miércoles, 2 de noviembre de 2011

PINTORES Y PINTURAS



PINTORES Y PINTURAS

      Un hombre joven, con recursos pero sin ilusión en la vida descubre, gracias al famoso pintor Wang-Fô, los colores de su propia casa y de cuanto le rodea, y eso le lleva a hacer de modelo para el maestro; es más, ofrece a su joven esposa para que pose también para él. Ella languidece y muere al ver que si antes no le interesaba a su marido, Ling, ahora sólo lo hace en la medida que pueda verla en los cuadros de Fô, con una belleza inalcanzable. Ling lo acompañará como ayudante y andando el tiempo son detenidos por el emperador de China. Durante años éste se vio obligado a ver la gran colección de cuadros de Fô que había en palacio, y ello originó que, al enfrentarse después al verdadero aspecto de la vida y a sus colores, todo le pareció horrible por comparación. Antes de ordenar que le quemen los ojos y le corten las manos por el dolor que ha provocado en el Hijo de las Estrellas, le obliga a terminar una obra inacabada de su juventud, no sin antes hacer decapitar a Ling, para que no queden dudas de sus intenciones.

     Pero cuando Wang-Fô se pone manos a la obra, en un giro hacia lo fantástico memorable, en la inmensidad del cuadro el anciano logra ponerse a salvo del poder del emperador, tanto a sí mismo como a Ling, a quien ha vuelto a encontrar. El monarca chino, por su parte, se ve encerrado en esa misma tela portentosa que estaba pintando su prisionero y de allí no podrá escapar ya nunca. Marguerite Yourcenar escribió Cómo se salvó Wang-Fô, uno de los relatos que se incluyen en Cuentos orientales (1938), y su secreta belleza, capaz de aunar a la perfección poesía y pintura, se mantiene viva como un cuadro recién pintado, resplandeciente ante la mirada sin condicionantes del lector y del espectador.

       No ha tenido nunca el reconocimiento de Wang-Fô, pero aún así, el pintor Yegor Savich es conocido, pero sólo en unos ambientes que tampoco saben mucho de pintura, porque lo cierto es que incluso sus propios colegas no creen que haya hecho nada que merezca la pena. Una joven campesina está enamorada de él, pero él no quiere ningún tipo de compromiso, bajo la excusa de que se debe al arte; aunque lo que debe en realidad es la mensualidad de la casa en la que vive, propiedad de la familia de la joven, que no ve nada bien los sentimientos de ella hacia un tipo que no parece vaya a llegar a ninguna parte. Los dos compañeros de Yegor vienen a verlo y a beber su vodka, pero lo que no acaban de ser capaces de reconocerse a sí mismos es que han echado a perder sus mejores años y que los frutos de su trabajo con los pinceles no están a la altura de lo que un día soñaron. Para más inri, todo ello se cuenta en un relato cuyo título no puede menos que sonar un tanto irónico, El talento (Antón Chéjov).


LA PINTURA Y EL AMOR

      En otro relato del autor ruso, aparece también un pintor, aunque no deja de ser curioso el hecho de que, excepto en un par de líneas, en ningún momento se le vea pintar ni hablar de sus aspiraciones o de los maestros a los que admira, o de… Habría que incluirlo en la larga nómina de personajes chejovianos que, inspirados por el amor, pretende cambiar un mundo que considera egoísta, frío y gris. Pero esas ideas casi revolucionarias para quienes lo rodean se terminan cuando la mujer a la que pretende como esposa huye de él, por consejo de su familia, y no vuelve a verla. Vuelve, en consecuencia, el tedio a su vida - y a su arte, probablemente-, y se va él de allí también. Tiempo después, un recuerdo de aquella última noche con la joven vuelve a su mente, y se ilusiona pensando que tal vez ella también se acuerda de él, y quién sabe si no se encontrarán algún día. Y todo acaba con algo parecido a un grito silencioso de un hombre solo: “Misius, ¿dónde estás? (Ese es el nombre cariñoso con el que se refieren a la joven Zhenia sus más allegados y por la que suspiraba el pintor del que ni siquiera sabemos su nombre, en ese hermoso relato que se llama Casa con desván, 1896).

