CON
LOS OJOS CERRADOS
Es el estreno de la adaptación teatral de
la novela de Benito Pérez Galdós Marianela.
En esa primera noche, el autor ocupa un lugar de honor en el teatro, ese hombre
ya mayor, de vuelta de tantas cosas y, por si eso fuera poco, ciego. Y en la
oscuridad compartida con el resto de los espectadores, en un momento dado, al
oír la voz de la actriz que encarna a la protagonista femenina, suponemos que
después de una emoción creciente en su interior, Galdós se pone en pie y alzando
las manos hacia el escenario se le oye decir: “Nela, Nela”, mientras le brotan
lágrimas sin freno de sus ojos. Me imagino que semejante escena haría llorar a
más de uno de los testigos de aquel momento emotivo. El crítico Ricardo Gullón
sugiere que tal vez ello se debía al hecho de que tras el personaje novelístico
de Marianela se ocultaba Sisita, el primer amor del escritor canario. La idea
es verosímil, ciertamente, pero a ratos me gustaría creer que esa explosión de
llanto podría obedecer también a la escucha de unas palabras que él había
creado muchos años atrás, en boca de un personaje por el que sentía un cariño
especial, puesto que fue una de las novelas más populares del novelista. La
vida lo alejaba de aquellos primeros años de profesión, de las fuerzas de la
juventud, de una época en la que era alabado y admirado no sólo en nuestro país
sino también en el extranjero, de un mundo que ya era pasado frente a otro que
era presente y que, para colmo, tampoco podía ver. Y de repente, como si de un
milagro se tratara, todo aquello que fue su vida pretérita se le abalanzaba en
unos minutos, en el silencio recogido y compartido por cientos de almas a su
alrededor, y oprimía su corazón.
Hemos hablado ya en otras ocasiones
de Clarín, el brillante y despiadado para con sus criaturas narrador
decimonónico. Y a pesar de ello, en algunos momentos –pocos, muy pocos, esa es
la verdad – hallamos un relato en el que el creador no se ensaña con sus
personajes como suele, sino que hay una corriente de simpatía hacia ellos. Es
el caso de Cambio de luz, que se
centra en la vida de un escritor y crítico, padre de amplia prole y hombre
íntegro donde los haya –características en las que no es difícil ver al propio
Leopoldo Alas, todo sea dicho de paso-. Su vida se mueve en la normalidad, con
los apuros económicos para sacar adelante a su numerosa familia y el miedo a
perder a algunos de sus hijos –puntos coincidentes asimismo con el escritor
asturiano – hasta que empieza a perder la vista. Pero ese trastorno, que en un
primer momento lleva con amargura, se va transformando en una posibilidad para
descubrir lo realmente importante en su vida. De hecho, siempre ha apreciado la
música, y ahora intenta tocar el piano o escucharlo atentamente cuando lo toca
alguno de sus hijos. Por otra parte, los artículos que ahora escribe al dictado
muestran una mirada profunda al alma humana y como tal es visto por algunos de
sus lectores. Para su desgracia como
persona y la nuestra como lectores, Leopoldo Alas murió sin cumplir los cincuenta
años, como el protagonista de ese relato, de manera que nunca sabremos si al
llegar a la vejez hubieran sentido algo parecido a lo que le atravesaba las
entrañas a su buen amigo Galdós en aquella ocasión.
TRES REYES
Sabida es la historia de Edipo,miembro de una de esas familias que han sido castigadas por los dioses, y de
qué manera. Ese hombre que aspira a ser un buen gobernante de su ciudad tiene que encontrar la razón por la que la
peste asola a Tebas, pero lo que va a descubrir –como ya le augura el adivino
ciego Tiresias – es algo terrible: que mató a su padre (sin saber que lo era) y
que está casado con su madre (lo que también desconocía). Al ser consciente de
todo ello, se ciega a sí mismo para no volver a ver nunca, para no ser testigo
jamás de un mundo tan cruel. En la continuación de esa obra, la más conocida de
las cuales es obra igualmente de Sófocles, Edipo
en Colono, los hijos pelean en lucha fratricida por el reino, mientras sus
hijas cuidan de su vejez. Lo curioso del caso, por esas paradojas tan típicas
que los dioses reservan a los mortales, es que allí donde repose el cuerpo de
Edipo será un tierra en paz y llena de dicha; qué ironía para un hombre cuya
vida fue todo menos apacible y dichosa. Pero así se entra en el territorio de
la mitología, de la literatura y se pervive en la memoria de los seres humanos.
