PADRES E HIJOS
Mucho antes de que se convirtiera en un entretenimiento para varias generaciones y no digamos de que diese nombre incluso a una patología psicológica, Peter Pan se presentaba a los lectores como un chaval que iba reuniendo a los niños que se perdían en los parques londinenses. Y lo hacía porque a él le había ocurrido lo mismo, por uno de esas habituales distracciones de las criadas británicas de principios del siglo XX. Lo que no se suele saber, a menos que uno se tome la molestia de leer los libros de J. M. Barrie, es que hay una escena reveladora del carácter del muchacho volador: cuando vuelve a su casa, alegre de ver de nuevo a su madre y de reencontrarse con su hogar, con la lógica esperanza de que le aguardan besos y abrazos sin fin, se encuentra con una imagen que herirá para siempre su corazón: la ventana del cuarto de su madre ya no está abierta esperando su regreso, sino que se ha cerrado porque su vacío lo ha llenado otro bebé, cuya existencia él desconocía, claro está. La visión de su madre con su nuevo hijo lleva a Peter Pan a jurar que desde ese momento nunca crecerá.
Tampoco las relaciones de tres adolescentes norteamericanos de los cincuenta con sus respectivos progenitores son mucho mejores. Platón, el más joven e indefenso de los tres, no ve a sus padres prácticamente nunca, cada uno preocupado por mil y una cosas que no atañen a su hijo. Judy ha de afrontar el inicio de una época difícil en la que ya no puede ser la niña mimada de su papá. Jim Stark, por su parte, se enfrenta no sólo a unos padres que se mudan de ciudad cada vez que él tiene algún problema en el instituto, sino también a los nuevos compañeros de estudios. Al comienzo de esa historia se encuentran, sin conocerse, en una comisaría. Al final, otra vez juntos - y no sólo amigos entre sí sino enamorados Jim y Judy-, esta vez en el planetario a donde les ha llevado el miedo y el acoso de una cuadrilla de adolescentes y también de la policía, el final de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) se resuelve con los disparos de los representantes de la ley y la muerte de Platón, ante la impotente mirada de sus amigos.
Por su parte, los cuatro hijos de un matrimonio ya mayor viven en una suerte de hogar prisión, desde el momento que la posesiva madre les ha inculcado unos valores que pasan por una total sumisión al primogénito y a sus propios padres. Las tensiones afloran de manera cada vez más fuerte con la llegada del benjamín y su novia. Ésta se encuentra aturdida por el galanteo de que es objeto por parte del padre alcohólico y sorprendida por la falta de voluntad que atenaza tanto a su novio como a su hermano Arthur y a su única hermana. El único que no muestra semejante carácter es Curtis, antes al contrario, es él quien ha levantado el rancho en el que viven –situado en medio de ninguna parte, todo sea dicho de paso -. Una pantera acecha en el exterior nevado y en su búsqueda pierden la vida los dos hijos mayores, lo que lleva a la madre a aceptar el matrimonio de su hijo menor, a lo que se negaba con anterioridad. Sólo la muerte parecía capaz de resolver las tremendas pasiones que asaltaban a uno y otros, mientras el padre no dejaba de beber y la madre de citar palabras de la Biblia. Parece como si nos encontráramos ante una tragedia griega situada en las montañas sin nombre de los Estados Unidos a finales del siglo XIX (Track of the cat, William A. Wellman, 1954).
ENTRE LOS MITOS Y EL PRESENTE
Sin embargo no todas las relaciones entre padres e hijos tienen que ser tan tortuosas. Lo prueba un bellísimo ejemplo extraído de la ópera El retorno de Ulises a la patria (Claudio Monteverdi, 1643). El argumento es conocido: tras cerca de veinte años ausente de su hogar, Ulises retorna a Ítaca. Pero como llega casi como un andrajoso, no lo reconoce nadie, salvo su fiel perro (en el poema de Homero). En la ópera el encuentro más emocionante tiene lugar entre el héroe y su hijo Telémaco; imaginemos la escena, cuando después de ese tiempo, padre e hijo se reencuentran. Y mientras para el joven no hay suficientes preguntas que hacerle a su padre, a fin de cuentas es un hombre que quiere saber cuanto le ha pasado, Ulises no hace sino abrazarlo y canta “Te stringio” (“Te abrazo”) varias veces, como pareciéndole mentira el que haya llegado el momento de poder tener a su hijo bienamado entre sus abrazos.