      Y es que el amor es un elemento importante en la vida de los pintores. Uno de ellos, extravagante y bohemio como pocos, vive con una joven ayudante, atractiva y aspirante a pintora. Pero el problema no es que, en ocasiones como ésta, el amor suele ser un estímulo para la creación, sino otro factor no menos efectivo de cara a la trama de la historia: ella quiere dejarlo por otro, pero él se consume de celos y le pide que no lo abandone; y al hacerlo él empieza un proceso de creación de una fuerza enorme, aunque eso no hace que su amor posesivo y casi destructor aminore. Como no podría ser de otra manera, al final cada uno de ellos tendrá que tomar su propio camino, y sus caminos no pueden volver a coincidir como lo han hecho una vez (Apuntes al natural, se llamó en nuestro país, aunque su título original es mucho más preciso, Life Lessons, episodio incluido en Trilogía de Nueva York y dirigido por Martin Scorsese, 1989).

       Pero no sólo el amor carnal puede poner en marcha el argumento de un relato, como lo prueba el cuento de Leopoldo Alas, Clarín, El grabado. Allí, un catedrático de Filosofía y mente privilegiada para analizar las ideas y los razonamientos, explica a uno de sus admiradores su más íntimo secreto: si defiende la existencia de Dios es porque, tras quedarse viudo y pasar a encargarse de sus dos hijos, vio un grabado de no precisamente muy buena calidad, pero en la que se reflejaba la atroz estampa de unos niños huérfanos; desde ese momento, sus esfuerzos han ido siempre dirigidos a no dejar a sus descendientes sin el único progenitor que le queda. Y es que, en realidad, ese miedo a dejar huérfanos, y sobre todo, el de perder a los propios hijos, es un leiv-motiv que se repite no pocas veces en novelas, cuentos y cartas del destacable narrador asturiano –y, en le fondo, sabemos que era un miedo que hería al propio escritor- , y ese sentimiento se vive en su obra siempre de forma dolorosa.

AL FINAL DE DOS VIDAS

      La última novela de Isak Dinesen no podía apartarse de ese aspecto literario que tienen otras muchas de sus obras, y así, el peso de lo oral predomina de una forma ya muy poco habitual para los usos de los escritores de los años sesenta del siglo pasado. Una de las voces narradoras de Erhengard (1962) es la de un pintor de corte, que en sus cartas a la antepasada de la que parece narradora principal (el juego de las diversas voces narrativas es encomiable) va explicando retazos de la historia principal, la de una pareja de príncipes de cuento de hadas y la de su primogénito. Aparte de agente de la acción, el pintor aprovecha para pensar en un dibujo de la joven que da nombre a la novela, a la que imagina en el lienzo como una Venus contemporánea, y a quien no en vano desearía tener en sus brazos, pero como un triunfo del Arte, más que como una victoria de lo sensual. De todas formas, al final ese cuadro no se llega a pintar, porque no sólo triunfa la literatura, sino también la vida.

      El último cuento que aparece en el libro que antes mencionaba de Marguerite Yourcenar, Cornelius Berg, trata curiosamente también de un pintor en su vejez, pero ¡qué distinta y distante la trayectoria de Wang-Fô con la de Cornelius Berg, el compañero en su juventud del ya famoso entonces Rembrandt!. El anciano pintor holandés que tras haber pasado una vida dedicada a sus dos grandes pasiones, la pintura y los viajes, ha llegado a un punto de su vida en el que no puede esperar, por desgracia, gran cosa: sus manos temblorosas le impiden pintar con la gracia y el encanto que un día fueron sus señas de identidad y, por si eso fuera poco, la narración de sus grandes y peligrosos viajes a lo largo del mundo ya no despiertan el interés y la diversión que despertaban en sus oyentes en otro tiempo. En conclusión, lo que queda tras la lectura de esas más bien pocas páginas es tanto el paso del tiempo, que ha ido desgastando lo que, no obstante, hay que reconocer como una vida plena, como la situación de desamparo en la que se encuentra Cornelius, al que apenas quedan ya personas que sepan quién es y lo que un día fue. Y, a pesar de ello, tampoco podemos decir que él sienta rencor o sea alguien que se regodee en la amargura. No, simplemente parece aceptar que así es la vida, con sus cosas buenas y sus cosas malas, y así que hay que aceptarla.