Otro no menos célebre rey, este
posterior nada menos que en veinte siglos, es una de las más sublimes
creaciones de William Shakespeare: El
rey Lear. Pero aquí no hay una maldición divina, porque en el tránsito de
los siglos XVI a XVII la creencia religiosa en Europa es más bien monoteísta;
lo que sí se da es uno de los más terribles y lúcidos estudios sobre la
ambición, la ingratitud y otros no menos importantes sentimientos humanos. Lear
lega cada su reino a dos de sus hijos, mientras deshereda injustamente al
tercera, que es quien más lo ama. Todo ello originará una serie de batallas y muertes, de argucias, engaños e
infamias como pocas veces se han visto con tal fuerza en una obra literaria. Nada
de extraño tiene que, como fin de ese escalofriante catálogo de horrores, la
obra acabe con un rey sin poder ni reconocimiento, en una pobreza y una soledad
aterradoras. No llega a quitarse la vista como Edipo, pero al final enloquece
ante todo cuanto ve y ante el cuerpo sin vida de Cordelia, aquella hija que lo
quiso sinceramente y que ha sido ahorcada por sus enemigos Su cuerpo y su vista
vaga por el horizonte ya sin ver, la vejez y todos esos padecimientos han
vaciado de sentido el hecho mismo de mirar, de manera que lo único que le queda
es una suerte de mirada hacia el interior. Y en ese camino sin rumbo, en ese andar
que no es sino una huida de los lugares que han supuesto tanto dolor, va siendo
guiado por un bufón, lo que no puede sino remitirnos a una parte de las
imágenes del mundo medieval, esa en la que un bufón (que es tanto como decir un
loco) conduce a una serie de personas de la más variada condición. El rey
fallece de pena por cuanto le ha pasado. Curiosamente, en la adaptación de 1983
de Akira Kurosawa de esa tragedia, traspasada al Japón de las luchas feudales,
el equivalente a Lear –porque los nombres se han cambiado por nombres japoneses
- la obra concluye con el bufón y el rey al borde de un acantilado, de un
abismo, con todo lo que tiene eso de simbólico en una vida que carece del más
mínimo sentido y que no tiene el más mínimo aliciente para ser vivida.
En un país muy lejano de esa Europa
por cuyos paisajes paseábamos antes, un país cuyo nombre ni conocemos, otro
monarca, a punto de entrar en la vejez, se retira al bosque para que sus
súbditos no puedan ser testigos de su declive físico y mental. Al principio
todavía le llegan correos de la corte, pero pasado un tiempo, nada. No
obstante, una de sus antiguas concubinas acude al bosque y lo vuelve a seducir, bien es
verdad que esa aparente facilidad de seducción se debe a que él empieza a
perder la vista, razón por la cual no la reconoce. Pero ella comete un error y
el príncipe Genghi la expulsa de su lado. De todas formas, vuelve a intentarlo,
pero esta vez no como una campesina sino
como una dama de no muy alta alcurnia. No importa: la seducción de nuevo tiene
lugar, aunque preciso es reconocer que esa conquista también le hace feliz al
hombre, famoso también por sus conquistas amorosas. No obstante, la vida de
Genghi se acaba y en su lecho de muerte recuerda a todas sus esposas,
concubinas y amantes, incluidas las dos últimas que acabamos de referir. Sin
embargo, la única que no aparece en esa
lista es, precisamente, Dama-que-del-pueblo-de-las-flores-que-caen, que es el
verdadero nombre de esa mujer que por amor ha dejado su casa y posición para
pasar su vida junto a su gran y único amor en esos meses postreros. En
consecuencia, esa historia acaba de
forma dolorosa, pues el monarca expira y
ella llora y grita por el dolor de no haber logrado estar en la memoria de los
amores -duraderos o efímeros, eso ya no
importa- del famosos príncipe Genghi, guerrero, poeta y amante famoso (El último amor del príncipe Genghi es
un cuento de Marguerite Yourcenar).
