AL OÍDO
Mr. Brown (Richard Conte) es el jefe de una banda de
delincuentes capaces de cometer las mayores tropelías. La crueldad de su líder
se muestra, por ejemplo, en que a uno de sus esbirros, que lleva una maquinita
conectada a unos auriculares para poder escuchar bien, le sube el volumen del
aparato y le da un grito que le produce un dolor tremendo. A ese mismo hombre,
llegado un momento en el que empieza a sospechar de todos y a ordenar asesinar
a sus propios colaboradores –incluso a su propia novia, que ya es decir – le
promete que nunca escuchará de sus labios la orden para que lo maten: y, en
efecto, no la oye porque el desalmado le desconecta el sonotone, y sólo vemos
sus labios moverse para, tras una breve imagen del terror dibujado en el rostro
del desdichado, enfocar una metralleta desde la que sale humo y fuego por
igual. Estamos ante un villano terrible en una obra magistral de un director importante,
por más que siempre le tocara trabajar en la serie B americana (The big combo, de Joseph L. Lewis,
1955), a pesar de lo cual dirigió varias películas inolvidables de muy
diferentes géneros.
También tiene problemas de audición Carl
Fredricksen, pero esta vez asociados a la edad. El memorable anciano que
protagoniza Up (Bob Peterson y Pete
Docter, 2009), pasará de ser un viejo gruñón a un hombre implicado en la
educación del joven boy-scout que parece haberse propuesto no dejarle en paz en
el arranque de la película. Sin embargo,
las peripecias que entre ambos van a vivir lo conducen a darse cuenta que no
puede vivir en el pasado, entre otras cosas porque su propia esposa lo animó a
seguir adelante cuando ella ya no estuviera con él, como podemos ver en la asombrosa
escena inicial de esa obra, que concluye con la desaparición de su mujer, justo
cuando él ya había comprado los billetes para viajar y conocer las cataratas
que tanto ansió conocer ella desde que se conocieron, siendo ambos dos niños.
Al contrario que Lewis, aquí el aparato sirve para darle un toque cómico a una
escena, esa en la que ya en vuelo la casa, el niño no para de hablar y el
anciano, para no seguir escuchándolo, baja el volumen del sonotone. Claro que
con ello logra no enterarse de algo que sí le afectará no tardando mucho: la
llegada de una tormenta que lleva la casa violentamente hasta América Central, a
Venezuela, para ser más exactos, precisamente muy cerca de aquella catarata que
mencionábamos hace un instante.
Por el oído nos pueden llegar buenas
noticias o malas, claro está, pero igualmente percibimos la música y los ruidos
que nos rodean. En un singular cuento de Iván Turguéniev, titulado Canto de amor triunfante, el regreso de
un noble italiano del lejano oriente tras varios años ausentes, crea un cierto
malestar en la pareja que lo acoge: su mejor amigo, Fabio, y la esposa de éste
y mujer de la que Mucio estuvo enamorado, Valeria. Lo más curiosos del caso es
que, tras haberle regalado un extraño y sospechamos que maligno collar a
Valeria, ésta y Mucio se ven una noche en el jardín, caminando como sonámbulos,
como llevados por una rara melodía que días antes tocó en un raro violín Mucio.
Esa música parece ejercer algún tipo de encantamiento sobre esos dos
personajes, y Fabio terminará con esas pesadillas y terrores nocturnos que
acosan a Valeria, según le confiesa, al atravesar con su daga a su amigo,
dejándolo en el jardín ensangrentado y dándolo por muerto. Y, sin embargo, el
criado malayo y mudo de Mucio da la sensación de haber logrado, por medio de
algún sortilegio desconocido, que el cuerpo de su amo pueda cabalgar y poder
salir del palacio, aunque su cara lívida demuestra que, en realidad, el
apuñalamiento fue mortal.