LA POSIBILIDAD DE LO LÚDICO

      Otro autor francés, no tan famoso quizás durante años como Yourcenar, pero que está volviendo a ser muy –justamente- reivindicado es Georges Perec (1936-1982), y de él nos interesa en este momento una novelita titulada El gabinete de un aficionado (1979). En esa obra, tan ingeniosa al menos como muchas de las suyas, en la que el lado lúdico no sólo no está ausente de su escritura, sino que constituye un elemento indispensable, se nos relata la singular historia de un cervecero rico y de uno de los cuadros que atesora, titulado como la novela. Lo curioso del caso es que en el cuadro se ve a su dueño contemplando sus mejores cuadros, entre los que los que está ese en el que se le ve observar sus cuadros y uno de ellos es el cuadro que acabamos de comentar … y así sucesivamente, en una clara puesta en abismo. Por si eso fuera poco, los cuadros no permanecen siempre iguales, sino que cada ver que se habla de ellos o alguien los contempla, han sufrido algún cambio en su interior. Estamos, en consecuencia, ante un auténtico tour de force literario. Esta claro que la Oulipo (Taller literario potencial, en francés), al que pertenecía Perec, no era ajeno a ese concepto lúdico e innovador que puede verse en esa singular novela.

      En un libro cuya unidad es el juego sobre alfabetos, un personaje descubre en la habitación del hotel en el que se hospeda “un cuadro entre gris y azul, una marina”. Cierra los ojos y poco a poco su pensamiento lo lleva a crear una conexión –un tanto inconexa, cierto, pero ingeniosa- en la que va enlazando personas, objetos, lugares, etcétera.; unidos todos ellos por el único vínculo firme de dar pie a la posibilidad de citar todas y cada una de la letras del alfabeto de nuestra lengua. Y es que, de la misma manera que Perec ironizaba en su novela con una serie de cuadro es que él mismo se había inventado, ¿por qué no iba Bernardo Atxaga a imaginarse un mundo fantástico como el que se puede observar en este cuento (si es que puede denominarse así, porque en el escritor vasco los límites genéricos se difuminan con facilidad). Es lo que ocurre en Alfabeto sobre una marina (1998).

LA PINTURA O LA MUERTE

         “El arte nos salva de la vida”, dijo en alguna ocasión Carmen Martín Gaite, a menos de que esté equivocado y la cita real fuera “El arte nos salva la vida”. A Doña Berta, la ridícula heroína del cuento homónimo de Clarín no diremos que le salva la vida, pero sí que se la justifica. El cuadro que ha descubierto en Madrid, a donde se ha mudado tras vender todas sus posesiones en un lugar paradisiaco, cree que representa al hijo que casi no llegó a conocer, puesto que al poco de nacer sus hermanos se lo arrebataron, al verlo como el fruto de la deshonra de su casa, habida cuenta que el padre del bebé había sido un militar de paso en su hogar. Ese hombre falleció en combate y, según parece, al hijo le sucedió otro tanto, y en el rostro de ese hermoso joven que por una parte recuerda al de su padre –al menos a ojos de Doña Berta -, pero que por otra tiene una fuerza y un ímpetu todavía mayor que el de militar seductor, en ese cuadro de un hermoso Marte de cuerpo entero que constituye una obsesión para ella–por más que Clarín no asegura en ningún momento la legitimidad de esa figura heroica en la tela ni lo emparenta con el teórico progenitor, lo que la deja a la más que madura solterona asturiana en un terreno casi ridículo, si no fuera por lo patético y tremendamente triste de toda la historia. En la lógica interna del relato, y de la crueldad para con su criatura por parte de Leopoldo Alas, la muerte le llega a Doña Berta bajo las ruedas de un carruaje en esas calles extrañas y tan distintas del campo donde pasó la mayor parte de su vida, justo cuando iba a ver por última vez el cuadro, pues no pudo comprarlo y al hacerlo otra persona, esta se lo va a llevar a otra ciudad, dejando a la protagonista sin la posibilidad de volver a verlo nunca más.