No menos noble es la peripecia de otro de los grandes personajes de la mitología grecolatina. Me estoy refiriendo a Eneas, el príncipe troyano que ha de partir de su ciudad natal tras la destrucción de la misma a manos de los griegos entre los que se encuentra Ulises, por cierto. En su vagabundeo por el Mediterráneo –que nunca fue más Mare Nostrum que con estos personajes, sea dicho de paso-, Eneas arribará a las costas de Cartago, donde hallará a la inolvidable Dido, la reina que acabará suicidándose tras la partida de Eneas -de quien se ha enamorado apasionadamente - para fundar la ciudad de Roma. Y es que los humanos entonces no podían sustraerse a los designios divinos, de manera que no tiene nada de extraña la imagen que nos ha trasmitido Virgilio, con el pius Eneas llevando a su padre Anquises a la espalda en parte de ese largo periplo. Y sólo cuando lleguen al lugar destinado a la fundación de la ciudad latina el anciano padre podrá descansar en paz, pues una vez más se han cumplido los deseos de los dioses.
No obstante, no vayamos a pensar que únicamente son los padres e hijos los que van a aparecer por estas líneas, como si no hubiera ejemplos de madres e hijas. Es el caso, por ilustrarlo con una muestra reciente, de An education, la película de Lone Scherfig (2009) basada en un artículo autobiográfico de la periodista británica Lynn Barber. Pues bien, la jovencita inglesa que habla perfectamente francés, traduce precisamente a Virgilio, y no tiene problemas en sus relaciones sexuales con un adulto –y que a buen seguro hubiera hecho las delicias del mismísimo François Truffaut -, tiene que enfrentarse en varias ocasiones con su padre, un hombre a quien no le hace gracia algunas actitudes de su hija pero, sin embargo, a quien no le importa que se case con un hombre bastante mayor que ella y con una muy buena posición económica. Lo interesante en este caso es que, bajo esta trama general, fácilmente se adivina una latente: y es que cada vez que el padre pone algún impedimento a su hija, la madre adopta posturas corporales o hace comentarios bajo los que se trasluce que también ella ha pasado por una oposición paterna parecida, y en este momento de su vida, aunque no llega a enfrentarse con su marido, sí que hace lo posible por favorecer los deseos de su hija, al entender que son beneficiosos para ella, y, en último término, probablemente no deje de haber igualmente una cierta envidia sana por las oportunidades que su hija tiene a su disposición y de las que ella no pudo disponer.
LOS MODELOS
La voz en off de un hombre, Wesley Hardin, que acaba de salir de la cárcel, con su biografía en forma de libro bajo el brazo, nos informa de que su padre siempre intentó educar a sus hijos de acuerdos a las enseñanzas de la Biblia, lo que no dice, pero lo vemos casi simultáneamente a esas palabras, en forma de flash-back, es que también empleaba el látigo como elemento pedagógico. Nada tiene de extraño que, en esas circunstancias, el hijo se convirtiera en un fuera de la ley, hasta que sienta la cabeza en la prisión. Con el tiempo también él se convierte en padre, y del mismo modo a como vimos al comienzo del a película, descubre con preocupación que su primogénito pasa más tiempo aprendiendo a disparar con el revólver –y lo hace con idéntica rapidez a la del padre- que a aprender otros saberes menos peligrosos. El final en este caso será la redención del hijo que llega por una bala, a él dirigida, que acaba en la espalda de su padre (Historia de un condenado, The lawless breed, Raoul Walsh, 1953).