DE MILAGROS, ASESINATOS Y
RECUERDOS
Helen Keller (1880 – 1968) fue una
niña sorda y ciega que, en una prueba de lo que puede hacer la educación,
aprendió a hablar, a leer y a escribir, siendo capaz de obtener un título
universitario –cuando esto no estaba el alcance de cualquiera, todo hay que
decirlo- y se convirtió en un modelo para muchos discapacitados, además de
hacer que la sociedad los viera con unos ojos diferentes a como lo había hecho
hasta entonces. Su maestra fue Anne
Sullivan, y la relación de ambas puede seguirse en la biografía de la primera, La historia de mi vida, reeditada en
español el año pasado, aunque ya sabíamos algo de ella a través de la película
de Arthur Penn (El milagro de Anne
Sullivan, The Miracle Worker, en
su título inglés, 1960). Al contrario que los personajes anteriores, Helen es
real, pero el no poder oír no le impidió contar así su primera relación entre
su mente y el mundo exterior, ya en manos de Anne Sullivan, en una escena
conmovedora: “Bajamos por el sendero hacia el pozo,
atraídas por el aroma de la madreselva que lo cubría. Alguien sacaba agua, y la
maestra me colocó la mano bajo el chorro. Mientras experimentaba la sensación
del agua fresca, escribió miss Sullivan sobre mi mano libre la palabra agua,
primero lentamente, después con más presteza. Permanecí inmóvil, con toda la
atención concentrada en el movimiento de sus dedos. Súbitamente me vino un
confuso recuerdo de cosa olvidada hacía mucho tiempo; de golpe el misterio del
lenguaje me fue revelado”.
No es lo más común,
ciertamente, pero el oído se ha utilizado en alguna ocasión para el asesinato.
Es el caso del crimen del padre de Hamlet, el famoso príncipe de Dinamarca, la
obra inmortal de W. Shakespeare. Recordemos que en hay un momento en el que la
madre de Hamlet y su tío, asesino de su padre y quien ahora comparte trono y
lecho con la reina, hablan de cómo vertieron el poderoso veneno en el oído del
rey mientras dormía. No llegan a la muerte, pero sabido es que en la
tristemente famosa célebre prisión de Guantánamo, los prisioneros son sometidos
a sesiones de música atronadora de grupos heavy, con el resultado que cabe
imaginar. Lo que no es de extrañar, en consecuencia, que algunos de esos grupos
hayan exigido que no se utilicen sus canciones para actos vejatorios de
semejante categoría.
Pero volviendo a
temas más amables, algunas veces los protagonistas de ciertas historias rememoran
las años de la infancia y la juventud, en especial sus relaciones con sus
padres y madres. Es el caso de la novela de Elvira Lindo, Lo que me queda por vivir,
donde Antonia repasa su corta vida hasta la fecha –no ha llegado a los treinta
– y muchos de sus recuerdos imborrables son aquellos que tienen a su madre como
protagonista. Como nos ha pasado a todos en algún momento, ella la recuerda
como era en su juventud, entre otras cosas porque ya que no puedo hacerlo de otra manera dado
que su madre murió no siendo ella más que una adolescente. Pese a todo, la
fuerza de esa remembranza es mucha, y como no podía ser de otro modo, se
acuerda de sus vestidos, de su rostro hermoso, de la alegría con la que
disfrutaba de su familia, y de su voz, esa voz que el tiempo no ha sacado de la memoria, como no se van nunca
las voces de las personas que amamos, y en un momento dado, al decirle algo a
su esposo, le parece que su voz se ha transformado misteriosamente en la voz de
su madre. Esa sensación la estremece y le hace meditar e incluso piensa en
decírselo a su marido… pero hay experiencias que son incomunicables y,
pensándoselo mejor, no le dice nada de ello.
EXPERIENCIAS
INEXPLICABLES
En un cuento de Ray
Bradbury llamado La bruja de abril (The april witch), la joven hija de una
familia de brujos desea enamorarse, pero como no tienen un cuerpo real, sino
que van adoptando el de animalillos o seres humanos, decide introducirse en el
cuerpo de una joven y bella campesina llamada Ann Leary, para poder seducir a un
chico a la primer ocasión. Y esta se presenta con rapidez, pues Tom se acerca y
vuelve a pedir a Anne que lo acompañe al baile de esa misma noche, por más que
ella ya lo ha rechazado una vez. Para sorpresa de Tom y de la propia Anne, que
sin saber cómo se ve aceptando la invitación, los dos quedan esa misma noche. A
pesar de todo, Anne tiene pensamiento propio, por más que sea consciente de que
algo raro la está pasando, pues ella no quiere saber nada de Tom, y sin
embargo, dice palabras como si fuera el eco de otro ser –como realmente está
sucediendo -. Bailan, charlan y aunque la brujita intenta besarlo a través de
él, no lo consigue; lo más que obtiene es la promesa del joven de que irá a ver
a una chica de nombre Cecy Elliott, cuya dirección le apunta Anne, y que no es
otra que la enamorada bruja.
Dos fareros vigilan
que la luz y la sirena del faro en el que trabajan funcionen a la perfección.