        El arte es también más importante que la vida para el pintor Frenhofer, quien en la presentación de ese soberbio relato de Balzac que es La obra maestra desconocida aparece como un formidable artista capaz de enmendar una gran obra de Forbus, que ha sido pintor del rey Enrique IV y para María de Médicis sin apenas esfuerzo. Y todo ello ante la atónita mirada de un testigo de excepción, un joven que es nada menos que Nicolás Poussin, uno de los nombres imprescindibles de la pintura francesa del barroco. Cuando los dos pintores, el veterano y el joven que ya apunta maneras prometedoras oyen al anciano hablar de una obra maestra en la que lleva invertidos diez años, ambos ansían poder verla, pero la negativa de éste no puede ser más tajante. Se trata de un desnudo como pocas veces se ha visto en el mundo, donde cada detalle es de una belleza y de un realismo tal que parece como si se pudiera escuchar el latido de la modelo allí pintada y de sentir el calor que desprende su bellísimo cuerpo. “Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión!”, llegará a decir, a pesar de lo cual aún la considera inacabada.

       Poussin persuade a su joven amante a que pose para el viejo Frenhofer, y aunque ésta recela de que ello pueda acabar con su relación amorosa, finalmente accede. En la lujosa casa de Frenhofer se presentan los tres, Gillette, Poussin y Forbus y el propietario consiente en mostrar su obra para que la primera pose para él, pues se trata de una joven de una belleza perfecta. La tela que recubre el cuadro es retirada y el pintor comienza a explicar cada detalle, cada pincelada, cada color empleado, fruto todo ello de un sinfín de pruebas y de estudios durante una década. Sin embargo, lo que ante sus ojos tienen los tres testigos no es sino un cuadro lleno de manchas, de combinaciones cromáticas sin la vida que tanto persigue el maestro. Al darse cuenta por los comentarios y el rostro de sus invitados de la realidad, esa misma noche el hombre que soñó con superar al gran Rafael enferma y muere, no sin antes haber quemado todos sus cuadros. Se diría, por un momento, que al igual que les sucedía a Bouvard y Pécuchet, la pareja de amigos de la última novela de Flaubert, que iban leyendo y leyendo libros de todo tipo de materias para llegar a la mayor sabiduría posible de cada tema pero que, al final, el resultado no se traducía en una obra que sintetizara el conocimiento anterior y avanzara el saber venidero sino en algo infructuoso, otro tanto le sucede a Frenhofer, que incluso anuncia el riesgo en estas palabras:”Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación”.

NICOLAI GÓGOL

      Se puede ser pintor de muchas maneras, aunque sea difícil igualar al maestro Frenhofer, y mucho menos un joven pintor de Petersburgo llamado Peskarev, que recuerda un tanto al otro joven que antes citábamos en el cuento de Chéjov. Y es que en ese particular homenaje a una famosa avenida que Gógol dedicó en su La Perspectiva Nevski, ese pintor podía haber sido cualquier otra cosa, ya que su enamoramiento y su no mucho posterior muerte por esa loca pasión apenas apunta nada que pudiera llevarnos a encontrar en él a un artista en el que latiera “la chispa del talento, que quién sabe si algún día se hubiera transformado en brillante llama”, por más que con esas palabras se refiera el autor ruso a su personaje en la hora de su muerte, en la que “nadie lo lloró, nadie estuvo junto a su cadáver en aquella hora”.

     Pero el mismo Gógol, que durante su vida abrazó la idea de dedicarse a la pintura –y de hecho se conservan no pocas obras suyas –y que se casó además con la hija de un pintor, presenta a otros pintores en un relato mucho más contundente que el anterior, llamado muy adecuadamente El retrato. Divido en dos partes, en la primera otro joven sin recursos descubre una obra sublime entre cuadros sin interés en la tienda de un prestamista y, por muy poco dinero –eso sí, el único que le quedaba para comer, pues ni para pagar el alquiler tiene- lo adquiere. Lo que no sabía es que su vida iba a cambiar radicalmente desde ese mismo momento, puesto que ese cuadro no sólo le provoca una serie de extrañas visiones, sino que además supone el origen de su riqueza. A partir de ese momento se dedica a retratar a los adinerados nobles de la ciudad, lo que hace que su cotización suba como la espuma y, paralelamente, también sus ingresos. Hasta ahí todo iba bien, pero la visión de una obra maestra pintada por un antiguo compañero, que lo ha sacrificado todo al Arte hace que, por un momento, pretenda volver a pintar con el alma, a dar vida a los lienzos. Esfuerzo inútil: al ser consciente de su incapacidad pierde la razón y dedica toda su gran fortuna a comprar pinturas extraordinarias para poder destruirlas. Ni que decir tiene que en un espacio breve de tiempo muere, para gran consuelo de quienes lo conocían pues ya sólo estar a su lado infundía terror, y de los verdaderos amantes de la pintura.

