos, sin ir más lejos, en La Cenicienta, cuento que recibimos de Charles Perrault, pero que ya pertenecía a la tradición popular. Precisamente hay una deliberada oposición entre los andrajos que viste la chica en la vida cotidiana y el precioso vestido de baile que le ofrece el hada madrina. Es más, una parte de su atuendo es el zapato de cristal que perderá en la escalera del castillo, huyendo del lugar antes de que suenen las doce campanadas y desaparezca el hechizo. No vamos a detenernos  aquí en lo insólito de un zapato de esas características, entre otras cosas porque parece que se trata de un error de transcripción, ya que la palabra con la que se designaba al material era “cuero”, pero algún escribiente se equivocó y leyó “cristal”, que en francés de aquella época eran parecidos; lo importante es que eso condujo al acierto de verlo casi como un zapato mágico. Lo importante en este caso es que, tal y como le sucedía a Marge Simpson, el traje le da un estatus superior socialmente que, finalmente, le permite acceder a un lugar vedado para alguien de sus estrato social.

                                                                    NAVAJOS Y PIJAMAS
       En otro orden de cosas, en algunos de los mal llamados pueblos primitivos tienen entre sus costumbres, a la hora de confeccionar una tela, una alfombra o un tapiz, el colgar en los últimos flecos algunos adornos como conchas, piedras agujereadas, etc. El objetivo no es otro que el dar remate a un objeto hecho con paciencia, cariño y que va a tener una utilidad en el día a día, e  incluso embellecerlo de alguna manera. Sin embargo, entre los navajos –esa tribu india de los EE. UU. – lo usual es otra cosa bien distinta: al finalizar su alfombra, tela o similares, dejan un hilo suelto. La pregunta que no surge a continuación es: ¿por qué? Porque por ahí se podría tirar y deshacer lo hecho, de manera que se evita la, digámoslo así, perfección de la pieza, y con ello la ira de los dioses, algo que todas las culturas tratar de evitar a toda costa, como los espanta el mal de ojo en cualquiera de sus variantes.
         Si nos trasladamos del lejano oeste a unos grandes almacenes podemos contemplar una escena curiosa, arranque cinematográfico como hay pocos, no en vano estaba detrás uno de los directores y guionistas más sobresalientes de la historia, Ernst Lubitsch. Un hombre quiere comprar los pantalones de un pijama, mientras el dependiente intenta convencerlo de que se venden las dos piezas conjuntamente. El cliente no da su brazo a torcer, y la cara del vendedor es un poema, hasta que trata de hacerle ver que si le vende esa pieza, a quién va a vender la camisa del pijama. Y como respuesta a esa pregunta que ha quedado en el aire, una voz femenina afirma: “Yo me llevaré esa camisa”. A raíz de ese precioso punto de partida, no cuesta mucho adivinar que las dos partes de ese pijama no van a estar separadas por mucho tiempo, como así será (La octava mujer de Barba Azul, 1938).

GALICIA, MADRID, TETUÁN
           Supongo que puede ser  una costumbre de la época, el caso es que algunas novelas del siglo XIX y también del XX, en nuestro país, pero también en otros de nuestro continente, una mujer joven, soltera y sin posibles, y normalmente en relaciones extramatrimoniales con un hombre adinerado, acaba regentando una tienda de ropa, que ha sido financiada, como bien sabemos, por éste último. Podemos verlo en Fortunata y Jacinta, la extraordinaria novela de Galdós, en Madrid; igualmente en la trilogía Los gozos y las sombras de Torrente Ballester, en Galicia. De todas formas, estamos hablando de una época donde quien puede adquirir esas prendas es la burguesía urbana que se establece en las ciudades del siglo XIX en nuestro país, porque en el ámbito rural la gente sigue adquiriendo la poca ropa que puede permitirse en mercadillos o haciéndosela ellos mismos.
       Después de haber seguido a un amor desde el Madrid previo al inicio de la Guerra Civil hasta África, Sira Quiroga tiene que buscarse la vida en Tetuán, ya sin él. Pone en marcha un taller de costura y allí llevará una vida singular, mientras transcurre la Segunda Guerra Mundial y el norte de Marruecos se convierte en un lugar neutral por el que se pasean personas de todas las nacionalidades y formas de ser. El tiempo entre costuras (María Dueñas, 2010) ha sido una de los grandes éxitos de venta en España y fuera de aquí, y aunque la novela trata de muchas cosas, las escenas que se desarrollan en el taller, el trabajo que allí se desarrolla, las relaciones que se establecen, etc. son muy interesantes.