Por su parte, Alexander ha perdido a su padre y la viuda decide volver a contraer matrimonio. Lo malo del caso es que lo hace con un pastor luterano cuya forma de entender la educación de sus dos hijastros pasa por todo tipo de castigos, incluida la temida palmeta. La madre no comparte esos puntos de vista, pero cuando trata de oponerse débilmente a su nuevo esposo no sale precisamente bien parada. Así las cosas, nada tiene de sorprendente que Alexander se refugie en su teatro de marionetas, que es la válvula de escape para su vida, además de una imaginación que hace que prácticamente se muestren ante él las acciones y los personajes que imagina. No es de extrañar que, más adelante, no sienta la misma mínima pena por la terrible muerte de su padrastro (Fanny y Alexander, Ingmar Bergman, 1982).
Pero quizás uno de los mejores modelos como padre que podemos encontrar es el de Atticus Finch, el inolvidable abogado de Matar un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962). En efecto, de nuevo una voz en off nos sitúa en un pasado que nos retrotrae en este caso a la infancia de dos hermanos, Jim y Scout. La narración fluye en un tono pausado, melancólico, como contagiado de la pereza que en los personajes provoca el calor del verano y la tranquilidad con la que nos imaginamos una pequeña ciudad de Alabama. Y allí, como una figura que tiene todas las respuestas – aunque aquí sus hijos no tienen tantas preguntas que hacerle como Telémaco a Ulises, pero sí bastantes -, su padre Atticus les va enseñando el respeto a los demás, la manera de ponerse en la piel del otro y así saber su forma de pensar, la importancia del diálogo para resolver los conflictos, la necesidad de no ver a los demás como enemigos, sino como seres en absoluto distintos a nosotros mismos. Evidentemente, echar a andar en la vida con un padre así es una gran suerte, pero, como es lógico, un personaje tan sin fisuras, tan ejemplar en todos los sentidos resulta casi imposible que sea de carne y hueso; necesariamente ha de ser un producto de ficción: primero en la magnífica novela de Harper Lee, luego bajo las rasgos –ya para siempre en nuestra retina – del no menos estupendo Gregory Peck.
LA AUSENCIA
Pero lo cierto es que la pérdida de un padre o de un hijo conlleva un gran sentimiento de ausencia, de añoranza, de insoportable dolor en ocasiones. No podía ser de otra manera: casi al final de la tercera parte de la que tal vez sea mejor trilogía del cine (El padrino, Francis Ford Coppola. 1983), a la salida de la ópera, donde acaba de debutar el ahijado de Michael Corleone, alguien espera a que éste salga del teatro. En las escaleras, el poderoso jefe mafioso, que se ha ganado innumerables enemigos a lo lardo de su vida, parece que será el próximo de los muchos cadáveres que han sembrado toda la trilogía. Pero algo falla: al ir a disparar el sicario mata a Mary, la primogénita de Michael, y en esas escaleras el todopoderoso Corleone se cubre el rostro como para no ver lo que acaba de ocurrir. Su mujer le retira las manos y la cara del padre está desencajada por un inmenso grito inaudible. Lo curioso del caso es que este recurso de ocultar el rostro aparecía ya en las escalinatas del senado romano con la muerte de Julio César en William Shakespeare (tomada directamente de las Vidas paralelas de Plutarco, por cierto), e incluso en Eurípides, en una escena que algunos testimonios afirman que había sobrecogido al público. Aquí no es ocioso mencionar que no mucho antes el propio Coppola había perdido a uno de sus hijos, de modo que nada tiene de extraño la gran fuerza de ese momento único, que realmente llega a estremecer al espectador.