EN
EL SIGLO XIX
En su viaje por España a mediados del siglo
XIX, Domingo Faustino Sarmiento, a la sazón intelectual polemista argentino,
que con el tiempo llegaría a convertirse en presidente de su país, amén de
autor de una muy interesante novela llamada Facundo, anotaba: “Los ciegos en España forman una clase social,
con fueros i ocupación peculiar. El
ciego no anda solo, sino que aunados varios en un asociación industrial artística a la vez, forman una ópera pública
i acompaña con guitarra i bandurria las letrillas que ellos mismos componen o
que las proveen poetas de ciegos…”. Y lo cierto es que así debía ser, porque si
recordamos al moro ciego de la novela de Galdós Misericordia, se trata de un mendigo que canta romances y pide en
las puertas de las iglesias. Y se trata de un hombre de buen corazón, porque de
otra manera no se explicaría que Benigna,
la protagonista de la misma, ante la ingratitud de la familia a la que ha
ayudado durante tanto tiempo, se vaya al final con él.
El mismo Galdós, en la novela Marianela presentaba a un joven ciego
que se enamoraba de la inocente chica que da nombre a esa obra. Lo malo es que
cuando, tras una operación él recupera la vista, ese amor se desvanece ante la
fealdad y la simpleza de la joven, y no tardará además en enamorarse de otra.
Por otra parte, no se sitúa exactamente en el siglo XIX, la verdad, pero el
espíritu, la lengua y hasta los personajes de Viridiana parecen genuinamente galdosianos, si bien pasados por el
peculiar filtro buñueliano. Y entre los mendigos de esa película hay también un
ciego, pero la visión del cineasta aragonés es mucho más amarga, de manera que
no hay espacio para la bondad entre sus personajes ni mucho menos para la
misericordia. De ahí que ese ciego sea el detonante de la destrucción de las
buenas intenciones de Viridiana, y de las posesiones de la clase adinerada a
las que ellos no pueden acceder. En un arrebato de celos y ebriedad con el que
culmina una llamativa parodia de la Última Cena, momento clave en el
Cristianismo y que aquí, por si eso no fuera bastante, se acompaña con los
acordes del oratorio El Mesías de
Haendel, empieza a destrozar con su bastón cuanto tiene a su alcance en la
mesa, y el resto de los mendigos hace lo mismo, hasta que acaban con todo
cuanto constituía esa estupenda mesa puesta para la menos excelente cena. Y es
que un ciego no tiene por qué ser una buena persona, ni mucho menos, no en el
mundo de la literatura, del cine o de otras tantas artes al menos.
Ciego está igualmente por el brutal
castigo al que lo condena el antagonista de la novela a Miguel Strogoff, el
inolvidable correo del zar en la novela de Julio Verne. Lo curioso del caso es que
ello no le impide cumplir su misión, bien es verdad que con la ayuda de una
joven que lo ama y de dos periodistas franceses -¡de dónde si no, siendo Julio
Verne de esa nación! -. Pero en esa época, a un personaje de acción que encarna
el paradigma de la bondad y el sacrificio hubiera parecido cruel dejarlo realmente
sin vista, y al final sabremos que ha sido una argucia para que sus enemigos no
se preocuparan de él al creerlo ciego, por más que la explicación del porqué no
se quedó sin vista al aplicarle una espada candente a los ojos carezca del más
mínimo rigor científico (las lágrimas impidieron la ceguera), pero estamos en
el territorio de la literatura, y aquí todo, o casi todo, es posible.
