domingo, 5 de agosto de 2012

TODOS  A LA MESA
                                                                                          
             Tras haberse ido a hacer las Américas muchos años atrás, Pepe Francisca retorna a su Asturias natal, rico sí, pero con la salud tan minada que no le puede quedar mucho de vida. Lo acogen su hermana y cuñado, ansiosos de recibir buenos presentes a cambio de ese hospedaje. Y así, en un final tan cruel como sólo podía serlo Clarín, mientras Pepe cree comer boroña (aunque lo cierto es que no puede ni probarla porque su maltrecho organismo la devuelve sin piedad), el plato que le preparaba su madre y que le recuerda a su infancia, los otros dos asaltan su habitación en busca de esa supuesta fortuna hecha al otro lado del Atlántico. El clima no le sienta bien, por más que él sigue buscando los olores que configuraron su infancia, antes de tener que partir a América para intentar acuñar las riquezas que su familia necesitaba, y que lo que consiguió fue no poder volver a ver a su madre, que falleció en esos largos años de ausencia. De las muchas ocasiones en que el escritor asturiano se mostró despiadado con sus personajes, pocas veces lo fue tanto como en el cuento titulado con el nombre de ese plato que tantas reminiscencias despierta en su corazón (Boroña).
          Por su parte, Babette, la mujer francesa que llega a Dinamarca a causa de la Revolución Francesa, gasta un premio de lotería de diez mil francos en preparar una cena opípara para las señoras a las que está sirviendo desde que llegó a ese país. Lo curioso de esta historia, a la vez que muy característico de su autora, Isak Dinesen, es el hecho de que en tanto los envarados comensales se han prometido a sí mismos no disfrutar de la comida y la bebida – por su estrecha concepción religiosa-, un famoso coronel amigo de la familia y presente en la cena, que había oído hablar de la famosa cocinera francesa, se da de bruces con un menú y una selección de vinos y espirituosos que sólo podría ser obra de esa mujer. Y es el único que disfruta completamente con los platos, puesto que los demás han de hacer un verdadero esfuerzo para ser fieles a su promesa, porque ante manjares como los que tienen delante, es muy difícil no dar gracias a Dios por la comida recibida, en lugar de gozar de ellos como se merecen, por una estrechez de miras digna de mejor causa (El banquete de Babette).
         La confesión es una película danesa dirigida por Thomas Vintenberg en 1998,  que sigue los dictados de ese movimiento llamado Dogma. Con ocasión de celebrar el aniversario del patriarca familiar, uno de sus hijos, encargado de hacer el brindis habitual, afirma que su padre abusó de él cuando era un niño. Lo más llamativo es que otros hombres del banquete lo echan de malas maneras del restaurante, porque nadie da crédito de a sus palabras, en lugar de contrastar al menos las gravísimas acusaciones vertidas al inicio de la comida. Sin embargo, poco a poco, las palabras del padre y las acusadoras miradas de la madre nos llevan a pensar que, en efecto, y a pesar de las iniciales reticencias de toda la familia y de los espectadores, al final todos nos damos cuenta que el padre es un ser despreciable e indigno de la defensa a ultranza que al comienzo de la película hicieron todos de él.
              Como es lógico, el sentido del gusto puede servir tanto para evocar remembranzas positivas como para provocar casi vómitos. Ejemplo magistral del primer caso es Ratatouille (Brad Bird, 2007), cuando al ir a degustar el plato que da nombre a la película el exigente y estirado crítico gastronómico Antón Ego, con el primer bocado su memoria se dispara a un recuerdo infantil: al volver de sus juegos su madre le ha preparado ese mismo plato. Ahí somos conscientes de la falta de afecto de ese hombre, y como algo tan sencillo puede hacerle evocar instantes felices de su pasado. En el extremo opuesto, un reconocido director de cine y gran aficionado a los placeres de la mesa,  además de autor de bromas de dudoso gusto en los rodajes, incorpora en la que iba a ser su última película, Family Plot (Alfred Hitchcock, 1975) una de ellas. La mujer del inspector que investiga los delitos de la trama se empeña en ponerle una serie de platos a cual más repugnante: hasta tal punto que el pobre policía no hace más que verlos, hurgar un poco en ellos y rápidamente dejarlos sin probar. Con seguridad hubiera dado algo bueno por poder degustar alguno de los platos que prepara el simpático ratón Rémy en la película que acabamos de citar, que preparaba unos platos deliciosos.

