TODOS
A LA MESA
Tras haberse ido a hacer las
Américas muchos años atrás, Pepe Francisca retorna a su Asturias natal, rico
sí, pero con la salud tan minada que no le puede quedar mucho de vida. Lo
acogen su hermana y cuñado, ansiosos de recibir buenos presentes a cambio de
ese hospedaje. Y así, en un final tan cruel como sólo podía serlo Clarín,
mientras Pepe cree comer boroña (aunque lo cierto es que no puede ni probarla
porque su maltrecho organismo la devuelve sin piedad), el plato que le
preparaba su madre y que le recuerda a su infancia, los otros dos asaltan su
habitación en busca de esa supuesta fortuna hecha al otro lado del Atlántico. El
clima no le sienta bien, por más que él sigue buscando los olores que
configuraron su infancia, antes de tener que partir a América para intentar
acuñar las riquezas que su familia necesitaba, y que lo que consiguió fue no
poder volver a ver a su madre, que falleció en esos largos años de ausencia. De
las muchas ocasiones en que el escritor asturiano se mostró despiadado con sus
personajes, pocas veces lo fue tanto como en el cuento titulado con el nombre
de ese plato que tantas reminiscencias despierta en su corazón (Boroña).
Por su parte, Babette, la mujer
francesa que llega a Dinamarca a causa de la Revolución Francesa, gasta un
premio de lotería de diez mil francos en preparar una cena opípara para las
señoras a las que está sirviendo desde que llegó a ese país. Lo curioso de esta
historia, a la vez que muy característico de su autora, Isak Dinesen, es el
hecho de que en tanto los envarados comensales se han prometido a sí mismos no
disfrutar de la comida y la bebida – por su estrecha concepción religiosa-, un
famoso coronel amigo de la familia y presente en la cena, que había oído hablar
de la famosa cocinera francesa, se da de bruces con un menú y una selección de
vinos y espirituosos que sólo podría ser obra de esa mujer. Y es el único que
disfruta completamente con los platos, puesto que los demás han de hacer un
verdadero esfuerzo para ser fieles a su promesa, porque ante manjares como los
que tienen delante, es muy difícil no dar gracias a Dios por la comida
recibida, en lugar de gozar de ellos como se merecen, por una estrechez de miras
digna de mejor causa (El banquete de
Babette).
La
confesión es una película danesa dirigida por Thomas Vintenberg en 1998, que sigue los dictados de ese movimiento
llamado Dogma. Con ocasión de celebrar el aniversario del patriarca familiar,
uno de sus hijos, encargado de hacer el brindis habitual, afirma que su padre
abusó de él cuando era un niño. Lo más llamativo es que otros hombres del
banquete lo echan de malas maneras del restaurante, porque nadie da crédito de
a sus palabras, en lugar de contrastar al menos las gravísimas acusaciones
vertidas al inicio de la comida. Sin embargo, poco a poco, las palabras del
padre y las acusadoras miradas de la madre nos llevan a pensar que, en efecto,
y a pesar de las iniciales reticencias de toda la familia y de los
espectadores, al final todos nos damos cuenta que el padre es un ser
despreciable e indigno de la defensa a ultranza que al comienzo de la película
hicieron todos de él.
Como es lógico, el sentido del
gusto puede servir tanto para evocar remembranzas positivas como para provocar
casi vómitos. Ejemplo magistral del primer caso es Ratatouille (Brad Bird, 2007), cuando al ir a degustar el plato que
da nombre a la película el exigente y estirado crítico gastronómico Antón Ego,
con el primer bocado su memoria se dispara a un recuerdo infantil: al volver de
sus juegos su madre le ha preparado ese mismo plato. Ahí somos conscientes de
la falta de afecto de ese hombre, y como algo tan sencillo puede hacerle evocar
instantes felices de su pasado. En el extremo opuesto, un reconocido director
de cine y gran aficionado a los placeres de la mesa, además de autor de bromas de dudoso gusto en
los rodajes, incorpora en la que iba a ser su última película, Family Plot (Alfred Hitchcock, 1975)
una de ellas. La mujer del inspector que investiga los delitos de la trama se empeña
en ponerle una serie de platos a cual más repugnante: hasta tal punto que el
pobre policía no hace más que verlos, hurgar un poco en ellos y rápidamente
dejarlos sin probar. Con seguridad hubiera dado algo bueno por poder degustar alguno de
los platos que prepara el simpático ratón Rémy en la película que acabamos de
citar, que preparaba unos platos deliciosos.