Y quiero terminar este apartado con un
ejemplo maravilloso que podemos encontrar en una de las más hermosas novelas de
comienzos del siglo XIX: Frankenstein o
el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Y es uno de esos casos no
inhabituales en los que una persona ciega, tal vez por carecer de ese sentido,
puede ver aquello que a los demás parece estarles vedado. Me refiero a que la
criatura a la que logra dar vida a partir de un cadáver el doctor Frankenstein,
de un aspecto externo que atemoriza a la gente cuando lo contempla, es, en el
fondo de su ser, un hombre de un corazón inmenso y bondadoso, como se demuestra
una y otra vez a lo largo de la novela. Tal circunstancia, no obstante, la
aprecia un monje ciego a cuya cabaña llega huyendo tras uno de los muchos
desengaños que se va llevando en su relación con otros seres humanos. A lo
mejor, en ciertos momentos, es preferible estar ciego –aunque sea
simbólicamente – para ver más allá de aquello que tenemos delante de nuestros
ojos.
Y
EN LA MÚSICA
Desde la antigüedad los ciegos se
asocian de una forma u otra a la música. Pensemos si no, en el hecho de que un
porcentaje muy elevado de los músicos en el antiguo Egipto eran ciego, y
tenemos hasta imágenes que lo prueban. Así mismo, conservamos desde
ilustraciones de la Edad Media en la que podemos ver al ciego que toca la
zanfoña, por ejemplo, hasta incluso los testimonios del siglo XX en nuestro
país, sobre esa misma estampa, sea en cuadros, grabados, fotografías, cine o
cualquier otra forma de plasmación de imágenes que se nos pase por la cabeza. Si
no vamos al Renacimiento, hay tres muestras pero muy ejemplares de ciegos
músicos en España: Antonio de Cabezón, famoso compositor de música para clave,
especialmente, que llegó a ser músico de la corte real. El segundo sería
Francisco Salinas, a quien Fray Luis de León dedicó uno de sus más célebres
poemas. Y el tercero es Miguel de Fuenllana (1510 -1566), el único de ellos que
no era ciego de nacimiento, sino que se quedó ciego de niño, autor de uno de
los más sobresalientes libros de música del siglo XVI: Libro de música para vihuela intitulado Orphenica Lyra (Sevilla,
1554).
No es la primera vez que el azar
quiere que dos genios, en este caso de la música, nacieran en el mismo año y en
la misma tierra. Ese es el caso de J. S. Bach y G. F. Haendel, y lo que no deja
de ser curioso es que nunca llegaron a coincidir. El primero porque por sus
diversos puestos en muy diferentes
ciudades no salió de las fronteras prusianas. Por su parte, Haendel ya desde
joven viajó a Italia, donde pudo aprender de los grandes compositores de la
época para, con el tiempo, convertirse a su vez en el músico más popular de
Gran Bretaña, a la vez que también el mejor pagado. Pues bien, lo que los unió
igualmente al final de sus vidas fue que, seguramente por las muchas horas
pegados a los pentagramas, sus vistas se fueron debilitando hasta que llegó un
punto que apenas podían ver. Entonces no era tan extraño como pudiéramos pensar
la operación de los ojos, y uno de los médicos que la practicaban era John
Taylor. El caso es que primero lo
intentó con Bach, y tiempo después con Haendel. En ambos casos hubo un primer
momento en el que el resultado parecía esperanzador, mas no tardando mucho ello
dejó paso a la ceguera total en los dos pacientes. Por esa razón, en los años postreros de los dos gigantes no
pudieron ver ni a la familia, ni a los amigos, ni las iglesias ni los
escenarios donde tantos éxitos habían cosechado. Naturalmente eso no quiere
decir que no volviesen a tocar nunca, dado que siguieron dando conciertos de órgano
y clave, los dos instrumentos para los que tanto compusieron, e incluso aún
hicieron algo de música nueva, pero lo cierto es que ya nada volvió a ser como
antes, como lo prueba aquella escena contada por testigos del concierto en la
que Haendel asistía a una representación del oratorio Sansón, una de sus obras más conocidas. El público lloró a escuchar el aria en el que
el protagonista habla de su ceguera, al tener al Haendel allí presente con la
vista ya perdida, con los versos:
Total eclipse.