Pero uno de ellos empieza a contarle al otro una rara experiencia que tuvo en
ese lugar exactamente un año atrás, sospechando que va a repetirse. Y no es
otra que la aparición de un monstruo antediluviano, que parece un dinosaurio, y
que surge del océano antes de que termine el relato el farero mayor atraído por
el sonido que hace el faro, similar al emitido por el propio animal. Intentan
que se vaya apagando tanto la luz como la máquina que produce el sonido, pero
eso no hace sino enfurecer al oscuro y feroz monstruo, que con su
extraordinaria fuerza derriba el faro. Por suerte para ellos, han podido bajar
las escaleras a tiempo de refugiarse en los sótanos de piedra del faro y logran
sobrevivir al desmoronamiento. El más joven renuncia a seguir trabajando en ese
negocio, pero el mayor continúa, eso sí, en un nuevo faro que, siguiendo sus
instrucciones, esta vez se ha hecho de hormigón, por si acaso. Es otro de esos
cuentos fantásticos de los que era maestro Ray Bradbury, concretamente, La sirena del faro (The fog Horn, en su título original).
De familia de
constructores de faros era nada menos que Robert Louis Stevenson, quien nos
ofrece una de sus más hermosos relatos en La
isla de las voces. Keola es un holgazán que se ha casado con la hija de un
reputado brujo. En una ocasión éste se lo lleva en segundos de ayudante a una
isla desconocida mediante un conjuro y en la playa recogen unas conchas que
luego se convierten en brillantes dólares. Allí Keola ve a una linda joven,
pero al hablar con ella, la joven huye despavorida, dado que los nativos no
pueden ver a los brujos que allí viajan a recoger hojas para su peculiar
trabajo. Tiempo después, huyendo de su suegro, Keola arriba a esa isla y la
tribu lo casa con aquella preciosa joven que vio al principio. Ella acaba por
amarlo y le cuenta el secreto que los rodea: pertenece a una tribu de caníbales
y lo están alimentando sin dejarle trabajar para comerlo después. Como sabe que
la isla es donde recogen su “materia prima” los brujos de toda la tierra, Keola
propone cortar los árboles para que nunca vuelvan las voces a la isla, y al
hacerlo tiene lugar una lucha salvaje entre nativos y brujos invisibles pero
muy capaces de hacer que las hachas de sus enemigos acaben volviéndose contra
los cortadores de árboles. Como ocurre tantas veces en Stevenson, son tantas
las cosas que pasan en esa historia que en otras manos podría haber dado para
tres o cuatro cuentos. No obstante, aquí sólo tenemos uno, que concluye cuando
su primera esposa, Lehua, que había viajado con su padre a la isla, rescata a
Keola de la misma in extremis,
dejando allí a su propio padre.
DE LA ALEGRÍA
AL ASOMBRO
Ya hemos visto que por el oído se
filtra desde un veneno hasta los secretos más extraños, por no hablar de la
música que literalmente “encanta” a dos seres humanos. En ocasiones, además, por
el sentido del oído nos llega la algarabía y los mil y un ruidos de una fiesta
popular. Es el caso de un breve relato,
que más debe considerarse poema, de una de las estrellas fugaces de la poesía
en inglés de todos los tiempos: Dylan Thomas. Recuerdo de un día de fiesta es una celebración de todos los
sentidos del hombre, como lo manifiesta el fragmento que ofrezco a
continuación: “Los niños se pasaban el día haciendo cabriolas o chillando junto
al vidrioso y batiente mar, y un organillo jadeaba valses en el pelado campo de
juegos y en el terreno yermo donde los coches de choque se esquivaban, detrás
de las fábricas de conservas. Y las madres advertían a gritos a sus sonrosados
hijos e hijas que dejaran esa medusa, y los padres desplegaban periódicos sobre
sus rostros, y las pulgas de mar saltaban sobre la lechuga de la merienda, y
alguien había olvidado la sal. De aquellos veranos pasados, siempre radiantes,
sin lluvia, perezosamente ruidosos y con cielo azul, recuerdo un lunes de
agosto desde la salida del sol sobre la ciudad manchada hasta el ronco silencio
de la música del tiovivo, desde la carne frita picada con patatas y coles hasta
el último de los bocadillo arenosos”.