ENTRE
CANÍBALES
Cuando
el destino nos alcance es el título en España de una película titulada en
inglés Soylent Green (Richard
Fleischer, 1966). Los seres humanos de un tiempo futuro se alimentan de una
comida especial llamada como mismo título, pero lo que no que ellos no saben es
que dicho alimento está compuesto de de carne humana. Eso nos puede llegar a
comentar el tema del canibalismo, sobre el que ya escribió páginas desde una
perspectiva sorprendentemente comprensiva para su época nada menos que Robert
Louis Stevenson. En su magnífico libro En
los mares del sur explica que algunos pueblos del Pacífico comen a sus enemigos
tras derrotarlos en una batalla por dos razones: impedir que puedan vengarse de
ellos como vencedores y, lo que no es menos importante, apropiarse de la fuerza
de los vencidos. Todo ello me recuerda una entrevista de hace unos veinticinco
años en el periódico El País, donde
el entrevistado era un antropófago de aquellas latitudes. El hombre afirmaba
que la carne humana estaba muy buena, que tenía un sabor parecido al del pollo
y que, por último, había dejado de comerla, aunque conocía a personas que
seguían con ese peculiar elemento en su dieta. En el fondo, uno creía adivinar
que el aborigen no dejaba de echar de menos ese sabor y que probablemente
envidiaba a sus conocidos.
De todas formas, el asunto del
canibalismo ha dado bastante juego, tanto es así que una de las acusaciones
habituales de un grupo cultural contra otro es la de ser caníbal, como puede
verse en el hecho de que los romanos pintaran así a los bárbaros del norte o
que los europeos dibujasen a los americanos como comedores de carne humana, y
de paso dar el nombre al hecho mismo a partir de una mala transcripción de la
palabra “Caribe”. Y otro tanto van a decir los ingleses del siglo XVIII en
muchos de sus viajes por todo el planeta en aquellos viajes científicos y
mercantiles que con el tiempo harían famosos a personas como el capitán James
Cook (asesinado en Tahití por sus desmanes y, según esa mala imagen de los
enemigos, comido después por los nativos) o Charles Darwin en su inolvidable
viaje en el Beagle durante cinco años.
Ni que decir tiene que esos
supuestos testimonios no tienen la más mínima base real, por cierto, a
excepción de las palabras de Stevenson, que tampoco recuerdo ahora mismo si
hablaba como testigo o con testimonios de segunda mano a partir de lo que le
contaron sus amigos de las islas de los Mares del Sur. Otro libro que trata
sobre el asunto, si bien de manera diferente, es Taipí, un edén caníbal, de Herman Melville. En clave humorística,
J. Swift proponía paliar las hambrunas que asolaban Irlanda comiéndose los
irlandeses a sus propios hijos. Otra cosa serían las ideas medievales e incluso
las que pululan hasta el siglo XVIII por Europa, esas que hablan de brujas que se
comen a los niños y ese tipo de cosas, pero es que hay que tener en cuenta que
estamos refiriéndonos de unas sociedades donde la vida y la supervivencia era
muy difícil, y como no existía la posibilidad de una explicación científica a
una mala cosecha o a una serie de sucesos inexplicables que conllevara la
muerte de alguno de sus miembros, al final la solución pasaba por buscar un
chivo expiatorio, como ya explicó hace muchos años el sociólogo René Girard. En
cualquier caso, si alguien quiere saber más sobre los procesos de brujería en
la edad media puede siempre puede leer Historia nocturna de Carlo Ginzburg o
un clásico de la antropología como es Vacas,
cerdos, guerras y brujas de Marvin Harris.