        En la segunda parte, el mismo retrato que causó la perdición de Chartkov está siendo subastado en un momento en el que ha llegado a una cifra disparatada. Un joven pintor al que sólo se le denomina como B. explica a todos los presentes que ese retrato lo pintó su padre, muchos años atrás, y que algo que únicamente puede calificarse de diabólico puso en los ojos del retratado, que no era otro que un prestamista malvado de quien se sabe que quienes entraban en tratos con él acababan por encontrar una muerte prematura. Pero ese fuego de la mirada maligna atrae y repele con la misma potencia, de modo que no son pocos los pintores que lo van comprando, y todos con la desdichada muerte que no puede ser evitada. Al final, el rastro de esa tela se pierde, y lo más que parece saberse de ella es que lo adquirió un joven pintor en una galería de arte; es decir, la escena con la que prácticamente se abría el relato. De todos modos, en una suerte de epílogo, Gógol hace que el joven narrador de esta segunda parte señale al retrato después de su larga historia, y cuando todas las miradas se dirigen hacia el cuadro, la sorpresa no puede ser mayor: alguien ha aprovechado la narración del pintor B. y la atención que cuantos allí estaban presentes le dirigían para sustraerlo y llevárselo sin que nadie se diera cuenta.

EL ESTALLIDO DE LO FANTÁSTICO

       Una suerte de presencia sobrehumana aparece también en el relato del escritor holandés Hubert Lampo, que lleva por título La Virgen de Nedermunster. Se trata, en realidad, de una historia contada en primera persona de un especialista en arte que ha de viajar a una pequeña ciudad holandesa llamada Nedermunster, en cuya iglesia se conserva el cuadro que da título al cuento. Hasta aquí poco de novedoso tiene ese arranque de la trama, lo que ya se sale de los caminos trillados es que, al llegar a la parroquia, el sacerdote encargado de la iglesia le va explicando cómo descubrió el origen de una especie de mascarada que acaban de ver en las calles de la ciudad, que por cierto ha dejado muy mal cuerpo a nuestro protagonista, de apellido Scheepmaker. Y ese acostumbre proviene de la quema en la hoguera de una bruja quinientos años atrás.

     Como no quiere aceptar la invitación del deán Vinderhoute, Scheepmaker coge su coche y se retira, pero una tormenta de nieve, junto con el viento, los fallos del automóvil y un extraño bosque hacen que llegue a un albergue de nombre El peregrino de Galicia. Allí conoce a la bella anfitriona del lugar, pero le sorprende los muebles que tan perfectamente parecen de época, al igual que el vestuario y hasta la iluminación sólo de velas, y se extraña de que los ancianos y las jóvenes que le acompañan le parecen como si no estuvieran vivos, a pesar de verlos moviéndose, en actitudes amorosas y sin dejar de hacerse arrumacos. Esa noche la mujer de perfecta hermosura y cuerpo poco menos que divino se presenta en su dormitorio y pasa la noche con él. Al regresar y contar lo del albergue –no se atreve a contar su encuentro amoroso al sacerdote – éste le mira muy sorprendido, puesto que ese era el auténtico nombre de la casa licenciosa que regentaba la bruja, que no sólo confesó serlo sin que le obligaran mediante tortura, sino que fue la amante de Petrus van Dornezele, el pintor del cuadro que viene a buscar Scheepmaker, y, por si fuera poco, quien sirvió de modelo en esa misma tela.
       En realidad, lo mismo que pasaba con el relato de Gógol, en éste lo más interesante no deja de ser sino el viraje hacia lo fantástico que se experimenta en ambos. En aquél, la primera noche que pasa en su destartalado apartamento tras adquirir el cuadro del prestamista, en las visiones que lo asaltan no sólo descubre o intuye cuanto de maléfico hay en el retratado, sino que éste mismo se sale literalmente del lienzo para acercarse a él, con el pavor que es de suponerse en el corazón del joven pintor sin fortuna por el momento. Y, por si eso fuera poco, en él descubre las mil monedas de oro que supondrán el inicio de su carrera meteórica al éxito y, de paso, su fracaso como artista, el cual, una vez que es consciente de él, lo llevará a la muerte. Por su parte, lo más notable del cuento de Lampo es la escena que transcurre en la posada, puesto que el narrador muy sutilmente va dejando entrever detalles de que ha tenido lugar una especie de transmutación cronológica que ha llevado al protagonista a un lugar y un tiempo quinientos años atrás.