En una película que no se parece a ninguna otra, o si acaso sólo a las de su creador, el muchacho adolescente que más o menos es el canalizador de la leve trama, aunque en realidad se trata más bien de una obra coral, pierde a su madre. El cortejo fúnebre es emotivo, claro está, pero curiosamente los momentos más dramáticos de ese tiempo posterior a la pérdida son aquellos en los que, una vez en casa de nuevo, e intentando volver a la vida normal, el chico, Titta, entra allí tras regresar del colegio y se apresura a ir en busca de su madre, llamándola y con la sonrisa en la cara… De repente se frena en seco y se da cuenta de su error, recobra la conciencia de que su madre no va estar nunca más en casa esperándolo, de que no podrá ya contestar a sus llamadas, de que se ha creado una ausencia que no se podrá llenar de ningún modo (Amarcord, Federico Fellini, 1972).Contadas veces se ha dado en el cine con semejante intensidad la constatación de una pérdida como esa.
Y dejando por un momento el mundo del cine, conviene no olvidarnos de una de las más hermosas y terribles escenas de pérdida de un hijo que la literatura nos ha dado jamás. Iván Turguéniev, ese escritor del que casi nadie parece acordarse hoy en día, era un magnífico novelista y lo prueba en la que tal vez sea su mejor creación: me estoy refiriendo a la novela que lleva como título el más apropiado para estas líneas: Padres e hijos. El joven hermoso y noble como solamente puedo serlo quien va a morir en las últimas páginas –no olvidemos el dicho griego “A quien los dioses aman, muere joven”- ha contraído una enfermedad incurable, él, que como médico lucha por sanar a sus pacientes. La vida se le va lentamente, ante la pena inconsolable de unos padres que hicieron todo lo que pudieron por proporcionarle la mejor educación y de inculcarle las mejores ideas para que se convirtiera en la gran persona que, en efecto, ha llegado a ser. Y lo peor es que se les muere en plena juventud y los deja irremediablemente solos, puesto que era su único hijo. Que Antón Chéjov alabara sin reservas dicha escena dice mucho de su maravillosa eficacia narrativa a la hora de reflejar ese momento para siempre inolvidable y de su profunda emoción.
Por cierto y ya que sale Chéjov a colación, el maravilloso narrador ruso tiene no pocos cuentos en los que la relación entre padres e hijos es fundamental, como también es palpable en sus obras de teatro. En uno de los aquellos, un cochero intenta conversar con sus clientes mientras los lleva por el helado suelo moscovita, pero no por el mero hecho de hablar, sino porque se da la terrible circunstancia de que se ha muerto su hijo. Lo más penoso del relato es que cada vez que empieza a relatar su dramática pérdida, ninguno de los clientes quiere saber nada, ni oírlo siquiera, de modo que ha de callarse y rumiar su dolor a solas. En esas pocas páginas y con la maestría que le caracteriza, Chéjov muestra la tremenda insensibilidad de esas gentes a las que nada importa el dolor ajeno. El remate final es, de nuevo, un punto de equilibrio entre esa amargura del personaje y una cierta consolación cuando, finalmente, el cochero le cuenta su desgracia al caballo de su trineo en la cuadra, lo que no sólo le sirve para compartir con alguien su pena, sino que parece que incluso el animal se apenase por el cochero, es decir, humanizando a un animal ante la falta de humanidad de los propios seres humanos.
LAS PROMESAS
En la que había de ser la última novela que completó en vida –aunque la idea de su autor simplemente era hacerla inicio de una trilogía-, Su único hijo, Leopoldo Alas Clarín mostraba a un hombre maduro cuya máxima ilusión era ser padre. Su mujer se queda embarazada y él va configurando todos sus deseos, sus esperanzas y hasta el futuro para ese niño que todavía no ha nacido. Lo curioso del caso es que, tras descubrirle su mujer en una escena antológica que lo más probable es que el bebé que espera sea del tenor de una compañía de ópera que está en la ciudad, a Bonifacio Reyes (una vez más, el protagonista tiene un nombre parlante, es decir, que lo define) no le importa ese detalle lo más mínimo –al contrario de lo que sucede en muchísimas otras novelas coetáneas-, y continúa incluso con más energía que antes pensando en todo lo que será ese niño que no va tardar en nacer, en todo cuanto va a suponer de cambio para él y en ese nuevo mundo de promesas que les espera a ambos.