No sun, no moon,All dark amid the blaze of noon.
En
el siglo XX tenemos el caso de otro
músico que se quedó ciego siendo un niño: Joaquín Rodrigo, universalmente
conocido por el Concierto de Aranjuez.
Sin embargo, aunque hasta ahora venimos hablando de compositores de lo que se
suele llamar música culta, la verdad es que en otras músicas existen también
compositores e intérpretes ciegos. En el flamenco podemos mencionar a la Niña
de los Peines, en el jazz a Ray Charles y Art Tatum. Nada tiene de extraño, por
lo tanto, que el mundo del arte hay testimoniado esa realidad, y ahí tenemos el
músico ciego de Goya, el guitarrista ciego de Ramón Bayeu o el cuadro de la
época azul de Picasso que lleva el mismo título que éste último de Bayeu. Y eso
por no hablar de las muchísimas imágenes que nos han llegado a lo largo de la
historia del arte en la que podemos ver a músicos y cantantes ciego, buena
muestra de los cuales sirven para ilustrar precisamente este mismo artículo.
Y por último merece la pena citar la
novela El músico ciego de Vladimir
Kirolenko. La historia de un niño a quien, habiendo nacido ciego, le enseñan a
tocar música. A partir de ese momento no sólo se convertirá en un músico
extraordinario, sino que conocerá el amor de una joven y, por si fuera poco,
hará las veces también de maestro de música de otros niños ciegos que no han
tenido la suerte que ha tenido él. En este libro se nos ofrece hermosas
apreciaciones sobre cuanto el ser humano percibe a través del gusto, del tacto
y sobre todo del oído, como manera de describir todo aquello que va llegando al
protagonista y que de una forma u otra también irá con el tiempo conformando su
forma de ser, que en este caso es la de un hombre lleno de bondad y que no duda
en todo momento en ayudar a sus semejantes.
CASTIGOS
Por muchas razones
hemos hablado ya en este mismo blog de
Centauros del desierto, esa obra maestra de John Ford. A propósito de lo
que venimos hablando aquí, hay un momento en la que Ethan Edwards dispara a los
ojos de un apache que los suyos han dejado enterrado bajo una gran roca. Ante
ese acto, su sobrino le reprocha disparar a un muerto y muestra su
incomprensión ante el mismo. Ethan, gran conocedor de la cultura apache, como se
nos muestra en numerosos momentos, le explica que según la cultura blanca eso
no sirve para nada, es verdad, pero que en la cultura india el no tener ojos
significa tanto como no poder entrar en su particular cielo con el Gran
Espíritu de las Praderas, que no podrá descansar en el más allá con sus
antepasados.
Una de las más hermosas historias que guardan
relación con la mirada es la de Peeping Tom (algo así como Tom “el Mirón”). Una
atractiva noble, Lady Godiva, ha hecho la promesa de pasear desnuda sobre su
caballo por el camino que atraviesa un pueblo siempre y cuando todas las
ventanas y postigos estén cerrados para que nadie pueda verla. Esto obedece a
una condición que le puso su esposo para bajar los impuestos a su pueblo. Como
ya hemos dicho repetidas veces, las prohibiciones y tabúes de la literatura –
escrita u oral, con un transfondo real o perteneciente de lleno al mundo de la
leyenda - están puestos ahí para que alguien las infrinja, y es lo que ocurre
en esta ocasión: un tal Tom ve a la joven y por ello se queda ciego. Esa
leyenda dará nombre en 1960 a una turbadora película de Michael Powell, uno de
los grandes del cine británico. Pocas veces el séptimo arte ha indagado en el
poder de la mirada: turbia, de deseo, criminal, de cariño familiar, de sospecha
policial, etcétera. Y en escasísimas ocasiones el cine ha buceado de forma tan
intensa sobre su propio poder de seducción y en su poder para encoger el ánimo
de los espectadores.