DE
NÁUFRAGOS Y DESAYUNOS
Lo malo a veces no es qué comer en cada
una de las habituales comidas diarias, sino tener algo que llevarse a la boca.
Es lo que suele ocurrir a los náufragos que en la literatura han sido, a
excepción del más popular de ellos, porque a Robinson Crusoe es un tipo tan
ingenioso – no en vano ha sido la encarnación del hombre británico, capaz de
salir adelante en circunstancias adversas con no precisamente muchos elementos.
Andando el tiempo, otro tanto le ocurrirá a un joven que decide hacer un viaje
por el mundo antes de casarse, con la mala fortuna que acabará naufragando y
llegando a una isla en una novela de
Julio Verne titulada Escuela de
robinsones (1882), que ya desde el mismo título homenajeaba a la criatura
de Daniel Defoe. No tanta suerte tienen, por su parte, los chicos también
británicos, pertenecientes a un colegio importante y a las clases más pudientes
del país, que naufragan y han de
organizar una suerte de sociedad donde un elemento importante es la búsqueda de
alimentos. El problema radica en que William Goldwing presenta una alegoría muy
pesimista sobre el ser humano en esa obra, puesto que no tardando mucho se
llega al crimen y a un estado tan salvaje que en nada nos diferencia de las
fieras, de manera que cuando finalmente son rescatados por un buque de la
armada uno de los marineros comentará sorprendido “No parecen británicos” (El señor de las moscas). La cuestión que planeaba en todo momento es
si cualquiera de nosotros en un caso similar no nos hubiésemos comportados de
manera tan animal como los chavales de la novela.
Una de las historias más conocidas
que aluden ya desde el propio título al desayuno es la novela de Truman Capote,
que no sólo fue un éxito literario en su momento, sino que además lo fue aún
mayor con la adaptación cinematográfica de Blake Edwards con idéntico nombre: Desayuno en Tiffany´s (en España se
cambió la parte final por “con diamantes”). La trama era muy sencilla, pero la
joven que interpretaba Audrey Hepburn era una criatura inolvidable y el
escritor que se enamoraba de ella también, por más que la falta de recursos de
ambos los llevara en alguna ocasión a no tener casi ni para tomar un desayuno.
Sin embargo, En un lugar solitario era ya una visión mucho más amarga de una
relación amorosa, de la dificultad de las relaciones humanas en general y una
crítica feroz del mundo del cine. Nicholas Ray siempre fue un hombre
atormentado, pero hay que reconocer que es imposible no recordar los seres que
fue creando a lo largo de su carrera, a veces tan desvalidos como él mismo. En
una escena memorable, el guionista encarnado por Humphrey Bogart se dispone a
prepara el desayuno a su novia, una estupenda Gloria Grahame (entonces esposa de
Ray), y mientras lo hace, le va diciendo que las películas de Hollywood no
tendrían que mostrar a una pareja diciéndose que se aman, porque cualquiera que
los viera a ellos en ese momento, sabría perfectamente que se quieren. La frase
tiene aquí su trascendencia, porque para entonces ella empieza a no tener ese
amor tan claro, dado que él ha dado muestras de ser un hombre violento y es
incluso sospechoso de un asesinato.