En ocasiones los padres albergan muy turbias intenciones en el fondo de su alma. No de otro modo puede verse la versión que Charles Perrault nos dio de Piel de asno. En efecto, tras fallecer su esposa, un rey planea volverse a casarse. Hasta ahí todo bien, pues así empiezan multitud de cuentos tradicionales. Lo llamativo de esta versión es que pretende hacerlo con su propia hija, a la que hace promesas sin cuento; pero ella ya intuye que eso no puede estar bien, de modo que se pone encima la piel de asno y huye del palacio, a un lugar lejano donde su padre no pueda encontrarla. A la princesa la descubrirá un príncipe que, como no podía ser menos, se enamora de ella y, una vez que el rey ha muerto víctima de su propia ansia por no poder unirse con su hija – a ratos parece que se tratara de uno de los personajes de la tragedia griega cuya pasión no pueden controlar y a los que esa misma pulsión llevará a la muerte – se casa con la princesa.
Fedra, la joven esposa del rey Teseo, se ha enamorado rabiosamente de su hijastro Hipólito, y está dispuesta a todo con tal de poseerlo. Él la rechaza y ella se ahorca tras dejar una nota acusándolo de intentar violarla; también él morirá, aunque exculpando a Fedra y perdonando a su padre por ser el responsable de su muerte al haberle pedido al dios Poseidón que acabase con la vida de su hijo (Hipólito, Eurípides, 428 a. c.). Una variante de este amor incestuoso es la pasión desenfrenada que siente el noble Federico por su joven y muy atractiva madrastra Casandra, que les conduce a la muerte trágica de ambos en El castigo sin venganza (Lope de Vega, 1614). Y no muy distinto, salvo en lo del final de los amantes, ocurre en Dies irae (Carl Theodor Dreyer, 1946): la joven esposa del intolerante pastor luterano ama locamente a su hijastro Michael, pero él es un pusilánime que no está dispuesto a sacrificarlo todo por ese amor y, de hecho, creerá que Anna es la responsable del repentino fallecimiento del pastor, bajo la acusación de brujería. Así las cosas nadie puede ni quiere evitar que Anna termine en la hoguera, tal y como le sucedió a su madre.
LO SOBRENATURAL
El padre de Hamlet ha sido vilmente asesinado por su propio hermano, Claudio, y no contento con ese crimen atroz se ha casado con su cuñada, así pues es ahora el rey de Dinamarca. Lo que el homicida no sabe es que el espectro del rey muerto se ha aparecido nada más comenzar la obra a Hamlet y le ha hecho saber la verdad. Desde ese momento, el príncipe se debate en llevar acabo o no su venganza – frente al personaje similar que ya había aparecido en dramas ingleses previas a ésta, que dedicaban todos sus esfuerzos a la venganza -y en la más idónea forma de hacerlo. Cuando la función concluye, no sólo ha muerto la bella Ofelia, que estaba enamorada del joven, sino también su padre Polonio y el hijo de éste, Laertes, en un duelo singular con el príncipe para desagraviar la muerte de su padre a manos de Hamlet. Igualmente Claudio y también la reina, su reciente esposo, y el mismísimo Hamlet acaban muertos. Estamos ante uno de los más excelsos ejemplos de tragedia que nos ha dado la literatura de todos los tiempos.