Mucho más atrás
en el tiempo, Basilio II, emperador de Constantinopla, vencedor de los búlgaros
en Belasitza en el siglo XI, ordenó sacarles los ojos a quince mil prisioneros
y los hizo regresar a su patria. Y para que puedan cumplir su orden, uno de
cada cien debía de conservar un ojo para servir de guía los otros noventa y
nueve. Por otra parte, dentro de la mitología griega es conocida la leyenda de Acteón,
el cazador que ve a la diosa Diana desnuda mientras toma un baño en el río, por
lo que es castigado por ella a convertirse en ciervo y morir en las fauces de
sus propios perros de presa. Y otro tanto le sucede a Tiresias, un hombre que
ve igualmente desnuda a la diosa Atenea y, como no podía ser de otra manera,
ésta lo castiga a perder la vista, aunque eso sí, como contraprestación, se le
da la potestad de ser adivino del futuro. Y él es quien le abrirá los ojos a
Edipo paradójicamente sobre las causas que han originado la peste de Tebas.
Muchas veces el hecho de ver algo o
a alguien que no debe ser visto – por muy diferentes tabúes - se paga con la
pérdida de la vista, como venimos viendo en las últimas líneas. Que es lo que
ocurre en el no menos famoso episodio de la Biblia cuando Dios destruye las
ciudades de Sodoma y Gomorra. Lot, el hombre temeroso de Yahvé, huye de esas
ciudades que pasarían a ser el paradigma de los lugares pecaminosos por
excelencia, y les dice a sus esposas que por ninguna razón se le ocurra volver
la vista atrás en su huída para ver cómo arden esas ciudades castigadas por la
ira divina. Ni que decir tiene que ellas van a incumplir esa prohibición y al
hacerlo se convertirán en estatuas de sal. Y el último ejemplo, extraído así
mismo de la Biblia: Sansón pierde su fuerza al cortarle el pelo – de donde
proviene la misma, según ha confesado a su esposa Dalila - su criada por orden
de sus enemigos los filibusteos, tras lo cual le sacan los ojos y lo convierten
en esclavo. Pero según algunos, todo es un castigo por desobedecer la ley de
Dios que prohibía casarse con una infiel, como lo es Dalila. El final del
hercúleo héroe judío es sabido: atado a las columnas del templo de los
filibusteos, recuperada su descomunal fuerza al haberle crecido de nuevo el
cabello, derriba esas columnas en las que sostenía el templo y mueren así un
número de enemigos mayor que el que fue cayendo a sus pies a los largo de su
vida, con ser éste considerable.
Habría mucho que decir algo de los escritores ciegos, pero vamos a poner sólo un ejemplo: el caso de Jorge Luis Borges, que dedicó tres poemas a John Milton, otro escritor que perdió la vista y que dictaba los versos de sus poemas en los últimos años de su vida, como le ocurrió al propio Borges. Hace poco he leído que el escritor argentino, gran amante del cine, seguía acudiendo a las salas donde proyectaban películas, y lo hizo hasta los últimos años de su vida. De ser cierto sería una anécdota muy reveladora. De todas formas, es interesante destacar la figura del lector, como ese joven Alberto Manguel, adolescente que leyó libros al magistral autor argentino durante cuatro años. Esa singular relación puede leerse en el imprescindible libro de Manguel Con Borges, con los recuerdos y las impresiones que a éste le causó esa relación, que no cabe duda que lo forjó también como lector y que, con el tiempo, Manguel será quien nos proporcione muchas horas de placer a sus lectores.