De los secretos ya
hemos hablado, pero no estaría de más referirse no a otros secretos, sino a
aquellas palabras que dichas en determinadas circunstancias, pueden entrañar
una clave, la explicación de un particular acertijo. Pongamos un par de
ejemplos cinematográficos. Uno es sobradamente conocido: en el arranque de
Ciudadano Kane, el agonizante protagonista de la primera película de Welles
susurraba en su lecho de muerte: “Rosebud”, y el resto del a historia era una
investigación que no llegaba a aclarar qué significado tenía, aunque sí tendría
la clave el espectador, cuando al final se quemaba el trineo que tuvo de niño
Kane y cuyo nombre era Rosebud. Por otra parte, en Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1954) gracias a que
uno de los forajidos lee el papel obtenido por John Mohune, el niño que
encarrila la acción, y se da cuenta de que son citas de la Biblia, pero todas
erróneas, esa información le sirve al maravilloso personaje Jeremy Fox (encarnado
por Stewart Granger) para deducir la localización del tesoro que había
escondido Barbarroja, un fabuloso diamante que hará rico a su poseedor.
A todos nos ha
pasado alguna vez: nuestros padres grababan alguna canción infantil o una
conversación entre los hermanos, y al escucharla un tiempo después a todos nos
extrañaban nuestras propias voces. Eso les ocurría igualmente a los dowayos, el
pueblo camerunés estudiado por Nigel Bradley en sus libros de antropología, el
primero de los cuales es, además, una obra divertidísima, El antropólogo inocente (1983). Pues bien, para aprender su lengua
Bradley utilizaba un magnetofón portátil, con el que grababa conversaciones con
la gente en el campo, dado que las traducciones de su ayudante no le acababan
de satisfacer. A los dowayos les encantaba oírse, desde luego, pero no se
mostraban muy impresionados porque no era la primera vez que veían aparatos
como esos. Curiosamente, lo que les hacía murmurar “magia” y “maravilla” era
ver cómo escribía Bradley, pues ellos son analfabetos, y se quedaban
contemplándolo encantados durante horas mientras él transcribía fonéticamente
lo que había oído y se turnaban para mirar por encima de su hombro. Una vez
leyó usando esas notas a un hombre lo que había dicho en una conversación un
par de semanas antes y se quedó estupefacto.
Temblorosos,
asustados y temiendo por sus vidas están Mapuhi y su esposa, al escuchar fuera
de un improvisado techo metálico que les sirve de refugio la voz de Nauri, la
madre de Mapuhi, a la que todos han dado por muerta tras varios días sin saber
de ella, una vez que se alejó el huracán que ha sembrado de cadáveres la isla
en la que viven y apenas ha perdonado a unos pocos cocoteros. Lo que la pareja
desconoce es que esa mujer de casi sesenta años ha sobrevivido no sólo al
huracán, sino también al ataque de un gran tiburón, y ahí está la explicación
de porqué ambos creen estar oyendo la voz de una fantasma. Finalmente, tras
reconocer a Nauri y ver que está viva y no es un espíritu que busca algún tipo
de venganza, los tres recuperan la normalidad y van elaborando planes para el
futuro (La casa de Mapuhi, Jack
London).
Un espía de la Stasi es encargado de grabar, escuchar e informar
de las conversaciones de un dramaturgo de fama en la antigua RDA. Lo que
empieza por ser un trabajo rutinario, aunque con posibilidades de convertirse
en un trampolín de ascenso en la jerarquía de los servicios secretos, acaba por
llevar a Gerd Wiesler a no sólo empezar a dudar de lo bueno del sistema, sino
de que la razón no asista a ese hombre que discute y enhebra razonamientos y
verdades mientras su relación sentimental se tambalea. El hombre que debe de
informar y ofrecer pruebas de la desafección del escritor para con su país
llega a envidiar la libertad de que éste disfruta, del hecho de tener una
pareja y un hermoso apartamento – en oposición a su piso gris y a su vida
carente de relaciones amistosas y ya no digamos amorosas -. Cuando el
dramaturgo escribe un artículo poniendo en evidencia al sistema, será el propio
espía quien haga desaparecer la máquina de escribir que lo incriminaría –el estado
tiene un registro de todas las máquinas, porque hasta ese grado de paranoia
tiene con la persecución de los posible disidentes-. Con el tiempo desaparece
la RDA y el escritor descubre, visitando los archivos de la Stasi, que fue Wiesler
quien lo salvo, y ello le lleva a escribir un libro sobre esa experiencia - titulado
Sonata de un hombre bueno, nombre de
la pieza que tocaba el escritor al piano al enterarse que un amigo se ha
suicidado en la primera parte de la película -, que dedica al espía con su
nombre en clave, HGW XX/7,
espía que ha sido
rebajado tras su fracaso a trabajos menores y que ha terminado de repartidor de
publicidad (La vida de los otros, Florian
Henckel von Donnersmarck, 2006).