No es menos trágica la historia de un niño del que ignoramos hasta el nombre. Lo que no ignoramos es la serie de tristes peripecias que ocurrieron a sus padres. Tres hermanos construyen un muro para protegerse de los ataques de los contrabandistas, pero la obra no avanza porque –según sus creencias- no hay un cadáver bajo los cimientos. En consecuencia, acuerdan sacrificar a aquella esposa que al día siguiente venga la primera a la obra, con la promesa de no avisarlas previamente. El hermano mayor quiere deshacerse de su mujer, pues está enamorado de otra, por lo que nada le dice; ahora bien, sus palabras en sueños la ponen en guardia para no ir esa mañana al lugar de trabajo. El mediano se lo confiesa a la suya, por lo que tampoco acude. Por último, el pequeño cumple con su promesa, y ello a pesar de que su esposa ha dado a luz no mucho tiempo atrás. Cuando llega, el benjamín trata de persuadir a sus hermanos de no cometer el crimen, pero es él quien cae muerto. Su viuda convence a sus cuñados de que la dejen con vida aun detrás de las paredes del muro, con dos agujeros desde donde el bebé pueda mamar. Así lo hacen y durante mucho tiempo, incluso después de la muerte, la madre sigue alimentando con sus pechos a su hijo. El paso del tiempo hará que no sólo la carne sino también los huesos desaparezcan, pero hasta ese lugar acuden las madres para venerar a ese lugar como un sitio en verdad milagroso (La leche de la muerte, Marguerite Yourcenar).
Incluso hay veces en que lo que creíamos una separación definitiva por la muerte del padre no es tal. En Los fantasmas del mar (Pu Sung Ling) un personaje ha perdido a su padre ocho años atrás, ahogado en las aguas de un lago. Cuando le toca pasar por ese mismo lago, transcurrido ese tiempo, hace tan buena noche que la tripulación decide dormir allí mismo. El problema viene cuando cinco figuras fantasmales salen del fondo del lago y después de cenar sobre el agua se preparan para jugar al balón. El joven es un gran jugador y al recibir una pelota en su barco le da una gran patada, lo que enfurece a los fantasmas, dispuestos a matarlo. Pero hete aquí que uno de los criados de esas figuras es nada más y nada menos que su padre y lo previene, gracias a lo cual puede eliminar a los fantasmas. Al terminar semejante trama el padre le aclara que se salvó de morir precisamente por su habilidad para jugar al balón, habilidad por lo visto apreciada por los fantasmas. Tras esas peripecias se vuelven juntos hacia su hogar.
VARIACIONES
Claro que a veces los padres están ausentes por múltiples motivos (prisión, viajes, desinterés, etcétera). Basta con pensar en un caso insólito: Jean-Jacques Rousseau, adalid de los nuevos conceptos educativos que iban a abrirse paso a lo largo de los últimos tres siglos y padre de varios hijos, resulta que dejó a todos en la beneficencia, o lo que es lo mismo, no se veía capacitado para educarlos él mismo. La lectura de sus Confesiones es muy atractiva, como lo es también la forma en la que trata de esos temas, aunque no se acabe de comprender la paradoja que acabamos de mencionar. Muy lejos de la Francia de inicios del siglo XVIII, un niño cuyo padre no llegaremos a conocer por estar en la cárcel, tiene a su madre como único referente… hasta que aparece en su vida un recluso que acaba de fugarse: esa figura paterna se preocupa por él, le compra chuches, le permite ir por la calle disfrazado de fantasma de Halloween, y le va enseñando elementos de la vida como su padre nunca se tomó la molestia de hacer. Por desgracia, y como en tantas historias que conocemos, el chico ha de madurar y la primera prueba por la que pasará será por ver la muerte de ese convicto. Estamos hablando de una de las mejores películas de Clint Eastwood, Un mundo extraño (1995).
En otras ocasiones no es que falten, sino que el hijo no llegará a conocer a sus progenitores. Nos lo prueba el segundo episodio del extraordinario libro Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. Su título es un hermoso endecasílabo: “Manuscrito encontrado en el olvido” y gira en torno a la aparición de los cuerpos de un niño y de su padre en una braña de Somiedo. En ese manuscrito se narra la muerte de la madre en el parto y lo terrible de la existencia para sobrevivir de padre e hijo en el invierno de 1940, expuestos al frío, a los lobos y a la guardia civil, que buscan al que fue maestro nacional en los años republicanos y que huyó con su esposa embarazada al monte. El hombre que confiesa en esos papeles que no sabe hacer nada, sólo escribir versos, será capaz, para poder sacar a su hijo adelante –bien que por poco tiempo, a la vista de su final – de ordeñar a una vaca para proporcionarle leche, de ir dándole agua estrujando un trapo y un sinfín de recursos de los que nunca antes se hubiera visto capaz.