ENTRE CANÍBALES
          Cuando el destino nos alcance es el título en España de una película titulada en inglés Soylent Green (Richard Fleischer, 1966). Los seres humanos de un tiempo futuro se alimentan de una comida especial llamada como mismo título, pero lo que no que ellos no saben es que dicho alimento está compuesto de de carne humana. Eso nos puede llegar a comentar el tema del canibalismo, sobre el que ya escribió páginas desde una perspectiva sorprendentemente comprensiva para su época nada menos que Robert Louis Stevenson. En su magnífico libro En los mares del sur explica que algunos pueblos del Pacífico comen a sus enemigos tras derrotarlos en una batalla por dos razones: impedir que puedan vengarse de ellos como vencedores y, lo que no es menos importante, apropiarse de la fuerza de los vencidos. Todo ello me recuerda una entrevista de hace unos veinticinco años en el periódico El País, donde el entrevistado era un antropófago de aquellas latitudes. El hombre afirmaba que la carne humana estaba muy buena, que tenía un sabor parecido al del pollo y que, por último, había dejado de comerla, aunque conocía a personas que seguían con ese peculiar elemento en su dieta. En el fondo, uno creía adivinar que el aborigen no dejaba de echar de menos ese sabor y que probablemente envidiaba a sus conocidos.
          De todas formas, el asunto del canibalismo ha dado bastante juego, tanto es así que una de las acusaciones habituales de un grupo cultural contra otro es la de ser caníbal, como puede verse en el hecho de que los romanos pintaran así a los bárbaros del norte o que los europeos dibujasen a los americanos como comedores de carne humana, y de paso dar el nombre al hecho mismo a partir de una mala transcripción de la palabra “Caribe”. Y otro tanto van a decir los ingleses del siglo XVIII en muchos de sus viajes por todo el planeta en aquellos viajes científicos y mercantiles que con el tiempo harían famosos a personas como el capitán James Cook (asesinado en Tahití por sus desmanes y, según esa mala imagen de los enemigos, comido después por los nativos) o Charles Darwin en su inolvidable viaje en el Beagle durante cinco años.
                Ni que decir tiene que esos supuestos testimonios no tienen la más mínima base real, por cierto, a excepción de las palabras de Stevenson, que tampoco recuerdo ahora mismo si hablaba como testigo o con testimonios de segunda mano a partir de lo que le contaron sus amigos de las islas de los Mares del Sur. Otro libro que trata sobre el asunto, si bien de manera diferente, es Taipí, un edén caníbal, de Herman Melville. En clave humorística, J. Swift proponía paliar las hambrunas que asolaban Irlanda comiéndose los irlandeses a sus propios hijos. Otra cosa serían las ideas medievales e incluso las que pululan hasta el siglo XVIII por Europa, esas que hablan de brujas que se comen a los niños y ese tipo de cosas, pero es que hay que tener en cuenta que estamos refiriéndonos de unas sociedades donde la vida y la supervivencia era muy difícil, y como no existía la posibilidad de una explicación científica a una mala cosecha o a una serie de sucesos inexplicables que conllevara la muerte de alguno de sus miembros, al final la solución pasaba por buscar un chivo expiatorio, como ya explicó hace muchos años el sociólogo René Girard. En cualquier caso, si alguien quiere saber más sobre los procesos de brujería en la edad media  puede siempre puede leer Historia nocturna de Carlo Ginzburg o un clásico de la antropología como es Vacas, cerdos, guerras y brujas de Marvin Harris.  
DE NÁUFRAGOS Y DESAYUNOS
       Lo malo a veces no es qué comer en cada una de las habituales comidas diarias, sino tener algo que llevarse a la boca. Es lo que suele ocurrir a los náufragos que en la literatura han sido, a excepción del más popular de ellos, porque a Robinson Crusoe es un tipo tan ingenioso – no en vano ha sido la encarnación del hombre británico, capaz de salir adelante en circunstancias adversas con no precisamente muchos elementos. Andando el tiempo, otro tanto le ocurrirá a un joven que decide hacer un viaje por el mundo antes de casarse, con la mala fortuna que acabará naufragando y llegando a  una isla en una novela de Julio Verne titulada Escuela de robinsones (1882), que ya desde el mismo título homenajeaba a la criatura de Daniel Defoe. No tanta suerte tienen, por su parte, los chicos también británicos, pertenecientes a un colegio importante y a las clases más pudientes del país,  que naufragan y han de organizar una suerte de sociedad donde un elemento importante es la búsqueda de alimentos. El problema radica en que William Goldwing presenta una alegoría muy pesimista sobre el ser humano en esa obra, puesto que no tardando mucho se llega al crimen y a un estado tan salvaje que en nada nos diferencia de las fieras, de manera que cuando finalmente son rescatados por un buque de la armada uno de los marineros comentará sorprendido “No parecen británicos” (El señor de las moscas).  La cuestión que planeaba en todo momento es si cualquiera de nosotros en un caso similar no nos hubiésemos comportados de manera tan animal como los chavales de la novela.