PINTURAS Y ACCESORIOS
              Si hubiera que decidirse a poner dos muestras magistrales, dentro del mundo del arte, en relación con el tema que estamos tratando, me inclinaría por dos muy distintas entre sí. La primera sería una pintura italiana del siglo XVI, El sastre, de Giovanni Battista Moroni (1520 1578). La segunda, como habrá adivinado más de uno, La encajera de J. Vermeer, esa obra sublime de la historia del arte, que tanto llegó a obsesionar a Salvador Dalí como para empujarlo a pintar su cuadro Estudio paranoico crítico de “La encajera” de Vermeer. Me temo, no obstante, que era imposible aproximarse siquiera a un cuadro como el del pintor holandés, tan pequeño en tamaño como inmenso en su genio, por más que tampoco creo que Dalí pretendiese competir con él, a pesar de poseer ese ego tan enorme; simplemente era una suerte de homenaje.
        No es la primera vez que hemos visto cómo se resolvía un caso policiaco gracias a alguno de los accesorios que llevamos encima. Desde Wyatt Earp, el audaz sheriff del oeste, que observa el collar que lleva Chihuahua, al que no le cuesta reconocer como el que colgaba del cuello de su hermano pequeño hasta que lo mataron, lo que le lleva a encontrar al asesino entre los hermanos Clayton, poderosos terratenientes de la zona que no tienen escrúpulos con acabar con quienes estorban sus planes (My Darling Clementine, John Ford, 1946); hasta los singulares pendientes que lleva otra mujer en otro relato y que, tras ser también asesinada, sirven a la policía para detener al responsable del crimen. En otros casos, no lo olvidemos, es el propio accesorio el arma homicida, como en el caso de un episodio de la serie televisiva El comisario, en el que una rica estrella de cine colecciona zapatos de precios desorbitados, pares únicos en algún caso, entre los cuales se encuentra uno de altísimos tacones acabados en punta de titanio. Como aparece una esquirla de ese material en la cabeza de la fallecida, esa es la pista definitiva que conducirá a los agentes a dar con el asesino.
           Trajes de novias, capas de superhéroes, rebecas… Los tipos de prendas que empleamos no son infinitos, obviamente, aunque podrían parecerlo si a todas ellas les añadimos el color como elemento adicional, lo que multiplica la variedad casi hasta el infinito. En todo caso, y para terminar estar páginas, nos hemos detenido en hablar de la ropa en muchas de sus variantes, pero de ropa para ponerse, no para quitarse. Más que nada porque este último infinitivo nos iba a trasladar a otras variables –en las que el amor y el crimen también aparecerían, lógicamente -, pero eso nos situaría en una perspectiva ya diferente de la que aquí hemos escogido, y “eso es otra historia”, como diría el personaje de Billy Wilder. Quién sabe, tal vez en un artículo futuro aborde ese tema, que sería el perfecto complemento para éste que aquí se acaba.



PS. Escrito ya esto hace unos días, doy por casualidad con un dato que no recordaba: en la película El asesino poeta (Lured, Douglas Sirk, 1947), una gran muestra de cine negro americano con un fotografía extraordinaria y unos intérpretes magníficos, hay un breve episodio humorístico que resulta curioso en una obra en la que se trata de encontrar al asesino de siete chicas jóvenes (el título español alude a que el criminal deja poesías en los lugares de los homicidios; aunque sigo prefiriendo el título original). En esos pocos minutos la chica, que se ha ofrecido como señuelo al asesino para la policía, es conducida por uno de los sospechosos -el gran Boris Karloff -  a su estudio, y allí le hace probarse un vestido que ha confeccionado, puesto que dice ser un famosos modisto, y quiere que desfile ante un selecto grupo de clientes. Pero cuando se corren las cortinas los únicos espectadores  son unas sillas vacías, un perro sentado en un gran sillón y un maniquí vestido para la ocasión. Ya veníamos sospechando algo raro en la conducta de ese caballero, pero lo veíamos como el posible homicida, no como un pobre modisto que ha perdido la razón a raíz de haber sido cancelado el pedido de un traje hermosísimo que diseñó para una princesa... o eso dice al menos la mujer que hace las labores de ayudante y criada.

Quiero agradecer muy sinceramente el permiso concedido por la ilustradora argentina Irene Singer para reproducir en este texto algunos de sus estupendos dibujos para la edición de El traje nuevo del emperador, publicado en abril de 2012 por la editorial  Calibroscopio y cuya historia ha sido narrada por Mariana Fernández.