BANQUETES
PARA TODOS LOS GUSTOS
Una de esas novelas tan hermosas que
escribió el chileno Francisco Coloane (1910 – 2002), En el centro de la
ballena, arranca con la aparición del cadáver de una mujer junto al mar,
ahogada sin que nadie pareciera conocerla, que es la madre del adolescente
protagonista de la historia. El abuelo, rico terrateniente de la zona, organiza
el funeral y un banquete para sus trabajadores, que van pasando por el
velatorio. El narrador, sin embargo, a través de la mente del chico, llega a
afirmar que el abuelo- y padre de la mujer muerta – desea que todo pase pronto,
no porque tenga pena o dolor –se sugiere además que no mantenía ni relación con
ella desde hacía mucho tiempo – sino porque son operarios que sólo han ido allí
por la comida gratis, y él los necesita para que sus negocios no se paren. En
otras palabras, de las muchas personas que pasan ante el cadáver y que van
dando el pésame al terrateniente, la triste realidad es que la difunta sólo le
importa verdaderamente a una persona: el hijo único que tenía, que se queda
solo en la adolescencia, puesto que su padre había muerto muchos años
atrás (El camino de la ballena).
En
una de las obras maestras de Charles Dickens, Grandes esperanzas, ese narrador a quien hay que volver una y otra
vez, hay también un banquete. O por mejor decir, estaba preparado, pero nunca
se llegó a celebrar. Y es que la señorita Havisham, señora de mediana edad, con
quien el joven Pip juega a las cartas y a quien entretiene –ha
sido contratado para ello – iba a casarse en su juventud pero el novio la dejó
plantada y la ceremonia y el posterior banquete nunca tuvieron lugar. Pues
bien, una de las imágenes más imborrables de una novela que tiene no pocas, es
aquella en la que la dama introduce al chico en una amplio salón y a la
macilenta luz de las velas de una candelabro le muestra la gran mesa en la que
se encontraba el ágape: todo está como se dejó en aquel momento penoso y las
telarañas y el olvido se han apoderado de cubiertos, platos, velas y de todas
la ilusiones de una vida marcada ya para siempre con la infelicidad.
Por los antropólogos sabemos – y a
Marvin Harris nos remitimos, entre otros y sin ir más lejos, por aquello de que
ya lo hemos mencionado antes – que en ciertas culturas no era infrecuente que
en un período del año se reunieran los miembros de una determinada tribu y
sacrificaran los cerdos o los animales que habían ido cuidando durante el resto
del año. Eso suponía unos banquetes dignos de Gargantúa y Pantagruel, en los que la gente allí reunida no cesaba
de comer durante días hasta que no quedaba ni rastro de los alimentos. No puede
dejar de llamar la atención el hecho de que eso se llevara a cabo por los mismos
que durante la mayor parte del año llegaban a pasar incluso hambre. Pero esas
conductas pueden ser paradójicas para nosotros, claro está, pero no para ellos;
¿quién nos dice que ellos no os mirarían con ojos extrañados si supieran que
trabajamos horas y horas a la semana para poder adquirir cosas que no
necesitamos y que tampoco no dan más que una felicidad efímera?
Y terminamos los banquetes con uno
realmente divertido que podemos leer en una de las dos novelas que sean
conservado del mundo romano, El
Satiricón. Es aquel que ha organizado Trimalción, el nuevo rico que
pretende epatar a sus invitados con una serie de comidas a cual más
estrafalaria. Por descontado que la visión de ese banquete se aprovecha para evidenciar la falta de
educación y cultura del anfitrión, aunque me temo que tampoco es que los
modales de los invitados sean mucho mejores, esa es la verdad. La selección de
platos no puede ser más extraña, pero lo cierto es que sabemos por fuentes
históricas que no era tan inhabitual en los dos primeros siglos de nuestra era
que los ricos ofrecieran menús que incluso a los propios contemporáneos les
llamaban la atención y criticaban sin pudor. Es más, conservamos un libro de
recetas de la época latina en la que se pueden hallar bastantes recetas de aquellos
tiempos, todo ello se atribuye a un cocinero llamado Apicio. Otra cosa muy
distinta es si hoy nos gustarían o no esos platos de hace casi dos mil años,
pero eso es otra historia.