            Una de las historias más conocidas que aluden ya desde el propio título al desayuno es la novela de Truman Capote, que no sólo fue un éxito literario en su momento, sino que además lo fue aún mayor con la adaptación cinematográfica de Blake Edwards con idéntico nombre: Desayuno en Tiffany´s (en España se cambió la parte final por “con diamantes”). La trama era muy sencilla, pero la joven que interpretaba Audrey Hepburn era una criatura inolvidable y el escritor que se enamoraba de ella también, por más que la falta de recursos de ambos los llevara en alguna ocasión a no tener casi ni para tomar un desayuno.
         Sin embargo, En un lugar solitario era ya una visión mucho más amarga de una relación amorosa, de la dificultad de las relaciones humanas en general y una crítica feroz del mundo del cine. Nicholas Ray siempre fue un hombre atormentado, pero hay que reconocer que es imposible no recordar los seres que fue creando a lo largo de su carrera, a veces tan desvalidos como él mismo. En una escena memorable, el guionista encarnado por Humphrey Bogart se dispone a prepara el desayuno a su novia, una estupenda Gloria Grahame (entonces esposa de Ray), y mientras lo hace, le va diciendo que las películas de Hollywood no tendrían que mostrar a una pareja diciéndose que se aman, porque cualquiera que los viera a ellos en ese momento, sabría perfectamente que se quieren. La frase tiene aquí su trascendencia, porque para entonces ella empieza a no tener ese amor tan claro, dado que él ha dado muestras de ser un hombre violento y es incluso sospechoso de un asesinato.

BANQUETES PARA TODOS LOS GUSTOS
         Una de esas novelas tan hermosas que escribió el chileno Francisco Coloane (1910 – 2002), En el centro de la ballena, arranca con la aparición del cadáver de una mujer junto al mar, ahogada sin que nadie pareciera conocerla, que es la madre del adolescente protagonista de la historia. El abuelo, rico terrateniente de la zona, organiza el funeral y un banquete para sus trabajadores, que van pasando por el velatorio. El narrador, sin embargo, a través de la mente del chico, llega a afirmar que el abuelo- y padre de la mujer muerta – desea que todo pase pronto, no porque tenga pena o dolor –se sugiere además que no mantenía ni relación con ella desde hacía mucho tiempo – sino porque son operarios que sólo han ido allí por la comida gratis, y él los necesita para que sus negocios no se paren. En otras palabras, de las muchas personas que pasan ante el cadáver y que van dando el pésame al terrateniente, la triste realidad es que la difunta sólo le importa verdaderamente a una persona: el hijo único que tenía, que se queda solo en la adolescencia, puesto que su padre había muerto muchos años atrás (El camino de la ballena).           
               En una de las obras maestras de Charles Dickens, Grandes esperanzas, ese narrador a quien hay que volver una y otra vez, hay también un banquete. O por mejor decir, estaba preparado, pero nunca se llegó a celebrar. Y es que la señorita Havisham, señora de mediana edad, con quien  el joven Pip  juega a las cartas y a quien entretiene –ha sido contratado para ello – iba a casarse en su juventud pero el novio la dejó plantada y la ceremonia y el posterior banquete nunca tuvieron lugar. Pues bien, una de las imágenes más imborrables de una novela que tiene no pocas, es aquella en la que la dama introduce al chico en una amplio salón y a la macilenta luz de las velas de una candelabro le muestra la gran mesa en la que se encontraba el ágape: todo está como se dejó en aquel momento penoso y las telarañas y el olvido se han apoderado de cubiertos, platos, velas y de todas la ilusiones de una vida marcada ya para siempre con la infelicidad.
         Por los antropólogos sabemos – y a Marvin Harris nos remitimos, entre otros y sin ir más lejos, por aquello de que ya lo hemos mencionado antes – que en ciertas culturas no era infrecuente que en un período del año se reunieran los miembros de una determinada tribu y sacrificaran los cerdos o los animales que habían ido cuidando durante el resto del año. Eso suponía unos banquetes dignos de Gargantúa y Pantagruel, en los que la gente allí reunida no cesaba de comer durante días hasta que no quedaba ni rastro de los alimentos. No puede dejar de llamar la atención el hecho de que eso se llevara a cabo por los mismos que durante la mayor parte del año llegaban a pasar incluso hambre. Pero esas conductas pueden ser paradójicas para nosotros, claro está, pero no para ellos; ¿quién nos dice que ellos no os mirarían con ojos extrañados si supieran que trabajamos horas y horas a la semana para poder adquirir cosas que no necesitamos y que tampoco no dan más que una felicidad efímera?