SORDOS Y
ENAMORADOS
Creo que es en la película ¡Qué bello es vivir! (1946) y si no lo
fuera, debe ser en otra obra de Frank Capra, en la que aparece un personaje en
el barrio donde se desarrolla la mayor parte de la acción que es visto por
todos los vecinos como un ser maleducados, antipático y hasta misántropo. Y,
sin embargo, la verdadera causa por la que no se relaciona con los demás, y que
da pie a que ellos lo consideren así, es que está casi por completo sordo, de
manera que cuando no responde a las preguntas, o no aporta su ayuda para una
tarea comunitaria no es porque no quiera, sino porque no sabe ni lo que se le
han preguntado ni lo que los demás le piden. Una vez sabido esa explicación, ya
se puede incorporar a una de esas comunidades idílicas que tan bien retrató
Capra y que vistas desde los tiempos actuales no pueden dejar de producir una
gran nostalgia.
Problemas todavía mayores tiene El chico de la
moto, el hermano del protagonista de una excelente novela y no menor estupenda
película: Rumble Fish (1984). Susan
H. Hinton, como ya había hecho con su primera y magnífica novela Outsiders (1967), dibuja a otro grupo
de jóvenes y adolescentes envueltos en peleas, buscando su lugar en el mundo y
tropezando con la muerte de los seres queridos, sean estos amigos, padres o hermanos.
El joven al que todos llaman con ese sobrenombre que acabo de señalar, tiene
una enfermedad que hace que sólo pueda ver en blanco y negro -la película se rodó en esos colores, salva
un par de momentos, en un acierto de su director, el gran F. F. Coppola – y que
los sonidos que le llegan únicamente pueda describirlos como los de “una
televisión en blanco y negro con el sonido bajito”. Ídolo y héroe de los chicos
de su barrio, simple delincuente para la policía, este personaje no puede sino
estar abocado a morir violentamente, puesto que no se ve capaz de encarnar
ninguna de las imágenes que de él tienen los otros, y tampoco encuentra sentido
a una vida que se desarrolló en la guerra de pandillas y en la violencia y la
falta de cariño de familiares y amigos.
De todas formas,
no poder oír tiene a veces repercusiones que algunos no se esperan. En una
película de transfondo educativo, Profesor
Holland (Stephen Herek, 1995), el
profesor de música de un instituto tiene un hijo sordo, lo que le produce una
gran tristeza, ya que ni siquiera puede sentir el movimiento del suelo de
madera ante el movimiento de las teclas del piano, como le sucedía a Beethoven,
según cuenta él mismo a algunos de sus alumnos. Sin embargo, una de las
secuencia más emotivas es aquella en la que su propio hijo se enfrenta a él y
mediante el lenguaje de signos le dice que le duele que su padre sea capaz de
enseñar a sus alumnos con toda la devoción y que no ponga ningún interés en
hacerlo con su propio hijo. Y eso, para alguien que dedica toda su vida a la
educación no cabe duda que es algo muy duro.
En todo caso, ya hemos visto ejemplos suficientes para valorar las
muchas maneras que la literatura o el cine han afrontado el sentido del oído,
sea para resaltar los problemas ocasionados por su ausencia, sea por el efecto
que producen en los demás determinados sonidos (música, ruidos, ecos, etc.),
sea por los secretos que se murmuran en voz baja o en los citas bíblicas
equivocadas. Y hasta el recuerdo de los seres queridos cuyas voces jamás
desaparecerán de nuestra memoria, como vemos en el último ejemplo con el que se
cierran estas páginas: Roxanne llega en su pecho la carta que le escribió poco
antes de morir su amado Christian, arrugada y con sangre aún. Quince años han
pasado desde su boda, la batalla y la pérdida. Cada sábado, a la abadía donde
se ha retirado tras esa muerte, viene a visitarla su primo Cyrano. Pero en el
que habrá de ser su último sábado, herido de muerte como viene, aunque nada le
diga a ella, le pide poder leer esas letras. Accede Roxanne ante las súplica de
su primo y arropados por el crepúsculo del día, él lee las palabras que un día
le escribió –porque es Cyrano quien siempre puso voz a ese amor, no el bello
Christian, excepto aquella noche bajo el balcón, en la que pudo expresar sus
sentimientos con su propia voz -, y mientras cae la noche, oyendo esas palabras
que él no puede leer porque ya no hay luz para ello, simplemente tampoco él las ha podido olvidar nunca, la joven se da cuenta de
lo que ocurre, al rememorar esa voz que una noche le confesó su amor inmortal,
y ese eco del pasado se convierte en una certidumbre del presente que,
lamentablemente, no tendrá futuro, puesto que el espadachín y poeta exhala su
último aliento minutos después.
José María García Pérez