      Roza también lo sobrenatural, lo que no puede sorprender viniendo de quien viene, el famoso cuento El retrato oval de Edgar Allan Poe, que con la clásica técnica de las cajas chinas nos presenta a un pintor más enamorado del Arte que de su esposa, como ya le ocurría al bueno de Ling. Su mujer teme, como le ocurría a la de éste joven y rico el ser retratada, pues presiente que la tarea pictórica de alguna manera le arrebatará a su amado y, en último término, la vida misma. Y, en efecto, paulatinamente, con ese paso inexorable que poseen sus relatos, Poe nos lleva a un punto en el que vemos cómo el artista extrae la belleza de las mejillas de su esposa para traspasarla al lienzo. Inevitablemente, con un hado contra el que nada puede hacerse, la proximidad del fin del retrato lo es también de la muerte de la dama y, en ese instante postrero de la última pincelada, ante el éxtasis arrebatado del pintor ante su obra, su mirada no se va a encontrar ante él sino el cuerpo exánime de su esposa.
      Y qué mejor cosa que terminar con el principio. Entre las múltiples anécdotas que nos ha legado la antigüedad sobre la pintura, aparte de la famosa del pájaro que venía junto a un cuadro de Apeles pensando que la uvas allí pintadas eran de verdad, está la del lienzo que representa a Friné. Esta era la más famosa hetaira de la antigua Grecia, de una hermosura insuperable, hasta el punto de que sus representaciones tanto en escultura o en pintura eran vistas como lo más parecido a la imagen que un simple mortal podía tener de una diosa como Afrodita. De hecho, fue la modelo en varias ocasiones –según se cuenta- para representar a la diosa del amor tanto para Praxíteles, el más famoso de los escultores griegos, como para el no menos famoso pintor Apeles.
      Pues bien, en una ocasión, que según las fuentes pudo ser por una escultura o por un cuadro, aunque esta segunda opción ha tenido una larga tradición en la historia de la pintura, como puede verse en el número diecisiete de la revista de arte FMR (vigésimo quinto año) –donde aparecen unos bellísimos cuadros sobre el tema que nos ocupa-, Friné fue acusada de inmoralidad y de pervertir a la juventud, cargos que no eran ninguna broma en Atenas, como bien sabemos por la muerte de uno de los más notables pensadores griegos, Sócrates. El caso es que (y esto le traerá a la mente a más de uno los problemas con la censura de las fotos de Richard Mapplethorpe o de tantos otros) es que al abogado de la inigualable mujer, viendo que el resultado pendía de un hilo, no se le ocurrió más que dar un golpe de efecto, que eran bastante habituales en ese momento, y junto al lienzo en cuestión colocó a la bella hetaira y la despojó de su vestimenta. Ni que decir tiene que los miembros del senado que se encargaban de dirimir el caso no dudaron ni un momento y proclamaron su inocencia, puesto que todo el mundo tenía derecho a disfrutar de una hermosura como la de Friné. A poco que uno se esfuerce, la verdad es que parece que nos halláramos ante la primera muestra de un tableau vivant de la historia.

        De todos modos, y a modo de conclusión, los pintores siempre han estado a vueltas con la posibilidad de que la belleza sea alcanzable o, tal vez, sólo una aspiración imposible de conseguir. No importa, en todo caso, porque lo importante es que los resultados conmuevan a quienes van a contemplar esas pinturas. Y con esa eterna búsqueda han sabido pelear también los escritores, que, además, han usado como materia prima de sus tramas en ocasiones a aquellos y a éstas. Y de todo ello hemos querido dejar una pequeña muestra en estas líneas.

                                                                            José María García Pérez