OTROS
MOTIVOS PARA ACERCARSE A LA MESA
Sentarse a la mesa puede constituir un
factor determinante a la hora de construir una trama, según sea el mayor o
menor grado de dramatismo que entrañe ese gesto. Pensemos, por ejemplo, en un
caso tan paradigmático de Los tres
mosqueteros de A. Dumas, donde la malvada Milady de Winter envenena a la
enamorada e inocente Constance, el amor de D’ Artagnán, merced a un bebedizo
venenoso oculto en su anillo. Sandokán, por su parte, consigue otro líquido de
raras propiedades que sin llegar a matarlo, sí sirve para que sus enemigos lo
den por muerto, aunque en realidad sólo está en un estado del que no retorna a
la consciencia y a la vida hasta pasados unos días.
Pocos meses después de ser admitido en
la mesa con los adultos, al igual que su hermano pequeño (aunque éste no tiene
doce años como él, pero lo han sumado para que no coma solo), el futuro barón
de Rondó, de nombre Cósimo, se rebela contra las órdenes paternas y se niega a comer
caracoles, a los que había liberado de su “prisión” antes de pasar a
convertirse en el manjar de ese día. Era sólo una más de las decisiones un
tanto tiránicas de su padre, pero esa marcaría un antes y un después en su
vida, dado que tras abandonar la mesa se sube a los árboles que hay en su
mansión con la firme promesa de no volver a tocar de nuevo el suelo, lo que
cumplirá en los muchos años que le quedan de vida. Años que, todo hay que
decirlo, le sirvieron para conocer el amor, ayudar en multitud de ocasiones a
los demás y conocer los diferentes humores del alma humana, en esa novela tan
entrañable que es El barón rampante
de Ítalo Calvino.
A su vez, en un pasaje clave del Nuevo Testamento, que será conocido con
toda propiedad como La última cena, se
efectúa toda una representación dramática, en el doble sentido: en lo que tiene
de drama por ser la despedida casi de Jesús de sus discípulos, pero también en
lo que tiene de acto teatral, y como tal está descrito. Son los últimos
momentos del maestro en la tierra y de ahí sus últimas enseñanzas, previas a
ser arrestado, conducido a juicio y crucificado. No es de extrañar que la
pintura y el cine hayan aprovechado tal materia prima para presentar una escena
con tantas posibilidades emocionales como ésta.
No son pocas las veces en las que se
reúnen en torno a la mesa un grupo de mafiosos para tratar sobre sus negocios.
Si existe un caso ejemplar es el inicio de El
padrino III (Francis Ford Coppola, 1984), donde se acaba con casi todos los
gánsteres con una ametralladora instalada en un helicóptero, en una escena de
una violencia insólita. Claro que no lo era menos otro momento en una especie
de homenaje que alrededor de una mesa también, el jefe de la mafia organiza en
homenaje de un compañero; aparentemente, porque lo cierto es que, habiendo
sabido que éste ha intentado quedarse con su puesto, le destroza la cabeza con
un bastón de oro macizo que, en teoría, iba a ser su regalo (Party Girl, Nicholas Ray, 1959).
Sea para matar a los rivales, para despedirse de los amigos, para comerse a los enemigos, para asombrar a los conocidos, en los funerales o en las bodas, tal vez para recordar así sea por última vez la comida de tu madre o regresar momentáneamente al pasado, o para agradecer el cariño de quien te acogió cuando no tenías nada, son infinitas las razones para congregarse alrededor de una mesa. Y aquí únicamente hemos hecho una pequeña selección de los cientos de ejemplos con los que se podía haber ilustrado estas líneas.
Sea para matar a los rivales, para despedirse de los amigos, para comerse a los enemigos, para asombrar a los conocidos, en los funerales o en las bodas, tal vez para recordar así sea por última vez la comida de tu madre o regresar momentáneamente al pasado, o para agradecer el cariño de quien te acogió cuando no tenías nada, son infinitas las razones para congregarse alrededor de una mesa. Y aquí únicamente hemos hecho una pequeña selección de los cientos de ejemplos con los que se podía haber ilustrado estas líneas.
José María García Pérez