         Y terminamos los banquetes con uno realmente divertido que podemos leer en una de las dos novelas que sean conservado del mundo romano, El Satiricón. Es aquel que ha organizado Trimalción, el nuevo rico que pretende epatar a sus invitados con una serie de comidas a cual más estrafalaria. Por descontado que la visión de ese banquete  se aprovecha para evidenciar la falta de educación y cultura del anfitrión, aunque me temo que tampoco es que los modales de los invitados sean mucho mejores, esa es la verdad. La selección de platos no puede ser más extraña, pero lo cierto es que sabemos por fuentes históricas que no era tan inhabitual en los dos primeros siglos de nuestra era que los ricos ofrecieran menús que incluso a los propios contemporáneos les llamaban la atención y criticaban sin pudor. Es más, conservamos un libro de recetas de la época latina en la que se pueden hallar bastantes recetas de aquellos tiempos, todo ello se atribuye a un cocinero llamado Apicio. Otra cosa muy distinta es si hoy nos gustarían o no esos platos de hace casi dos mil años, pero eso es otra historia.


OTROS MOTIVOS PARA ACERCARSE A LA MESA
        Sentarse a la mesa puede constituir un factor determinante a la hora de construir una trama, según sea el mayor o menor grado de dramatismo que entrañe ese gesto. Pensemos, por ejemplo, en un caso tan paradigmático de Los tres mosqueteros de A. Dumas, donde la malvada Milady de Winter envenena a la enamorada e inocente Constance, el amor de D’ Artagnán, merced a un bebedizo venenoso oculto en su anillo. Sandokán, por su parte, consigue otro líquido de raras propiedades que sin llegar a matarlo, sí sirve para que sus enemigos lo den por muerto, aunque en realidad sólo está en un estado del que no retorna a la consciencia y a la vida hasta pasados unos días.
       Pocos meses después de ser admitido en la mesa con los adultos, al igual que su hermano pequeño (aunque éste no tiene doce años como él, pero lo han sumado para que no coma solo), el futuro barón de Rondó, de nombre Cósimo, se rebela contra  las órdenes paternas y se niega a comer caracoles, a los que había liberado de su “prisión” antes de pasar a convertirse en el manjar de ese día. Era sólo una más de las decisiones un tanto tiránicas de su padre, pero esa marcaría un antes y un después en su vida, dado que tras abandonar la mesa se sube a los árboles que hay en su mansión con la firme promesa de no volver a tocar de nuevo el suelo, lo que cumplirá en los muchos años que le quedan de vida. Años que, todo hay que decirlo, le sirvieron para conocer el amor, ayudar en multitud de ocasiones a los demás y conocer los diferentes humores del alma humana, en esa novela tan entrañable que es El barón rampante de Ítalo Calvino.
           A su vez, en un pasaje clave del Nuevo Testamento, que será conocido con toda propiedad como La última cena, se efectúa toda una representación dramática, en el doble sentido: en lo que tiene de drama por ser la despedida casi de Jesús de sus discípulos, pero también en lo que tiene de acto teatral, y como tal está descrito. Son los últimos momentos del maestro en la tierra y de ahí sus últimas enseñanzas, previas a ser arrestado, conducido a juicio y crucificado. No es de extrañar que la pintura y el cine hayan aprovechado tal materia prima para presentar una escena con tantas posibilidades emocionales como ésta.
        No son pocas las veces en las que se reúnen en torno a la mesa un grupo de mafiosos para tratar sobre sus negocios. Si existe un caso ejemplar es el inicio de El padrino III (Francis Ford Coppola, 1984), donde se acaba con casi todos los gánsteres con una ametralladora instalada en un helicóptero, en una escena de una violencia insólita. Claro que no lo era menos otro momento en una especie de homenaje que alrededor de una mesa también, el jefe de la mafia organiza en homenaje de un compañero; aparentemente, porque lo cierto es que, habiendo sabido que éste ha intentado quedarse con su puesto, le destroza la cabeza con un bastón de oro macizo que, en teoría, iba a ser su regalo (Party Girl, Nicholas Ray, 1959). 
       Sea para matar a los rivales, para despedirse de los amigos, para comerse a los enemigos, para asombrar a los conocidos, en los funerales o en las bodas, tal vez para recordar así sea por última vez la comida de tu madre o regresar momentáneamente al pasado, o para agradecer el cariño de quien te acogió cuando no tenías nada, son infinitas las razones para congregarse alrededor de una mesa. Y aquí únicamente hemos hecho una pequeña selección de los cientos de ejemplos con los que se podía haber ilustrado estas líneas.
                                                     José María García Pérez