Y para terminar con este artículo cómo no recordar aquella leyenda de origen al parecer indio sobre los seis
ciegos sabios y el elefante. Cada uno presume de ser más sabio que los demás,
pero la prueba definitiva que va a rebajar esa soberbia, al menos de cara a los
lectores, es que tienen que describir un elefante. Ni que decir tiene que cada
cual se topa con una parte de animal (la pata, la trompa, el rabo, los
colmillos, la oreja…), de modo que la descripción de uno no tiene nada que ver
la de los demás. Lo que no deja de ser una muestra más de la sabiduría hindú
para relativizar la sabiduría y el conocimiento humanos. Y es que a veces la
verdadera forma de ser humano parece pasar por una humildad y una solidaridad
de la que carecen no pocos personajes de los que han aparecido en estas
páginas, y así les va, para su desgracia.
Apostilla.
Releyendo uno de libros de Oliver Sacks (La isla de los ciegos al color), ese
extraordinario neuropsicólogo, músico y tantas otras cosas que lo sitúan en un
lugar privilegiado entre los hombres de nuestros días, me encuentro con varios
puntos que no puedo por menos que traer a esta entrada del blog. Primero, su
mención a un relato de H. G. Wells que desconozco titulado El país de los ciegos, en el que un viajero se encuentra con un
poblado de casas parcialmente coloreadas, lo que le lleva a pensar que sus
habitantes deben de estar ciegos. Y así es: toda esa comunidad carece de
visión, y mientras él los ve como seres dignos de lástima, ellos lo consideran
como un demente sujeto a las alucinaciones generadas por los ojos. El
protagonista extraviado en ese valle perdido de Sudamérica se enamora de una
muchacha y desea permanecer allí y casarse con ella, pero los ancianos se
muestran de acuerdo siempre y cuando acceda a extirparse esos órganos
excitables.
En segundo lugar, se refiere al hecho
de que hay una idea muy extendida acerca de que las estatuas en la isla de
Pascua no tienen ojos ni miran al mar. Lo cierto es que la mayoría miran hacia
donde estaban las casas de los nobles y además sí tenían ojos, un tanto
inquietantes por su brillo, elaborados con coral blanco con iris de roca
volcánica roja o de obsidiana; claro que estas características no se
descubrieron hasta 1978. El mito que aún perdura en sobre este particular parece
tener su origen en los relatos de los primeros exploradores, asó como en las
pinturas de William Hodges, quien viajó a la isla de Pascua con el capitán Cook
durante la década de 1770.
En
tercer lugar, el título alude a una isla en el océano Pacífico llamada Pingelap
donde la mayoría de sus habitantes padecen acromatopsia, una enfermedad que
consiste en una ceguera total y congénita al color. Pues bien Sacks narra un
viaje a esa y otras islas para investigar esa extraña enfermedad, así como otras
como la sordera total o parálisis progresivas, endémicas de ciertas islas. Y en
ese viaje cuenta como compañero a Kurt Nordby, un investigador de la visión de
la Universidad de Oslo, autor de un libro llamado Night Vision, originario de
la isla de Fuur, en un fiordo de Jutlandia, donde había numerosos enfermos de
acromatopsia, entre ellos el propio investigador.
Y,
por último, en las notas finales de ese libro apasionante por tantos motivos, nos
habla de Georg Rumpf (conocido como Rumphius), apasionado naturalista y botánico que se embarcó hacia Batavia y las
Molucas en 1652. Aunque se quedó ciego
en 1670, continuó trabajando en su Herbarium
Amboinense, donde describe 1.200 especies de plantas propias del sudeste
asiático. Lo curioso del caso es que su obra le llevó cuarenta años, a pesar de
una serie de penalidades: perdió a una de sus hijas y a su esposa en un
terremoto, un incendio arrasó la ciudad de Amboina y destruyó su biblioteca y
manuscritos en 1687, los seis primeros tomos de su obra salen en barco para Ámsterdam
y se pierden en un naufragio en 1692, tres años después son robadas sesenta
láminas de su oficina… En 1702 murió Rumphius, unos meses después de haber terminado el Herbarium, un trabajo de 1700 páginas y
700 ilustraciones, aunque no se publicó hasta mediados de siglo. Sólo por
conocer la existencia de este hombre ya merece la pena leer el libro de Sacks.