En uno de esos cuentos tan absorbentes que él escribía, Jack London pone delante de nuestros ojos a un anciano al que su hijo lleva a un bosque para dejarlo allí. No se trata, como podría pensarse a primera vista, de un acto extremadamente cruel, sino una simple prueba de las formas en las que determinadas culturas deben resolver su subsistencia. El hombre revive lo que ha sido su vida, desde que era un niño hasta el presente, en el que con un poco de comida y un puñal poco tiene que hacer frente a las manadas de lobos que viajan por los bosques nevados gran parte del año. De hecho, cuando se acerca una, su primera reacción es defenderse, pero no tarda en darse cuenta en que eso no hará que sobreviva mucho tiempo y en que, en último término, es La ley de la vida, que es el título del cuento. Esto no está muy lejos de la misma toma de conciencia que pasa por la mente de la anciana de La balada de Narayama (Shohei Imamura, 1983), al darse cuenta de que con ella su familia no podrá sobrevivir. Así las cosas, se rompe los dientes con una piedra para que de esta forma su hijo deba llevarla al monte Narayama, donde no es difícil suponer que será presa de las alimañas que allí viven, con lo que contribuirá al eterno ciclo de la naturaleza.
En una obra de teatro que marcaría nuestra postguerra literaria, Antonio Buero Vallejo nos hacía partícipes de las vicisitudes de una serie de vecinos que comparten el mismo edificio, Historia de una escalera (1949). Pues bien, hay una pareja de jóvenes enamorados que, en uno de los descansillos de esa escalera que tanta importancia tiene en la historia, hacen planes para tener un futuro menos gris que el que ahora comparten con sus padres en ese edificio pobretón. Años después, el hijo de esa pareja promete igualmente a su novia que cuando sean adultos ellos no serán como sus padres, sino que tendrán una vida mejor, mientras que esos mismos padres son testigos de esas palabras-sin que los jóvenes lo sepan-, palabras parecidas a las que años atrás ellos mismos pronunciaron y que nunca se hicieron realidad; de ahí las miradas de decepción que se cruzan.
Y FINAL
Evidentemente, el número de ejemplos que sobre este tema se pueden aducir son prácticamente infinitos. Ello es lógico si consideramos que se trata de un tipo de relación humana de la que todos formamos parte, con las naturales diferencias en función de la sociedad y las circunstancias que nos han tocado vivir. Podemos terminar, en consecuencia, estas páginas con un ejemplo memorable del amor paternofilial que nos ha dejado una de nuestras más hermosas obras literarias. Me estoy refiriendo a la despedida de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, de su esposa Jimena y de sus dos hijas, doña Blanca y doña Sol, a las puertas del monasterio de Cardeña: ante una separación que todos intuyen larga, el héroe castellano abraza con toda su fuerza a su familia y los cuatro vierten lágrimas por no poder seguir juntos, ante el despiadado destierro de que es objeto por parte del rey Alfonso el Cid. Nada tiene de extraño que, andando el tiempo, el héroe se muestre orgulloso de casar a sus hijas con los infantes de Carrión, primero y, y con los príncipes de Navarra y Aragón después, puesto que como padre sólo puede desear lo mejor para ellas. Pero la verdad, lo que es verdaderamente entrañable es ese instante de la despedida. Y es que parece que la relación entre padres e hijos dieran lo mejor de sí en los momentos más difíciles, aunque eso mismo ocurre en casi todas la relaciones humanas.
José María García Pérez